CINCO
EL HOMBRE SANTO DE MÁKOVETS
adre —dijo Sasha temblando de emoción—,
dice el sacerdote que hay un hombre santo al norte de Moscú, en la
montaña de Mákovets. Ha fundado un monasterio y ya ha reunido a
once discípulos. Dicen que habla con los ángeles, y todos los días
acude gente buscando su bendición.
Piotr gruñó. Ya llevaban una semana en Moscú y se había entregado a la tarea de granjearse amistades. El último intento, que acababa de concluir, había sido una visita al emisario tártaro, el baskak. Ningún hombre de Sarái Batú, esa joya de ciudad construida por la Horda conquistadora, se dignaría a mostrarse impresionado por los míseros ofrecimientos de un señor norteño, pero Piotr se había empecinado en darle pieles. Montañas de pieles de zorro y de armiño, de conejo y de marta cibelina pasaron ante la mirada calculadora del emisario hasta que su expresión condescendiente se suavizó y le dio las gracias con cara de querer colaborar. Esas pieles se vendían por mucho oro en la corte del kan y también más al sur, entre los príncipes bizantinos. «Ha valido la pena —pensó Piotr—. Puede que un día me alegre de tener un amigo entre los conquistadores».
Estaba cansado y sus ropajes bordados de oro lo hacían sudar. Con todo, aún no podía descansar, pues ahí estaba su segundo hijo ardiendo de entusiasmo, que le traía nuevas sobre hombres santos y milagros.
—Siempre hay santos —le contestó.
De pronto, anheló tranquilidad y comida sencilla; los moscovitas eran aficionados a la cocina bizantina y la colisión con los ingredientes rusos no era amable con su estómago. Pero esa noche habría otro festín y más intrigas: aún buscaba esposa y un marido para Olga.
—Padre —le dijo Sasha—, me gustaría ir al monasterio, si me das permiso.
—Sashka, en esta ciudad no se puede lanzar una piedra sin que esta se estrelle contra una iglesia —replicó Piotr—; ¿por qué perder tres días a caballo para ir a otra?
Sasha torció el gesto.
—Los sacerdotes de Moscú están enamorados de su posición. Comen carnes suculentas y a los pobres les predican la austeridad.
Era cierto, pero Piotr, que era un señor justo con su gente, carecía del concepto abstracto de la justicia y se encogió de hombros.
—Tal vez tu santo sea igual.
—Me gustaría ir de todos modos. Por favor, padre.
Aunque sus ojos eran grises, Sasha tenía las cejas de color azabache y las pestañas largas de su madre. Se curvaban hacia abajo y el contraste con su rostro fino era de una delicadeza extraña.
Piotr reflexionó. Las carreteras eran peligrosas, pero la que discurría desde Moscú hacia el norte estaba concurrida y no presentaba grandes riesgos. No tenía intención de criar a un hijo asustadizo.
—Llévate a cinco hombres. Y dos docenas de velas: eso asegurará que te reciban.
Al chico se le iluminó el rostro y Piotr apretó los labios. Marina era un montón de huesos en la tierra dura, pero le había visto esa misma expresión cuando el alma aún le iluminaba el rostro como una hoguera.
—Gracias, padre.
El chico salió aprisa por la puerta y se alejó corriendo como una comadreja. Lo oyó pedir su caballo en el dvor del palacio y reunir a sus hombres.
—Marina —dijo Piotr en voz baja—, te doy las gracias por mis hijos.
La Lavra de la Santa Trinidad se había construido en un paraje salvaje y, aunque los pies de los peregrinos ya habían abierto un camino a través del bosque nevado, los árboles aún se cernían alrededor de la construcción y empequeñecían el campanario de la sencilla iglesia de madera. A Sasha le recordó a su pueblo de Lesnaya Zemliá. Una empalizada robusta rodeaba el monasterio, compuesto de pequeños edificios de madera. El aire olía a humo y a pan recién hecho.
Oleg lo acompañaba como jefe de sus ayudantes.
—No podemos entrar todos —dijo Sasha mientras tiraba de las riendas para frenar al caballo.
Oleg asintió, y el grupo entero desmontó con el tintineo de los frenos y los bocados.
—Tú y tú —ordenó Oleg—, vigilad el camino.
Los escogidos se apostaron a ambos lados del camino, aflojaron las cinchas de sus monturas y se pusieron a buscar leña para un fuego. Los demás pasaron entre los dos postes de una entrada estrecha y sin cerrar. Unos árboles altos arrojaban sombras tiznadas sobre la madera natural.
Un hombre delgado se agachó para salir por una puerta mientras se limpiaba las manos de harina. No era muy alto ni muy viejo. Tenía la nariz ancha, situada entre un par de ojos acuosos del color marrón verdoso de los estanques del bosque. Llevaba un hábito burdo de monje salpicado de harina.
Sasha lo reconoció. Podría haber llevado los harapos de un mendigo o la sotana de un obispo, y Sasha habría sabido quién era. Se arrodilló en la nieve.
El monje se detuvo.
—¿Qué te trae hasta aquí, hijo mío?
Sasha apenas se atrevía a mirarlo.
—Quiero pediros vuestra bendición, bátiushka.
El monje enarcó la ceja.
—No tienes que llamarme padre, no estoy ordenado. Todos somos hijos de Dios.
—Hemos traído velas para el altar —tartamudeó Sasha, aún de rodillas.
Una mano enjuta y endurecida por el trabajo aferró a Sasha por debajo del brazo y lo levantó. Ambos eran de la misma altura; sin embargo, el chico tenía los hombros más anchos y, como no había acabado de crecer, era desgarbado como un potro.
—Aquí sólo nos arrodillamos ante Dios —dijo el monje, y estudió el rostro de Sasha un momento—. Estoy haciendo las obleas para la liturgia de esta noche —añadió de repente—. Ven y ayúdame.
Sasha, mudo, asintió con la cabeza y despidió a sus hombres con un gesto de la mano.
La cocina era tosca y el horno calentaba toda la estancia. La harina, el agua y la sal estaban listas para hacer la mezcla, amasarla y cocerla en las cenizas. Trabajaron un rato en silencio, pero no hablar no era un problema. En aquel lugar había paz en abundancia. Las preguntas del monje eran tan inocuas que el chico apenas se dio cuenta de que lo interrogaba; aunque torpe por la falta de costumbre, fue estirando la masa y contando su historia: el título de su padre, la muerte de su madre, el viaje a Moscú.
—Y has venido hasta aquí —concluyó el monje por él—. ¿Qué buscas, hijo mío?
Sasha abrió la boca y la cerró de nuevo.
—No lo sé —admitió avergonzado—. Algo.
Al ver que el monje se reía, se sorprendió.
—En ese caso, ¿quieres quedarte?
Sasha no pudo hacer más que mirarlo.
—La vida que llevamos aquí es muy dura —continuó el monje con seriedad—. Tendrías que construirte tu propia celda, plantar un huerto, hacerte el pan, ayudar a tus hermanos en lo que sea necesario. Pero aquí hay paz, una paz que lo supera todo. Veo que ya la has percibido.
Como Sasha continuaba perplejo, explicó:
—Sí, es cierto: aquí vienen muchos peregrinos y muchos de ellos piden quedarse. Pero sólo aceptamos a los que buscan algo, aun sin saber el qué.
—Sí —dijo Sasha al final, despacio—. Sí, me gustaría quedarme. Me gustaría mucho.
—Muy bien —contestó Sergui Rádonezhski, y metió más obleas en el horno.
De regreso a Moscú, hicieron galopar a los caballos deprisa. Oleg desconfiaba de la expresión ardiente de su joven señor y cabalgó a su lado, resuelto a hablar con Piotr. Pero el joven se adelantó y llegó adonde estaba su padre antes que él.
Entraron en la ciudad en el momento álgido de una puesta de sol, breve pero candente, con las torres de la iglesia y del palacio recortadas sobre un cielo de color violeta. Sasha dejó al caballo soltando vaho en el dvor y corrió escalera arriba hasta los aposentos de su padre. Lo encontró vistiéndose junto a su hermano.
—Bienvenido seas, hermano —lo recibió Kolia al entrar—. ¿Ya has acabado con eso de las iglesias?
Le lanzó una mirada breve e indulgente antes de seguir vistiéndose. Con la lengua asomando entre los labios, se colocó un gorro de piel negra de marta cibelina sobre la cabellera negra.
—Llegas justo a tiempo, así que lávate para quitarte ese olor. Esta noche hay un festín y puede que su familia nos presente a la mujer con la que podría casarse nuestro padre. Todavía conserva todos los dientes, lo sé de buena tinta. Y tiene una agradable… ¿Qué has dicho, Sasha?
—Sergui Rádonezhski me ha ofrecido entrar en el monasterio del monte de Mákovets —repitió Sasha en voz más alta.
Kolia se quedó pasmado.
—Quiero ser monje —afirmó.
Eso les llamó la atención. Piotr estaba calzándose las botas de tacón rojo. Se volvió a mirar a su hijo y a punto estuvo de tropezar.
—¿Por qué? —gritó Kolia con auténtico disgusto.
Sasha se mordió la lengua para callarse varios comentarios insensibles. Su hermano ya había causado estragos entre las sirvientas de palacio.
—Para dedicar mi vida a Dios —le informó a Kolia con una pizca de superioridad.
—Veo que tu hombre santo te ha causado impacto —intervino Piotr antes de que Kolia saliera de su asombro.
Había recobrado el equilibro y estaba poniéndose la otra bota, tal vez con algo más de brío del necesario.
—Yo… Sí, padre. Así es.
—Muy bien, hazlo —dijo Piotr.
Kolia se quedó boquiabierto. Piotr posó el pie y se levantó. Vestía un kaftán de colores ocre y orín, y los anillos de oro que llevaba en la mano reflejaban la luz de las velas. Se había peinado el pelo y la barba con aceite perfumado. Tenía un aspecto imponente, pero parecía incómodo.
Sasha, que había creído que se enfrentaría a una batalla prolongada, miró a su padre, incrédulo.
—Con dos condiciones —añadió Piotr.
—¿Cuáles?
—La primera, que no vuelvas a visitar al hombre santo hasta que entres en la orden. Eso no será hasta después de la cosecha del año que viene, cuando hayas tenido un año para reflexionar. La segunda, que recuerdes que, como monje, tu parte de la herencia se repartirá entre tus hermanos y no tendrás más que tus oraciones para sustentarte.
Sasha tragó saliva.
—Pero, padre, si pudiera volver a verlo…
—No —lo interrumpió Piotr en un tono que no daba lugar a más discusiones—. Puedes hacerte monje si es lo que deseas, pero lo harás con los ojos abiertos, no embelesado por las palabras de un ermitaño.
Sasha asintió con la cabeza, a regañadientes.
—De acuerdo, padre.
Con expresión algo más adusta de lo habitual, Piotr se volvió sin decir nada más y bajó la escalera hasta donde esperaban los caballos, dormitando en la penumbra de la tarde.