QUINCE
SÓLO QUIEREN A LA DONCELLA SALVAJE
a luz cegadora de la tarde dio paso al dorado y, por último, al ámbar y al rojo de la herrumbre. La tenue media luna asomaba por encima de una franja de cielo amarillo pálido. El calor del día se marchó con la luz, y a los hombres que estaban en los campos de cebada se les enfrió el sudor en la piel y empezaron a temblar. Konstantín se echó la guadaña al hombro. Tenía ampollas ensangrentadas bajo la piel curtida de las manos. Sujetó la herramienta con las yemas de los dedos y evitó mirar a Piotr Vladímirovich. El anhelo lo estrangulaba y la ira le había robado la voz. «Era un demonio. Era tu imaginación. No la expulsaste, sino que te arrastraste hacia ella».
Por Dios, tan sólo deseaba regresar a Moscú o ir a Kiev o aún más lejos. Comer pan caliente en abundancia en lugar de pasar hambre la mitad del año; dejar el arado a los campesinos, hablar ante miles de personas y nunca jamás yacer despierto en su lecho, pensando.
Pero no. Dios le había dado una tarea. No podía dejarla a medias.
«Ay, ojalá pudiera terminarla».
Apretó los dientes. No pensaba fracasar. Debía llevarla a cabo. Y así, antes de morir, viviría en un mundo en el que las chicas no lo desafiaban y los demonios no se paseaban a plena luz del día entre los cristianos.
Pasó por delante de la siega y bordeó el prado donde pasturaban los caballos. De la linde del bosque surgían sombras hambrientas. Apartó la mirada y se fijó en los rebaños de Piotr, que pastaban en el largo atardecer. Entre los caballos tordos y castaños vio un destello claro y entornó los ojos. Un caballo, el semental guerrero de Piotr, estaba quieto con la cabeza erguida. Sobre la cruz, una figura esbelta recortada por la puesta de sol. Konstantín la reconoció de inmediato. El semental volvió la cabeza con travesura para mordisquearle la trenza y ella se rio como una niña.
Konstantín nunca había visto así a Vasia. En la casa, o bien se comportaba con prudencia y seriedad, o era encantadora y despreocupada, toda ella ojos y huesos y pies silenciosos. Pero allí, sola bajo el cielo, era hermosa como una tusona o como un halcón que acaba de echar a volar.
Se obligó a enfriar la expresión. Los parientes y vecinos de Vasia le ofrecían miel y cera de abeja, le rogaban consejos y plegarias. Le besaban la mano y, al verlo, se les iluminaba la cara. En cambio, esa chica esquivaba su mirada y sus pasos, mientras que un caballo, una bestia estúpida, conseguía arrancarle esa luz. Esa luminosidad debería haber sido para él. Para Dios; para él como mensajero de Dios. Era tal como Anna Ivánovna la había descrito: dura de corazón, irresponsable, indecorosa. Se relacionaba con los demonios y se había atrevido a presumir de haberle salvado la vida.
Los dedos del religioso ansiaban el tacto de la madera, la cera y los pinceles; plasmar el amor y la soledad, el orgullo y la madurez floreciente que reflejaba el contorno de su cuerpo joven. «Te salvó la vida, Konstantín Nikonóvich».
Sofocó la idea y el impulso con brutalidad. La pintura debía glorificar a Dios, no ensalzar la fragilidad del cuerpo efímero. «Ella invocó al demonio, y fue el dedo de Dios lo que me salvó la vida». Cuando se obligó a mirar a otra parte, tenía la escena grabada en la mente.
Cuando el ocaso ya se había tornado violeta, Vasia entró en la cocina sonrojada por el sol de todo un día. Cogió su cuenco y su cuchara, reclamó su ración y se llevó la comida a la ventana. El anochecer acentuaba el verde de sus ojos. Mientras devoraba la comida, paraba de vez en cuando para contemplar el largo anochecer veraniego. Con andar rígido pero deliberado, Konstantín tomó asiento a su lado. A ella le olía el pelo a tierra y a sol y al agua del lago, y no apartó la mirada de la ventana. El pueblo estaba salpicado de fuegos bien atendidos y el cielo en el que se alzaba la media luna estaba cruzado de nubes. El silencio entre ambos se alargó en mitad del ajetreo de la cocina atestada. Al final, fue el sacerdote quien lo rompió.
—Soy un hombre de Dios —dijo Konstantín en voz baja—. Pero me habría disgustado morir,
Vasia lo miró rápido, sorprendida; en la comisura de los labios le apareció el fantasma de una sonrisa.
—Me cuesta creerlo, bátiushka—respondió ella—. ¿Acaso no os he arrebatado el ascenso al cielo?
—Te doy las gracias por mi vida —continuó él con rigidez—. Pero no debemos burlarnos de Dios.
De pronto, ella sintió una mano cálida sobre la suya y perdió la sonrisa.
—Recuérdalo —dijo él, y le colocó un objeto entre los dedos.
La piel endurecida por el uso de la guadaña le rozó los nudillos. El no pronunció palabra, pero la miró directamente a los ojos. De pronto, Vasia comprendió por qué todas las mujeres le rogaban que rezase por ellas. Comprendió también que esa mano cálida y los rasgos férreos de su rostro eran armas, armas para emplear cuando las palabras no surtían efecto. Así era como obtendría su obediencia: con su mano áspera y sus ojos bonitos.
«¿Soy yo igual de necia que Anna Ivánovna?». Vasia inclinó la cabeza hacia atrás y se apartó. Él la soltó. Ella no vio que al religioso le temblaba la mano. Cuando se alejó, su sombra flaqueante se deslizó por la pared.
Anna estaba remendando ropa de cama, sentada en un taburete junto al fuego. La sábana le cayó en el regazo y, cuando se levantó, esta se deslizó hasta el suelo sin que ella se percatase.
—¿Qué te ha dado? —preguntó con rabia—. ¿Qué era?
Se le veían todas las arrugas y máculas de la cara.
Vasia no tenía ni idea, pero aun así levantó el objeto para que lo viese su madrastra. Era la cruz de madera del clérigo, con los dos brazos extendidos tallados en madera sedosa de pino. La contempló con cierto asombro.
«¿Qué es esto, sacerdote? ¿Una advertencia? ¿Una disculpa? ¿Un desafío?».
—Una cruz —respondió.
Anna se la quitó.
—Es mía —dijo—. Te la ha dado para mí. ¡Sal de aquí!
Vasia podría haber contestado varias cosas, pero se decidió por la más segura:
—Estoy segura de que así es.
Pero no se marchó, sino que llevó el cuenco al horno para engatusar a Dunia y que le diese un poco más de estofado; cuando su hermana estaba despistada, le robó un currusco de pan. Al cabo de unos momentos, Vasia estaba rebañando el cuenco con el pan y riéndose de la cara de asombro de Irina.
Anna no volvió a hablar, pero tampoco continuó cosiendo. A pesar de estar riéndose, Vasia era muy consciente de las miradas iracundas de su madrastra.
Esa noche Anna no pegó ojo, sino que fue de la cama a la iglesia. Cuando un amanecer claro e intenso sustituyó al azul de las noches veraniegas, fue donde su marido y lo zarandeó para despertarlo.
En nueve años, Anna no se había dirigido a Piotr por voluntad propia ni una sola vez. Él la inmovilizó de forma muy expeditiva antes de darse cuenta de quién lo había desvelado. La melena entrecana le tapaba la cara y llevaba el pañuelo torcido. Sus ojos eran como un par de piedras.
—Amor —musitó ella sin aire mientras se frotaba la garganta.
—¿Qué pasa? —exigió saber Piotr. Se levantó del lecho cálido y se apresuró a vestirse—. ¿Le ha pasado algo a Irina?
Anna se atusó el pelo y se arregló el pañuelo.
—No, no.
Piotr se puso una camisa y se abrochó la faja de tela.
—¿Entonces? —preguntó con un tono poco afable. Le había dado un buen susto.
Anna se echó a temblar y bajó la mirada.
—¿Te has dado cuenta de que tu hija Vasilisa ha crecido mucho desde el verano pasado?
Piotr se quedó quieto, confundido. El día, recién nacido, dibujaba pálidas franjas de color dorado en el suelo. Anna nunca se había interesado por Vasia.
—¿Ah, sí? —preguntó, perplejo.
—Se ha convertido en una chica bastante atractiva.
Piotr pestañeó y frunció el ceño.
—Aún es una niña.
—Es una mujer —le espetó Anna.
Piotr se sorprendió: su esposa nunca lo había contradicho.
—Es demasiado masculina y no se le ven más que brazos, piernas y ojos, pero tendrá una buena dote. Es mejor casarla ahora, marido. Si pierde los encantos que tiene, quizá no la casemos jamás.
—No los perderá en un año —respondió Piotr con aire cortante—. Y mucho menos en una hora. ¿De qué sirve despertarme tan pronto?
Salió del dormitorio. El olor a frutos secos del pan cociéndose alegraba la casa, y él tenía hambre.
—Tu hija Olga se casó con catorce años —continuó Anna mientras lo seguía sin aliento.
Olga había prosperado desde su casamiento. Se había convertido en una gran señora, una matrona gorda que tenía dos hijos. Su marido era uno de los favoritos del gran príncipe.
Piotr agarró una hogaza recién sacada del horno y la partió en dos.
—Lo pensaré —dijo para hacerla callar.
Cogió una bola grande de miga humeante y se llenó la boca con ella. De vez en cuando le dolían los dientes y la esponjosidad era agradable. «Estás viejo», pensó. Cerró los ojos e intentó ensordecer la voz de su esposa con el ruido de masticar.
Los hombres salieron a los campos de cebada en cuanto despuntó el día. Pasaron la mañana segando aquel mar ondeante con guadañas que hacían silbar el aire con grandes pasadas. Después pusieron las espigas a secar. Los rastrillos iban y venían con un sonido áspero y monótono. El sol era un cuerpo vivo que les echaba el brazo por encima del hombro; sus parcas sombras se escondían a sus pies, les quemaba la cara del calor y el sudor. Piotr y sus hijos trabajaban junto con los campesinos; durante la siega, todo el mundo hacía su parte y él vigilaba hasta el último grano. La cebada no había crecido tanto como debía y las espigas eran pobres y finas.
Aliosha irguió la espalda dolorida y se protegió los ojos con una mano sucia. De pronto, se le encendió el rostro. Un jinete llegaba desde el pueblo, cabalgando sobre un caballo castaño.
—Por fin —dijo.
Se metió dos dedos en la boca y un silbido sostenido penetró la quietud de la tarde. En todo el campo, los hombres soltaron los rastrillos, se quitaron la paja de la cara y se dirigieron al río. La vegetación frondosa de la orilla y el rumor regocijado de la corriente aliviaban un poco el calor.
Piotr se apoyó en el rastrillo y se apartó el pelo húmedo y entrecano de la cara; aun así, no abandonó el campo. El jinete se acercaba galopando sobre una yegua de cascos limpios. Piotr entornó los ojos para ver mejor. Reconoció la trenza negra de su segunda hija ondeando a su espalda, pero no venía en su poni tranquilo. Las patas blancas de Mysh resaltaban sobre el polvo. Vasia vio a su padre y levantó el brazo para saludar. Piotr esperó con el gesto torcido para reprobar a su hija en cuanto se acercase. «Un día se partirá la crisma esta criatura loca».
Sin embargo, ella montaba muy bien. La yegua saltó una zanja y continuó galopando, y la jinete permaneció inmóvil, a excepción de la trenza. Ambas se detuvieron al borde del bosque. Vasia tenía un cesto de mimbre delante y, con aquella luz tan intensa, Piotr no le distinguía los rasgos, pero le sorprendió darse cuenta de cuánto había crecido.
—¿No tienes hambre, padre? —dijo ella desde la distancia.
La yegua se detuvo y esperó serena. No llevaba riendas; nada en absoluto, ni siquiera un cabestro. Vasia había montado sujetando el cesto con ambas manos.
—Ya voy, Vasia —dijo.
De pronto, sintió una tristeza inexplicable. Se echó el rastrillo al hombro.
Una cabeza dorada reflejó la luz del sol; Konstantín Nikonóvich no se había marchado del campo, sino que contemplaba a la esbelta jinete hasta que se perdió entre los árboles.
«Mi hija cabalga como un chico de la estepa. ¿Qué pensará de ella nuestro virtuoso sacerdote?».
Los hombres se echaban agua fría en la cabeza y bebían grandes tragos. Cuando Piotr llegó junto al riachuelo, Vasia había desmontado y estaba entre ellos, ofreciéndoles una bota de kvas. Dunia había horneado una empanada enorme, rellena de cereales, queso y hortalizas de temporada, y ellos se acercaban a cortar porciones. La grasa se mezclaba con el sudor de sus rostros.
Piotr se sorprendió de lo extraña que parecía Vasia entre tanto hombre corpulento y rudo, ella que era delgada y de huesos largos y tenía los ojos enormes y tan separados. «Quiero una hija como era mi madre», había dicho Marina. Bueno, pues ahí la tenía: un halcón entre las vacas.
Los trabajadores no le dirigían la palabra. Se comieron la empanada deprisa con la cabeza gacha y regresaron a los campos sofocantes. Al pasar, Aliosha le tiró a su hermana de la trenza y le sonrió. Pero Piotr se fijó en cómo los demás la miraban de soslayo.
—Bruja —musitó uno de ellos, aunque Piotr no lo oyó—. Ha hechizado al caballo. El sacerdote dice que…
La empanada había desaparecido y con ella también los campesinos, pero Vasia se entretuvo un rato. Dejó la bota de kvas a un lado y metió las manos en el agua. Caminaba como una niña. «Claro que sí. Todavía es una niña, mi ranita». Aun así, tenía la elegancia despreocupada de lo agreste. Vasia se apartó del arroyo para ir hacia su padre y, de camino, recogió el cesto. Cuando la miró a la cara, Piotr se llevó una buena sorpresa y quizá por eso su expresión ceñuda era tan tormentosa. Ella perdió la sonrisa.
—Aquí tienes, padre —dijo, y le ofreció el kvas.
«Dios mío —pensó él—. Tal vez Anna Ivánovna no esté tan equivocada. Si no es mujer, lo será pronto». Se dio cuenta de que la mirada del padre Konstantín seguía a su hija.
—Vasia —dijo con menos delicadeza de la que pretendía—, ¿qué significa esto? ¿Por qué coges la yegua y la montas así, sin silla ni riendas? ¿Eres tan necia como para partirte un brazo o el cuello?
Vasia se sonrojó.
—Dunia me ha dicho que trajese el cesto y que me diera prisa. Mysh era el caballo que estaba más a mano y el camino es corto. Demasiado como para pararme a ensillarla.
—¿Ni el cabestro siquiera, dochka? —preguntó Piotr con aspereza.
Vasia se puso aún más roja.
—No me he lastimado, padre.
Piotr la miró en silencio. De haber sido un chico, habría aplaudido esa demostración de equitación. Pero, por poco femenina que fuese, Vasia era una chica al borde de la pubertad. Piotr recordó la mirada del joven sacerdote.
—Ya hablaremos de esto luego —dijo Piotr—. Vete a casa con Dunia y no cabalgues tan deprisa.
—Sí, padre —contestó Vasia, dócil,
Pero el salto que dio para subirse a la yegua lo dio con orgullo, el mismo con el que la hizo girar y dirigirse a la casa a galope sostenido, con el cuello arqueado.
El día se extendió hasta el crepúsculo y continuó hasta que la única luz visible era el resplandor pálido que iluminaba las noches del verano como si fuera por la mañana.
—Dunia —dijo Piotr—, ¿desde cuándo Vasia es una mujer?
Estaban solos en la cocina de verano, sentados, y a su alrededor la casa dormía. Esas noches de luz a Piotr le quitaban el sueño y la cuestión de su hija lo reconcomía. A Dunia le dolía el cuerpo y no estaba precisamente ansiosa por acostarse en su duro camastro. Hacía girar la rueca, pero despacio. Piotr se sorprendió de lo delgada que estaba.
Dunia le clavó la mirada.
—Desde hace medio año. Hizo el cambio alrededor de Pascua.
—Es hermosa —admitió Piotr—. Aunque es una salvaje. Necesita un marido: eso la serenaría.
Pero mientras hablaba vio a una joven agreste habiendo consumado el matrimonio, sudando delante del horno. La imagen le produjo un extraño remordimiento y se deshizo de ella.
Dunia apartó la rueca y habló despacio:
—Ni siquiera piensa en el amor todavía, Piotr Vladímirovich.
—¿Y qué? Hará lo que se le ordene.
Dunia se echó a reír.
—¿Tú crees? ¿Has olvidado quién era su madre?
Piotr guardó silencio.
—Mi consejo es que esperes —dijo la anciana—. Sólo que…
Durante todo el verano, Dunia había visto a Vasia desaparecer al amanecer y regresar cuando se ponía el sol. Había observado cómo se acentuaba el lado salvaje de la hija de Marina y la aparición de una especie de aislamiento nuevo, como si la joven viviera en el mundo de su familia sólo a medias, con las cosechas, el ganado y las labores del hogar. Dunia observaba, se preocupaba y luchaba consigo misma; pero, de pronto, se decidió y metió la mano en el bolsillo. Cuando la sacó, sobre la palma descansaba la joya azul: una incongruencia en comparación con la piel ajada.
—¿Te acuerdas de esto, Piotr Vladímirovich?
—Era un regalo para Vasia —contestó él con brusquedad—. ¿Me has traicionado? Te ordené que se lo dieras.
Miró el colgante como si fuera una víbora.
—Se lo estoy guardando —repuso Dunia—. Se lo supliqué al rey del invierno y me dio permiso. Era una carga demasiado grande para una niña.
—¿El rey del invierno? —preguntó Piotr, furioso—. ¿Qué eres, una niña que cree en semejantes cuentos de hadas? El rey del invierno no existe.
—¿Cuentos? —replicó Dunia con una rabia delatadora en la voz—. ¿Tan mala me crees como para inventarme una mentira como esa? Yo también soy cristiana, Piotr Vladímirovich, pero me creo lo que veo. ¿De dónde salió esta joya digna de un kan que le trajiste a tu hijita?
A Piotr le funcionaba la garganta, pero guardó silencio.
—¿Quién te la dio? —insistió Dunia—. Sé que la trajiste de Moscú, pero nunca intenté averiguar nada.
—Es un colgante —respondió Piotr.
El enfado había desaparecido de su voz. Se había esforzado por olvidar al hombre de los ojos claros, a Kolia sangrando por el cuello, a sus hombres inmóviles e insensibles. «¿Era él, el rey del invierno?». En ese instante recordó lo rápido que había accedido a regalarle a su hija la joya que le ofrecía aquel desconocido. «Magia ancestral —creyó oír que decía la voz de Marina—. Una hija del linaje de mi madre». Y después, algo más bajo: «Protégela, Petia. La he elegido, es importante. Prométemelo».
—No es un simple colgante —contestó Dunia con dureza—. Que Dios me perdone, pero es un talismán. He visto al rey del invierno. El collar es suyo, y piensa venir a por ella.
—¿Lo has visto? —preguntó Piotr, de pie.
Dunia asintió.
—¿Dónde lo has visto? ¿Dónde?
—En mis sueños —confesó Dunia—. Sólo en sueños, pero me los envía él y son ciertos. Dice que debo darle el colgante. Dice que vendrá a por ella en el solsticio de invierno: ella ya no es una niña. Pero él es falso, como todos los de su calaña —dijo atropelladamente—. Quiero a Vasia como si fuera hija mía, y es demasiado valiente para su propio bien. Temo por ella.
Piotr se acercó a la ventana grande y se volvió hacia Dunia.
—¿Es esa la verdad, Avdotia Mijáilovna? Por la cabeza de mi esposa, jura que no mientes.
—Lo he visto —reiteró Dunia—. Y creo que tú también. Tiene el pelo negro y rizado. Ojos pálidos, más pálidos que el cielo en mitad del invierno. No lleva barba y viste todo de azul.
—No le entregaré mi hija a un demonio. Es una doncella cristiana.
El miedo descarnado que manifestaba la voz de Piotr era nuevo, fruto de los sermones de Konstantín.
—Entonces debe casarse —dijo Dunia, sin más—. Cuanto antes, mejor. Los demonios del hielo no se interesan por las mortales casadas con hombres mortales. En los cuentos, el príncipe pájaro y el hechicero malvado sólo quieren a la doncella salvaje.
—¿Vasia? —exclamó Aliosha—. ¿Casar a Vasia? ¿Al conejito?
Se rio. Los tallos secos de cebada crujieron. Estaba rastrillándolos junto a su padre y tenía briznas de paja enredadas en los rizos marrones. Había estado cantando para combatir la quietud de la tarde.
—Aún es una niña, padre. El otro día tumbé a un campesino que llevaba demasiado rato mirándola y ella no se dio cuenta. Ni siquiera se fijó en que el zoquete llevó la cara magullada durante una semana.
Había derribado a otro campesino que la había llamado bruja, pero eso no se lo contó a su padre.
—Todavía no ha conocido a ningún hombre que le llame la atención, eso es todo —respondió Piotr—. Yo me encargaré de que eso cambie —añadió resuelto y con brío—. Kiril Artamónovich es el hijo de mi amigo; mi amigo murió y le dejó una buena herencia. Vasia es joven y está sana, y su dote será abundante. Se habrá marchado antes de que lleguen las nieves.
Piotr se agachó para continuar rastrillando, pero Aliosha no lo hizo.
—No accederá de buena gana, padre.
—De buena o de mala gana, obedecerá.
Aliosha soltó un resoplido.
—¿Vasia? Ya lo veremos.
—Vas a casarte —le dijo Irina a Vasia con envidia—. Tendrás una buena dote y vivirás en una casa de madera y tendrás muchos hijos.
Estaba de pie junto a la cerca, pero no se apoyaba en los postes para no ensuciarse el sarafán. Llevaba la larga trenza de pelo castaño envuelta en un pañuelo de colores y había posado la mano con delicadeza en uno de los travesaños de la cerca. Vasia estaba recortándole los cascos a Burán, amenazando entre dientes al caballo con cosas terribles si se le ocurría moverse; el semental parecía estar deliberando qué parte del cuerpo morderle. Irina estaba asustada.
Vasia soltó el casco y miró a su hermana pequeña.
—No voy a casarme —afirmó.
Irina hizo un mohín de desaprobación y algo de envidia cuando Vasia saltó la valla.
—Sí te casarás —dijo—. Va a venir un señor, Kolia ha ido a buscarlo. Le he oído a mi padre decírselo a mi madre.
Vasia arrugó la frente.
—Supongo que tendré que casarme algún día —admitió, y le sonrió a su hermana con la cabeza ladeada—. Pero ¿cómo voy a llamarle la atención a un hombre si siempre estás conmigo, pajarito?
Irina sonrió con timidez. En los pueblos del dominio del padre de ambas ya se hablaba de su belleza.
—No vayas al bosque, Vasia. Es casi la hora de cenar y estás cubierta de mugre.
La rusalka estaba sentada encima de ellas, una sombra verde que le hacía señas a Vasia desde la rama del roble donde se había tendido. Del pelo le caían gotas de agua.
—Enseguida te sigo —dijo Vasia.
—Pero padre dice que…
Vasia saltó con un pie apoyado en el tronco y se agarró a una rama con fuerza. Pasó las rodillas por encima y se colgó bocabajo.
—No llegaré tarde a cenar, Irinka. No te preocupes.
Un momento después, había desaparecido entre el follaje.
La rusalka estaba demacrada y temblando.
—¿Qué haces? —preguntó Vasia—. ¿Qué te pasa?
La rusalka se estremecía con violencia.
—¿Tienes frío?
No parecía posible: la tierra refractaba el calor del día y apenas soplaba un hilillo de brisa.
—No —contestó la rusalka, con el rostro escondido tras la melena lacia—. Las niñas cogen frío, pero los cherti no. ¿Qué decía esa criatura, Vasilisa Petrovna? ¿Vas a marcharte del bosque?
A Vasia se le ocurrió que el espíritu del río tenía miedo, aunque no era fácil de saber. La inflexión de su voz no era como la de las mujeres.
Vasia ni siquiera lo había pensado.
—Algún día —contestó despacio—. En algún momento. Tendré que casarme y marcharme a vivir a casa de mi marido. Pero no creía que pudiera ser tan pronto.
La rusalka parecía incorpórea. A través de su rostro enjuto se veía el movimiento de las hojas.
—No puedes irte —afirmó esta. Separó los labios y se le vieron los dientes verdes; la mano con la que se peinaba el pelo dio una pequeña sacudida y las gotas de agua le rodaron por la nariz y por la barbilla—. No sobreviviremos al invierno. Tú no me dejaste matar a aquel hombre hambriento y tus guardianes están fracasando. Sólo eres una niña, no puedes sustentar a los espíritus del hogar con tus mendrugos de pan y con gotas de hidromiel. No para siempre. El Oso se ha despertado.
—¿Qué oso?
—La sombra en las paredes —respondió la rusalka con la respiración acelerada—. La voz en la oscuridad. —Su rostro no se movía como el de una humana, pero se le dilataron las pupilas negras—. Cuidado con los muertos. Debes hacerme caso, Vasia, porque yo no volveré. No como soy ahora. Él me llamará, y yo responderé; contará con mi lealtad, y me volveré contra ti. No puedo evitarlo. Las hojas están cayendo, no te marches del bosque.
—¿Que tenga cuidado con los muertos? ¿Qué quieres decir? ¿Cómo te volverás contra nosotros?
La rusalka se limitó a estirar el brazo con tal fuerza que los dedos húmedos y vaporosos con los que le agarró el brazo le parecieron de carne y hueso.
—El rey del invierno te ayudará en lo que pueda —dijo—. Lo ha prometido, y todos lo oímos. Es muy viejo y es el enemigo de tu enemigo. Pero no debes confiar en él.
A Vasia se le agolparon las preguntas en la boca con tal rapidez que no pudo pronunciar ni una palabra. Miró a la rusalka a los ojos. El pelo brillante del espíritu del agua le envolvía el cuerpo desnudo.
—Confío en ti —consiguió decir Vasia—. Tú eres mi amiga.
—Ten buen corazón, Vasilisa Petrovna —dijo la rusalka con tristeza.
Entonces no quedó más que un árbol con hojas plateadas y revueltas. Como si no hubiera estado allí. «Quizá sea verdad que estoy loca», pensó Vasia. Se agarró a la rama, se dejó caer al suelo y corrió a casa con ligereza mientras el día acababa en una gloriosa puesta de sol. A su alrededor, todo el bosque parecía susurrar. «La sombra en las paredes. No debes confiar en él. Cuidado con los muertos. Cuidado con los muertos».
—¿Casarme, padre?
El ocaso claro y verde respiraba aire fresco sobre la tierra seca y sedienta, de modo que el fuego del horno confortaba en lugar de atormentar. A mediodía habían comido sólo pan con requesón o con setas encurtidas, pues los campos no les dejaban tiempo para más. Pero por la noche había un guiso y una empanada, aves asadas y cosas verdes con un poco de sal valiosa.
—Si logramos convencer a alguien de que te acepte —contestó Piotr sin demasiada amabilidad.
Dejó el cuenco a un lado. Tenía la cabeza llena de zafiros y ojos claros, amenazas y promesas mal entendidas, y empezaba a dolerle. Vasia había entrado en la cocina con la cara mojada y señales claras de haber intentado limpiarse la tierra de debajo de las uñas, pero con el agua no había conseguido más que extender la mugre. Iba vestida con un vestido fino de lino sin teñir, como si fuera una campesina, y llevaba la melena negra rizada y al descubierto. Tenía los ojos enormes, con un gesto rebelde y preocupado.
«Sería mucho más fácil verla casada —pensó Piotr, irritado— si se las apañara para parecer más una mujer y menos una niña campesina o un espíritu del bosque».
La contempló mientras ella estaba a punto de dar voz a sucesivas objeciones que acallaba una a una. Todas las jóvenes se casaban, a menos que se hiciesen monjas. Lo sabía tan bien como cualquiera.
—Casarme —repitió mientras buscaba qué decir—. ¿Ahora?
Piotr sintió otra punzada. La vio encinta, agachada sobre un fogón, sentada ante un telar, toda su elegancia perdida…
«No seas necio, Piotr Vladímirovich. Es el destino de las mujeres». Recordó la calidez y docilidad de Marina cuando la estrechaba entre sus brazos. Pero también se acordó de cuando ella se escapaba al bosque como alma que lleva el diablo, con la misma mirada que su hija.
—¿Con quién debo casarme, padre?
«Mi hijo tenía razón», pensó Piotr. Vasia estaba enfadada. Tenía las pupilas dilatadas y echaba la cabeza hacia atrás como una potrilla que no acepta el bocado. Se frotó la cara. Las chicas se alegraban de casarse; Olga estaba resplandeciente el día que su marido le puso un anillo en el dedo y se la llevó. Tal vez Vasia estuviera celosa de su hermana mayor, pero esa hija nunca encontraría esposo en Moscú. Sería como meter un halcón en un palomar.
—Con Kiril Artamónovich —respondió Piotr—. Mi amigo Artamón era rico y su único hijo lo heredó todo. En su familia son grandes criadores de caballos.
Los ojos de Vasia ocuparon la mitad de su rostro y Piotr frunció el ceño. Era un buen arreglo, ella no tenía por qué mostrarse tan afligida.
—¿Dónde? —susurró ella—. ¿Cuándo?
—Una semana hacia el este, con un buen caballo —dijo Piotr—. Llegará después de la cosecha.
Vasia se quedó con el rostro vacío de expresión y se volvió.
—Viene él en persona —añadió Piotr intentando persuadirla—. He enviado a Kolia a buscarlo. Será un buen marido y te dará hijos.
—¿A qué viene tanta prisa? —espetó Vasia.
La amargura de su voz le dolió a su padre.
—Ya basta, Vasia —respondió fríamente—. Eres una mujer y él es rico. Si querías un príncipe como el de Olga, te diré que a ellos les gustan más rellenas y menos insolentes.
Se percató de la punzada de dolor que le había causado antes de que ella pudiera enmascararla.
—Olia me prometió que me llevaría con ella cuando yo creciese. Dijo que viviríamos juntas en un palacio.
—Es mejor que te cases ahora, Vasia —respondió Piotr de inmediato—. Podrás visitar a tu hermana cuando haya nacido tu primer varón.
Vasia se mordió el labio y se marchó enfadada. Piotr se quedó allí inquieto, pensando en qué opinaría Kiril Artamónovich de su hija.
—No es viejo, Vasia —dijo Dunia cuando la joven se dejó caer junto al fuego—. Es famoso por ser buen cazador. Te dará hijos fuertes.
—¿Qué me oculta mi padre? —replicó Vasia—. Esto es demasiado repentino. Podría haber esperado un año. Y Olia me prometió que mandaría a alguien para llevarme con ella.
—No digas tonterías, Vasia —contestó Dunia, quizá demasiado bruscamente—. Eres una mujer, te irá mejor teniendo marido. Estoy segura de que Kiril Artamónovich te permitirá visitar a tu hermana.
Vasia la miró y entornó sus ojos verdes.
—Conoces los motivos de mi padre. ¿Por qué tiene tanta prisa?
—No… No lo sé, Vasia —respondió Dunia, que de pronto parecía pequeña y apocada.
La joven no dijo nada.
—Es lo mejor —insistió el aya—, intenta entenderlo.
Se dejó caer sobre el banco que había delante del horno, como si sus fuerzas la hubieran desertado, y Vasia sintió una punzada de remordimiento.
—Sí. Lo siento, Duniashka.
Le posó la mano en el brazo, pero no habló más. Cuando hubo engullido el plato de gachas, salió por la puerta como un fantasma, hacia la noche.
La luna era una franja fina y su luz centelleaba con un resplandor azul. Vasia echó a correr con un pánico que no comprendía. La vida que llevaba la había hecho fuerte, así que escapó y dejó que el aire fresco diluyera el sabor del miedo que tenía en la boca. No había llegado lejos, pues la luz de la chimenea de su familia aún parpadeaba a su espalda, cuando oyó que alguien la llamaba.
—Vasilisa Petrovna.
Estuvo a punto de continuar corriendo hasta que se la tragara la noche. Pero ¿adonde podía ir? Se detuvo. El sacerdote estaba oculto por la sombra que arrojaba la iglesia; todo estaba tan oscuro que no podría haberlo reconocido por la cara. Pero su voz era inconfundible. No dijo nada. Notó el sabor de la sal y cayó en que tenía lágrimas secándosele en los labios.
En ese momento, Konstantín salía de la iglesia. No había visto a Vasia salir de casa, pero supo que esa sombra veloz era ella. La llamó antes de darse cuenta de lo que hacía y se maldijo cuando ella dejó de correr. Sin embargo, al verle la cara, se sobresaltó.
—¿Qué pasa? —preguntó con voz hosca—. ¿Por qué lloras?
Si le hubiera hablado con voz fría y autoritaria, ella no habría contestado. Pero no era así.
—Tengo que casarme —contestó ella, derrotada.
Konstantín frunció el ceño. Entonces vio, igual que lo había visto Piotr, a la criatura salvaje encerrada en una casa, atareada y sin aliento, una mujer como cualquier otra. Sintió la misma tristeza extraña que había sentido el padre de la joven, pero no hizo caso. Se acercó a ella sin pensar para verle mejor el rostro y se asombró al ver que estaba asustada.
—¿Y qué ocurre? —preguntó—. ¿Es un hombre cruel?
—No —respondió Vasia—. No lo creo.
A punto estuvo de contestar que era lo mejor para ella, pero reconsideró los años de agotamiento y de criar a hijos. Vio un espíritu perdido, un halcón encadenado que ha perdido la elegancia. Tragó saliva. «Es lo mejor». La libertad como la suya era un pecado.
A pesar de que ya conocía la respuesta, no pudo evitar hacer la pregunta:
—¿De qué tienes miedo, Vasilisa Petrovna?
—¿Es que no lo sabéis, bátiushka? —contestó ella, y le vino una risa suave y desesperada—. Cuando os enviaron aquí, estabais asustado. Os parecía que el bosque os aprisionaba como un puño cerrado, yo os lo notaba en los ojos. Pero, si queréis, podéis marcharos. A un hombre de Dios lo espera todo un mundo ahí fuera, y vos ya habéis bebido el agua de Tsargrad y visto la luz del sol reflejada en el mar. En cambio, yo…
El clérigo vio que volvía a ser presa del pánico, así que avanzó unos pasos y la agarró del brazo.
—Calla —le dijo—, no seas necia. Te estás asustando.
Ella se rio de nuevo.
—Tenéis razón. Soy tonta. Al fin y al cabo, nací para vivir en una jaula. ¿Qué más puedo esperar que un convento o una casa?
—Eres una mujer —repuso Konstantín, agarrándola aún. Ella dio un paso atrás y él le soltó el brazo—. Con el tiempo, lo aceptarás. Serás feliz.
Ella apenas alcanzaba a verle la cara, pero su voz tenía un matiz que no comprendía. Era como si tratase de convencerse a sí mismo.
—No —contestó Vasia con voz ronca—. Rezad por mí si queréis, bátiushka, pero debo…
Y entonces echó a correr de nuevo entre las casas. Konstantín se quedó plantado y se tragó el impulso de gritar su nombre. Le quemaba la palma de la mano con la que la había tocado.
«Es lo mejor —pensó—. Lo mejor».