Capítulo 9

—Lo siento —dijo Daisy con una cálida sonrisa en los labios—. Al parecer, siempre la hago esperar. ¿Se han presentado usted y Sandy?

Llevaba el pelo impecablemente recogido en la nuca.

—Sí, ya nos hemos presentado. Hablábamos del placer que produce ordenar las estanterías.

—Sí, mis ayudantes dedican muchas horas a esa tarea, a organizar estanterías y fotocopiar material diverso. Es un trabajo aburrido, lo sé, pero gran parte de la auténtica investigación es puro y simple aburrimiento. Tanto mis estudiantes como mis ayudantes son muy pacientes conmigo.

Volvió su sonrisa hacia Sandy, quien ofreció su propia y breve versión, y regresó a su tarea con las revistas. Me sorprendió la diferencia de trato que había entre Jeannotte y Sandy y el que había observado el miércoles entre Anna y la doctora.

—Bien, le mostraré lo que he encontrado para usted. Creo que le gustará.

Hizo un gesto hacia el sofá.

Cuando ambas estuvimos cómodamente sentadas, Jeannotte cogió una pila de papeles de una pequeña mesa que había a su derecha y bajó la cabeza para examinar una lista impresa de dos páginas. La raya del pelo era una fina línea blanca que dividía en dos la coronilla.

—Éstos son títulos de libros que hablan de Quebec durante el siglo pasado. Estoy segura de que en muchos de ellos encontrará referencias a la familia Nicolet.

Me dio la lista y le eché un vistazo, aunque mi mente no se ocupaba entonces de Élisabeth Nicolet.

—Y este libro habla de la epidemia de viruela que asoló Quebec en 1885. Es probable que incluya alguna mención de Élisabeth o de su trabajo. Este material le proporcionará, al menos, un panorama de la época y del terrible sufrimiento de Montreal durante aquellos días.

El libro era nuevo y estaba en perfecto estado, como si nadie lo hubiese leído nunca. Pasé algunas páginas sin ver absolutamente nada. ¿Qué había estado a punto de decir Sandy cuando llegó Jeannotte?

—Pero creo que éstos le resultarán especialmente interesantes.

Acto seguido, me dio lo que parecían tres antiguos libros mayores. Luego se apoyó en el respaldo de la silla, sonriendo pero mirándome fijamente.

Las cubiertas eran grises, y tenían el borde y el lomo en rojo oscuro. Abrí delicadamente el primero de los libros y pasé varias páginas. El papel olía a moho, como algo que ha estado durante años guardado en un sótano o un desván. No era un libro mayor sino un diario, y estaba escrito con una caligrafía gruesa y bien definida. La primera inscripción decía 1 de enero de 1844. Busqué la última: 23 de diciembre de 1846.

—Fueron escritos por Louis-Philippe Bélanger, el tío de Élisabeth. Se sabe que era un prodigioso conservador de diarios, de modo que, siguiendo una corazonada, realicé una pequeña investigación en nuestra sección de documentos raros. Efectivamente, McGill posee parte de la colección. Ignoro dónde puede estar el resto de los diarios, o incluso si han sobrevivido, pero podría tratar de averiguarlo. Tuve que empeñar mi alma para conseguir estos libros. —Se echó a reír—. Tomé prestados aquellos que incluyen el período del nacimiento de Élisabeth y sus primeros años de infancia.

—Esto es demasiado bueno para ser verdad —dije olvidándome por un momento de Anna Goyette—. No sé qué decir.

—Puede decir que los cuidará como si fuesen suyos.

—¿Puedo llevármelos?

—Sí. Confío en usted. Estoy segura de que sabrá apreciar su valor y los tratará como se merecen.

—Daisy, estoy abrumada. Esto es mucho más de lo que esperaba.

Ella alzó una mano, haciendo un gesto de que aquello no tenía mayor importancia, y luego volvió a apoyarla suavemente en su regazo. Por un momento, ambas permanecimos en silencio.

Apenas podía resistir la tentación de marcharme de allí y comenzar a examinar aquellos diarios. Entonces recordé a la sobrina de la hermana Julienne, y también las palabras de Sandy.

—Daisy, ¿podría preguntarle algunas cosas acerca de Anna Goyette?

—Sí.

La sonrisa seguía dibujada en sus labios, pero su mirada se volvió cautelosa.

—Como ya sabe, he estado trabajando con la hermana Julienne, que es tía de Anna.

—No sabía que fuesen parientes.

—Sí. La hermana Julienne me llamó esta mañana para decirme que Anna falta de su casa desde ayer, y su madre está muy preocupada.

Durante nuestra conversación, yo había observado los movimientos de Sandy mientras la joven seleccionaba las revistas y las colocaba en los estantes; pero entonces, en el extremo más alejado de la habitación, todo estaba quieto y en silencio. Jeannotte también lo advirtió.

—Sandy, debes de estar fatigada. Puedes tomarte un pequeño descanso.

—Estoy ter…

—Ahora, por favor.

Los ojos de Sandy se encontraron con los míos cuando pasó a nuestro lado y se marchó del despacho. Su expresión era indescifrable.

—Anna es una joven realmente brillante —continuó Jeannotte—. Resulta un tanto caprichosa pero tiene una mente despierta. Estoy segura de que se encuentra bien —dijo muy firme.

—Su tía dice que no es propio de Anna desaparecer de esta manera.

—Probablemente Anna necesitaba un poco de tiempo para reflexionar. Sé que ha tenido algunas desavenencias con su madre. Es posible que se haya marchado para unos días.

Sandy había insinuado que Jeannotte se mostraba muy protectora con sus estudiantes. ¿Era eso lo que yo veía en aquel momento? ¿Acaso la profesora sabía algo de lo que no quería hablar?

—Supongo que soy más alarmista que la mayoría de las personas. En mi trabajo veo muchas jóvenes que no se encuentran bien.

Jeannotte se miró las manos. Por un momento, permaneció absolutamente inmóvil. Luego, volvió a hablar manteniendo la misma sonrisa.

—Anna Goyette está tratando de alejarse de la influencia de una situación familiar insostenible —dijo—. Eso es todo lo que puedo decirle, pero le aseguro que está bien y es feliz.

¿Por qué estaba Jeannotte tan segura? ¿Debía estarlo yo también? Al diablo. Lo escupí para ver su reacción.

—Daisy, sé que esto puede sonar raro, pero he oído que Anna está metida en alguna especie de culto satánico.

La sonrisa desapareció.

—No le preguntaré siquiera de dónde ha sacado esa información, pero no me sorprende. —Sacudió la cabeza—. Personas que cometen abusos deshonestos con menores, asesinos psicópatas, mesías depravados, profetas del juicio final, satanistas, la siniestra vecina que en la celebración de Halloween pone arsénico en los caramelos que reparte entre los niños.

—Pero esas amenazas existen.

Alcé las cejas en un gesto de interrogación.

—¿Existen o sólo se trata de leyendas urbanas? ¿Recordatorios para los tiempos modernos?

—¿Recordatorios? —Me preguntaba qué tenía que ver todo esto con Anna.

—Es un término que emplean los folcloristas para describir la forma en que la gente integra sus miedos con las leyendas populares. Es una manera de explicar experiencias extrañas.

La expresión de mi rostro le hizo saber que aún estaba confusa.

—Todas las culturas tienen historias, leyendas populares que expresan ansiedades comunes: el miedo al hombre del saco, a los extraños, a los alienígenas, a la pérdida de los niños. Cuando sucede alguna cosa que somos incapaces de comprender, actualizamos antiguas fábulas. La bruja cogió a Hansel y Gretel. El hombre en la galería comercial se llevó al niño que paseaba por allí. Es una forma de hacer que las experiencias confusas parezcan creíbles. Y la gente cuenta historias de abducciones por ovnis, visiones de Elvis, envenenamientos en Halloween. Siempre le ha pasado a un amigo de un amigo, a un primo o al hijo del jefe.

—¿Acaso no fueron reales los envenenamientos de los dulces en Halloween?

—Un sociólogo examinó las noticias aparecidas en los periódicos en las décadas de 1970 y 1980, y descubrió que durante ese tiempo se pudo demostrar que sólo dos muertes se debieron a la manipulación de los dulces, ambas por miembros de la familia. Muy pocos incidentes pudieron ser documentados en este caso. Pero la leyenda se extendió porque expresa miedos ancestrales: la pérdida de los hijos, el miedo a la noche, el miedo a los extraños.

Dejé que continuara con su explicación, esperando la relación que tenía todo eso con Anna.

—¿Ha oído hablar de los mitos de subversión? A los antropólogos les encanta tratar este tema.

Hice un esfuerzo para recordar un seminario de posgrado sobre mitología.

—La adjudicación de la culpa, historias que encuentran chivos expiatorios para los problemas complicados.

—Exacto. Habitualmente los chivos expiatorios son extraños: grupos raciales, étnicos o religiosos cuya presencia resulta inquietante para los demás. Los romanos acusaron a los primeros cristianos de cometer incesto y practicar sacrificios humanos con los niños. Más tarde, las sectas cristianas se acusaron mutuamente; luego los cristianos señalaron con el mismo dedo a los judíos. Miles de personas murieron a causa de esas creencias. Piense en los juicios a las brujas, o en el Holocausto. Y no son noticias antiguas. Después del levantamiento de los estudiantes en Francia a finales de los sesenta se acusó a tenderos judíos de haber secuestrado a chicas adolescentes de los probadores de sus tiendas.

Recordaba vagamente esa noticia.

—Y, en los últimos años, han sido los inmigrantes turcos y norteafricanos. Hace varios años cientos de padres franceses afirmaron que sus hijos eran abducidos, asesinados y eviscerados por esos inmigrantes, aunque en realidad no se informó de la desaparición de ningún niño en Francia en aquellos días. Y ese mito continúa, incluso aquí en Montreal, sólo que ahora se trata de un nuevo hombre del saco que practica asesinatos rituales con niños. —Se inclinó hacia adelante con los ojos muy abiertos y casi siseó la última palabra—. Satanistas.

Era la primera vez que la veía tan animada. Sus palabras hicieron que una imagen nítida se formara en mi mente: Malachy sobre la fría mesa de acero inoxidable en la sala de autopsias.

—En realidad, no debe sorprendernos —continuó Jeannotte—. La preocupación por la demonología siempre se intensifica durante períodos marcados por el cambio social. Y hacia finales del milenio. Pero la amenaza procede de Satanás.

—¿No ha sido responsable Hollywood de la creación de una buena parte de todo eso?

—No intencionadamente, por supuesto; sin embargo, no hay duda de que ha aportado su granito de arena. Hollywood sólo quiere hacer películas que tengan un gran éxito comercial. Pero ésa es una pregunta que se pierde en la noche de los tiempos: ¿El arte moldea los tiempos, o sólo es un reflejo de ellos? La semilla del diablo, El exorcista, The Ornen. ¿Qué hacen estas películas? Explican las ansiedades sociales a través del uso de la imaginería demoníaca. Y el público mira y escucha.

—Pero ¿no forma eso parte del creciente interés por el misticismo que ha mostrado la cultura norteamericana en las últimas tres décadas?

—Por supuesto. ¿Y cuál es la otra tendencia que ha aparecido durante la última generación?

Me sentí como si estuviese en un concurso de preguntas y respuestas. ¿Qué tenía que ver todo eso con Anna? Sacudí la cabeza.

—El aumento de la popularidad del fundamentalismo cristiano. La economía tiene mucho que ver con ello, naturalmente: desempleo, cierre de fábricas, recesión. La pobreza y la inseguridad económica son factores que producen mucho estrés, pero ésa no es la única fuente de inquietud social. La gente de todos los estratos económicos siente ansiedad debido a la transformación de las normas sociales. Las relaciones han cambiado entre hombres y mujeres, dentro de las familias, entre las distintas generaciones.

Puntualizaba cada afirmación apoyando el índice de la mano derecha en los dedos de la mano izquierda.

—Las viejas explicaciones se caen a pedazos y aún no se han establecido las nuevas. Las iglesias fundamentalistas proporcionan consuelo ofreciendo respuestas simples a preguntas complejas.

—Satanás.

—Satanás. Todo el mal que existe en el mundo se debe a Satanás. Los adolescentes son reclutados para que se conviertan en adoradores del demonio. Los niños son secuestrados y asesinados en rituales demoníacos. El sacrificio de ganado satánico se extiende por todo el país. El logotipo de Proctor y Gamble contiene un símbolo satánico secreto. La frustración de las clases rurales se aferra a estos rumores y los alimenta para que crezcan.

—¿Está sugiriendo que las sectas satánicas no existen?

—No estoy diciendo eso. Hay unos pocos, podríamos decir, grupos satánicos organizados y conocidos, como el de Anton LaVey.

—La Iglesia de Satán, en San Francisco.

—Sí; pero se trata de un grupo muy, muy pequeño. La mayoría de los satanistas —alzó los índices ligeramente curvados para indicar comillas— son probablemente chicos blancos de clase media que juegan a adorar al diablo. A veces estos chicos se desmadran un poco, por supuesto, cometen actos vandálicos en iglesias o cementerios, o torturan animales, pero sobre todo practican rituales inofensivos y realizan viajes legendarios.

—¿Viajes legendarios?

—Creo que el término ha sido acuñado por los sociólogos. Se trata de visitas a lugares espectrales, como cementerios o casas habitadas por fantasmas. Encienden hogueras, cuentan historias de terror, realizan encantamientos y, tal vez, algunos actos vandálicos. Eso es todo. Más tarde, cuando la policía encuentra grafitos, una tumba saqueada, restos de una hoguera, quizá un gato muerto, llega a la conclusión de que los jóvenes del lugar pertenecen a una secta satánica. La prensa se hace eco de la noticia, los predicadores hacen sonar todas las alarmas, y otra leyenda alza el vuelo.

Jeannotte, como siempre, mantenía una compostura inalterable, pero los orificios de la nariz se dilataban y contraían mientras hablaba, lo que revelaba una tensión que no había advertido antes en ella. No dije nada.

—Estoy sugiriendo que la amenaza del satanismo está sobredimensionada. Es otro mito de subversión, como dirían sus colegas.

Sin previo aviso, el tono de su voz se volvió más alto y estridente, y me sobresaltó.

—¡David! ¿Eres tú?

Yo no había oído nada.

—Sí, señora. —Una voz apagada.

Una figura alta y desgarbada apareció en el vano de la puerta. El rostro quedaba oculto por la capucha de la parka y llevaba una enorme bufanda alrededor del cuello. La forma ligeramente encorvada me resultaba familiar.

—Perdóneme un momento.

Jeannotte se levantó y desapareció por la puerta. Escuché fragmentos de la conversación, y el muchacho parecía agitado; el tono de su voz subía y bajaba como si fuese un niño gimoteando. Jeannotte le interrumpía con frecuencia. Hablaba con frases cortas y secas; su tono era tan firme como volátil el del muchacho. Sólo pude distinguir con claridad una palabra: «No». Jeannotte la repitió varias veces.

Luego ambos se quedaron en silencio. Un momento después, Jeannotte regresó al despacho, pero no se sentó.

—Estudiantes —dijo al mismo tiempo que se echaba a reír y sacudía la cabeza.

—Permítame adivinarlo. Necesita más tiempo para acabar su trabajo.

—Hay cosas que nunca cambian. —Miró su reloj—. Muy bien, Tempe, espero que su visita haya sido provechosa. ¿Cuidará bien de esos diarios? Son muy importantes. —Me estaba diciendo que me marchase.

—Por supuesto. Se los devolveré el lunes a más tardar.

Me levanté del pequeño sofá, guardé el material de Jeannotte en mi maletín y recogí el abrigo y el bolso.

Me despidió con una sonrisa en los labios.

En invierno, el cielo de Montreal exhibe principalmente tonos grises, virando del paloma al hierro, al plomo, al cinc. Cuando salí de Birks Hall las espesas nubes que amenazaban lluvia habían convertido el día en un paisaje de color peltre opaco.

Me colgué el maletín y el bolso del hombro, metí las manos en los bolsillos y eché a andar colina abajo, envuelta en un viento húmedo y frío. Antes de haber recorrido veinte pasos, tenía los ojos llenos de lágrimas, y eso me dificultaba la visión. Mientras caminaba, una imagen de Fripp Island cruzó como un relámpago por mi mente: palmeras, médanos, los rayos del sol reflejados en la marisma.

«Basta ya, Brennan. Marzo es un mes frío y ventoso en muchos lugares del planeta. Deja de usar a Carolina como una línea de referencia para medir el clima del mundo. Podría ser peor; podría estar nevando». Acababa de pensarlo cuando el primer copo cayó sobre mi mejilla.

Al abrir la puerta del coche, alcé la vista y vi que un muchacho alto me miraba desde el otro lado de la calle. Reconocí de inmediato la parka y la bufanda. Esa forma encorvada correspondía a David, el desdichado visitante de Daisy Jeannotte.

Nuestras miradas se cruzaron por un momento y me sorprendió la furia que había en sus ojos. Entonces, sin decir palabra, el estudiante se dio la vuelta y echó a andar velozmente calle abajo. Me metí en el coche sin que pudiera evitar cierto nerviosismo y accioné los seguros de las puertas. Agradecí que ese joven fuese problema de Jeannotte y no mío.

En el camino de regreso al laboratorio, mi mente recorrió los pasos habituales, repitiendo una y otra vez lo inmediato y preocupándose por las cosas no hechas. ¿Dónde estaba Anna? ¿Debía considerar seriamente la preocupación de Sandy por esa secta satánica? ¿Estaba Jeannotte en lo cierto? ¿Eran las sectas satánicas poco más que clubes juveniles? ¿Por qué no le pedí a Jeannotte que se explayara más sobre su afirmación de que Anna se encontraba bien? Nuestra conversación se había vuelto tan fascinante que me había apartado de mi deseo de preguntar más cosas sobre Anna. ¿Había actuado de manera deliberada? ¿Jeannotte estaba ocultando algo? Si era así, ¿qué y por qué? ¿Estaba la profesora protegiendo simplemente a su alumna de que una extraña se inmiscuyera en una cuestión personal? ¿Cuál era esa «situación familiar insostenible» de Anna? ¿Por qué el comportamiento de David parecía tan siniestro?

¿Cómo podría examinar esos diarios para el lunes? Mi vuelo salía a las cinco de la tarde. ¿Sería capaz de acabar ese día el informe Nicolet, redactar al día siguiente los correspondientes a los bebés de St. Jovite y examinar los diarios el domingo? No era extraño que no tuviera vida social.

Cuando llegué a la calle Parthenais, la nieve ya se acumulaba en la calzada. Encontré un sitio para aparcar justo delante de la puerta y elevé una plegaria al cielo plomizo para no tener que desenterrar el coche cuando regresara.

El aire del vestíbulo estaba vaporoso y olía a lana mojada.

Me sacudí los pies para quitarme la nieve de las botas, lo que contribuyó a la charca resbaladiza que se había formado en el suelo. Pulsé el botón del ascensor. Mientras subía intenté borrar la mancha veteada de rimel que se había formado en la parte inferior de los párpados.

Encontré dos mensajes sobre el escritorio. La hermana Julienne había llamado. Sin duda quería informes sobre Anna y Élisabeth. Aún no estaba preparada para darle ninguno de los dos. El siguiente era de Ryan.

Levanté el auricular, marqué el número, y él contestó la llamada.

—Un largo almuerzo.

Comprobé la hora. Era la una cuarenta y cinco.

—Me pagan por horas. ¿Qué sucede?

—Finalmente conseguimos dar con el propietario de la casa de St. Jovite. El sujeto se llama Jacques Guillion. Es de la ciudad de Quebec, pero se marchó a Bélgica hace algunos años. Su paradero actual se desconoce, aunque una vecina belga dice que Guillion le alquilaba la casa de St. Jovite a una anciana llamada Patrice Simonnet. Ella cree que la inquilina es belga, pero no está segura. También dice que Guillion les proporciona coches a los inquilinos. Lo estamos comprobando.

—Una vecina muy bien informada.

—Aparentemente eran íntimos.

—El cuerpo quemado del sótano podría ser el de Simonnet.

—Podría ser.

—Durante el examen post mortem conseguimos buenas placas de rayos X de la dentadura. Bergeron las tiene.

—Hemos pasado el nombre a la RCMP. Están trabajando con la Interpol. Si la anciana era belga, lo investigarán.

—¿Qué hay de los otros dos cuerpos de la casa principal y de los dos adultos con los bebés?

—Estamos trabajando en ello.

Ambos nos quedamos pensativos durante unos segundos.

—Era un lugar realmente grande para una mujer mayor y sola.

—Al parecer, no estaba tan sola.

Pasé las dos horas siguientes en el laboratorio de histología quitando los últimos restos de tejido de las costillas de los bebés y examinándolos bajo el microscopio. Tal como me había temido, el hueso no presentaba dibujos y tampoco incisiones de ninguna clase. No había nada que pudiera decir excepto que el asesino había utilizado un cuchillo muy afilado y que la hoja no era dentada, lo que resultaba malo para la investigación y bueno para mí. El informe sería breve.

Acababa de regresar a mi despacho cuando Ryan volvió a llamar.

—¿Le apetece una cerveza? —preguntó.

—No tengo cerveza en mi despacho, Ryan. Si la tuviera me la bebería.

—Usted no bebe.

—¿Por qué me invita, entonces, a una cerveza?

—Le estoy preguntando si le gustaría. Podría ser verde.

—¿Qué?

—¿No es usted irlandesa, Brennan?

Miré el calendario que tenía en la pared. Era 17 de marzo. El aniversario de uno de mis mejores trabajos. No quería recordarlo.

—Ya no puedo hacerlo, Ryan.

—Es una forma genérica de decir «tomémonos un respiro».

—¿Me está pidiendo una cita?

—Sí.

—¿Con usted?

—No, con el cura de mi parroquia.

—Vaya. ¿Acaso se olvida de sus votos?

—Brennan, ¿quiere tomar algo conmigo esta noche? ¿Sin alcohol?

—Ryan, yo…

—Hoy es San Patricio. Es viernes por la noche y está cayendo una nevada de mil pares de cojones. ¿Tiene una invitación mejor?

No la tenía; de hecho, no tenía ninguna invitación más. Pero Ryan y yo investigábamos a menudo los mismos casos, y siempre había tenido la política de mantener separados el trabajo y el placer.

Siempre. Exacto. Me había separado y llevaba viviendo sola menos de dos años. Y no había sido precisamente un período magnífico en cuanto a compañía masculina.

—No creo que sea una buena idea.

Hubo una pausa. Luego continuó.

—Conseguimos dar con la pista de Simonnet —dijo—. La Interpol encontró sus datos. Nació en Bruselas y vivió allí hasta hace dos años. Aún paga impuestos por una propiedad en el campo. Era una vieja fiel a sus costumbres: se visitó con el mismo dentista toda su vida. El tío ejerce desde la Edad de Piedra y lo guarda todo. Nos envían los datos por fax. Si las muestras coinciden, enviaremos a buscar los originales.

—¿Cuándo nació?

Oí el sonido de papeles.

—Mil novecientos dieciocho.

—Eso coincide. ¿Familia?

—Lo estamos comprobando.

—¿Por qué abandonó Bélgica?

—Tal vez necesitaba un cambio de paisaje. Escuche, compañera, si finalmente se decide, estaré en Hurley después de las nueve. Si hay alguien en la puerta, puede usar mi nombre.

Me quedé sentada unos minutos pensando por qué le había dicho que no. Pete y yo habíamos llegado a un acuerdo: aún nos amábamos, pero no podíamos vivir juntos. Separados, habíamos podido volver a ser amigos otra vez. Nuestra relación no había sido tan buena en años. Pete salía con otras mujeres, y yo era libre de hacer lo mismo con los hombres que me apetecieran. ¡Oh, Dios! Tener una cita. La palabra evocaba imágenes de acné y ortodoncia.

Para ser sincera, encontraba a Andrew Ryan extremadamente atractivo; no tenía ningún grano y ninguna abrazadera en los dientes, lo que suponía un atractivo adicional. Además, técnicamente, no trabajábamos juntos. Sin embargo, también le encontraba extremadamente irritante e imprevisible. No; Ryan era un problema.

Estaba terminando mi informe sobre Mathias y Malachy cuando el teléfono volvió a sonar. Sonreí. «De acuerdo, Ryan. Usted gana».

La voz del guardia de seguridad me dijo que tenía una visita en recepción. Miré el reloj. Eran las cuatro y veinte. ¿Quién podría ser a esa hora? No recordaba haber fijado ninguna cita.

Pregunté el nombre del visitante. Cuando me lo dijo, el corazón me dio un vuelco.

—¡Oh, no!

No pude evitarlo.

—Est-ce qu’il y a un problème?

—Non. Pas de problème.

Le dije que bajaría en seguida.

¿Ningún problema? ¿A quién quería engañar?

Lo repetí en el ascensor.

¡Oh, no!