Capítulo 11

Dos horas más tarde Harry tuvo que sacudirme para que me despertase. Había terminado de bañarse, secarse y cualquier otra cosa que requiriese el proceso de reparación al que se había sometido. Nos abrigamos bien y salimos a la calle, caminando contra el viento helado en dirección a la calle Ste. Catherine. Había dejado de nevar, pero una capa blanca lo cubría todo y amortiguaba levemente el bullicio de la ciudad. Carteles, árboles, buzones y coches aparcados exhibían mullidas capas de blanco.

El restaurante no estaba muy concurrido y no hubo problemas para conseguir una mesa. Después de escoger la cena, le pregunté por el famoso taller.

—Es impresionante. He aprendido formas de ser y de pensar absolutamente nuevas. No estoy hablando de esa basura del misticismo oriental, y tampoco de pociones o cristales, o de esa mierda de la proyección astral. Quiero decir que estoy aprendiendo a controlar mi vida.

—¿Cómo?

—Estoy aprendiendo a encontrar mi propia identidad; estoy experimentando un proceso de fortalecimiento a través del despertar espiritual. Estoy consiguiendo la paz interior por medio de la salud y la curación holísticas.

—¿Despertar espiritual?

—No me interpretes mal, Tempe. No se trata de ninguna forma de renacimiento, como predicaban los jodidos evangelistas cuando éramos pequeñas. No tiene nada que ver con el arrepentimiento, o con hacer ruido para expresar nuestra alegría al Señor, o con ese rollo de que los virtuosos pueden caminar sobre las llamas.

—¿Por qué es diferente?

—Porque todo eso tiene que ver con la condena eterna y la culpa, y con aceptar tu carga como una pecadora y con entregarte al Señor para que Él se haga cargo de ti. Las monjas no consiguieron venderme ese programa, y treinta y ocho años de vida no me han hecho cambiar de opinión.

Harry y yo habíamos pasado nuestros años escolares en colegios católicos.

—Esto tiene que ver con cuidar de mí misma.

Se clavó una uña pintada en el pecho.

—¿Cómo?

—Tempe, ¿estás tratando de burlarte de mí?

—No. Me gustaría saber cómo se hace eso que me estás explicando.

—Es cuestión de interpretar tu mente y tu cuerpo, y luego se trata de purificarte.

—Harry, ahórrate la publicidad. ¿Cómo lo haces tú?

—Bueno, comes lo que debes y respiras correctamente, y… ¿Te has dado cuenta de que no he pedido cerveza? Eso forma parte de la purificación.

—¿Pagaste mucho dinero por ese seminario?

—Te lo he dicho. Pagaron mis honorarios y me dieron el billete de avión.

—¿Y qué me dices de Houston?

—Bueno, naturalmente que pagué un dinero. Algo tienen que cobrar. Se trata de gente muy importante.

En ese momento trajeron la comida. Yo había pedido cordero khorma; Harry, verduras al curry y arroz.

—¿Lo ves? —dijo señalando su plato—. Nada de cadáveres para mí. Me estoy limpiando.

—¿Dónde encontraste el curso?

—En el North Harris County Community College.

Sonaba legal.

—¿Cuándo comienzas aquí?

—Mañana. El seminario dura cinco días. Te lo contaré todo; te prometo que lo haré. Llegaré a casa cada noche y te explicaré exactamente lo que hemos hecho. No hay problema en que me quede en tu casa, ¿verdad?

—Naturalmente que no. Me alegra verte, Harry, puedes creerme. También siento una gran curiosidad por lo que estás haciendo, pero regreso a Charlotte el lunes. —Busqué en el bolsillo interior del bolso el juego de llaves de emergencia que siempre llevo conmigo y se lo di—. Puedes quedarte en mi casa todo el tiempo que quieras.

—Nada de fiestas salvajes —dijo inclinándose hacia adelante mientras me apuntaba con un dedo firme—. Tengo una mujer vigilando la casa.

—Sí, mamá —contesté. Esa ficticia vigilante de la casa era quizá nuestra broma familiar más antigua.

Me brindó una de sus famosas sonrisas y guardó las llaves en el bolsillo de sus tejanos.

—Gracias. Ahora dejemos de hablar de mí y te contaré en qué anda Kit.

Durante la siguiente media hora hablamos del último proyecto de mi sobrino. Christopher Howard, Kit, había nacido de su segundo matrimonio. Acababa de cumplir dieciocho años, y su padre le había regalado una considerable suma de dinero. Kit había comprado, y estaba restaurando, un velero de quince metros. Harry no estaba segura de cuáles eran sus planes con respecto al barco.

—Vuelve a contarme de dónde sacó Howard su nombre.

Conocía la historia, pero me encantaba oír cómo la contaba Harry.

—La madre de Howie se largó justo después de que él nació, y su papaíto había desaparecido mucho antes de eso. Ella dejó a Howie en la escalinata de un orfanato en Basic, en Texas, con una nota sujeta a la manta. Decía que regresaría y que el nombre del bebé era Howard. La gente del orfanato no supo descifrar si mamá se había referido a su nombre o a su apellido, de modo que decidieron no correr riesgos. Lo bautizaron Howard Howard.

—¿Qué hace Howie ahora?

—Sigue con sus pozos de petróleo y persigue todas las faldas al oeste de Texas. Pero es muy generoso con Kit y conmigo.

Cuando terminamos de cenar, el camarero se llevó los platos y yo pedí un café. Harry dijo que no bebía café porque las sustancias estimulantes interferían su proceso de purificación.

Permanecimos unos minutos en silencio.

—¿Dónde quería ese vaquero que te encontrases con él? —dijo un poco después.

Dejé de revolver el café y mi mente comenzó a buscar alguna conexión con lo que estábamos hablando.

—¿Vaquero?

—El poli con ese culo tan mono.

—Ryan. Él suele ir a un lugar llamado Hurley. Hoy es San Pa…

—¡Diablos, sí! —Su cara se puso seria—. Creo que le debemos a nuestros antepasados reunirnos en reconocimiento de un santo patrón verdaderamente grande, por más pequeña que sea nuestra contribución.

—Harry, he tenido un día muy…

—Tempe, pero si no hubiese sido por san Patricio las serpientes se habrían comido a nuestros antepasados y nosotras nunca habríamos existido.

—No estoy sugiriendo….

—Y en este momento, en una época en la que el pueblo irlandés tiene problemas tan graves…

—Ésa no es la cuestión y tú lo sabes muy bien.

—¿A cuánto queda Hurley de aquí?

—A unas pocas manzanas.

—No se discute más. —Extendió las manos con las palmas hacia arriba—. Vamos, escuchamos un par de canciones y nos largamos. No se trata de una noche en la ópera.

—Ya he oído eso antes.

—No. Lo prometo. Cuando tú lo digas, regresamos a casa. ¡Eh!, que yo también tengo que levantarme temprano mañana.

Ese argumento no me impresionó en absoluto. Harry es una de esas personas que pueden pasarse días sin dormir.

—Tempe, tienes que hacer un esfuerzo para mejorar tu vida social.

Ese argumento fue definitivo.

—De acuerdo, pero…

—¡Así se habla! Que los santos te protejan, pilluela.

Mientras Harry le hacía señas al camarero pidiendo la cuenta, yo ya comenzaba a sentir el nudo debajo del esternón. Hubo una época en la que me encantaban los pubs irlandeses, los pubs de cualquier clase. No quería abrir ese álbum de recortes y no tenía ninguna intención de apuntar nuevas entradas.

«Anímate, Brennan. ¿De qué tienes miedo? Ya has estado otras veces en Hurley y no te ahogaste en cerveza. Es verdad. ¿A qué viene entonces tanta ansiedad?».

Harry charlaba animadamente mientras desandábamos Ste. Catherine en dirección a Crescent. A las nueve y media la multitud que caminaba por las aceras era una masa densa; se mezclaban parejas y fulanas con los compradores de última hora y los turistas.

Al tramo de Crescent por encima de Ste. Catherine lo llaman la Calle de los Sueños; lo frecuentan anglófonos y está flanqueado por bares para solteros y restaurantes de moda: Hard Rock Café, Thursday, Sir Winston Churchill. En los meses de verano, las terrazas están llenas de espectadores que beben y contemplan el espectáculo de la calle. Al llegar el invierno, la acción se traslada al interior.

Muy poca gente, excepto los asiduos de Hurley, frecuentan Crescent más abajo de Ste. Catherine, salvo el día de San Patricio. Cuando llegamos, la cola que nacía en la entrada del local bajaba por la escalinata y llegaba casi hasta la esquina.

—¡Oh, Harry! No quiero quedarme aquí parada mientras se me congela el culo.

No pensaba mencionar la oferta de Ryan.

—¿No conoces a nadie que trabaje aquí?

—No frecuento este lugar.

Nos unimos a la cola y permanecimos en silencio, cambiando de vez en cuando el pie de apoyo para tratar de mantener el calor. El movimiento me recordó a las monjas del convento de Lac Memphrémagog, lo que me llevó a pensar en el informe sobre Nicolet que aún no había terminado, y en los diarios de Bélanger que estaban en la mesilla de noche, y en el informe sobre los bebés asesinados, y en la clase que tenía que dar en Charlotte la semana siguiente, y en el trabajo que pensaba presentar en la reunión del grupo de antropología física. Sentí que las mejillas se entumecían por el frío. ¿Cómo había permitido que Harry me arrastrase hasta allí?

A las diez de la noche, la media de éxodo de los pubs es muy pobre. Después de quince minutos en la cola habíamos avanzado medio metro.

—Me siento como uno de esos postres helados —dijo Harry—. ¿Estás segura de que no conoces a nadie allí dentro?

—Ryan me dijo que podía usar su nombre si había cola.

Mis principios de igualdad estaban siendo sometidos a una dura prueba por la hipotermia.

—Hermanita, ¿en qué estabas pensando?

Harry nunca tiene problemas para aprovechar cualquier ventaja de que disponga.

Se alejó por el borde de la acera y desapareció en la cabeza de la cola. Momentos más tarde la vi junto a una puerta lateral, acompañada por un tío particularmente grande del Irish National Football Club. Ambos me hacían señas de que me acercara. Evitando mirar a aquellos que se quedaban en la cola, bajé los escalones y me introduje en el interior del local.

Seguí los pasos de Harry y su guardián a través del laberinto de habitaciones que forman el pub irlandés Hurley. Cada silla, cada mesa, cada repisa, cada taburete y cada centímetro cuadrado de suelo estaban llenos de motivos verdes. En los carteles y espejos había publicidad de Bass, Guinness y Kilkenny Cream Ale. Todo el lugar olía a cerveza, y el humo era lo bastante espeso como para apoyar los codos.

Nos abrimos paso a lo largo de paredes de piedra, entre mesas, sillones de cuero y pequeños barriles, y finalmente rodeamos una barra de roble con adornos de cobre. El nivel de ruido excedía el permitido en las pistas de un aeropuerto.

Mientras rodeábamos la barra principal, vi a Ryan sentado en un taburete alto de madera, fuera de una habitación trasera. Tenía la espalda apoyada contra una pared de ladrillos y un tacón enganchado en el travesaño inferior del taburete. La otra pierna se apoyaba sobre los asientos de dos taburetes vacíos que había a su derecha. La cabeza quedaba enmarcada por una abertura cuadrada en el ladrillo con un borde de madera verde tallada.

A través de la abertura se veía a un trío compuesto por violín, flauta y mandolina. Las mesas formaban un círculo en el perímetro de la habitación y, en el centro, cinco bailarines se movían en un espacio diminuto. Tres mujeres seguían el ritmo con pasos razonablemente armónicos, pero los dos tíos se limitaban a dar saltos salpicando de cerveza cualquier cosa que se encontrara dentro de un radio de un metro. A nadie parecía importarle.

Harry abrazó al futbolista, y el hombretón se perdió entre la multitud. Me pregunté cómo habría hecho Ryan para conservar esos dos taburetes vacíos. Y por qué. No pude decidir si su seguridad me irritaba o me halagaba.

—¡Qué sorpresa! —dijo Ryan al vernos—. Me alegro de que lo hayan conseguido, chicas. Pueden sentarse y recobrar el aliento.

Tenía que gritar para hacerse oír.

Ryan enganchó uno de los taburetes vacíos con su pie libre, lo acercó y dio unos golpecitos en el cojín verde. Sin dudarlo un momento, Harry se quitó la chaqueta, la colocó encima del taburete y se sentó.

—Con una condición —grité a mi vez.

Alzó las cejas y me miró fijamente con sus ojos azules.

—Olvídese del papel de vaquero duro.

—Eso es tan generoso de su parte como un puñado de gravilla en la mantequilla de cacahuetes.

Ryan hablaba tan alto que se le marcaban las venas del cuello.

—Lo digo en serio, Ryan. No podría mantener este volumen de conversación.

—Está bien. De acuerdo. Ahora siéntese.

Me acerqué al taburete que estaba más alejado.

—Y le compraré una gaseosa, señora.

Harry se echó a reír.

Abrí la boca, y Ryan se levantó y me desabrochó el abrigo. Luego lo colocó sobre el taburete y me senté.

Ryan le hizo señas a una de las camareras, pidió una Guinness para él y una Coca-Cola light para mí. Volví a sentirme irritada. ¿Era tan previsible?

Ryan miró a Harry.

—Yo tomaré lo mismo.

—¿Coca-Cola light?

—No, lo otro.

La camarera desapareció entre la gente.

—¿Qué pasa con la purificación? —grité en el oído de Harry.

—¿Qué?

—La purificación.

—Una cerveza no me envenenará, Tempe. No soy una fanática.

Como la conversación exigía hablar a gritos, decidí concentrarme en la banda. Yo había crecido rodeada de música irlandesa y las viejas canciones siempre evocan recuerdos infantiles: la casa de mi abuela, ancianas respetables, acentos regionales de la vieja Irlanda, canasta, la cama montada sobre ruedas, Danny Kaye en la tele en blanco y negro, dormirse escuchando los discos de John Gary… Sospechaba que esos músicos le hubieran parecido un pelo estridentes a mi abuela; demasiada amplificación.

El cantante comenzó a entonar una balada que hablaba de un pirata salvaje. Conocía la canción y me uní al coro. Junto con el coro, las palmas iniciaron un staccato de cinco golpes. ¡Bam! ¡Bam! ¡Bam! ¡Bam! ¡Bam! La camarera llegó con el último golpe.

Harry y Ryan charlaban animadamente, y sus palabras se perdían en medio del bullicio. Bebí un trago y miré a mi alrededor. En la parte superior de la pared, había una fila de escudos tallados en madera, tótems de las familias tradicionales. ¿O eran clanes? Busqué alguno que llevase el nombre de Brennan, pero estaba excesivamente oscuro y había demasiado humo como para leer muchos de ellos. ¿Crone? No.

El grupo comenzó a cantar una melodía que a la abuela le hubiese encantado. Hablaba de una muchacha que llevaba el pelo sujeto con una cinta de terciopelo negro.

Examiné una serie de fotografías con marcos ovalados; eran retratos en primer plano de hombres y mujeres con sus trajes de domingo. ¿Cuándo habían sido tomadas?: ¿1890?, ¿1910? Las expresiones de los rostros eran tan solemnes como las que había visto en Birks Hall. Tal vez los cuellos altos no fuesen muy cómodos.

Dos relojes de colegio marcaban la hora en Dublin y Montreal. Eran las diez treinta. Comprobé mi reloj. Sí.

Después de varias canciones, Harry agitó los brazos para llamar mi atención. Parecía un árbitro señalando una falta grave. Ryan sostenía en alto su jarra vacía.

Sacudí la cabeza. Ryan le dijo algo a Harry y luego levantó dos dedos por encima de la cabeza.

«Allá vamos», pensé.

Cuando la banda comenzó a tocar una danza escocesa, vi que Ryan señalaba en la dirección en la que habíamos entrado. Harry se bajó del taburete y desapareció entre la masa de cuerpos apretujados. El precio de los tejanos ceñidos. No quise pensar en cuánto tendría que esperar. Otra injusticia de nuestro género.

Ryan levantó la chaqueta de Harry, se sentó en el taburete y colocó la chaqueta donde él había estado sentado. Se inclinó hacia mí y gritó en mi oreja derecha.

—¿Está segura de que son de la misma madre?

—Y del mismo padre.

Ryan olía a una mezcla de ron y polvo de talco.

—¿Cuánto tiempo hace que vive en Tejas?

—Desde que Moisés dejó de vagar por el desierto.

—¿Moses Malone?[4]

—Diecinueve años.

Me di la vuelta y contemplé el hielo de mi bebida. Ryan tenía todo el derecho del mundo a hablar con Harry. De todos modos, mantener una conversación resultaba del todo imposible. ¿Por qué estaba enfadada entonces?

—¿Quién es Anna Goyette?

—¿Qué?

—¿Quién es Anna Goyette?

En ese momento, la banda dejó de tocar y el nombre resonó en el relativo silencio de la sala.

—Por Dios, Ryan, ¿por qué no publica un anuncio?

—Estamos un poco nerviosos esta noche. ¿Demasiada cafeína?

Sonrió. Le miré fijamente.

—A su edad no es bueno —dijo.

—No es bueno a ninguna edad. ¿Cómo sabe lo de Anna Goyette?

La camarera trajo las bebidas y le enseñó a Ryan tantos dientes como mi hermana cuando decide pasar al ataque. El detective pagó y le guiñó un ojo.

—Estar en su compañía no es exactamente poesía —dijo después de apoyar una de las jarras de cerveza en una repisa que había encima de la chaqueta de Harry.

—Le prometo que trabajaré en ello. ¿Cómo sabe lo de Anna Goyette?

—Me tropecé con Claudel y me comentó ese asunto mientras hablábamos del caso de los motoristas.

—¿Y por qué?

—Él me preguntó.

Nunca entendería a Claudel. «Primero pasa de mí y luego habla de mi llamada telefónica con Ryan», pensé.

—¿Quién es esa chica?

—Anna es una estudiante de McGill. Su tía me pidió que intentase localizarla. No es el caso Hoffa precisamente.

—Claudel dice que es una jovencita muy interesante.

—¿Qué diablos significa eso?

Harry escogió ese momento para reunirse con nosotros.

—Hola, pequeños vaqueros. Si piensan ir al lavabo será mejor que lo planeen con tiempo.

Mi hermana pareció aceptar la nueva disposición de los asientos y se instaló en el taburete que había quedado a la izquierda de Ryan. Como si la banda hubiese estado esperando hasta ese momento, el cantante comenzó a entonar una melodía acerca del whisky en una jarra. Harry se balanceaba y daba palmadas. De pronto, un tío que llevaba una gorra a cuadros y tirantes verdes se acercó a nosotros y la cogió de la mano. Ella saltó del taburete y le siguió a la habitación trasera, donde dos jóvenes imitaban a unos monos ebrios. El acompañante de Harry tenía un vientre prominente y una cara redonda y suave. Esperaba que mi hermana no matara a ese tío. Miré el reloj. Eran las once cuarenta. El humo me quemaba los ojos y tenía la garganta irritada de tanto gritar.

Y me lo estaba pasando en grande.

Y quería un trago. De verdad.

—Mire, me duele la cabeza. Tan pronto como Ginger Rogers abandone la pista de baile nos largamos de aquí.

—Como guste, vaquera. Lo ha hecho muy bien para tratarse de su primera sesión.

—¡Por Dios, Ryan! He estado aquí antes.

—¿Por el cuentista?

—¡No!

Había pensado en eso. Amo el folclore irlandés.

Observé a Harry mientras saltaba y se meneaba. Su largo pelo rubio daba vueltas en el aire. Todo el mundo la miraba.

—¿Sabe Claudel dónde está Anna? —grité en el oído de Ryan después de unos minutos.

Negó con la cabeza.

Me di por vencida. Las posibilidades de entablar una conversación eran nulas.

Harry y el gordo seguían bailando. Él tenía la cara roja y bañada en sudor, y la corbata colgaba en un ángulo extraño. Cuando Harry se volvió hacia mí en uno de sus giros, hice un gesto de cortarme el cuello con un dedo. Significaba «basta; se acabó».

Ella agitó los brazos con una expresión de alegría.

Señalé la salida con el pulgar, pero Harry ya se había dado la vuelta y no me miraba.

¡Oh, Dios!

Ryan me observaba con una sonrisa divertida en los labios.

Le dirigí una mirada que hubiese podido congelar al Niño, y él se acomodó en su asiento y extendió ambas manos con las palmas hacia arriba en un ademán de impotencia.

Cuando Harry se giró de nuevo hacia mí, volví a hacerle un gesto indicándole que quería marcharme, pero ella miraba algo por encima de mi hombro con una expresión extraña en el rostro.

A las doce y cuarto, cuando la banda hizo un pequeño receso, mis plegarias fueron atendidas. Harry regresó, cansada y sudando, pero resplandeciente. Su compañero daba la impresión de necesitar un resucitador.

—¡Guau! Me gustaría cabalgar a todo galope y quitarme la humedad de encima.

Se pasó un dedo por el cuello, se instaló en el taburete con un pequeño salto y bebió ávidamente la cerveza que Ryan había pedido para ella. Cuando el tío gordo hizo un movimiento para colocarse a su lado, Harry le dio unos golpecitos en la gorra.

—Gracias, muchachote. Ya nos veremos.

El tío inclinó la cabeza y la miró como un perro apaleado.

—Adiós.

Harry agitó los dedos, y el tío se encogió de hombros y desapareció entre la multitud.

Harry se inclinó por delante de Ryan.

—Tempe, ¿quién es ese tío que está allí?

Hizo un gesto con la cabeza hacia la barra que quedaba detrás de nosotras.

Comencé a girar la cabeza.

—¡No mires ahora!

—¿Qué?

—Un tío alto y delgado, que lleva gafas.

Puse los ojos en blanco, lo que no ayudó en nada a mi dolor de cabeza. Harry empleaba esa táctica en el instituto cuando yo quería marcharme de algún sitio y ella quería quedarse.

—Lo sé. Es muy guapo y está interesado en mí. Sólo que es un tío tímido. He estado allí; ya lo he hecho, Harry.

La banda volvió a tocar. Me levanté y me puse el abrigo.

—Hora de ir a dormir.

—No, de verdad. Ese tío te ha estado mirando todo el tiempo mientras yo bailaba. Podía verle perfectamente a través de la ventana.

Miré en la dirección que ella me indicaba. No había nadie que encajara con su descripción.

—¿Dónde?

Harry examinó los rostros que había alrededor de la barra; luego miró por encima del hombro en sentido contrario.

—Te estoy hablando en serio, Tempe. —Se encogió de hombros—. Ahora no le veo.

—Probablemente se trate de uno de mis estudiantes. Siempre se asombran cuando me ven en alguna parte sin un andador.

—Sí, supongo que sí. El tío parecía demasiado joven para ti.

—Gracias.

Ryan observó la escena como un abuelo que contempla a sus nietas.

—¿Estás lista?

Me abroché el abrigo y me puse los mitones.

Harry echó un vistazo a su Rolex y luego dijo exactamente lo que yo esperaba.

—Apenas es medianoche. No podríamos…

—Yo me largo, Harry. Mi apartamento está a sólo cuatro manzanas de aquí y tú tienes un juego de llaves. Puedes quedarte si quieres.

Por un momento, pareció indecisa; después se volvió hacia Ryan.

—¿Te quedarás un rato todavía?

—Ningún problema, pequeña.

Harry me miró exactamente de la misma forma que a su compañero de baile.

—¿Es seguro que no te importa?

—Por supuesto que no.

—Y una mierda.

Le expliqué a qué cerradura correspondía cada llave y me abrazó.

—Permítame que la acompañe —dijo Ryan, cogiendo su chaqueta. Mi protector.

—No, gracias. Ya soy una chica mayor.

—Entonces, deje que llame a un taxi.

—Ryan, tengo permiso para viajar sin compañía.

—Como quiera.

Volvió a sentarse mientras meneaba la cabeza.

El aire frío era una bendición después del calor y el humo del pub, pero esa sensación duró un milisegundo. La temperatura había descendido varios grados y el viento soplaba con más fuerza; la sensación térmica se situaba a mil millones de grados bajo cero.

Después de dar unos cuantos pasos tenía los ojos llenos de lágrimas y podía sentir cómo se formaba el hielo alrededor de las aletas de la nariz. Me cubrí la boca y la nariz con la bufanda, y la até con un fuerte nudo detrás de la cabeza. Parecía una chiflada, pero al menos mis orificios no se congelarían.

Hundí las manos en los bolsillos, bajé la cabeza y continué mi camino. Más caliente, pero incapaz de ver a un metro de distancia, crucé Crescent y me dirigí hacia Ste. Catherine. En la calle no había una alma.

Acababa de cruzar MacKay cuando sentí que la bufanda se tensaba y los pies perdían contacto con el suelo. Al principio pensé que había resbalado a causa del hielo, pero luego comprendí que alguien me tiraba hacia atrás. Acababa de pasar por delante del viejo teatro York y me estaban arrastrando hacia el lateral del edificio. Unas manos me hicieron girar y me empujaron de cara contra la pared. Mis manos seguían atrapadas en los bolsillos. Cuando mi rostro golpeó contra los ladrillos me deslicé hacia abajo. Al tocar el suelo con las rodillas, sentí que me empujaban violentamente contra la nieve. Luego recibí un fuerte golpe en la espalda, como si alguien muy grande se hubiese dejado caer de rodillas sobre mi espina dorsal. Una punzada de dolor se extendió por mi espalda y todo el aliento salió expulsado a través de la bufanda.

Estaba clavada al suelo en posición supina. ¡No podía ver nada, no podía moverme y no podía respirar! Me invadió el pánico y sentí una urgente necesidad de aire. La sangre me golpeaba los oídos.

Cerré los ojos y me concentré en girar la boca hacia un lado. Conseguí meter una bocanada de aire en los pulmones, luego otra, y otra. La sensación de ardor fue remitiendo y comencé a respirar mejor.

Me dolían la cara y la mandíbula. La cabeza estaba colocada en un ángulo difícil, y el ojo derecho, oprimido contra la nieve helada. Sentía un bulto debajo de mí y deduje que se trataba del bolso. Había contribuido a que me quedara sin aire.

«¡Dale el bolso!».

Luché para liberarme de aquella posición, pero el abrigo y la bufanda me ligaban como una camisa de fuerza. Sentí que un cuerpo se movía. Parecía tenderse encima de mí. Luego sentí el aliento en mi oreja. Aunque amortiguada por la bufanda, la respiración sonaba pesada y rápida, desesperada, de una intensidad animal.

«No pierdas el conocimiento. Con esta temperatura eso significa la muerte. ¡Muévete! ¡Haz algo!».

Debajo de las capas de ropa tenía el cuerpo empapado en sudor. Moví lentamente la mano dentro del bolsillo. Mis dedos estaban resbaladizos enfundados en el guante de lana. «¡Aquí!».

Cogí las llaves. En cuanto el tío se levantara yo estaría preparada. Indefensa, esperé mi oportunidad.

—Déjalo —siseó una voz en mi oreja.

¡Había visto el movimiento! Me quedé inmóvil.

—No sabes lo que haces. ¡Atrás!

¿Atrás de qué? ¿Quién pensaba que era yo?

—Déjalo —repitió. Su voz temblaba de emoción. Yo no podía hablar, aunque tampoco parecía que él esperara una respuesta. ¿Acaso era un loco y no un asaltante?

Permanecimos allí durante lo que me pareció una eternidad. Los coches pasaban como una exhalación. Había perdido la sensibilidad en la cara y pensé que las vértebras del cuello se partirían en cualquier momento. Respiraba con la boca muy abierta y la saliva se helaba en la bufanda. «No pierdas la calma. Piensa».

Mi mente se debatía entre un millón de posibilidades. ¿Estaba borracho? ¿Drogado? ¿Indeciso? ¿Acaso disfrutaba de alguna clase de fantasía perversa que desataría su locura? Mi corazón latía con tanta fuerza que temí que fuese el catalizador que él esperaba.

Entonces oí pasos. Él también debió de oírlos porque acentuó la presión sobre la bufanda y me tapó la cara con una mano enguantada.

«¡Grita! ¡Haz algo!». No podía verle, y eso me volvía loca.

—¡Déjame en paz, maldito cabrón hijo de puta! —grité a través de la bufanda.

Pero mi voz sonó como si hubiese recorrido miles de kilómetros de distancia, sofocada por la gruesa capa de lana.

Mantuve el juego de llaves cogido con fuerza. La mano húmeda y pegajosa dentro del mitón estaba preparada para clavarle las llaves en el ojo a la mínima oportunidad. De pronto, sentí que la bufanda volvía a tensarse y que su cuerpo se erguía. Se colocó de nuevo de rodillas y concentró todo el peso en el centro de mi espalda. Su peso y mi bolso me comprimían los pulmones, lo que me obligaba a jadear buscando un poco de aire.

Alzó mi cabeza ayudándose con la bufanda y luego empujó hacia abajo con fuerza. Mi oreja se aplastó contra el hielo y la gravilla, y una nube de chispas se formó detrás de mis ojos. Repitió el movimiento, y las chispas comenzaron a aglutinarse. Sentía la sangre que cubría mi rostro y su sabor en la boca. Pensé que algo se había roto en mi cuello. Mi corazón golpeaba enloquecido contra la caja torácica.

«¡Apártate de mí, jodido pedazo de mierda!». Me sentía mareada. Mi torturado cerebro anticipaba el informe de la autopsia, mi autopsia: «Nada debajo de las uñas. Ninguna herida como consecuencia de una actitud de defensa». «¡No te desmayes!».

Me retorcí y traté de gritar, pero mi voz era un sonido apenas audible.

Súbitamente, los golpes cesaron y mi atacante se inclinó hasta rozarme la oreja. Luego dijo algo, pero sólo alcancé a distinguir algunos sonidos a través del timbre incesante que resonaba en mis oídos.

Después sentí que su mano me apretaba la espalda y que su cuerpo se separaba. Oí el sonido de pasos que se alejaban sobre la nieve y luego el desconocido desapareció.

Aturdida, saqué las manos de los bolsillos, me coloqué a gatas y conseguí sentarme. Levanté las rodillas y puse la cabeza entre ellas para combatir las náuseas. Me caía agua de la nariz y tenía la boca llena de sangre o saliva. Las manos me temblaban mientras me enjugaba el rostro con el extremo de la bufanda, y sabía que estaba a punto de echarme a llorar.

El viento sacudía las ventanas rotas en el teatro abandonado. ¿Cuál era el nombre?: ¿Yale?, ¿York? En ese momento, esa cuestión parecía terriblemente importante. Antes lo sabía, ¿por qué no era capaz de recordarlo entonces? Me sentía desorientada y comencé a temblar de un modo descontrolado; temblaba de frío, de miedo y tal vez de alivio.

Cuando los vahídos pasaron, me puse lentamente de pie, eché a andar junto a la pared lateral del edificio desierto y me asomé con cuidado al llegar a la esquina. No había nadie a la vista.

Me dirigí a casa tambaleándome. Las piernas parecían de goma y miraba por encima del hombro a cada paso. Los escasos peatones con los que me crucé miraron hacia otro lado y se apartaron de mi camino. Para ellos, sólo era otra borracha.

Diez minutos más tarde, me encontraba sentada en el borde de mi cama. Comprobé si estaba herida. Mis pupilas se movían de manera coordinada, y no sentía mareos ni náuseas.

La bufanda había sido una bendición. Aunque le había proporcionado a mi agresor un punto por donde cogerme, también había atenuado la fuerza de sus golpes. En el costado derecho de la cabeza tenía unos pocos cortes y abrasiones; sin embargo, no había sufrido ninguna contusión grave.

«No está mal para una superviviente de un asalto con violencia en una calle desierta», pensé mientras me metía entre las sábanas. Pero ¿había sido un asalto? El desconocido no me había robado nada. ¿Por qué se había largado de aquella manera? ¿Acaso sintió pánico y decidió abandonar lo que pensaba hacer? ¿Se trataba sólo de un borracho? ¿Descubrió que yo no era quien él pensaba? Las temperaturas inferiores a los cero grados raramente inspiran agresiones sexuales al aire libre. ¿Cuál había sido el motivo de la agresión?

Intenté dormir pero mi mente seguía presa del subidón de adrenalina. ¿O se trataba del clásico síndrome de estrés postraumático? Mis manos continuaban temblando y daba un brinco en la cama ante cualquier ruido.

¿Debía llamar a la policía? ¿Para qué? Sólo tenía heridas leves y no me habían robado nada. Tampoco había visto a mi asaltante. ¿Debía decírselo a Ryan?

Era impensable después de mi arrogante marcha del pub. ¿A Harry? De ninguna manera.

¡Oh, Dios! ¿Y si Harry regresaba sola a casa? ¿Estaría el asaltante merodeando por el barrio?

Me di la vuelta en la cama y eché un vistazo al reloj de la mesilla de noche. Eran las dos treinta y siete. ¿Dónde diablos estaba Harry?

Me toqué el labio partido. ¿Lo notaría ella? Era probable. Harry tenía los mismos instintos que un lince. No se le escapaba nada. Pensé en algunas historias que explicaran mi estado. Las puertas siempre son una buena excusa, o caer de bruces sobre el hielo cuando llevas las manos en los bolsillos.

Mis ojos se cerraban sólo para abrirse un segundo más tarde. Sentía repetidamente la presión de la rodilla en la espalda y oía la respiración jadeante.

Volví a mirar el reloj. Eran las tres y cuarto. ¿Estaría abierto Hurley a esa hora? ¿Se habría marchado con Ryan a su casa?

—¿Dónde estás, Harry? —le dije a los dígitos verdes que titilaban en el reloj.

Me quedé tendida en la cama. Deseaba que llegase pronto a casa; no quería estar sola.