VEINTIUNO
LA NIÑA INSENSIBLE
umbaron a Dunia en los baños y, al
amanecer, las mujeres llegaron con su alboroto. Bañaron el cadáver
arrugado de la anciana, la envolvieron en lino y la velaron. Irina
lloraba arrodillada con la cabeza en el regazo de su madre. El
padre Konstantín también estaba de rodillas, pero no parecía estar
rezando. Tenía la cara blanca como el lino y, una y otra vez, se
palpaba la piel intacta de la garganta.
Vasia no acudió. Cuando las mujeres la buscaron, no dieron con ella.
—Siempre ha sido maleducada —le susurró una a su compañera—, pero no pensaba que llegaría a esto.
La amiga asintió con gravedad y los labios fruncidos. Dunia había sido como una madre para Vasilisa tras la muerte de Marina Ivánovna.
—Lo lleva en la sangre —dijo esta—. Se le ve en la cara, tiene ojos de bruja.
Cuando despuntó el alba, Vasia salió con una pala al hombro y expresión resuelta. Hizo algún preparativo y después fue a buscar a su hermano. Aliosha estaba cortando leña. Dejaba caer el hacha con tal fuerza que el aire silbaba y los leños se partían en dos de golpe y quedaban tirados sobre la nieve.
—Lioshka —dijo Vasia—, necesito que me ayudes.
Aliosha miró a su hermana y parpadeó. Había estado llorando y las gotas heladas titilaron en su barba marrón. Hacía mucho frío.
—¿Qué pasa, Vasia?
—Dunia nos ha puesto una tarea.
El joven apretó la mandíbula.
—Ahora no es el momento —contestó él—. ¿Qué haces aquí? Las mujeres están velándola, deberías estar con ella.
—Anoche —repuso Vasia con urgencia— vi una criatura muerta. Dentro de casa. Un upyr, como en los cuentos de Dunia. Llegó mientras ella se moría.
Aliosha guardó silencio. Vasia lo miró a los ojos. Cuando blandió el hacha de nuevo, tenía los nudillos blancos.
—Y tú ahuyentaste al monstruo, ¿verdad? —dijo con cierto sarcasmo entre hachazos—Mi hermanita, ella sola.
—Dunia me dijo que me acordase de los cuentos. «Haz una estaca de madera de serbal», me dijo. ¿Te acuerdas? Hermano, por favor.
Aliosha paró de cortar madera.
—¿Qué quieres decir?
—Debemos deshacernos de la criatura. —Vasia respiró hondo—. Hay que buscar tumbas removidas.
Aliosha frunció el ceño. Vasia estaba tan pálida que tenía los labios blancos y sus ojos parecían un par de agujeros negros.
—Bueno, ya veremos —contestó Aliosha con apenas un ápice de sarcasmo—. Vamos a hacer agujeros en el cementerio, que hace mucho que nuestro padre no me da una paliza.
Apiló la leña y se cargó el hacha al hombro.
Había nevado justo antes del amanecer y en el cementerio no se veía nada más que algunos leves montículos bajo la nieve reluciente y amontonada. Aliosha miró a su hermana.
—¿Ahora qué?
Vasia no pudo evitar hacer una mueca con la boca.
—Dunia siempre decía que los chicos vírgenes son los mejores para encontrar a los muertos vivientes. Hay que caminar en círculo hasta que tropiezas con la tumba. Te sigo, hermano.
—Siento decirte que llegas tarde, Vásochka —repuso Aliosha con aspereza—. Desde hace tiempo. ¿Hace falta que secuestremos al hijo de algún campesino?
Vasia adoptó una expresión honesta.
—Allí donde la virtud mayor fracasa, las menores deben hacer lo que puedan —le advirtió, y se dirigió hacia los montones centelleantes de las tumbas.
A decir verdad, dudaba de que la virtud tuviera mucho que ver con el asunto. El olor impregnaba el cementerio como una lluvia funesta, y Vasia no tardó en detenerse en un rincón conocido donde era difícil respirar. Se miraron y el hermano empezó a cavar. La tierra debería haber estado dura por culpa de las heladas, pero estaba húmeda y removida. Cuando Aliosha apartó la nieve, el olor se acentuó de tal manera que las arcadas lo obligaron a volverse. Pero, con los labios bien apretados, hincó la pala en la tierra. En un abrir y cerrar de ojos habían desenterrado la cabeza y el torso de una figura envuelta en una mortaja. Vasia sacó una navaja y cortó la tela.
—Madre de Dios —exclamó Aliosha, y apartó la mirada.
Vasia no dijo nada. La piel de la pequeña Agafia era del color gris blanquecino de los cadáveres, pero tenía los labios rojos como una fresa, suaves y voluptuosos como no lo habían sido en su vida. Las pestañas proyectaban un encaje de sombras en sus mejilas exangües. Tenía aspecto de estar plácidamente dormida en una cama de tierra.
—¿Qué hacemos? —preguntó Aliosha, blanco. Hacía lo posible por no respirar.
—Una estaca por la boca —dijo Vasia—. La he preparado esta mañana.
Aliosha se estremeció, pero se arrodilló. Vasia se arrodilló a su lado con manos temblorosas. La estaca era burda, pero tenía la punta afilada; cogió una piedra grande para golpearla.
—Bueno, hermano, ¿le sujetas la cabeza o le clavas la estaca?
Él estaba pálido como la nieve, aunque dijo:
—Soy más fuerte que tú.
—Cierto —contestó ella.
Le entregó la estaca y la piedra y le abrió las mandíbulas a la criatura. Los dientes eran afilados como los de un gato y relucían como agujas de hueso.
Nada más verlos. Aliosha salió de su estupor. Apretó las mandíbulas, le metió la estaca entre los labios rojos y golpeó con todas sus fuerzas. Salió un chorro de sangre que se le acumuló a la criatura en la boca y le manchó la mejilla grisácea. Esta abrió los ojos de repente: eran enormes y horribles, pero no movió el cuerpo. Aliosha erró el golpe, y Vasia apartó los dedos justo a tiempo. Se oyó un crujido espeluznante cuando la piedra le astilló el pómulo derecho. La cosa soltó un grito apocado, pero siguió sin moverse.
Vasia creyó oír un rugido furioso que venía del bosque, a lo lejos.
—Deprisa —dijo—. Vamos.
Aliosha se mordió la lengua y se preparó de nuevo. El golpe había convertido la cara de la criatura en una ruina informe. Le atizó a la estaca una y otra vez, sudando a pesar del frío, hasta que la punta tocó hueso y, con una última pedrada feroz, le atravesó el cráneo. Los ojos abiertos del cadáver se apagaron y los dedos debilitados de Aliosha dejaron caer la piedra. Se apartó dando bocanadas de aire. Vasia tenía las manos empapadas de sangre y de cosas peores, pero soltó a Agafia con aire ausente. Estaba mirando hacia el bosque.
—¿Qué pasa, Vasia? —preguntó su hermano.
—Me ha parecido ver algo —susurró ella—. Mira, allí.
Se levantó. Un caballo blanco y su jinete oscuro se alejaban a medio trote, pero enseguida se los tragó la penumbra amenazante de los árboles. Más allá creyó ver otra figura, como una gran sombra vigilando.
—Estamos solos, Vasia —dijo Aliosha—. Ayúdame a enterrarla y a alisar la nieve. Venga, deprisa. Las mujeres estarán buscándote.
Vasia asintió y cogió la pala aún con el ceño fruncido.
«Ya he visto ese caballo —se dijo—. Y al jinete también. Lleva una capa negra y tiene los ojos azules».
Vasia no regresó a casa después de enterrar al upyr. Se lavó las manos para quitarse los restos de tierra y de sangre, fue al establo y se acurrucó en la cuadra de Mysh. La yegua le acarició la cabeza con el hocico. El vazila estaba a su lado.
Permaneció allí sentada un buen rato, intentando llorar. Por la expresión de Dunia al morir, por el desastre ensangrentado de Agafia. Incluso por el padre Konstantín. Sin embargo, por mucho rato que estuviese allí sola, no lograba concitar las lágrimas. Dentro no tenía más que un vacío y un gran silencio.
Cuando el sol se dirigía hacia el oeste, la joven se reunió con las demás mujeres en los baños.
Se le echaron encima, sin falta. Despreocupada, la llamaron. Salvaje. Insensible. Más bajo oyó: «Bruja. Como su madre».
—Eres una desagradecida, Vasia —dijo Anna Ivánovna con regodeo—. Pero no esperaba más de ti.
Por la noche, hizo que Vasia se inclinase sobre un taburete y le dio fuerte con la vara de abedul a pesar de que Vasia era demasiado mayor para recibir azotes. Irina fue la única que guardó silencio, aunque miraba a su hermana con los ojos rojos y llenos de reproche, mucho peores que los insultos de las mujeres.
Vasia lo aguantó todo y no fue capaz de decir nada en su defensa.
Enterraron a Dunia al acabar el día. Los vecinos cuchichearon durante el breve y gélido funeral. Su padre estaba demacrado y ojeroso; jamás le había parecido tan mayor.
—Dunia te quería como a una hija, Vasia—le dijo más tarde—. De todos los días en que podrías haber desaparecido…
Vasia no habló. Pensó en la herida que tenía en la mano, en la noche cruda y estrellada, en la joya del colgante, en el upyr de la oscuridad.
—Padre —dijo por la noche.
Los campesinos habían regresado a sus cabañas. Acercó el taburete adonde Piotr estaba sentado. Las llamas del horno danzaban rojas y delante había un espacio vacío donde habría estado Dunia. Piotr estaba tallando una empuñadura nueva para un cuchillo de caza; rascó un rizo de madera con la cuchilla y miró a su hija. A la luz del fuego, parecía demacrada.
—Padre —dijo ella—. No habría desaparecido si no fuese necesario.
Habló tan bajo que en aquella cocina atestada sólo la oyeron ellos dos.
—¿Qué lo ha hecho necesario, Vasia?
Piotr dejó el cuchillo. Vasia se percató de que él parecía temer la respuesta y se tragó la confesión caótica que tenía en la punta de la lengua. «El upyr está muerto —pensó—. No voy a darle más preocupaciones, mucho menos para salvaguardar mi orgullo. El debe ser fuerte para todos nosotros».
—He ido a la tumba de mi madre —se apresuró a decir—. Dunia me pidió que fuese y rezase por las dos. Ahora están juntas. Para mí era… más fácil rezar allí. En silencio.
Su padre parecía más cansado que nunca.
—De acuerdo, Vasia —dijo, y continuó con la empuñadura—. Pero has hecho mal en irte sola sin decirle ni una palabra a nadie. La gente ha estado hablando.
Hubo un silencio breve mientras Vasia se retorcía las manos.
—Lo siento, hija —añadió él con más cariño—. Sé que Dunia era una madre para ti. ¿Te dio algo antes de morir? ¿Algún detalle? ¿Un recuerdo?
Vasia vaciló. «Dunia me advirtió que no debía decirle nada. Pero el regalo es suyo». Abrió la boca…
Se oyó un estruendo de golpes en la puerta y entonces un hombre irrumpió en la cocina y cayó medio congelado a sus pies. Piotr se levantó al instante y Vasia perdió la oportunidad. La cocina se llenó de gritos de sorpresa. La barba del hombre tintineaba con el hielo que formaba su aliento al condensarse; tenía la mirada fija y las mejillas manchadas. Se quedó temblando en el suelo.
Piotr sabía quién era.
—¿Qué pasa? —exigió saber. Se agachó y agarró al hombre por los hombros—. ¿Qué sucede, Nikolái Matféyevich?
El recién llegado no contestó, sino que se limitó a aovillarse en el suelo. Cuando le quitaron las manoplas, tenía las manos heladas como un par de garfios.
—Necesitamos agua caliente —dijo Vasia.
—Que hable lo antes posible —dijo Piotr—. Vive a dos días de este pueblo y no se me ocurre qué desastre lo traería hasta aquí en pleno invierno.
Vasia e Irina pasaron una hora frotándole las manos y los pies, y dándole caldo caliente. Incluso cuando recuperó las fuerzas, no podía hacer más que acurrucarse delante del horno dando bocanadas de aire. Cuando por fin pudo comer, engulló sopa hirviendo. Piotr reprimió su impaciencia hasta que, al final, el mensajero se limpió la boca y miró con miedo a su señor feudal.
—¿Qué te trae hasta aquí, Nikolái Matféyevich? —preguntó Piotr.
—Piotr Vladímirovich —susurró el hombre—, vamos a morir.
A Piotr se le oscureció la expresión.
—Hace dos noches hubo un incendio en nuestro pueblo —explicó Nikolái—. No queda nada. Si no os apiadáis de nosotros, moriremos. Muchos ya han fallecido.
—¿Un incendio? —preguntó Aliosha.
—Sí. Saltó una chispa de un horno y prendió todo el pueblo. Soplaba una corriente muy mala, demasiado caliente para el invierno, y no pudimos hacer nada. Yo salí hacia aquí en cuanto acabamos de desenterrar a los vivos de las cenizas. Cuando la nieve les tocaba la piel, chillaban; quizás habría sido mejor para ellos morir. Caminé todo el día y toda la noche, y qué noche: en el bosque hay voces terroríficas. Era como si los gritos me siguieran. No me atreví a acampar por miedo a las heladas.
—Has sido muy valiente —dijo Piotr.
—¿Nos ayudaréis, Piotr Vladímirovich?
Hubo un largo silencio. «No puede irse —pensó Vasia—. Ahora no». Pero ya sabía cuál sería la respuesta de su padre: aquellas eran sus tierras y él, su señor.
—Mi hijo y yo cabalgaremos contigo mañana —dijo Piotr apesadumbrado— con todos los hombres y los animales de los que podamos prescindir.
El mensajero asintió con la cabeza, pero tenía la mirada perdida.
—Gracias, Piotr Vladímirovich.
El siguiente día amaneció con azules y blancos deslumbrantes. Piotr ordenó que ensillasen los caballos con la primera luz. Los hombres que no viajaban a caballo se ataron las raquetas a los pies. El sol invernal lucía sin calentar. De los hocicos de los caballos salían nubes blancas que se enroscaban como si su aliento lo formaran serpientes, mientras que de los pelos del mentón les colgaban carámbanos diminutos. Piotr cogió las riendas de Burán de la mano del mozo, y el caballo estiró los belfos, agitó la cabeza e hizo tintinear el hielo de los bigotes.
Kolia se agachó en la nieve para ponerse a la altura de Seriozha.
—Déjame ir contigo, padre —suplicó el niño. El pelo le tapaba los ojos. Había salido acompañado de su poni marrón y vestido con toda la ropa que poseía—. Ya soy mayor.
—No lo suficiente —contestó Kolia con preocupación.
Irina salió corriendo de la casa.
—Vamos —dijo, y cogió al niño por los hombros—. Tu papá se marcha, ven conmigo.
—Tú eres una niña —argumentó Seriozha—, ¿qué sabrás tú? Por favor, papá.
—Vuelve a la casa —contestó Kolia con seriedad—. Guarda el poní y haz caso de tu tía.
Pero Seriozha no obedeció, sino que dio un alarido, salió corriendo, asustó a los caballos y se metió detrás de los establos. Kolia se frotó la cara.
—Ya volverá cuando tenga hambre —dijo, y se subió a lomos del caballo.
—Que Dios te acompañe, hermano —se despidió Irina.
—Y a ti, hermana.
Le estrechó la mano y dio media vuelta.
El cuero frío crujía mientras los hombres cinchaban a los caballos o comprobaban si llevaban las raquetas bien abrochadas. Su aliento helado les espesaba aún más la escarcha de la barba. Aliosha estaba a un extremo del dvor, observándolo todo con cara de furia pese a su habitual expresión bonachona.
—Debes quedarte —le había dicho Piotr—. Alguien tiene que cuidar de tus hermanas.
—Pero me necesitarás, padre —había contestado él.
Piotr respondió negando con la cabeza.
—Dormiré mejor si vigilas a las chicas. Vasia es temeraria e Irina, frágil. Lioshka, asegúrate de que Vasia no sale de casa, por su propio bien. En el pueblo están de un humor muy raro. Por favor, hijo: hazlo.
Aliosha movió la cabeza sin mediar palabra y no lo preguntó de nuevo.
—Padre —dijo Vasia—, padre.
Estaba junto a la cabeza de Burán con cara de preocupación; en comparación con la piel que forraba su capucha, su melena parecía muy negra.
—Debes quedarte. No te vayas ahora.
—Tengo que ir, Vásochka —contestó sin energías, pues ella ya se lo había suplicado durante la noche—. Es lo que me corresponde, dependen de mí. Intenta comprenderlo.
—Lo comprendo —afirmó ella—, pero en el bosque hay algo malvado.
—Son tiempos malvados —repuso Piotr—, pero yo soy su señor.
—En el bosque hay cosas muertas; muertos que andan. Padre, el bosque es peligroso.
—No digas tonterías, Vasia —le espetó Piotr.
«Madre de Dios», pensó. Si su hija contaba eso en el pueblo…
—Muertos —repitió Vasia—. Padre, debes quedarte.
Piotr la agarró por el hombro con tanta fuerza que ella se estremeció. A su alrededor, sus hombres esperaban congregados.
—Eres muy mayor para creer en cuentos de hadas —le gruñó para hacerla entrar en razón.
—¡Cuentos! —exclamó Vasia, pero le salió como un grito estrangulado.
Burán levantó la cabeza. Piotr agarró bien las riendas y lo tranquilizó. Vasia le apartó la mano a su padre.
—Tú mismo viste la ventana rota del padre Konstantín. No puedes irte del pueblo. Padre, por favor.
Los hombres de Piotr no lo oían todo, pero sí lo suficiente. Debajo de las barbas, estaban pálidos y no le quitaban ojo a la hija. Más de uno lanzaba miradas fugaces a su esposa o a sus hijos mientras estos aguardaban, pequeños y valientes, rodeados de nieve. Piotr pensó que, si la necia de su hija continuaba así, no habría manera de gobernar a la partida.
—Vasia, ya no eres una niña. No te asustes con esas cosas —le recriminó Piotr, aunque hablaba con calma y claridad para tranquilizar a los hombres—. Aliosha, ocúpate de tu hermana. No tengas miedo, dochka —dijo más bajo y con tono más suave—. Conseguiremos la victoria con valor y este invierno terminará, como todos los demás. Kolia y yo regresaremos con vosotros. Pórtate bien con Anna Ivánovna.
—Pero, padre…
Piotr se subió a Burán de un salto. Vasia agarró la cabezada del semental. Cualquier otra persona habría acabado en el suelo y pisoteada, pero el caballo se limitó a echar las orejas hacia atrás y quedarse quieto.
—Suelta, Vasia —dijo Aliosha al acercarse.
Ella no se movió. Entonces Aliosha posó la mano sobre la de su hermana en la cabeza del semental y se agachó para susurrarle al oído:
—Este no es el momento. Los hombres se derrumbarán. Temen por sus casas y tienen miedo de los demonios. Además, si nuestro padre te hace caso, dirán que lo domina su hija, que ni siquiera está casada.
Vasia cogió aire con los dientes apretados, pero dejó caer el freno de Burán.
—Sería mejor que me creyesen —musitó.
Cuando lo soltó, el semental viejo pero valiente levantó las patas delanteras. Los hombres siguieron a Piotr con aire sumiso. El grupo echó a trotar hacia un mundo blanco mientras Kolia se despedía de sus hermanos con la mano y los dejaba solos en el patio del establo.
Cuando los jinetes se hubieron marchado, el pueblo quedó muy tranquilo y el sol helado lucía alegre.
—Yo te creo, Vasia —admitió Aliosha.
—Tú mismo le clavaste la estaca: por supuesto que me crees, idiota. —Vasia daba vueltas como un lobo enjaulado—. Debería habérselo contado todo a nuestro padre.
—Pero hemos matado al upyr —protestó Aliosha.
Vasia negó con la cabeza y aire de impotencia. Todavía recordaba la advertencia de la rusalka y la del leshi.
—Aún hay más —dijo—. Me lo advirtieron: cuidado con los muertos.
—¿Quién te lo advirtió?
Vasia dejó de dar vueltas y vio que su hermano la miraba con frialdad y una leve sospecha. Sintió tal punzada de desesperación que se echó a reír.
—¿Tú también, Lioshka? Fueron buenos amigos, viejos y sabios. ¿Acaso crees al sacerdote? ¿Soy bruja?
—Eres mi hermana —contestó Aliosha con firmeza—. Y la hija de nuestra madre. Pero, hasta que regrese nuestro padre, no debes salir al pueblo.
Esa noche, la casa fue recuperando el silencio como si este llegase con el frío nocturno. La familia y los sirvientes de la casa de Piotr se reunieron delante del horno para coser o tallar o remendar a la luz del fuego,
—¿Qué es ese ruido? —preguntó Vasia de improviso.
Uno a uno, los miembros de su familia se quedaron callados.
Alguien lloraba fuera.
Era poco más que un gemido ahogado y apenas se oía. Pero al cabo de un rato no les quedó duda: oían el ruido ensordecido de una mujer llorando.
Vasia y Aliosha se miraron, y ella hizo ademán de levantarse.
—No —dijo su hermano.
Él mismo se acercó a la puerta, la abrió y miró hacia la oscuridad de la noche. Al final, volvió meneando la cabeza.
—Ahí no hay nada.
Pero los lloros continuaron. Dos y tres veces Aliosha fue hasta el umbral. Al final, abrió Vasia. Le pareció ver un resplandor blanco volando entre las cabañas de los campesinos, pero parpadeó y desapareció.
Regresó junto al horno y miró en la caverna resplandeciente del interior. El domovói estaba escondido entre las brasas.
—No puede entrar —respiró entre las llamas crepitantes—. Te juro que no puede. No se lo permitiré.
—Eso ya lo has dicho, pero una vez entró —murmuró Vasia entre dientes.
—El dormitorio del hombre temeroso es diferente —susurró el domovói—. No puedo protegerlo, él me rechaza. Pero aquí, ahora, esa no puede entrar. —El domovói apretó los puños—. No entrará.
Al cabo de un tiempo, la luna se puso y todos se acostaron. Vasia e Irina se acurrucaron envueltas en pieles, respirando la oscuridad negra.
De pronto, los lloros se oyeron de nuevo, muy cerca. Ambas chicas se quedaron inmóviles.
Algo rascó la ventana.
Vasia miró a Irina, que estaba tumbada a su lado, rígida y con los ojos abiertos.
—Suena igual que…
—No lo digas —le suplicó Irina—. No lo hagas.
Vasia se levantó y, sin pensar, se llevó la mano al colgante que tenía entre los pechos. Estaba tan frío que le quemó los dedos temblorosos. La ventana estaba muy alta, así que Vasia trepó hasta ella y abrió las contraventanas con esfuerzo. El hielo de la ventana distorsionaba la vista del dvor.
No obstante, detrás del hielo había una cara. Vasia vio los ojos y la boca, agujeros negros y grandes, y una mano huesuda apoyada en el cristal helado. La criatura sollozaba.
—Dejadme entrar —decía sin respiración.
Se oyó un ruido chirriante, uñas en el hielo.
Irina gimoteó.
—Déjame entrar —raspó la criatura—. Tengo frío.
Vasia resbaló del alféizar, cayó y aterrizó en el suelo.
—No. No…
Se levantó como pudo y volvió a la ventana. Pero ya no había nadie, no se movía nada. La luz brillaba tranquilamente en el patio vacío.
—¿Qué era? —susurró Irina.
—Nada, Irinka—soltó Vasia—. Duérmete.
Se había echado a llorar, pero Irina no la veía.
Se metió en la cama y abrazó a su hermana, que no habló de nuevo, pero permaneció despierta, temblando. Cuando por fin se durmió, Vasia le apartó los brazos; se le habían secado las lágrimas y tenía el rostro tranquilo. Se dirigió a la cocina.
—Creo que, si tú desapareces, todos moriremos —le dijo al domovói—. Los muertos se levantan.
El domovói asomó la cabeza fuera del horno con cara de agotamiento.
—Les impediré el paso todo el tiempo que pueda. Haz guardia conmigo esta noche. Cuando estás aquí, soy más fuerte.
Piotr tardó tres noches en regresar y Vasia permaneció en la casa, haciendo guardia con el domovói. La primera le pareció oír lloros, pero no hubo nada que se acercase a la vivienda. La segunda, el silencio fue total y Vasia pensó que moriría de tanto anhelar el sueño.
El tercer día, decidió pedirle a Aliosha que vigilara con ella. Esa tarde el ocaso se encendió como una llama y después se apagó para dejar a su paso sombras azuladas y silencio.
La familia se entretuvo en la cocina: las alcobas parecían demasiado alejadas y frías. Aliosha afiló la lanza para cazar jabalíes a la luz del horno. La punta en forma de hoja reflejaba las llamas sobre el hogar.
El fuego estaba moribundo y la cocina, llena de sombras rojizas cuando se oyó un lamento largo y grave que venía de fuera. Irina se acurrucó junto al horno. Anna estaba tejiendo, pero a nadie se le escapaban sus sudores y sus temblores. El padre Konstantín abrió tanto los ojos que la parte blanca formó un anillo alrededor del iris; arrancó a recitar plegarias entre dientes.
Se oyeron unos pasos arrastrados. Cada vez más y más cerca. Hasta que una voz hizo temblar los cristales de la ventana.
—Está oscuro —dijo la voz—. Tengo frío. Abrid la puerta. Abrid.
Entonces se oyó «pam, pam, pam» en la puerta.
Vasia se levantó.
Aliosha agarró la empuñadura de la lanza con ambas manos.
Vasia se acercó a la puerta sintiendo los fuertes latidos de su corazón en la garganta, A su lado estaba el domovói con las mandíbulas apretadas.
—No —consiguió balbucir, aunque tenía los labios entumecidos. Se clavó los dedos en la herida de la mano y apoyó la palma ensangrentada en la puerta—. Lo siento, la casa es para los vivos.
La cosa de fuera soltó un lamento lloroso. Irina enterró la cara en el regazo de su madre y Aliosha se levantó tambaleante, aferrado a la lanza. De nuevo se oyeron los pasos arrastrados hasta que el sonido desapareció por completo. Todos cogieron aire y se miraron.
Entonces se oyeron los relinchos de alarma de los caballos aterrorizados.
Sin pensárselo dos veces, Vasia abrió la puerta acompañada por los gritos de cuatro voces.
—¡El demonio! —chillo Anna—. ¡Lo dejará entrar!
Vasia ya corría hacia la oscuridad de la noche. Una silueta blanca corría entre los caballos, dispersándolos como si fueran briznas de paja. Uno era más lento que los demás; la figura blanca se le agarró al cuello y lo derribó. Vasia corría y gritaba, sin pensar en el miedo. La muerta la miró y, justo cuando le soltaba un bufido, un rayo de luna le iluminó la cara.
—No… —dijo Vasia, y se detuvo en seco, a punto de perder el equilibrio—. No, por favor. Dunia… Dunia…
—Vasssia… —siseó la cosa. La voz era el resuello ahogado de un cadáver, pero seguía siendo la de Dunia—. Vasia.
Era ella, pero no lo era. Los huesos eran los suyos, la silueta, la forma y la mortaja. Pero tenía la nariz encorvada y los labios hundidos. En lugar de ojos, tenía un par de agujeros ardientes y su boca era un hoyo ennegrecido. Tenía las arrugas de la barbilla, de la nariz y de las mejillas llenas de sangre.
Vasia se armó hasta los dientes de valor. El frío del colgante le quemaba la piel del pecho, así que lo envolvió en la palma de la mano que tenía libre. La noche olía a sangre caliente y a moho de tumba. Notó la presencia de una figura oscura a su lado, pero no se volvió a mirar.
—Dunia —dijo intentando por todos los medios hablar con voz firme—, márchate. Ya has causado suficientes males.
Dunia se tapó la boca con la mano. Sus ojos vacíos se llenaron de lágrimas a pesar de estar enseñando los dientes. Tembló, se tambaleó, se mordió el labio. Casi parecía que quería hablar, pero se abalanzó hacia ella gruñendo y Vasia retrocedió como si ya notase esos dientes en la garganta. Entonces el upyr soltó un chillido, se lanzó hacia atrás y corrió como un perro hacia el bosque.
Vasia la contempló hasta que la perdió de vista bajo la luz de la luna.
Oyó la respiración áspera del caballo que tenía a los pies. Era el potro más joven de Mysh, un potrillo muy joven. Se dejó caer de rodillas a su lado y vio que el animal tenía la garganta en carne viva. Le presionó la carne desgarrada con las manos, pero la marea negra fluía sin reparos. Percibió la muerte como un peso en el estómago. Oyó el grito angustiado del vazila desde el establo.
—No, por favor.
Pero el potro se quedó inmóvil. La marea negra se hizo más lenta, hasta que al final cesó.
Una yegua blanca apareció de la oscuridad y acarició al caballo muerto con el hocico. Vasia sintió su aliento cálido en la nuca, pero, cuando se volvió a mirar, no vio más que el leve centelleo de la luz de las estrellas.
La desesperación y la fatiga eran una marea tan negra como la sangre del potro que le manchaba las manos, y entre ambas se tragaron a Vasia entera. Sujetó la cabeza ensangrentada del animal entre los brazos y lloró.
Se había hecho muy tarde y hacía mucho que deberían haberse acostado cuando Aliosha regresó a la cocina de invierno. Tenía el rostro gris y la ropa salpicada de sangre.
—Uno de los caballos ha muerto —dijo apesadumbrado—. Le ha desgarrado la garganta. Vasia va a dormir en el establo, no he podido disuadirla.
—Pero allí se congelará. ¡Se va a morir! —gritó Irina.
Aliosha esbozó media sonrisa.
—Vasia no. Intenta convencerla tú si quieres, Irinka.
Irina apretó los labios, dejó lo que estaba cosiendo a un lado y fue a calentar una olla de barro en el horno. Nadie estuvo seguro de qué hacía hasta que sirvió unas gachas muy espesas de avena, cogió el cuenco y se dirigió a la puerta.
—¡Irinka, vuelve aquí! —chilló Anna.
Tal como Aliosha sabía con certeza, Irina no había desobedecido a su madre en la vida. No obstante, la niña traspasó el umbral sin pronunciar palabra y desapareció. Aliosha soltó un reniego y fue tras ella. «Mi padre tenía razón —pensó con ademán funesto—: no se puede dejar a mis hermanas solas».
Hacía mucho frío y en el patio olía a sangre. El potro estaba allí donde había caído muerto. El cadáver se congelaría durante la noche y al día siguiente ya podría traer a los hombres para que lo despedazaran. Cuando él y su hermana entraron en el establo, el lugar parecía vacío.
—¡Vasia! —la llamó.
De pronto, sintió miedo. ¿Ysi…?
—Aquí, Lioshka —respondió Vasia, y salió de la cuadra de Mysh con pasos ligeros y silenciosos como los de un gato.
Irina se sobresaltó y estuvo a punto de soltar el cuenco.
—¿Estás bien, Vásochka? —consiguió decir temblorosa.
No le veían el rostro, sólo distinguían una especie de borrón pálido debajo de la mata oscura de pelo.
—Sí. Dentro de lo que cabe, pajarito —contestó con voz ronca.
—Liosha dice que vas a pasar la noche aquí —dijo Irina.
—Sí. —Vasia trató de serenarse—. Tengo que hacerlo. El vazila tiene miedo.
Tenía las manos oscuras de sangre.
—Si no te queda más remedio… —repuso Irina con mucho cariño, como si hablase con una persona cercana pero demente—. Te he traído gachas de avena.
Le entregó el cuenco a su hermana con torpeza. Vasia lo cogió y dio la sensación de que el peso y el calor la reconfortaban.
—Pero sería mejor que vinieses a comértelas junto al fuego —continuó la niña—. Si te quedas aquí, la gente hablará.
Vasia negó con la cabeza.
—Ahora eso no importa.
Irina apretó los labios.
—Ven —insistió—. Así es mejor.
Aliosha contempló anonadado cómo Vasia dejaba que su hermana la condujera de regreso a la casa, la sentara junto al horno y le diera de comer.
—Acuéstate, Irinka —dijo Vasia al final, habiendo recuperado algo del color de las mejillas—. Duerme encima del horno. Aliosha y yo haremos guardia durante la noche.
El sacerdote se había marchado y Anna ya roncaba en su dormitorio. Irina, que daba cabezadas sin querer, no se resistió mucho tiempo.
Cuando se quedó dormida, sus hermanos se miraron. Ella estaba blanca como la sal y ojerosa, y tenía manchas de la sangre del caballo en el vestido. Pero el fuego y la comida le habían sentado bien.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Aliosha en voz baja.
—Esta noche debemos montar guardia. Al amanecer hay que ir al cementerio y hacer lo que podamos mientras haya luz. Que Dios se apiade de nosotros
Al salir el sol, Konstantín fue a la iglesia. Cruzó el dvor a la carrera como si lo persiguiese el mismo ángel de la muerte, atrancó la puerta de entrada a la nave y se tiró al suelo delante del iconostasio. Cuando el sol se levantó y sus rayos grises se arrastraron por el suelo, no les prestó atención. Rezó pidiendo el perdón. Rezó por que la voz regresase y se llevara todas sus dudas. Pero durante todo el día el silencio continuó siendo férreo.
No fue hasta la hora triste del ocaso, cuando en el suelo de la iglesia había más sombras que luz. Entonces oyó la voz.
—¿Tan bajo has caído, mi pobre criatura? —dijo—. Ya son dos las mujeres demonio que han venido a por ti, Konstantín Nikonóvich. Te han roto la ventana, han llamado a tu puerta.
—Sí —gruñó Konstantín, que tanto dormido como despierto veía la cara del demonio y sentía sus dientes en la garganta—. Saben que he caído y por eso me persiguen. Tened piedad de mí: os ruego que me salvéis. Concededme el perdón y llevaos mi pecado.
Se agarró las manos con fuerza y agachó la cabeza hasta tocar el suelo.
—De acuerdo —contestó la voz con afabilidad—. Es muy poco lo que me pides, hombre de Dios. Verás que soy misericordioso, te salvaré. No llores más.
Konstantín se tapó la cara mojada con las manos.
—Pero quiero pedirte algo a cambio —continuó la voz.
El sacerdote levantó la mirada.
—Lo que queráis. Soy vuestro humilde siervo.
—La chica —dijo la voz—. La bruja. Todo esto es culpa suya, y los del pueblo lo saben. Cuchichean, se dan cuenta de que la sigues con la mirada. Dicen que te ha tentado y por eso has caído en desgracia.
Konstantín no respondió. «Es culpa de ella. De ella».
—Deseo con fervor —prosiguió la voz— que ella se retire del mundo. Debe ser cuanto antes. Ha traído el mal a esta casa y no habrá remedio mientras ella esté aquí.
—Partirá hacia el sur con los trineos —anunció Konstantín—. Antes del solsticio de invierno. Lo ha dicho Piotr Vladímirovich.
—Antes —contestó la voz—. Debe ser antes. A este lugar le aguardan tormentas e incendios. Pero si consigues que se marche, te salvarás, Konstantín Nikonóvich. Envíala a algún lugar y los salvarás a todos.
Konstantín vaciló. La oscuridad pareció emitir un suspiro largo y suave.
—Será como decís —susurró el sacerdote—. Lo juro.
Y la voz desapareció. Konstantín se quedó vacío, arrobado pero frío, solo en el suelo de la iglesia.
Esa misma tarde, el sacerdote se dirigió a Anna Ivánovna. Ella se había encamado y su hija acababa de llevarle un caldo.
—Debes hacer que Vasia parta ya —dijo con sudor en la frente y las manos temblorosas—. Piotr Vladímirovich. es demasiado bondadoso y ella podría hacerle cambiar de opinión. Pero, por el bien de todos nosotros, la chica debe marcharse. Los demonios vienen por su culpa. ¿No viste cómo salió corriendo por la noche? Ella es quien los invoca y no les tiene miedo. Tal vez tu propia hija, la pequeña Irina, sea la próxima en morir. El apetito de los demonios va más allá de los caballos.
—¿Irina? —susurró Anna—. ¿Creéis que Irina está en peligro?
Se estremeció de amor y de miedo.
—Lo sé —respondió el sacerdote.
—Entregad a Vasia al pueblo —sentenció Anna al instante—. Si se lo pedís, la lapidarán. Piotr Vladímirovich no está aquí para impedírselo.
—Es mejor que vaya a un convento —repuso Konstantín tras una breve vacilación—. No puedo permitir que vaya con Dios sin haber tenido la oportunidad de arrepentirse.
Anna frunció los labios.
—Los trineos no están listos. Es mejor que muera. No pienso dejar que mi Irina salga herida.
—Los dos primeros están preparados —contestó el sacerdote— y hay hombres suficientes. Hay unos cuantos que estarían dispuestos a llevársela de aquí. Yo me encargaré de ello. Si así lo desea, Piotr podrá visitar a su hija cuando esté a salvo en Moscú. Y cuando conozca los detalles, se le pasará el enfado, todo saldrá bien. No digas nada y reza.
—Vos sabéis mejor qué hacer, bátiushka —dijo Anna con malos modos.
«¿Para qué tanto cuidado? —pensó—. Todo por esa criatura endemoniada de ojos verdes. No obstante, el sacerdote es sensato y sabe que ella no puede quedarse aquí a corromper a los buenos cristianos».
—Sois misericordioso. En cambio, yo prefiero verla muerta antes que poner a mi Irina en peligro.
El sacerdote lo dispuso todo. Oleg, duro y viejo, conduciría el trineo y los padres de Timofei, con el corazón vacío tras la muerte de su hijo, serían los sirvientes y guardianes de Vasia.
—Por supuesto que lo haremos, bátiushka —accedió Yasna, madre del niño—. Dios nos ha girado la cara y el motivo es esa niña endemoniada. Si la hubieran mandado antes a otra parte, yo no habría perdido a mi hijo.
—Aquí tienes cuerda —respondió Konstantín—. Átale las manos por si pierde la compostura.
Le vino a la mente la imagen de un venado abatido en una cacería, las patas atadas, la mirada desconcertada, un reguero de sangre en la nieve. Sintió una punzada de lujuria y vergüenza y orgullo satisfecho. Al día siguiente: se marcharía por la mañana, media luna antes del solsticio.