Capítulo 16

Me quedé inmóvil con esa cosa en la mano. No podía creer lo que mis ojos me decían.

Sam habló primero.

—Es un maxilar inferior humano.

—Sí. —Observé la filigrana de sombras que resbalaba por su rostro.

—Probablemente una vieja sepultura india.

—No con este trabajo dental.

Hice girar el hueso y el sol arrancó reflejos de oro.

—Esto fue lo que atrajo la atención de J-7 —dijo Sam, mirando las coronas.

—Y esta carne —añadí señalando un terrón marrón que colgaba de la articulación.

—¿Qué significa eso?

Alcé el hueso y lo olí. Tenía el olor desagradable y empalagoso de la muerte.

—En este clima, en función de que el cuerpo estuviese enterrado o bien en la superficie, esta persona podría llevar muerta menos de un año.

—¿Cómo coño es posible?

Una vena palpitaba en la frente de Sam.

—No me grites a mí. ¡Aparentemente, no todo el mundo que viene a esta isla ha recibido tu aprobación!

Aparté la mirada.

—¿Dónde diablos lo encontró?

—Es tu mono, Sam. Descúbrelo tú.

—Puedes apostar a que lo haré.

Se dirigió dando grandes zancadas hacia la estación de campo, salvó los escalones de dos en dos y desapareció en el interior. A través de las ventanas abiertas oí claramente que llamaba a Jane.

Por un momento, permanecí donde estaba, escuchando el sonido de las hojas de las palmeras y sintiendo que aquello era surrealista. ¿Había entrado realmente la muerte en mi isla de la tranquilidad?

«¡No! —gritó una voz en mi cabeza—. ¡Aquí no!».

Un momento después oí el chirrido de los muelles cuando la puerta de tejido de alambre se abrió violentamente. Sam salió acompañado de Jane y me llamó.

—Ven, Temperance. Reunamos a los sospechosos habituales. Jane sabe adonde va el grupo O cuando no está en el campamento, de modo que podríamos seguirle el rastro por el collar de J-7. Tal vez el jodido bribón nos tenga reservada otra sorpresa.

No me moví.

—Maldita sea, lo siento; pero no me gusta nada que aparezcan trozos humanos en mi isla. Ya conoces mi carácter.

Lo conocía, pero no había sido el estallido de cólera de Sam lo que me había conmocionado. Percibía la fragancia a pino y sentía la brisa cálida en mis mejillas. Sabía lo que había allí fuera y no quería encontrarlo.

—Vamos.

Inspiré profundamente y con el mismo entusiasmo que una mujer que acude a una visita solicitada por un oncólogo.

—Espera.

Fui a la estación de campo y busqué en la cocina hasta encontrar un recipiente de plástico. Metí el maxilar dentro, lo cerré herméticamente y lo oculté en un armario en el cuarto trasero. Luego dejé una nota para Katy.

Tomamos un sendero que nacía detrás de la estación y seguimos a Jane hacia el centro de la isla. La joven nos condujo hasta una área donde los árboles eran enormes y el follaje formaba una sólida bóveda a varios metros de altura. El suelo era una alfombra afelpada de humus y agujas de pino, y el aire estaba impregnado con el olor de la vegetación descompuesta y los excrementos animales. El siseo entre las ramas me confirmó que los monos estaban cerca.

—Aquí hay alguien —dijo Jane encendiendo su receptor. Sam inspeccionó las copas de los árboles con los prismáticos, tratando de divisar los códigos tatuados.

—Es el grupo A —dijo.

—¡Huhh!

Un mono joven estaba agazapado en una rama encima de mí, con los hombros caídos, la cola en el aire y los ojos fijos en mi cara. El grito agudo y gutural era su manera de decir «¡atrás!».

Cuando lo miré, el mono retrocedió, bajó la cabeza y luego la levantó en diagonal a través del cuerpo. Repitió la reverencia varias veces; después se giró y salió disparado hacia el siguiente árbol.

Jane ajustó el botón de sintonización del aparato y luego cerró los ojos para escuchar; tenía el rostro tenso a causa de la concentración. Un momento más tarde, sacudió la cabeza y reemprendió la marcha por el sendero.

Sam examinaba las copas de los árboles cuando Jane volvió a detenerse y giró en el sentido de las agujas del reloj, totalmente concentrada en los sonidos de sus auriculares.

—Percibo una señal muy débil —dijo finalmente.

Se volvió en la dirección en la que el mono había desaparecido, se detuvo un momento y completó el giro.

—Creo que está cerca de Alcatraz. —Señaló hacia las diez en punto.

Mientras que la mayoría de los corrales en la isla están designados con una letra, unos pocos de los más viejos tienen nombres como O. K. Corral o Alcatraz.

Nos dirigimos hacia Alcatraz, pero justo al sur del corral Jane abandonó el sendero y se metió entre los árboles. La vegetación era más espesa, y el suelo tenía una consistencia esponjosa. Sam se volvió hacia mí.

—Ten cuidado cuando lleguemos al estanque. Alice tuvo cría la temporada pasada y sospecho que no se siente muy sociable.

Alice es un cocodrilo de cuatro metros de largo que ha vivido en Murtry desde que se tiene memoria. Nadie recuerda quién le puso ese nombre. El personal de la estación respeta su derecho a vivir allí y la deja tranquila en su estanque.

Levanté ambos pulgares. Aunque no me asustan, los cocodrilos nunca han sido criaturas cuya compañía haya buscado.

Nos encontrábamos a menos de diez metros del sendero cuando lo noté; al principio me llegó débil, apenas una leve variación en el perfume oscuro y orgánico del bosque. En un primer momento, no estuve del todo segura, pero a medida que avanzábamos el olor se hizo más penetrante y sentí una banda helada que me oprimía el pecho.

Jane se desvió hacia el norte, alejándose del estanque, y Sam continuó tras ella sin dejar de escudriñar las ramas altas con los prismáticos. Yo me detuve. El olor procedía de algún lugar situado justo delante de mí.

Rodeé el tronco de un ocozol caído y me detuve nuevamente. Alcanzaba a ver un cinturón de matorrales y hojas de palmeras que formaban el borde del estanque. El bosque quedó en silencio cuando Jane y Sam se alejaron; el roce de sus pies con el suelo vegetal se hacía más débil a cada paso.

El olor de la carne putrefacta no se parece a ningún otro. Lo había percibido en el maxilar que había dejado caer el mono, y en ese momento el aroma dulce y fétido impregnaba el aire de la tarde, revelando que mi presa no estaba lejos. Con la respiración contenida, comencé a girar lentamente como lo había hecho Jane, con los ojos cerrados y cada fibra del cuerpo concentrada en algún estímulo sensorial. El mismo movimiento, pero diferente foco. Mientras Jane seguía el rastro con los oídos, yo cazaba valiéndome de la nariz.

El olor venía de alguna zona próxima al estanque. Eché a andar hacia ese punto, guiándome por la nariz y con la mirada alerta ante la posible presencia del reptil. Por encima de mi cabeza se oyó el chillido de un mono y luego un chorro de orina cayó ruidosamente sobre el lecho de hojas. Las ramas se agitaron y algunas hojas cayeron para sumarse a las demás. El hedor aumentaba a cada paso.

Avancé un par de metros, me detuve y enfoqué los prismáticos sobre la maleza. Grandes frondas de palmera y apalachina me separaban del estanque. Justo en la orilla se formaba una y otra vez una nube tornasolada.

Me acerqué lentamente, comprobando con cuidado dónde apoyaba los pies. En el borde de los matorrales, el olor a putrefacción era insoportable. Agucé los oídos. Nada. Inspeccioné la maleza que cubría la tierra. Nada. Sentía que el corazón me latía con fuerza, y gruesas gotas de sudor corrían por mis mejillas.

«Mueve el culo, Brennan. Estás muy lejos del estanque para que haya cocodrilos».

Saqué un pañuelo del bolsillo, me cubrí la nariz y la boca, y me agaché para ver qué era aquello que a las moscas les resultaba tan atractivo.

Los insectos se elevaron de pronto, zumbando y volando a mi alrededor. Agité las manos para espantarlos, pero se reagruparon de inmediato. Apartando las moscas con una mano, envolví la otra en el pañuelo y levanté las ramas de apalachina. Los insectos rebotaban en mis brazos y mi rostro, zumbando y volando enloquecidos. Las moscas habían sido atraídas hacia una tumba poco profunda, oculta a la vista por las gruesas hojas de los árboles. Desde allí miraba un rostro humano, con los rasgos que cambiaban continuamente bajo la luz moteada del bosque. Me incliné a examinar los restos y luego me aparté horrorizada.

Lo que veía ya no era un rostro, sino una calavera despellejada por los carroñeros. Lo que parecían los ojos, la nariz y los labios eran, de hecho, pequeños montículos de diminutos cangrejos, parte de una masa agitada que cubría la cabeza y se alimentaba de la carne.

Al echar una mirada a mi alrededor comprobé que había habido otros oportunistas. A mi derecha había un segmento carcomido de la caja torácica. Los huesos de los brazos, todavía unidos por filamentos de ligamento seco, asomaban entre la maleza a un metro de donde me encontraba.

Me aparté de los matorrales y me senté sobre los talones, inmóvil por una sensación fría y nauseabunda. Por el rabillo del ojo vi que Sam se acercaba. Estaba hablando, pero sus palabras no conseguían llegar hasta mí. En alguna parte, a millones de kilómetros de distancia, se oyó el sonido de un motor, que luego se paró.

Quería estar en otra parte. Quería ser otra persona: alguien que no hubiese pasado años oliendo la muerte y contemplando su degradación final; alguien que no trabajara día tras día recomponiendo la carnicería humana dejada por chulos machos, maridos o novios enfurecidos, drogadictos pasados de rosca y psicópatas. Había venido a la isla para escapar de la brutalidad de mi trabajo, pero incluso ahí la muerte me había encontrado. Me sentía terriblemente abatida. Otro día, otra muerte. Ésa era la muerte del día. ¡Dios mío!, ¿cuántos días como ése me esperaban todavía?

Sentí la mano de Sam sobre el hombro y levanté la vista. Con la otra mano, se cubría la boca y la nariz.

—¿Qué ocurre?

Hice un gesto con la cabeza en dirección a los arbustos, y Sam los apartó con la bota.

—Mierda.

Estuve de acuerdo.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí?

Me encogí de hombros.

—¿Días? ¿Semanas? ¿Años?

—Esta sepultura ha sido una bendición para la fauna de tu isla, pero la mayor parte del cuerpo no parece muy afectado. No puedo decir en qué estado se encuentra.

—Los monos no han desenterrado esta cosa. La carne no significa nada para ellos. Seguramente ha sido obra de los jodidos gallinazos.

—¿Gallinazos?

—Son como pavos carroñeros. Les encanta alimentarse de los monos muertos.

—Yo también interrogaría a los mapaches.

—¿Sí? A los mapaches les gustan las hojas de apalachina, pero no creo que se alimenten de carroña.

Volví a mirar aquella tumba.

—El cuerpo se encuentra sobre un lado, con el hombro derecho justo debajo de la superficie. Sin duda el olor atrajo a los carroñeros. Los buitres y los mapaches probablemente cavaron y comieron; luego extrajeron el brazo y el maxilar cuando la descomposición debilitó las articulaciones. —Señalé las costillas—. Arrancaron una sección del tórax y también la arrastraron fuera de la tumba. El resto del cuerpo estaba probablemente a demasiada profundidad o les resultó imposible sacarlo a la superficie, de modo que lo dejaron donde estaba.

Con la ayuda de una rama, acerqué el brazo. Aunque el codo aún estaba unido al resto, los extremos de los huesos largos habían desaparecido y su interior esponjoso estaba expuesto a lo largo de los bordes irregulares y deformados.

—¿Alcanzas a ver cómo han mordido los extremos de los huesos? Eso lo ha hecho un animal. ¿Y esto? —Señalé un pequeño orificio redondo—. Es la huella de un diente. Pertenece a un animal pequeño, tal vez un mapache.

—Hijo de perra.

—Y, naturalmente, los cangrejos y los insectos hicieron su parte.

Sam se incorporó, dio media vuelta y pateó la podredumbre con el tacón de la bota.

—¿Y ahora qué?

—Ahora tendrás que llamar al forense local y él, o ella, llamará a su antropólogo local. —Me levanté y sacudí la suciedad de los tejanos—. Y todos hablarán con el sheriff.

—Todo esto es una jodida pesadilla. No puedo tener un montón de gente dando vueltas por la isla.

—No tienen que dar vueltas por la isla, Sam. Vendrán, recuperarán el cadáver y tal vez traerán un perro entrenado para que compruebe si han enterrado a alguien más por esta zona.

—¿Cómo…? Mierda. Eso es imposible.

Una gota de sudor se deslizó por una de sus sienes. Los músculos de la mandíbula se tensaban y relajaban.

Por un momento, ninguno de los dos habló. Las moscas continuaban zumbando a nuestro alrededor.

Fue Sam quien finalmente rompió el silencio.

—Tienes que hacerlo.

—¿Hacer qué?

—Lo que haya que hacer. Desenterrar estos restos. —Hizo un ademán vago en dirección a la tumba.

—Imposible. No es mi jurisdicción.

—Me importa el culo de un murciélago de quién es esta jurisdicción. No pienso tener una panda de paletos por aquí, saboteando mi isla, destrozando mi programa y muy posiblemente infectando a mis monos. Eso es imposible. Yo soy el jodido alcalde de este lugar y ésta es mi isla. Me sentaré en el jodido muelle con una jodida escopeta antes de permitir que eso pase.

La vena volvía a latir en su frente y los tendones del cuello parecían cables. Su dedo cortaba el aire como un cuchillo para enfatizar cada palabra.

—Ha sido una actuación digna de una estatuilla de la Academia, Sam, pero no pienso hacerlo. Dan Jaffer está en la Universidad de Carolina del Sur, en Columbia. Es él quien se encarga de los casos de antropología en este estado. Así pues, lo más probable es que el forense le llame para que se haga cargo del caso. Dan es un profesional cualificado.

—¡El jodido Dan Jaffer podría tener la jodida tuberculosis!

No había forma de convencerle, de modo que no contesté.

—¡Tú haces estas cosas todo el tiempo! Podrías desenterrar a este tío y luego pasarle el caso a ese tal Jaffer.

No era posible.

—¿Por qué demonios no, Tempe? —Me atravesó con la mirada.

—Sabes perfectamente que he venido a Beaufort por otro caso. Les prometí a esos tíos que trabajaría con ellos y tengo que estar de regreso en Charlotte el miércoles.

No le había dado la respuesta verdadera: yo no quería saber nada de todo eso. No estaba mentalmente preparada para equiparar mi santuario en aquella isla con la espantosa muerte. Desde que había visto aquel maxilar, un montón de imágenes habían irrumpido en mi cabeza, fragmentos de casos del pasado: mujeres estranguladas, bebés asesinados, muchachos con las gargantas cortadas y los ojos vacíos. Si la masacre llegaba a la isla, no quería formar parte de ella.

—Hablaremos de esto en el campamento —dijo Sam—. No menciones a nadie lo que hemos visto.

Ignorando sus modales dictatoriales, dejé atado el pañuelo a los arbustos de acebo, y ambos nos alejamos.

Cuando nos aproximábamos al sendero vi una vieja camioneta cerca del lugar donde nos habíamos desviado para entrar en el bosque. El vehículo estaba cargado con bolsas de alimento para monos y llevaba un tanque de agua de mil quinientos litros sujeto con una cadena a la parte de atrás. Joey estaba examinando el tanque.

Sam le llamó.

—Espera un momento.

Joey se pasó el dorso de la mano por la boca y se cruzó de brazos. Llevaba tejanos y una camisa con el cuello y las mangas cortados. Los mechones de pelo rubio y grasiento colgaban como si fuesen macarrones alrededor de la cara.

Joey nos observó cuando nos acercamos. Los ojos estaban ocultos tras unas gafas de sol, y la boca era una línea fina a través del rostro. El cuerpo parecía en tensión.

—No quiero que nadie se acerque al estanque —le dijo Sam.

—¿Alice ha cogido otro mono?

—No. —Sam se mostró parco—. ¿Adonde llevas ese alimento?

—A la estación siete.

—Cuando hayas dejado las bolsas, vuelve directamente a la base.

—¿Qué hago con el agua?

—Llena los depósitos y regresa al campamento. Si ves a Jane, dile que vuelva también.

Los cristales oscuros de Joey se desviaron hacia mi rostro y permanecieron allí lo que pareció un momento interminable. Luego subió a la camioneta y se alejó. El tanque de agua resonaba detrás.

Sam y yo caminamos en silencio. Temía la escena que se produciría minutos más tarde y decidí que no permitiría que me intimidase. Recordé claramente sus palabras y de nuevo vi su rostro cuando descubrió la sepultura. Y luego recordé algo más. Antes de que Sam se reuniera conmigo, pensé que había oído el sonido de un motor. ¿Había sido la camioneta? Me pregunté cuánto tiempo habría estado Joey aparcado en el sendero. ¿Y por qué precisamente en ese lugar?

—¿Cuánto hace que Joey trabaja para ti? —pregunté.

—¿Joey? —Pensó un momento—. Hace casi dos años.

—¿Es de fiar?

—Digamos que la compasión de Joey excede con mucho su sentido común. Es uno de esos tíos sensibles que siempre está hablando de los derechos de los animales y preocupándose de que nadie moleste a los monos. No sabe una mierda acerca de los animales, pero es un buen trabajador.

Cuando llegamos al campamento encontré una nota de Katy. Había acabado su observación de los monos y se había ido al muelle a leer. Mientras Sam telefoneaba, yo decidí dar un paseo hasta el agua. Mi hija estaba sentada en uno de los botes, descalza, con las piernas estiradas y las mangas y los pantalones enrollados. La saludé agitando la mano, y ella hizo lo mismo; luego señaló el bote. Sacudí la cabeza y alcé ambas manos con las palmas hacía arriba para indicarle que aún no era hora de marcharnos. Katy sonrió y reanudó la lectura.

Cuando regresé a la estación principal, Sam estaba sentado a la mesa de la cocina y hablaba por un teléfono móvil. Me deslicé en el banco que había enfrente.

—¿Cuándo volverá? —preguntó. Estaba más alterado de lo que le había visto nunca.

Pausa. Golpeó la mesa con el extremo de un lápiz mientras le daba vueltas.

—Ivy Lee, necesito hablar con él ahora. ¿No hay alguna forma de localizarle?

Pausa. Tap. Tap. Tap.

—No, un ayudante no me sirve. Necesito al sheriff Baker.

Pausa larga. Tap. Tap… La mina se rompió, y Sam arrojó el lápiz a una papelera que había en el otro extremo de la cocina.

—No me importa lo que haya dicho; sigue intentándolo. Dile que me llame a la isla. Esperaré.

Colgó el auricular con violencia.

—¿Cómo es posible que tanto el sheriff como el forense estén ilocalizables?

Se pasó ambas manos por el pelo.

Me coloqué de lado en el banco, levanté ambas piernas y me apoyé contra la pared. A lo largo de los años había aprendido que la mejor manera de tratar el pésimo carácter de Sam consistía en ignorarlo. Llegaba y se iba como un destello.

Sam se levantó y comenzó a caminar por la cocina, golpeando con el puño la palma de la otra mano.

—¿Dónde diablos se ha metido Harley?

Miró su reloj.

—Son las cuatro y diez. Genial. Dentro de veinte minutos todo el mundo estará aquí queriendo regresar a la ciudad. Mierda, ni siquiera deberían estar aquí en sábado.

Pateó un trozo de tiza, que salió volando hasta el otro extremo de la habitación.

—No puedo hacer que se queden aquí. ¿O quizá debería hacerlo? Tal vez debería explicarles lo de ese cadáver. Debería decirles: «Nadie abandona la isla». Luego me llevaría a cada uno de los sospechosos a la habitación trasera para interrogarles duramente, como si fuera el jodido Hércules Poirot.

Más pasos arriba y abajo de la cocina. De nuevo, miró el reloj. Finalmente se dejó caer en el banco opuesto al mío y apoyó la frente en ambos puños.

—¿Has acabado tu berrinche?

No contestó.

—¿Puedo hacer una sugerencia?

No alzó la vista.

—La haré de todos modos. Ese cuerpo está en la isla porque alguien no quiere que lo encuentren. Es obvio que no contaban con J-7.

Le hablaba a su coronilla.

—Veo varias posibilidades. Una: el cuerpo fue transportado a la isla por uno de tus empleados. Dos: un extraño lo trajo en una embarcación; posiblemente alguien que vive en esta zona y conoce a la perfección tu rutina. La isla queda desguarnecida una vez que el personal se ha marchado, ¿verdad?

Sam asintió sin alzar la cabeza.

—Tres: podría haber sido uno de los traficantes de drogas que navegan por estas aguas. Ninguna respuesta.

—¿No eres oficial delegado de fauna salvaje?

Sam levantó la cabeza. Tenía la frente perlada de sudor.

—Sí.

—Si no puedes dar con el forense y tampoco con el sheriff Baker y no confías en un ayudante, llama a tus compañeros de fauna salvaje. Tienen jurisdicción en la islas, ¿verdad? Llamarlos no levantará sospechas y pueden traer a alguien que acordone el lugar hasta que puedas hablar con el sheriff.

Sam dio un golpe sobre la mesa.

—Kim.

—Cualquiera. Sólo tienes que decirles que sean discretos hasta que hayas hablado con Baker. Ya te he dicho lo que sin duda Baker hará.

—Kim Waggoner trabaja para el Departamento de Recursos Naturales de Carolina del Sur. En el pasado me ayudó cuando tuve problemas para hacer que se cumpliera la ley. Puedo confiar en Kim.

—¿Podrá quedarse aquí toda la noche?

Aunque nunca he sido una mujer tímida, mantener a raya a asesinos o traficantes de drogas no era un trabajo que yo hubiese elegido.

—No hay problema. —Sam ya estaba marcando un número—. Kim es una ex marine.

—¿Crees que puede encargarse de los intrusos?

—Kim come clavos en el desayuno.

Alguien contestó la llamada, y Sam pidió por la oficial Waggoner.

—Espera a verla —dijo mientras cubría el auricular con la mano.

Para cuando el personal del campamento volvió a reunirse en la estación principal, la situación estaba bajo control. Katy se marchó en la embarcación del equipo que trabajaba en la isla mientras que Sam y yo nos quedamos en la estación. Kim llegó poco después de las cinco y era exactamente como Sam la había descrito. Llevaba un mono de camuflaje, botas de combate, un sombrero australiano y suficiente munición como para cazar rinocerontes. La isla estaría a salvo.

Durante el viaje de regreso a la marina, Sam volvió a pedirme que me hiciera cargo de la recuperación de los restos aparecidos en el bosque. Le repetí lo que le había dicho horas antes: sheriff, forense, Jaffer.

—Te llamaré mañana —le dije mientras acercaba la embarcación a la pasarela—. Gracias por llevarnos contigo a la isla. Sé que a Katy le ha encantado la experiencia.

—Ningún problema.

Observamos el vuelo de un pelícano a ras del agua. Luego plegó las alas y se lanzó de cabeza en un canal. Volvió a aparecer con un pez en el pico, y la luz de la tarde arrancó destellos metálicos de sus escamas húmedas. Después, el pelícano cambió de rumbo y dejó caer el pez como un misil plateado, precipitándose a plomo nuevamente hacia el mar.

—Maldita sea. ¿Por qué tuvieron que elegir mi isla?

Sam parecía cansado y abatido.

Abrí la puerta del coche.

—Hazme saber lo que dice el sheriff Baker.

—Lo haré.

—Comprendes por qué no puedo encargarme de la recuperación de los restos en esta escena, ¿verdad?

—Escena. Mierda.

Cuando cerré la puerta y me incliné hacia la ventanilla abierta, Sam comenzó con un nuevo argumento.

—Tempe, piensa en ello. La isla de los monos. Un cadáver enterrado. El alcalde. Si se produce alguna filtración la prensa se volverá loca con la noticia y sabes muy bien cuán delicado es el tema de los derechos de los animales. No necesito que los medios de comunicación descubran lo que ha pasado en Murtry.

—Eso podría suceder sin importar quién se haga cargo del caso.

—Lo sé. Es sólo…

—Olvídalo, Sam.

Mientras observaba cómo se alejaba la camioneta, el pelícano describió un amplio círculo y se lanzó en picado sobre el agua. Un nuevo pez apareció brillando en su pico. Sam tenía la misma tenacidad. Dudaba de que olvidara el asunto, y no me equivocaba.