DIECIOCHO
UN INVITADO A FINAL DE AÑO
ras la partida de Kiril, Anna Ivánovna quiso volver a hablar con su marido. Lhas largas noches ya encorsetaban los días de otoño, y en aquella casa todos se levantaban cuando aún estaba oscuro y cenaban a la luz del fuego. Esa noche, Piotr estaba desvelado, sentado delante del horno. Sus hijos ya se habían acostado, pero él no había conseguido conciliar el sueño. Las brasas del fuego sofocado teñían la cocina de rojo. Miró aquellas fauces incandescentes y pensó en su hija.
Anna tenía en el regazo la prenda que estaba zurciendo, pero no daba puntadas. Piotr no levantó la mirada, por lo que no vio el rostro pálido y severo de su esposa.
—Así que Vasilisa no se casará —dijo.
Piotr se sobresaltó. Su esposa había hablado con autoridad y, por primera vez, le recordó a su padre. Sus palabras resonaron dentro de su cabeza.
—Ningún hombre de buena familia la aceptará —continuó ella—. ¿Se la entregarás a un campesino?
Piotr guardó silencio. Había estado dándole vueltas, pero esa opción iba en detrimento de su orgullo: darle su hija a un hombre de cuna humilde. Aun así, no dejaba de oír la advertencia de Dunia: «Cualquier cosa es mejor que un demonio de las heladas».
«Marina —pensó Piotr—, me dejaste a esta niña enloquecida, y yo la quiero como es debido. Es más valiente y salvaje que mis hijos. Pero ¿de qué sirve eso siendo mujer? Juré que la mantendría a salvo, mas ¿cómo la salvo de sí misma?».
—Debe ingresar en un convento —dijo Anna—. Cuanto antes, mejor. ¿Qué opción nos queda? Ningún hombre de buena familia la querrá: está poseída. Roba caballos, hizo enloquecer a uno y arriesgó la vida de su sobrino por diversión.
Piotr, que miraba a su esposa con asombro, pensó que esa determinación firme la hacía parecer casi guapa.
—¿En un convento? ¿Vasia?
Durante unos instantes se preguntó de qué se sorprendía. Todos los días había hijas imposibles de casar que acababan en conventos. Pero jamás había visto una joven menos adecuada para ser monja que Vasia.
Anna apretó los puños. Lo atrapó con la mirada y le impidió mirar hacia otro lado.
—La vida entre las santas hermanas tal vez salve su alma inmortal.
Piotr se acordó de nuevo de la cara del desconocido de Moscú. Aunque tuviera un talismán, el demonio de las heladas no podía quedarse con una joven prometida a Dios.
Aun así, dudó. Vasia no iría por su propia voluntad.
El padre Konstantín estaba sentado en la sombra, junto a Anna. Estaba ojeroso y tenía los ojos oscuros como un par de endrinas.
—¿Qué opináis, bátiushka? —quiso saber Piotr—. Mi hija ha asustado a sus pretendientes. ¿Debería mandarla a un convento?
—No os queda más remedio, Piotr Vladímirovich —respondió Konstantín, hablando despacio y con voz ronca—. Se niega a temer a Dios y no atiende a razones. La Ascensión es un convento para doncellas de buena cuna que está dentro de las murallas del kremlin de Moscú. Las hermanas cuidarán de ella.
Anna apretó los labios. Muchos años antes, ella había soñado con ingresar allí.
Piotr vaciló.
—Los muros del kremlin son fuertes —añadió Konstantín—. Allí estará a salvo y no pasará hambre.
—De acuerdo, lo pensaré —contestó Piotr indeciso.
Vasia podía viajar con los trineos, cuando él enviase su tributo. Pero ¿quién avisaría de su llegada? No podía despachar a su hija como si fuese un paquete que nadie quiere, y el año estaba demasiado avanzado para enviar a un mensajero.
Olia. Podía mandarla a casa de Olia, y ella se encargaría de disponerlo todo. Pero no: Vasia debía casarse o estar tras los muros de un convento antes del solsticio de invierno. «Vendrá a por ella en el solsticio de invierno».
Vasia. Vasia en un convento. Con un velo cubriéndole el pelo negro, virgen hasta la muerte.
Pero por encima de todo eso estaba su alma. Viviría en paz, rodeada de abundancia. Rezaría por su familia. Y estaría a salvo de demonios.
«Pero no irá por voluntad propia. La afligiría».
Konstantín observó los reparos de Piotr sin decir nada. Sabía que Dios estaba de su parte. Persuadiría a su anfitrión y aguardarían el modo de enviarla. El sacerdote tenía razón.
Tres noches más tarde, Vasia llevó a casa a un monje empapado que había encontrado perdido y estornudando en el bosque.
Lo arrastró a la cocina poco antes de la puesta de sol, en mitad de un chaparrón. Dunia estaba contando una historia:
—Su padre enfermó de añoranza, así que el príncipe Alekséi y el príncipe Dmitri fueron a buscar al pájaro de fuego de alas radiantes. Cabalgaron muy lejos, más de tres veces nueve reinos, hasta que llegaron a un lugar donde la carretera se bifurcaba. A un lado había una roca con unas palabras talladas.
La puerta que daba al patio se abrió con un estruendo y Vasia irrumpió en la habitación con un monje joven, corpulento y chorreante sujeto de la manga.
—Este es el padre Rodión —explicó—. Estaba perdido en el bosque, viene de Moscú. Lo envía Sasha.
Al instante y a pesar del sobresalto, toda la casa se puso en marcha. Había que secar y alimentar al monje, buscarle un hábito seco, darle un vaso de hidromiel. Entre tanta prisa, Dunia aún tuvo tiempo de desestimar las protestas de Vasia y hacerla cambiarse de ropa y sentarse delante del fuego a secarse el pelo empapado. Mientras tanto, acribillaron al monje a preguntas: sobre el tiempo de Moscú, las joyas que llevaban a la liturgia las mujeres de la corte, los caballos de los guerreros tártaros. Le preguntaron sobre todo por la princesa de Sérpujov y por el hermano Aleksandr. Las preguntas eran tantas que el monje apenas podía responderlas.
Al final, Piotr intervino y apartó a sus hijos.
—Paz, chicos —ordenó—. Dejadlo comer.
Poco a poco, la cocina recuperó la tranquilidad. Dunia se ocupó con la rueca e Irina con la aguja de coser. El hermano Rodión se dedicó con empeño a la cena. Vasia cogió un mortero y se puso a machacar hierbas secas. Dunia continuó con la historia:
—A un lado del camino había una roca con unas palabras talladas: «El que continúe al frente se medirá al frío y al hambre. El que continúe hacia la derecha vivirá, aunque su caballo morirá. El que continúe hacia la izquierda morirá, aunque su caballo vivirá». Ninguna de las opciones parecía halagüeña, así que los dos hermanos salieron del camino, levantaron la tienda en un bosque verde y pasaron el rato hasta que olvidaron por qué estaban allí.
«El príncipe Iván escogió el camino de la derecha —pensó Vasia, que había oído el cuento mil veces—. El lobo gris le mató al caballo y él lloró su muerte. Pero los cuentos nunca dicen qué le esperaba si hubiera seguido recto. O hacia la izquierda».
Piotr estaba al otro lado de la cocina, enfrascado en una conversación con el monje. Le habría gustado oír lo que decían, pero la lluvia seguía repiqueteando en el tejado.
Había salido a primera hora de expedición, a buscar comida o cualquier otra cosa. Estaba dispuesta a todo, incluso a una mojadura, con tal de pasar unas horas al aire libre y limpio. En casa se sentía oprimida. Anna Ivánovna y Konstantín, e incluso su padre, la vigilaban con expresiones que no era capaz de interpretar. Los habitantes del pueblo musitaban a su paso. Nadie había olvidado el incidente con el caballo de Kiril.
Había encontrado al joven monje dando vueltas a lomos de una mula blanca y fuerte.
Le había parecido extraño hallarlo aún con vida, pues en sus paseos había topado con huesos, pero nunca con un hombre vivo. El bosque era peligroso para los viajeros: los leshi les hacían caminar o cabalgar en círculos hasta que se desplomaban; los vodianói, que los observaban con ojos fríos de pez, los arrastraban al río. En cambio, aquella criatura corpulenta y bonachona había caído en la trampa, pero había sobrevivido.
Le vino a la mente la advertencia de la rusalka. «¿A qué temen los cherti?».
—Tenéis suerte de que la insensata de mi hija saliese a buscar comida a pesar de este tiempo. Y de que diese con vos —dijo Piotr.
El hermano Rodión, que ya había satisfecho su principal apetito, echó un vistazo a la chimenea. La hija en cuestión machacaba hierbas y el fuego ribeteaba su silueta con luz dorada. A primera vista le había parecido fea y ahora tampoco la consideraba guapa; pero, cuanto más se fijaba, más difícil le resultaba apartar la mirada.
—Me alegro de que así haya sido, Piotr Vladímirovich —se apresuró a contestar Rodión al ver que Piotr enarcaba la ceja—. Traigo un mensaje del hermano Aleksandr.
—¿De Sasha? —preguntó Piotr con brusquedad—. ¿Qué mensaje?
—El hermano Aleksandr es consejero del gran príncipe —contestó el novicio con dignidad—. Se ha labrado fama con sus buenas obras y su defensa de los más pequeños. Es conocido por su sabiduría y su buen juicio.
—Como si yo quisiera oír hablar de las destrezas que Sasha habría aprovechado más siendo señor de sus tierras —protestó Piotr, pero Rodión percibió orgullo en su tono de voz—. Id al grano; no vendríais aquí a estas alturas del año por noticias como esas.
Rodión miró a Piotr a los ojos.
—¿Habéis enviado ya el tributo al kan, Piotr Vladímirovich?
—Saldrá en cuanto llegue la nieve —gruñó Piotr.
La cosecha había sido escasa y había poca caza, por eso era receloso de todo el grano y todas las pieles que tenían. Sacrificarían a todas las ovejas que pudieran, pero sus hijos ya estaban quedándose en nada de tanta cacería. Las mujeres buscaban comida hiciera el tiempo que hiciese.
—Piotr Vladímirovich, ¿qué pasaría si no os hiciera falta pagar ese tributo? —prosiguió Rodión.
A Piotr no le gustaban las preguntas capciosas y así se lo hizo saber.
—De acuerdo —contestó el joven con calma—. El príncipe y sus consejeros se preguntan por qué motivo deberíamos continuar pagando los tributos y arrodillarnos ante un rey pagano. El último kan fue asesinado y sus herederos ni siquiera aguantan doce meses en el trono antes de que alguien los mate. Es un caos. ¿Por qué deberían ellos ser los señores de los buenos cristianos? El hermano Aleksandr ha ido a Sarái para juzgar su calidad y me envía para pedirle ayuda en caso de que el gran príncipe decida luchar contra ellos.
Vasia vio como a su padre le cambiaba la cara y se preguntó qué habría dicho el monje.
—Una guerra —dijo Piotr.
—La libertad —repuso Rodión.
—En el norte, ese yugo apenas pesa.
—Y, no obstante, lo lleváis.
—Más vale eso que sufrir el puño de la Horda del Oro —insistió Piotr—. A ellos no les hace falta librar batallas, les basta con enviar a hombres de noche. Con diez flechas ardiendo reducirían Moscú a cenizas; y mi casa también está hecha de madera.
—Piotr Vladímirovich, el hermano Aleksandr me ha pedido que os diga que…
—Disculpadme —lo interrumpió Piotr—, pero ya he oído suficiente. Espero que me perdonéis.
Rodión accedió obligado y bebió un trago de hidromiel.
—¿Por qué no ir a la guerra, padre? —exigió saber Kolia.
En la mano llevaba dos conejos colgando de las orejas. Padre e hijo habían aprovechado que el aguacero había amainado un rato para recorrer las trampas que tenían puestas.
—Porque anticipo pocas ventajas y muchos perjuicios —contestó Piotr, no por primera vez.
Ninguno de sus dos hijos lo había dejado en paz desde que el monje les había llamado la atención con las historias de la fama de su hermano.
—Tu hermana vive en Moscú. ¿Quieres que quede atrapada en una ciudad sitiada? Cuando los tártaros asedian una ciudad, no dejan supervivientes.
Kolia desestimó esa posibilidad con un gesto de la mano que hizo que los conejos se sacudieran de forma grotesca.
—Nos enfrentaríamos a ellos en una batalla mucho antes de las puertas de Moscú.
Piotr se agachó a comprobar un lazo, que estaba vacío.
—Piénsalo, padre —prosiguió Kolia cada vez con más entusiasmo—: podríamos enviar bienes al sur para comerciar, no a modo de tributo. Mi primo no se doblegaría ante nadie, sería un príncipe de verdad. Tus bisnietos podrían ostentar el título de gran príncipe.
—Prefiero que mis hijos vivan y mis hijas estén a salvo a conseguir prestigio para mis futuros descendientes. —Al ver que su hijo abría la boca para protestar de nuevo, Piotr continuó con más delicadeza—: Synok, sabes que Sasha se marchó contra mi voluntad y eso me duele. No me rebajaré a atar a un hijo mío a la puerta de casa: si quieres ir a la guerra, hazlo. Pero no pienso dar mi consentimiento a una guerra estúpida y tampoco te daré ni un solo retal ni plata ni carne de caballo. Si te acuerdas, puede que Sasha sea famoso, pero tiene que mendigar el pan y cuidar de su huerto.
Lo que Kolia fuese a contestar quedó eclipsado por una exclamación de satisfacción, pues en uno de los lazos había otro conejo cuyo pelaje moteado del otoño estaba manchado de tierra. Mientras su hijo se agachaba a sacarlo, Piotr levantó la cabeza y de pronto se quedó paralizado. El aire olía a muerte reciente. Pios el dogo se encogió junto a las piernas de su amo y gimió como un cachorro.
—Kolia.
El tono de voz del padre hizo que el joven se levantase de golpe con un brillo en los ojos negros.
—Lo huelo —dijo tras una pausa breve—. ¿Qué le aflige al perro?
Pios lloriqueaba y temblaba y miraba nervioso en dirección al pueblo. Piotr negó con la cabeza; miraba a un lado y a otro casi como si él mismo fuera un sabueso.
Sin mediar palabra, estiró el brazo y señaló: había una salpicadura de sangre a sus pies, en la hojarasca, pero no era del conejo. Piotr le hizo un gesto autoritario al perro, que gimió y echó a caminar. Kolia se abrió paso hacia la izquierda. Ambos avanzaron silenciosos como un par de lechuzas. Rodearon con cautela un grupo de árboles para entrar en un claro cubierto de maleza, sucio de hojas en descomposición.
Era un ciervo macho. Una de las patas estaba casi a los pies de Piotr y había dejado un rastro de sangre y de tendones. El cuerpo del animal muerto estaba algo más allá; las entrañas esparcidas habían reventado y apestaban a pesar del frío.
El derramamiento de sangre no hizo vacilar a ninguno de los dos, a pesar de que la cabeza astada del ciervo yacía a sus pies con la lengua fuera. No obstante, intercambiaron una mirada significativa, pues en aquellos bosques no había nada que pudiera mutilar a una criatura de ese modo. ¿Qué bestia mataría a un ciervo gordo en otoño para abandonar la carne?
Piotr se acuclilló en el barro y escudriñó el suelo.
—El ciervo corría con el cazador a la zaga. Había corrido con todas sus fuerzas y cojeaba de una de las patas delanteras. Saltó al claro por aquí. —Piotr se movía a medida que hablaba, medio agachado—. Un brinco, dos. Y luego algo lo derribó desde un costado.
Hizo una pausa. Pios se tumbó al borde del claro sin quitarle ojo a su amo.
—Pero ¿qué lo derribó? —musitó.
Kolia había interpretado algo similar en el barro.
—No hay huellas —dijo, y su larga daga silbó al desenfundarla—. Ni una. Y tampoco señales de que alguien haya intentado borrarlas.
—Mira al perro.
Pios se había levantado y estaba mirando fijamente un hueco entre dos árboles. Tenía todo el pelaje áspero del lomo erizado y gruñía enseñando los dientes. Ambos hombres se volvieron a una; Piotr había desenfundado el cuchillo antes de saber lo que hacía. Durante un instante creyó haber visto un movimiento, una sombra más oscura que el resto de la penumbra, pero había desaparecido. Pios emitió un ladrido agudo y potente: el sonido del desafío y del miedo.
Piotr chasqueó los dedos para llamar su atención. Kolia también se volvió. Cruzaron el mantillo manchado de sangre y se dirigieron hacia el pueblo sin decir ni una palabra. Un día más tarde, cuando Rodión llamó a la puerta de Konstantín, el sacerdote inspeccionaba las pinturas a la luz de una vela. A los restos y las gotas de los colores que mezclaba les salía moho por culpa de la humedad. Fuera había luz diurna, pero las ventanas del religioso eran pequeñas y el rugido de la lluvia tapaba el sol. El cuarto habría estado en penumbra de no ser por las velas. «Demasiadas velas —pensó Rodión—. Qué gran desperdicio».
—Bendito seáis, padre —dijo.
—Que Dios os acompañe —respondió Konstantín.
En el cuarto hacía frío y el sacerdote flaco se había envuelto en una manta, pero no le ofreció otra a Rodión.
—Piotr Vladímirovich y sus hijos han ido a cazar —explicó el recién llegado—, pero no quieren hablar de la presa. ¿Han comentado algo delante de vos?
—Que yo haya oído, no.
Fuera llovía a cántaros. Rodión frunció el ceño.
—No se me ocurre para qué querrían las lanzas para jabalíes habiendo dejado a los perros aquí. Y este tiempo inclemente no es para salir a caballo,
Konstantín permaneció en silencio.
—En cualquier caso, que Dios les proporcione éxito —continuó Rodión—. Debo partir dentro de dos días y no pretendo enfrentarme a lo que quiera que le puso esa cara a Piotr Vladímirovich,
—Rezaré por que estéis a salvo en el camino —dijo Konstantín con parquedad.
—Dios os cuide a vos —contestó Rodión sin hacer caso de la despedida—. Sé que no os gusta que os molesten mientras meditáis, pero quería pediros consejo, hermano.
—Preguntad.
—Piotr Vladímirovich quiere que su hija haga votos —explicó Rodión—, y me ha encomendado con palabras y dinero que vaya a Moscú, a la Ascensión, y lo prepare todo para su llegada. Dice que la mandarán allí con los bienes del tributo en cuanto haya suficiente nieve para los trineos.
—Un deber piadoso, hermano —contestó Konstantín, y apartó la mirada de sus pinturas—. ¿Por qué necesitáis consejo?
—Ella no está hecha para un convento. Hasta un ciego lo vería.
Konstantín apretó la mandíbula, y Rodión se sorprendió de ver que el sacerdote ardía de rabia.
—No puede casarse —dijo el sacerdote—, así que en este mundo sólo le queda el pecado. Es mejor que se retire. Rezará por el alma de su padre; Piotr Vladímirovich es un hombre viejo y se alegrará de sus plegarias cuando vaya con Dios.
Todo eso era cierto; no obstante, a Rodión lo atenazaba su conciencia. La segunda hija de Piotr le recordaba al hermano Aleksandr. Aunque Sasha era monje, no había permanecido mucho tiempo en la Lavra, sino que había recorrido la Rus a lo largo y ancho, a lomos de su buen caballo de guerra, engañando, seduciendo y luchando por igual. Cargaba una espada a la espalda y aconsejaba a príncipes. Sin embargo, semejante vida no era posible para las mujeres que tomaban el hábito.
—Bien, lo haré —accedió Rodión a regañadientes—. Piotr Vladímirovich ha sido mi anfitrión y es lo mínimo que puedo hacer. Pero, hermano, ojalá pudierais hacerlo cambiar de opinión. Estoy seguro de que se puede convencer a alguien para que se case con Vasilisa Petrovna. No creo que ella durase mucho en un convento: si las enjaulas, las aves silvestres se mueren.
—¿Y qué? —espetó Konstantín—. Bienaventurados los que viven poco tiempo en este atolladero de maldad antes de estar en presencia de Dios. Tan sólo espero que su alma esté preparada para cuando le llegue la hora. Ahora, hermano, me gustaría rezar.
Rodión se santiguó, se marchó sin mediar palabra y parpadeó al salir a la luz pálida del día. «Lo siento mucho por la chica», pensó.
Y entonces, con cierta inquietud: «Y qué densas son las sombras en ese cuarto…».
Piotr y Kolia salieron de caza con sus hombres no una vez, sino varias antes de la llegada de las nieves. La lluvia, que no daba tregua, se fue enfriando, y los días largos y húmedos les hacían desfallecer. Por mucho que lo intentasen, no volvieron a encontrar ni rastro de aquello que había despedazado al ciervo. Los hombres comenzaron a murmurar y, por último, a protestar. El agotamiento bregaba con la lealtad y, cuando las heladas pusieron fin a las cacerías, nadie lo lamentó.
Pero entonces fue cuando desapareció el primer perro.
Era una hembra de patas largas: daba buenas crías y no temía a los jabalíes, pero la encontraron sin cabeza y ensangrentada en la nieve, cerca de la empalizada. Las únicas huellas que había cerca del cadáver congelado eran las suyas, de cuando había tratado de huir.
Los habitantes del pueblo empezaron a entrar en el bosque de dos en dos, con un hacha colgada de la cintura.
Entonces desapareció un poni mientras estaba atado a un trineo lleno de leña. El hijo del dueño regresaba cargado de leños cuando vio las riendas sueltas y una franja de salpicaduras de color escarlata sobre el suelo embarrado. Soltó la leña y el hacha y echó a correr hacia el pueblo.
El miedo los invadió: un temor persistente y cuchicheante, tenaz como las telas de araña.