OCHO
LA PALABRA DE PIOTR VLADÍMIROVICH

Piotr Vladímirovich tomó la mano fría de su novia, le miró el rostro pequeño y contraído con los ojos entornados, y se preguntó si era posible que se hubiera equivocado. Había hecho falta una semana de negociaciones apresuradas para concretar los detalles del matrimonio (para poder celebrarlo antes del comienzo de la Cuaresma), tiempo que Kolia había invertido en cortejar a la mitad de las doncellas del kremlin buscando información sobre la futura esposa de su padre. Pero no había alcanzado ningún tipo de consenso. Algunos decían que era bonita. Otros, que tenía una verruga en la barbilla y sólo media dentadura. Decían que su padre la tenía encerrada, o que ella misma se escondía en sus aposentos y no salía jamás. Decían que estaba enferma o loca o melancólica o que, simplemente, era tímida y asustadiza, y al final Piotr decidió que, fuera cual fuese el problema, era peor de lo que se había temido.

Con todo, ahora que estaba ante el rostro descubierto de la novia, creyó que se había equivocado. Ella era menuda, más o menos de la misma edad que Kolia, aunque su conducta la hacía parecer más joven. Tenía un hilo de voz suave, modales sumisos y unos labios agradables y voluptuosos. A pesar de que tenían el mismo abuelo, no había en ella ni rastro de Marina y, por eso, Piotr dio las gracias. Una trenza de un cálido color castaño le enmarcaba el rostro redondo y de cerca se adivinaba cierta tensión alrededor de los ojos, como si con los años se le fuera a llenar el rostro de arrugas al modo de un puño cerrado. Llevaba una cruz que toqueteaba constantemente y mantenía la mirada baja, incluso cuando Piotr quiso mirarle la cara. Por mucho que lo intentase, no le encontró ninguna pega manifiesta, con la posible salvedad de un mal carácter incipiente. No parecía borracha ni leprosa ni demente; tal vez fuese tímida y reservada. Tal vez el príncipe le hubiera propuesto el matrimonio como muestra de su estima.

Piotr acarició el contorno adorable de los labios de su futura esposa, dispuesto a creérselo.

Después de la boda, hubo un banquete en el salón del padre de la novia. La mesa crujía bajo el peso de los platos de pescado y de pan, de las empanadas y los quesos. Los hombres de Piotr daban voces, cantaban y bebían a su salud. El gran príncipe y su familia sonreían con cierta sinceridad y les desearon muchos hijos. Kolia y Sasha hablaron poco y miraron a su nueva madrastra con algo de animadversión, una prima no mucho mayor que ellos.

Piotr le dio hidromiel a su esposa e intentó sosegarla. Hizo lo posible por no pensar en Marina; ella tenía dieciséis años cuando se casaron, pero recitó los votos mirándolo a la cara y, después, se rio y cantó y comió con entusiasmo durante el banquete, sin dejar de clavarle miradas de soslayo, como desafiándolo a que la asustase. Piotr la había llevado a la cama medio loco de deseo por ella y la había besado hasta que la resistencia se había convertido en pasión. A la mañana siguiente, se habían levantado ebrios de agotamiento y de dicha compartida. En cambio, la criatura que tenía delante no parecía capaz de oponer resistencia alguna y, quizá, tampoco fuese capaz de sentir pasión. Languidecía bajo el tocado, contestaba a sus preguntas con monosílabos y se limitó a hacer migas de un pedazo de pan. Al final, Piotr suspiró, se volvió hacia el otro lado y dejó que su pensamiento escapase a toda velocidad por el camino serpenteante que cruzaba el oscuro bosque invernal hacia la nieve de Lesnaya Zemliá y hacia una vida sencilla de caza y reparaciones, lejos de aquella ciudad de enemigos sonrientes y de favores espinosos.

Seis semanas más tarde, Piotr y su comitiva se preparaban para la partida. Los días se alargaban y en la capital había empezado a ablandarse la nieve. El boyardo y sus hijos observaron la nieve y se apresuraron para acabar los preparativos. Si la capa de hielo perdía grosor antes de que cruzasen el Volga, no les quedaría más remedio que cambiar los trineos por carretas y esperar una eternidad hasta que el río se pudiera cruzar con una balsa.

A Piotr lo preocupaban sus tierras y estaba ansioso por volver a cazar y a cuidar de su ganado. También se le había pasado por la cabeza que el aire limpio del norte calmaría lo que quiera que asustase a su esposa. Anna, aunque era obediente y silenciosa, no dejaba de mirar a su alrededor con los ojos muy abiertos y los dedos en torno a la cruz que llevaba al cuello. A veces la veía en algún rincón, musitando de manera inquietante. La había llevado a su cama todas las noches desde la boda, más por deber que por placer, cierto, pero ella aún no lo había mirado a la cara. La había oído llorar cuando pensaba que él dormía.

La comitiva había aumentado de forma significativa con la incorporación de las pertenencias y el séquito de Anna Ivánovna. Sus trineos llenaban el patio y muchos de los sirvientes tenían caballos de carga con las riendas preparadas. Ambos hijos de Piotr estaban a lomos de sus monturas; la yegua de Sasha levantó un casco, luego el otro, e irguió su cabeza oscura. El caballo de Kolia permaneció inmóvil, con su jinete encorvado en la silla, los ojos inyectados en sangre con el sol de la mañana. En Moscú, Kolia había cosechado muchos éxitos entre los hijos de los boyardos: los había ganado a todos en combates de lucha y a muchos en competiciones de tiro con arco. También había bebido más que la mayoría de ellos y había flirteado con muchas de las doncellas de palacio. En resumidas cuentas, se había divertido y el largo viaje seguido del duro trabajo que lo esperaba a su llegada no le entusiasmaban.

Por su parte, Piotr estaba satisfecho con la expedición. Olga estaba prometida a un hombre (bueno, un chico) mucho más importante de lo que podría haber soñado. El mismo se había casado y, si bien la señora era bastante peculiar, no era promiscua ni estaba enferma y, además, era la hija de un gran príncipe. Por todo eso, supervisó los preparativos de buen grado y, cuando todo estuvo listo, miró a su alrededor buscando el semental gris para montar y partir.

Junto al animal había un hombre: el desconocido del mercado, que también había cenado a la mesa del gran príncipe. Con las prisas de la boda se había olvidado de él, pero de pronto allí estaba, acariciando el hocico de Burán y contemplándolo con admiración. Piotr esperó, no sin cierta expectación, a que Burán le diera un mordisco en la mano, pues no toleraba las confianzas, pero al cabo de un momento se dio cuenta con asombro de que su caballo estaba inmóvil, con las orejas gachas como un burro viejo de campo.

Desconcertado y molesto, Piotr avanzó un gran paso, pero Kolia se le adelantó. El joven había encontrado un objetivo sobre el que descargar su ira, su insatisfacción general y el dolor de cabeza. Espoleó a su caballo castrado y se acercó a un paso del desconocido, tan cerca que los cascos de su montura le salpicaron los ropajes azules de nieve sucia. El capón se encabritó con los ojos en blanco y rompió a sudar por los costados.

—¿Qué haces aquí? —exigió saber Kolia mientras dominaba al caballo con mano dura—. ¿Cómo te atreves a tocar el caballo de mi padre?

El desconocido se limpió una gota de barro de la mejilla.

—Es un gran caballo —respondió con calma—. He pensado en comprarlo.

—Pues no será así.

Kolia desmontó de un salto. El hijo mayor de Piotr era ancho y robusto como un buey siberiano. El otro, más bajo y delgado, debería haber parecido frágil a su lado, pero no. Quizá fuese por su mirada. Piotr sintió una punzada de inquietud que le hizo acelerar el paso. Kolia tal vez siguiera borracho o fuese demasiado confiado, pero había confundido la amabilidad del desconocido con docilidad.

—¿Cómo pretendes dominar a un caballo como este, enano? —añadió con desprecio—. Vuelve con tu amante y deja que los hombres fuertes se ocupen de los caballos de guerra.

Avanzó con la mano en la empuñadura de la daga hasta que ambos estuvieron frente a frente, rozándose.

El desconocido sonrió, o más bien torció los labios con gesto burlón y autocrítico. Piotr quiso advertir a su hijo, pero las palabras se le helaron en la garganta. Durante un instante, el hombre anónimo se quedó inmóvil.

Y después se movió.

Al menos Piotr dio por sentado que se había movido. Porque él no lo había visto. No había percibido más que un parpadeo, como el reflejo de la luz en las alas de un pájaro. Kolia soltó un grito y se agarró la muñeca, y de pronto el hombre estaba detrás de él, rodeándole el cuello con el brazo y con el filo de la daga en la garganta. Había ocurrido con tal rapidez que ni siquiera los caballos habían tenido ocasión de reaccionar. Piotr se abalanzó al frente con la mano en la empuñadura de su espada, pero el hombre lo miró y se detuvo. Tenía los ojos más extraños que Piotr hubiera visto, de un azul muy pálido, como el cielo despejado en un día frío. Las manos, firmes y ágiles.

—Vuestro hijo me ha insultado, Piotr Vladímirovich —dijo—. ¿Debo exigiros su vida?

La daga se movió un ápice y en el cuello de Kolia se abrió una fina línea roja que le empapó la barba nueva. El chico cogió aire con un sollozo apagado. Piotr no lo miró.

—Tenéis ese derecho —respondió—, pero os ruego que le permitáis a mi hijo reparar el daño causado.

El hombre le clavó a Kolia una mirada desdeñosa.

—Es un niño ebrio —dijo, y aumentó la presión de la hoja.

—¡No! —gritó Piotr con voz ronca—. Tal vez yo pueda compensároslo. Tenemos oro. O, si lo preferís, puedo daros mi caballo.

Piotr puso todo su empeño en no mirar a su hermoso semental gris. Una leve, levísima sonrisa de divertimento apareció en los ojos gélidos del hombre.

—Muy generoso —respondió con parquedad—, pero no. Os devuelvo la vida de vuestro hijo, Piotr Vladímirovich, a cambio de un servicio.

—¿Qué servicio?

—¿Tenéis hijas?

Piotr no esperaba esa pregunta.

—Sí —respondió con cautela—. Pero…

La alegría del desconocido se acentuó.

—No, no deseo convertir a una de ellas en mi concubina ni forzarla sobre un banco de nieve. Buscabais regalos para vuestros hijos, ¿verdad? Pues yo tengo uno para la pequeña. Debéis hacerla jurar que lo llevará siempre consigo. Y también quiero oíros jurar que jamás le contaréis a nadie que nos hemos conocido. Sólo si aceptáis mis condiciones le perdonaré la vida a vuestro hijo.

Piotr reflexionó un instante. «¿Un regalo? ¿Qué clase de regalo necesita amenazas a mi hijo?».

—No pienso exponer a mi hija a ningún peligro —contestó—. Ni siquiera por el bien de mi hijo. Vasia es una niña, la última que dio a luz mi esposa.

Tragó saliva. Del cuello de Kolia brotaba un reguero lento de sangre color escarlata.

El hombre miró a Piotr con los ojos entornados y se hizo un largo silencio. Hasta que el desconocido lo interrumpió:

—No sufrirá ningún peligro. Lo juro. Por el hielo y la nieve y las vidas de mil hombres.

—¿De qué regalo se trata, pues? —inquirió Piotr.

El hombre soltó a Kolia, que parecía sonámbulo y tenía una expresión ausente muy peculiar; se acercó a Piotr y sacó un objeto de una bolsita de cuero que llevaba colgada del cinturón.

Piotr no habría podido imaginar un colgante como el que le mostró el desconocido ni en toda una vida de sueños: una piedra preciosa de color azul plateado, engarzada en un nido de pálido metal, como una estrella o un copo de nieve que colgaba de una cadena fina como el hilo de seda.

Piotr miró al hombre con varias preguntas, pero este lo interrumpió:

—Aquí lo tenéis —dijo—. No es más que una baratija. Ahora, vuestra palabra. Se lo daréis a vuestra hija y no le contaréis a nadie que nos hemos conocido. Si incumplís vuestra promesa, os buscaré y mataré a vuestro hijo.

Piotr miró a sus hombres. Estaban todos plantados con la mirada perdida; incluso Sasha daba cabezadas a lomos de su yegua. Se le heló la sangre. No le tenía miedo a ningún hombre, pero aquel forastero misterioso había embrujado a su gente; hasta sus valientes hijos estaban impotentes. El collar le pesaba en la mano y estaba frío.

—Os doy mi palabra —respondió Piotr.

El hombre asintió una vez con la cabeza, dio media vuelta y cruzó el patio enlodado. En cuanto Piotr lo perdió de vista, sus hombres empezaron a moverse. Se apresuró a guardar el objeto reluciente en su monedero.

—¿Padre? —dijo Kolia—. ¿Qué pasa, padre? Todo está listo, sólo hace falta que des la orden y partiremos.

Piotr, que miraba a su hijo con incredulidad, guardó silencio, pues las manchas de sangre habían desaparecido y Kolia lo contemplaba con placidez y los ojos enrojecidos sin enturbiar por el reciente encuentro.

—Pero… —empezó a decir, hasta que recordó su promesa y se mordió la lengua.

—¿Qué pasa?

—No, nada —respondió Piotr.

Fue hasta donde lo esperaba Burán, se subió al semental y lo espoleó, decidido a olvidar aquel extraño encuentro. Sin embargo, dos circunstancias conspiraban en su contra: en primer lugar, cuando acamparon esa noche, Kolia se encontró cinco marcas alargadas en el cuello, como si el frío lo hubiera alcanzado a través de la barba espesa y a pesar de que llevaba la garganta bien arropada. En segundo lugar, por mucha atención que prestase, no oyó a un solo sirviente comentar el suceso del patio y se vio obligado a aceptar, si bien a regañadientes, que él era el único que lo recordaba.