CATORCE
EL RATÓN Y LA DONCELLA

Ese invierno, Anna Ivánovna sufría como los demás. Se le hinchaban y entumecían las manos, le dolían los dientes. Soñaba con queso y huevos y berros, pero no podía comer más que col fermentada, pan negro y pescado ahumado. Irina, que nunca había sido fuerte, se convirtió en una sombra lánguida de sí misma y Anna, muerta de miedo por si le pasaba algo a su hija, forjó un vínculo extraño con Dunia mientras le daban caldos y miel e impedían que se resfriase.

Al menos ya no veía demonios. La pequeña criatura barbuda no aparecía por la casa y el mendigo marrón y espigado no estaba en el dvor. Anna sólo veía hombres y mujeres, y soportaba nada más que las molestias habituales de una casa atestada durante un invierno duro. Además, el padre Konstantín estaba con ellos: un hombre que era como un ángel, como no habría sido capaz de imaginar que podía ser un hombre, con su voz reluciente y su boca tierna y los benditos iconos a los que daba forma con sus pinceles. Ese invierno lo visitaba a diario mientras todos estaban encerrados en casa. Disfrutaba de su presencia como de la carne y del vino, y no había nada que desease más. Estaba tan tranquila que se veía capaz de sonreírles a sus hijastros y de soportar a Vasilisa.

Pero, cuando llegó la nieve y dejó de hacer tanto frío, la paz de Anna se quebrantó.

Un mediodía gris en que neviscaba desde un cielo plomizo, Anna corrió a la celda de Konstantín.

—Los demonios siguen aquí, bátiushka —gritó—. Han vuelto, estaban escondidos. Son astutos, mentirosos. ¿Qué pecado he cometido? Padre, ¿qué debo hacer?

Estaba llorosa y temblando. Esa misma mañana, el domovói había salido del horno, tozudo y ardiendo por dentro, a coger el cesto de labores de Dunia.

Konstantín tardó un momento en contestar. Tenía los dedos teñidos de azul y de blanco, justo por donde cogía el pincel; se había retirado a su cuarto a pintar. Anna llevaba un cuenco de sopa, y de tanto que le temblaban las manos, estaba a punto de derramarlo. «Col», apuntó Konstantín con repugnancia; estaba mortalmente hastiado de la col. Anna dejó el cuenco a su lado, pero no se movió del sitio.

—Paciencia, Anna Ivánovna —respondió cuando fue evidente que ella esperaba una respuesta. No se había vuelto ni dejó de dar pinceladas rápidas y cortas. Hacía semanas que no pintaba—. La plaga viene de tiempos inmemorables, alimentada por la debilidad de muchos. Ten paciencia, y yo los devolveré al camino del Señor.

—Sí, bátiushka —dijo Anna—. Pero hoy he visto…

El sacerdote resopló.

—Anna Ivánovna, jamás te librarás de los demonios si vas por ahí buscándolos. ¿Qué buena cristiana haría semejante cosa? Más te valdría temer a Dios y ocupar el tiempo con plegarias. Muchas plegarias.

Miró la puerta de forma significativa. Pero Anna no se marchó.

—Ya habéis conseguido cosas maravillosas. Os lo… Por favor, no penséis que no os lo agradezco, bátiushka.

Se inclinó hacia él, temblorosa, y le posó la mano en el hombro.

Konstantín le lanzó una mirada impaciente y ella se echó atrás como si el sacerdote quemase. Se le puso la cara de un rojo muy oscuro.

—Da gracias a Dios, Anna Ivánovna —la instó Konstantín—. Y déjame trabajar.

Ella permaneció muda en el sitio un momento más y después salió corriendo.

Konstantín cogió el cuenco y se bebió la sopa de un trago. Se limpió la boca y buscó la calma necesaria para pintar, pero las palabras de la señora le escocían: demonios, diablos, «¿Qué pecado he cometido?». Se puso a pensar. Les había inculcado a los vecinos del pueblo el miedo a Dios, e iban camino de la salvación. Lo necesitaban; lo amaban y temían a partes iguales. Y no era para menos, pues él era el mensajero del Señor. Adoraban a sus iconos. Todo lo que podía hacer con palabras y con su mirada fiera para conseguir que obedeciesen la voluntad de Dios y abrazasen el espíritu de la humildad lo había hecho. Y el efecto era evidente.

Y aun así…

Aunque a regañadientes, pensó en la segunda hija de Piotr. Durante todo ese invierno había observado sus movimientos infantiles, su risa, su impudicia despreocupada, la tristeza que, de vez en cuando y en secreto, delataba su expresión. Recordó un día en que ella había emergido de la penumbra, sin preocuparse por el frío ni por la luz moribunda. Él mismo había aceptado el hidromiel que ella le había ofrecido sin pensar más allá de la gratitud por saciar su sed.

«No tiene miedo —se lamentó para sus adentros—. No teme a Dios ni a nada». El sacerdote lo veía en sus silencios, en su mirada de hada, en las horas que ella pasaba en el bosque. En cualquier caso, no había nacido una buena doncella cristiana que tuviera ojos como los suyos o caminase a oscuras con tal facilidad.

Por el bien de su alma y por el de las de los habitantes de aquel lugar inhóspito, pensó Konstantín, debía reclamar la humildad de la joven. Debía conseguir que ella se diese cuenta de lo que era y que tuviera miedo. Si la salvaba, los salvaría a todos. Pero si salía mal… Konstantín no prestaba atención a sus dedos; pintaba ensimismado mientras le daba vueltas al problema. Al final, volvió a salir a la superficie de su consciencia y se percató de lo que había dibujado.

Un par de ojos verdes y agrestes le devolvían la mirada, a pesar de que él había querido pintarlos de un azul suave. El velo largo de la mujer podría haber sido una melena de cabello negro rojizo. Parecía estar riéndose de él, atrapada en la madera, pero libre para siempre. Konstantín dio un grito y lanzó la tabla, que se estrelló contra el suelo con un ruido sordo y salpicó pintura.

Esa primavera fue demasiado húmeda y fría. Irina, amante de las flores, lloraba porque las campanillas de invierno no llegaron a florecer. Hubo que arar los campos bajo impropias lluvias torrenciales y durante semanas nada se secaba, ya fuese dentro o fuera. Desesperada, Vasia, probó a apartar las brasas del horno para meter las medias de todos. Las sacó bastante más calientes, pero igual de húmedas. La mitad de los habitantes del pueblo tenían tos y, cuando su hermano entró a vestirse, ella lo miró con el ceño fruncido.

—En comparación con otros de tus experimentos, este podría haber salido peor —dijo Aliosha mientras examinaba un par de calcetines algo chamuscados.

Tenía los ojos rojos y estaba ronco. Al ponerse la media de lana caliente y húmeda, hizo una mueca.

—Sí —contestó Vasia, y se puso las suyas—. Podría haberlas cocinado todas —dijo, y lo miró de reojo—. Hoy habrá algo caliente para cenar. No te mueras antes de que pare de llover, hermanito.

—No te prometo nada, hermanita —respondió Aliosha con tono funesto, y rompió a toser.

Se colocó bien el gorro y salió.

Con tanta lluvia y tanta humedad, el padre Konstantín se había habituado a fabricarse los pinceles y a moler piedras en la cocina de invierno. Allí la temperatura era mucho mejor y había menos humedad que en su cuarto, aunque los perros, los niños y las cabritas más débiles que rondaban por ahí lo convirtiesen en un lugar más ruidoso. A Vasia no le gustaba ese cambio. Ni una vez le había dirigido la palabra el religioso, aunque a menudo elogiaba a Irina y daba instrucciones a Anna Ivánovna. Incluso en mitad de aquel jaleo, Vasia notaba su mirada. Mientras bromeaba con Dunia, amasaba hogazas de pan delgado y malo, o hilaba con la rueca, siempre era consciente de que el religioso la miraba sin cesar.

«Más valdría que me dijeseis los defectos a la cara, bátiushka».

Siempre que podía, Vasia se escondía en el establo. Las incursiones al bullicio de su hogar implicaban tandas de trabajo incesante mientras Anna gritaba o rezaba. El silencio del clérigo y su mirada seria eran eternos.

Vasia no le contó a nadie adonde había ido esa noche de crudo enero. Más de una vez creyó que la voz del viento y el caballo blanco no habían sido más que un sueño. Bajo la atenta mirada de Konstantín, se cuidaba de no dirigirse al domovói; pero el sacerdote la vigilaba de todos modos. Hasta el punto que se desesperaba pensando que era cuestión de tiempo que metiera la pata y él se le echase encima. Pero los días fueron pasando, y el religioso guardaba silencio.

Llegó abril y Vasia se encontraba en el prado de pastoreo de los caballos, cosiendo a Mysh, la antigua montura de Sasha, que ahora era una yegua de cría y ya había tenido siete potros. Aunque ya no era joven, todavía estaba fuerte y bien, y a sus ojos viejos y sabios no se les escapaba nada. Los caballos más valiosos, y Mysh estaba entre ellos, pasaban el invierno en el establo y salían a pasturar con los demás en cuanto la hierba asomaba a través de la nieve. En consecuencia, surgían desacuerdos, y la yegua tenía un corte en forma de casco en el costado. Vasia era más diestra con la aguja cuando cosía piel que cuando cosía tela, y el tajo se fue reduciendo mientras el animal esperaba quieto y temblaba sólo de vez en cuando.

—Verano, verano, verano… —canturreaba Vasia.

El sol volvía a calentar y las lluvias habían cesado lo suficiente para dar una oportunidad a la cebada. Comparándose con la yegua, la joven se dio cuenta de que ese invierno había crecido aún más. «Bueno —pensó con resignación—, no todas podemos ser menudas como Irina».

A la pequeña Irina todos la consideraban una belleza. Vasia trataba de no pensar en eso.

Mysh interrumpió su ensimismamiento:

—Nos gustaría hacerte un regalo —dijo, y agachó la cabeza para mordisquear la hierba fresca.

Vasia vaciló.

—¿Un regalo?

—Este invierno nos has traído pan. Estamos en deuda contigo.

—¿A vosotros? Pero el vazila…

—Es todos nosotros —contestó la yegua—. Y algo más también, pero sobre todo es nosotros.

—Ah —respondió Vasia, perpleja—. Bueno, os lo agradezco.

—Es mejor no dar las gracias por la hierba hasta habértela comido —resopló la yegua—. Este es nuestro regalo: deseamos enseñarte a montar.

Esa vez Vasia se quedó paralizada, sólo que un torrente de sangre le inundó el corazón. Ya sabía montar; montaba un poni gordo y gris que compartía con Irina; sin embargo…

—¿De verdad? —musitó.

—Sí —respondió Mysh—. Aunque quizá no sea algo tan bueno. Un don como este podría apartarte de tu gente.

—Mi gente —repitió Vasia en voz muy baja.

«Los que lloraban ante los iconos mientras el domovói pasaba hambre. A esos no los conozco. Han cambiado, y yo no».

—No tengo miedo —dijo en voz alta.

—Muy bien —repuso la yegua—. Empezaremos cuando el barro se seque.

Durante las semanas siguientes, la promesa de la yegua quedó medio olvidada. La primavera traía consigo días y días de tareas agotadoras y, al final de cada uno de ellos, Vasia comía queso fresco y hierbas recién cogidas con un pan malo que hacían con la cebada del año anterior, y luego se lanzaba sobre el horno y dormía como una niña.

Pero de pronto llegó mayo y el barro desapareció bajo la hierba nueva. Los dientes de león relucían como estrellas entre las briznas verdes. Las sombras de los caballos eran alargadas y la luna creciente estaba sola en el cielo el día que Vasia, sudada, agotada y llena de arañazos, se detuvo en el prado de camino a casa desde los campos de cebada.

—Ven aquí —dijo Mysh—. Súbete a mi lomo.

Vasia estaba tan cansada que casi no pudo contestar; miró a la yegua con cara de idiota y dijo:

—No tengo silla.

Mysh soltó un resoplido.

—Ni la necesitas. Debes aprender a cabalgar sin ella. Yo te llevaré a lomos, pero no soy tu sirvienta.

Vasia miró a la yegua a los ojos y en el fondo de su color castaño vio un destello de humor.

—¿No te duele la pierna? —le preguntó como argumento pobre, y con la barbilla le señaló el corte a medio curar del costado.

—No —contestó Mysh—. Monta.

Vasia pensó en la cena caliente, en el taburete junto al horno. Entonces apretó los dientes, se echó atrás, cogió carrerilla, saltó y aterrizó sobre el vientre en el lomo de la yegua. Le hizo falta algo de maña para colocarse, aunque incómoda, detrás de los huesos duros de la cruz.

Mientras se revolvía encima de ella, la yegua echó las orejas hacia atrás.

—Tendrás que practicar.

Vasia no recordaba adonde habían ido ese día. La necesidad hizo que se adentrasen en el bosque; y montar dolía, de eso se acordaría siempre. Trotaron hasta que a Vasia le temblaban las piernas y la espalda.

—Estate quieta —dijo la yegua—. Es como si llevase a tres en lugar de a una.

Vasia lo intentó deslizándose hacia un lado y hacia el otro. Al final, Mysh perdió la paciencia y se detuvo en seco. Vasia rodó por encima del hombro del animal y aterrizó pestañeando en el suelo margoso del bosque.

—Levanta —ordenó la yegua—. Ve con más cuidado.

Cuando regresaron al prado, Vasia estaba mugrienta, magullada y segura de que no sería capaz de andar. Además, ya había pasado la hora de la cena y se había ganado una regañina. Pero al día siguiente, repitió. Y otra vez. No siempre era con Mysh. los caballos hacían turnos para enseñarle a montar. Y tampoco podía ir todos los días; en primavera se trabajaba sin descanso, tanto ella como los demás, para sembrar la cosecha.

No obstante, iba a menudo y, poco a poco, los muslos y la espalda y el abdomen empezaron a dolerle menos. Al final, llegó un día en que ya no sentía dolor alguno. Y mientras tanto, aprendió a mantener el equilibrio, a saltar a lomos del caballo, a girar y hacer caminar y saltar y detenerse a su montura, hasta que ya no sabía dónde acababa el animal y dónde empezaba ella.

Ese verano, el cielo parecía más grande y las nubes lo surcaban como si fueran cisnes. La cebada verde ondeaba en los campos, aunque las espigas eran cortas, y Piotr meneaba la cabeza cuando las miraba. Vasia se adentraba en el bosque a diario con la cesta colgando del brazo y, a veces, Dunia miraba de reojo lo que le ofrecía. Casi siempre era corteza de abedul o frutos de arraclán para hacer tinte, aunque casi nunca le llevaba la cantidad suficiente. Sin embargo, Vasia estaba dorada y radiante de felicidad, así que Dunia musitaba algo entre dientes y se callaba.

Mientras tanto, las temperaturas subieron hasta que el calor se hizo espeso como la miel y demasiado incómodo. A pesar de las plegarias del pueblo, en el bosque seco prendieron los incendios, y la cebada crecía, pero despacio.

Un día ardiente de agosto, Vasia regresaba hacia el lago intentando no cojear. Burán la había llevado a cabalgar; el semental gris, cuyo pelaje se había vuelto blanco, aún era el caballo de montar más grande de todos y hacía gala de un sentido del humor muy travieso. Las magulladuras que tenía Vasia daban fe de ello.

El lago brillaba con la luz del sol y, a medida que se acercaba, a Vasia le pareció oír ruido en los árboles que bordeaban la orilla. Pero levantó la vista y no vio indicios de piel verde. Al cabo de unos minutos de búsqueda infructuosa, se dio por vencida, se desvistió y se metió en el lago, que era agua pura del deshielo, fría incluso en pleno verano. Se quedó sin respiración y reprimió un alarido. Se sumergió de golpe, y el líquido gélido le revivió las extremidades agotadas. Jugueteó bajo el agua, mirando aquí y allá, pero no había ni rastro de la rusalka. Vadeó hasta la orilla con cierta aprensión, metió la ropa en el agua y la lavó golpeando las prendas contra una roca. Por último, las colgó chorreando de la rama de un árbol y se encaramó a él para estirarse y secarse al sol como un gato.

Había transcurrido tal vez una hora cuando Vasia despertó exhausta de su letargo y echó un vistazo a la ropa medio seca. El sol había pasado el cénit y empezaba a inclinarse hacia el oeste, lo que durante los largos días de verano significaba que ya era media tarde. A esas horas, Anna debía de estar furiosa; hasta Dunia la fulminaría con la mirada en cuanto entrase. Seguro que Irina estaba agachada ante la puerta del horno sofocante o dejándose las yemas de los dedos remendando ropa. Sintiéndose mal, Vasia trepó a una rama más baja… y se quedó paralizada.

El padre Konstantín estaba sentado en la hierba. Podría haber sido un granjero guapo, pues no parecía un religioso en absoluto. En lugar del hábito llevaba una camisa de lino y pantalones anchos salpicados de trozos de tallo de cebada, y su cabellera descubierta relucía al sol de la tarde. Miraba hacia el lago. «¿Qué hace aquí?». Vasia estaba oculta por el follaje; se colgó de la rama por las rodillas, estiró el brazo y tiró de la ropa, rápida como una ardilla. Subida a una rama más alta e intentando no caerse y romperse un brazo o una pierna, se puso la camisa y los pantalones que le había robado a Aliosha e hizo lo que pudo por acicalarse el pelo con los dedos. Por último, se echó a la espalda la trenza abultada, se agarró a la rama y se descolgó. «A lo mejor, si me alejo sin hacer ruido…».

Entonces vio a la rusalka. Estaba de pie en el agua con la melena flotando a su alrededor y los pechos desnudos semiocultos por el pelo. Sonreía al padre Konstantín, sólo un poco. El religioso, embelesado, se levantó y se balanceó hacia ella. Sin pensar, Vasia corrió hacia él y lo cogió de la mano. En cambio, él la apartó de un empujón como si tal cosa; era más fuerte de lo que parecía.

Vasia se dirigió a la rusalka.

—¡Déjalo en paz!

—Nos matará a todos —contestó la rusalka con voz suave y sin apartar la mirada de su presa—. Ya ha empezado. Si él sigue así, morirán todos los guardianes del bosque; vendrá la tormenta y la tierra quedará indefensa. ¿Es que no lo has visto? Primero es el miedo, después el fuego y luego las hambrunas. Él les metió el miedo en el cuerpo a los del pueblo; después hubo incendios y ahora el sol lo chamusca todo. Cuando llegue el frío, pasaréis hambre. El rey del invierno está débil y su hermano, cada vez más cerca. Si los guardianes sucumben, vendrá. Y cualquier cosa es mejor que eso. —Le temblaba la voz de la intensa emoción—. Será mejor que me lo lleve ahora.

El padre Konstantín dio otro paso. Alrededor de sus botas se formó un charco. Estaba al borde del agua.

Vasia meneó la cabeza para aclarar las ideas.

—No debes hacerlo.

—¿Por qué no? ¿Acaso vale más su vida que la de todos los demás? Te aseguro que, si él vive, morirán muchos más.

Vasia vaciló durante un instante interminable. Sin querer, se acordó de cómo rezaba el sacerdote junto al cadáver rígido deTimofei; cuando ya no le quedaba voz, todavía movía los labios con las plegarias. Recordó cómo había sujetado a la madre cuando, de otro modo, ella se habría derrumbado llorando en la nieve. Apretó los dientes y negó con la cabeza.

La rusalka echó la cabeza atrás y chilló. Y de pronto ya no estaba allí, nada más quedaba el reflejo del sol en el agua, las algas y las sombras de los árboles. Vasia cogió al clérigo de la mano y lo apartó de la orilla. Él la miró y volvió en sí.

Konstantín tenía los pies fríos y una sensación extraña de abandono. El frío era porque estaba hundido en agua hasta los tobillos, pero no sabía de donde le venía la punzada de soledad. Jamás se sentía así. El rostro que veía ganaba nitidez; pero, antes de que pudiese darse cuenta de quién era, la persona lo cogió de la mano y lo arrastró a trompicones fuera del agua. La luz reflejó un destello rojizo de la trenza negra y, de pronto, supo quién era.

—Vasilisa Petrovna.

Ella lo soltó, se volvió hacia él y lo miró.

—Bátiushka.

El sacerdote notó los pies mojados, recordó la mujer del lago y sintió el germen del miedo.

—¿Qué haces? —exigió saber.

—Salvaros la vida —contestó ella—. El lago es peligroso.

—Demonios…

Vasia se encogió de hombros.

—O la guardiana del lago. Llamadla como prefiráis.

El hizo ademán de volver hacia el agua y cogió la cruz con la mano.

Ella estiró el brazo, se la agarró y rompió el cordel de cuero con el que la llevaba colgada al cuello.

—Dejad eso. Y a ella también —le advirtió la chica con fiereza, y apartó la cruz de él—. Ya habéis causado suficientes problemas. ¿Es que no podéis dejarlos en paz?

—Quiero salvaros, Vasilisa Petrovna —dijo él—. Os salvaré a todos. Hay fuerzas oscuras que tú no comprendes.

Para sorpresa del religioso y, quizá, también suya, Vasia se rio. La alegría le suavizaba los ángulos del rostro. Atrapado, él la contempló con admiración reticente.

—Me parece, bátiushka, que sois vos el que no comprende, pues he sido yo quien os ha salvado la vida a vos. Volved al trabajo de los campos y dejad el lago tranquilo.

Dio media vuelta sin esperar a ver si él la seguía y caminó sin hacer ruido sobre el musgo y las agujas de pino. Konstantín la alcanzó; ella todavía tenía la cruz de madera entre los dedos.

—Vasilisa Petrovna —intentó de nuevo, maldiciendo su torpeza.

Siempre sabía qué decir; a pesar de ello, cuando esa chica lo miraba con sus ojos claros, su certeza se volvía vaguedad y necedad.

—Debéis dejar vuestras costumbres bárbaras. Debéis volver a Dios, arrepentidos y temerosos. Eres la hija de un buen señor cristiano, y tu madre se volverá loca si no exorcizamos los demonios de su hogar. Vasilisa Petrovna, mírame. Arrepiéntete.

—Yo acudo a la liturgia, padre —contestó—. Anna Ivánovna no es mi madre y su locura no es asunto mío. Igual que mi alma no lo es vuestro. Me parece que ya nos las apañábamos antes de vuestra llegada y, aunque rezábamos menos, también llorábamos menos.

Caminaba deprisa y entre los troncos de los árboles ya veía la empalizada del pueblo.

—Hacedme caso, bátiushka. Rezad por los muertos, consolad a los enfermos y a mi madrastra. Pero dejadme en paz, o la próxima vez que alguno de ellos vaya a por vos, no moveré un dedo para impedírselo.

En lugar de esperar a la respuesta, le devolvió la cruz de mala gana y se marchó hacia el pueblo.

La madera estaba caliente de la mano de la joven. El sacerdote la envolvió con los dedos, a regañadientes.