NUEVE
LA LOCA DE LA IGLESIA
l camino se les hizo más largo que a la
ida. Anna no estaba acostumbrada a viajar, así que avanzaban poco
más deprisa que a pie y hacían paradas frecuentes para descansar. A
pesar de la lentitud, el viaje no fue tan pesado como podría haber
sido. Habían partido de Moscú muy cargados de provisiones y además
aceptaban la hospitalidad de las aldeas y de los boyardos que iban
encontrando.
Una vez fuera de la ciudad, Piotr acudía al lecho de su esposa con entusiasmo renovado, rememorando su boca suave y el tacto sedoso de su cuerpo joven. Pero todas las veces ella lo recibía no con rabia ni con lamentos, cosa que él habría soportado, sino con lágrimas silenciosas que le surcaban las mejillas rechonchas y lo desconcertaban. Transcurrida una semana en esas circunstancias, Piotr se alejó de ella, medio enfadado y medio perplejo. Empezó a deambular cada día más lejos: salía a cazar a pie o se adentraba en el bosque con Burán, hasta que ambos regresaban agotados y llenos de arañazos, y Piotr estaba tan cansado que sólo podía pensar en su propia cama. Pero el sueño no ofrecía descanso, pues en sus sueños veía un collar de zafiro y unos dedos finos y alargados en la garganta de su primogénito. Se despertaba en mitad de la oscuridad gritándole a Kolia que huyera.
Estaba ansioso por llegar a casa, pero no podían apresurarse. Pese a todas las precauciones, el viaje hizo que Anna palideciera y se debilitase, y cada vez les suplicaba que se detuvieran antes a plantar las tiendas y hacer brasas para que los sirvientes pudieran servirle sopa caliente y se le calentaran las manos entumecidas.
Al fin cruzaron el río y, cuando Piotr calculó que la comitiva estaba a menos de un día de viaje de Lesnaya Zemliá, dirigió a Burán hacia la senda nevada y le dio rienda suelta. Sus hombres los seguirían con los trineos, pero Kolia y él volaron a casa como un par de fantasmas arrastrados por el viento. Con una sensación de alivio indescriptible, Piotr salió del abrigo de los árboles y vio su casa relucir como la plata inmaculada en la luz clara del invierno.
Todos los días desde que Piotr, Sasha y Kolia se habían marchado, Vasia se las había arreglado para salir de la casa tan a menudo como le fuese posible y correr a trepar por su árbol favorito: el que tendía una rama larga y gruesa sobre el camino que se dirigía hacia el sur desde Lesnaya Zemliá. Aliosha la acompañaba de vez en cuando, pero pesaba más que ella y como trepador era más torpe. Así que el día que Vasia avistó los destellos de los cascos y de los arneses, estaba sola. Se bajó del árbol como un gato y echó a correr con sus piernas cortas. Al llegar a la empalizada, gritó:
—¡Padre! ¡Padre! ¡Es nuestro padre!
Para entonces ya no era noticia, porque los dos jinetes, que viajaban mucho más deprisa que una niña, ya cruzaban los campos a paso rápido, y los habitantes los veían perfectamente desde la pequeña cuesta donde estaba el pueblo. Se miraron preguntándose dónde estarían los demás, temiendo por sus familiares. Entonces Piotr y Kolia (Sasha había permanecido con los trineos) entraron en el pueblo y frenaron a los caballos. Dunia intentó agarrar a Vasia, que le había robado la ropa a Aliosha para subirse al árbol y, para colmo, estaba cubierta de mugre, pero la niña se soltó y corrió al patio.
—¡Padre! —gritó—. ¡Kolia! —exclamó, y se rio mientras ambos la abrazaban por turnos—. Padre, ¡habéis regresado!
—Te he traído una madre, Vásochka —anunció Piotr, y la miró de arriba abajo con la ceja enarcada. Estaba cubierta de hojas y pedazos de corteza—. Aunque no le he advertido que eres un duendecillo del bosque en lugar de una niña.
Le besó la mejilla sucia y ella soltó una risita.
—Ay, ¿dónde está Sasha? —preguntó Vasia en voz alta y mirando a su alrededor con un pánico repentino—. ¿Dónde están los caballos de los trineos?
—No temas, vienen por el camino —explicó Piotr, y para que todos los congregados lo oyesen, añadió en voz alta—: Llegarán antes de que caiga la noche; debemos prepararnos para recibirlos. Y tú —le dijo a Vasia en voz baja— vete a la cocina y dile a Dunia que te vista. Sea como fuere, me gustaría presentarle una hija a mi esposa, no un duende del bosque.
La posó en el suelo, le dio un leve empujoncito y Olga arrastró a su hermana a la cocina.
Los trineos llegaron a la hora del sol poniente. Atravesaron los campos a paso lento y atravesaron el portal de la población. Los vecinos los vitorearon y exclamaron ante el hermoso trineo cerrado en el que viajaba la nueva esposa de Piotr Vladímirovich. Casi todo el pueblo se reunió para verla.
Anna Ivánovna salió tambaleándose del trineo, rígida y pálida como el hielo. Vasia pensó que no parecía mucho más mayor que Olia y ni mucho menos tan mayor como su padre. «Bueno, mejor —pensó la niña—. Quizá quiera jugar conmigo». Le ofreció su mejor sonrisa, pero Anna no respondió de palabra ni con gestos. Se apocó ante tantas miradas, y Piotr se acordó demasiado tarde de que en Moscú las mujeres vivían separadas de los hombres.
—Estoy cansada —susurró Anna Ivánovna, y entró en la casa del brazo de Olga.
Los habitantes del pueblo se miraron perplejos.
—Ha sido un viaje muy largo —concluyeron al final—. Ya se repondrá. Es hija de un gran príncipe, igual que Marina Ivánovna.
Estaban orgullosos de que una mujer de su estatus viviera ahora con ellos. Regresaron a sus casas para avivar el fuego antes de que se hiciera de noche y a comer sopa clara.
En casa de Piotr Vladímirovich festejaron tanto como se lo permitían la llegada de la Cuaresma y el invierno, que a esas alturas era magro y huesudo. Se las apañaron bien con pescado y gachas y, al acabar, Piotr y sus hijos relataron su viaje mientras Aliosha daba brincos por la estancia, poniendo en peligro los dedos de los sirvientes con su espléndida daga nueva.
Piotr mismo le colocó a Olga el tocado sobre la melena negra y dijo:
—Espero que lo lleves el día de tu boda, Olia.
Ella se sonrojó, pero enseguida palideció; mientras tanto, Vasia miraba a su padre con sus ojos enormes, sin decir nada. Piotr alzó la voz para que lo oyesen todos los presentes:
—Será la princesa de Sérpujov —anunció—. El gran príncipe es quien la prometió en matrimonio.
Besó a su hija. Olga sonrió con alegría y algo de miedo, pero entre el tumulto de las felicitaciones nadie oyó el grito agudo y desamparado de Vasia.
El festejo terminó y Anna quiso acostarse pronto. Olga la acompañó para ayudarla, y Vasia trotó tras ellas. Poco a poco, la cocina se vació.
El atardecer se convirtió en noche cerrada. El fuego crepitaba al rojo vivo y el aire de la cocina se enfrió y descendió. Al final, en la cocina del ala de invierno sólo quedaron Piotr y Dunia. La anciana lloraba en su sitio, junto al fuego.
—Sabía que llegaría el día, Piotr Vladímirovich —dijo—. Y si hay alguna chica que merezca ser princesa, esa es mi Olia. Pero es duro. Vivirá en un palacio de Moscú, como su abuela, y no volveré a verla. Soy demasiado vieja para viajar.
Piotr se sentó delante del fuego, toqueteando la joya que llevaba en el bolsillo.
—Ese día les llega a todas las mujeres —respondió.
Dunia no dijo nada.
—Toma, Duniashka —dijo Piotr con un tono de voz tan extraño que la vieja aya se volvió de golpe hacia él—. Tengo un regalo para Vasia.
Ya le había dado un rollo de una excelente tela de color verde para un buen sarafán, así que Dunia frunció el ceño.
—¿Otro, Piotr Vladímirovich? La vas a malcriar.
—Eso da igual.
Dunia forzó la vista en la oscuridad para verlo y su expresión la dejó perpleja. Piotr le lanzó el collar como si estuviera ansioso por deshacerse de él.
—Dáselo tú. Debes asegurarte de que lo lleve siempre con ella. Haz que te lo prometa, Dunia.
Dunia parecía más confundida que nunca, pero cogió el objeto azul y lo miró con los ojos entornados.
Piotr frunció el ceño con un gesto más aterrador que nunca y fue a estirar el brazo como para recuperar el colgante, pero cerró el puño y el movimiento no se produjo. De pronto, dio media vuelta y se marchó a la cama. Dunia, sola en la penumbra de la cocina, contempló el dije. Lo hizo girar hacia un lado y hacia el otro.
—Bueno, Piotr Vladímirovich —musitó para sus adentros—, ¿en qué parte de Moscú se consiguen estas joyas?
Negó con la cabeza y se lo guardó en el bolsillo, decidida a ponerlo a buen recaudo hasta que la niña tuviese edad suficiente para confiarle algo tan brillante.
Tres noches después, el aya tuvo un sueño.
En su sueño volvía a ser una doncella y caminaba sola por un bosque invernal. Desde el camino le llegaba el tintineo claro de las campanillas de un trineo. Como le encantaba montar en ellos, se volvía y veía un caballo blanco que trotaba hacia ella. El jinete era un hombre de pelo negro que, sin detenerse siquiera, la agarraba del brazo y la subía al trineo sin miramientos. Su mirada no se apartaba del camino nevado. A su alrededor se arremolinaba una corriente más fría que en los gélidos meses de enero, a pesar de que brillaba el sol.
Dunia sintió un miedo repentino.
—Tienes algo que no es para ti —dijo él, y Dunia se estremeció al oír el lamento de los vientos tormentosos en su voz—. ¿Por qué?
A ella le castañeteaban los dientes con tal fuerza que apenas era capaz de formar palabras, y el hombre se volvió hacia ella con un relámpago de tenue luz invernal.
—Ese collar no era para ti —continuó entre dientes—. ¿Por qué te lo has quedado?
—El padre de Vasilisa lo trajo para ella, pero es muy pequeña. En cuanto lo vi, supe que era un talismán —tartamudeó Dunia—. No lo he robado, de verdad… Pero temo por la niña. Por favor, es demasiado joven, demasiado pequeña para hechizos o para recibir el favor de los viejos dioses.
El hombre rompió a reír. Dunia detectó la acritud chirriante de las carcajadas.
—¿Dioses? Ahora hay un único Dios, hija. Yo no soy más que el viento entre las ramas desnudas.
Se quedó en silencio y Dunia, temblando, notó el sabor de la sangre donde se había mordido el labio.
Al final, él asintió.
—Muy bien, guárdaselo. Pero sólo hasta que crezca, no más. No hace falta que te diga qué pasará si me engañas.
Dunia asintió con mucho énfasis, temblando más que en toda su vida. El hombre hizo restallar el látigo y el caballo salió galopando a gran velocidad por la nieve. Dunia sintió que resbalaba del trineo e intentó aferrarse a él por todos los medios, pero caía, caía hacia atrás…
Se despertó en su camastro de la cocina con un grito atravesado en la garganta. Se quedó temblando a oscuras y pasó mucho tiempo antes de que entrase en calor.
Anna despertó a regañadientes y, al parpadear, hizo desaparecer los sueños. El último había sido agradable; había pan caliente y alguien de voz suave. Pero por mucho que intentase aferrarse a él, se le escapaba, y se quedó vacía, arropándose con las mantas para protegerse del frío matutino.
Oyó un ruido y giró la cabeza. Había un demonio sentado en su taburete, remendando una de las camisas de Piotr. La luz grisácea de la mañana de invernó arrojaba sombras sobre la criatura retorcida, y Anna se estremeció. Su marido roncaba a su lado sin percatarse de nada, así que intentó no prestar atención al espectro, tal como había hecho cada uno de los siete días que llevaba despertando en aquel lugar horrible. Se volvió y escondió la cara entre la ropa de cama. Aun así, no conseguía entrar en calor. Su marido había movido las mantas, pero allí siempre tenía frío. Cuando pedía que avivasen el fuego, las sirvientas la miraban con educación pero perplejas. Pensó en acercarse para compartir la calidez de su marido, pero él podría decidir que quería tomarla de nuevo. Aunque intentaba ser cuidadoso, era insistente, y la mayor parte del tiempo ella sólo quería que la dejasen en paz.
Se arriesgó a mirar de nuevo hacia el taburete. La cosa la miraba sin tapujos.
Anna no pudo más. Se levantó de la cama, se vistió con lo primero que encontró y se enrolló un pañuelo alrededor de las trenzas medio deshechas. Atravesó la cocina a la carrera y salió por la puerta, cosa que le valió una mirada extrañada de Dunia, que siempre se levantaba pronto para meter el pan en el horno. La luz gris de la mañana empezaba a tornarse rosácea y el suelo relucía como si tuviera gemas incrustadas, pero Anna ni siquiera notaba la nieve. Lo único que era capaz de ver era una pequeña iglesia de madera que estaba a veinte pasos de la casa. Corrió hacia allí haciendo caso omiso de todo lo demás, abrió la puerta de golpe y entró. Quería llorar, pero apretó los dientes y los puños y silenció sus lágrimas. Ya lloraba lo suficiente.
Su estado mental había empeorado en el norte. Allí estaba mucho, mucho peor. La casa de Piotr estaba infestada de demonios. En el horno se escondía una criatura con ojos como brasas. En el baño, un hombrecito le había guiñado el ojo a través del vapor. Un demonio que parecía un montón de ramitas pasaba el día tumbado por el patio.
En Moscú los demonios jamás la miraban, ni siquiera reparaban en ella; pero allí la contemplaban a todas horas. Algunos incluso se acercaban como si quisieran hablar con ella y, cada vez que eso ocurría, Anna debía huir por mucho que odiase las caras con que la miraban su marido y sus hijastros. Los veía a cada momento y en todas partes. Excepto en la iglesia.
En aquella iglesia bendita y tranquila. No tenía ni punto de comparación con las de Moscú; no había ornamentos dorados ni de pan de oro, y un único sacerdote se ocupaba de la liturgia. Los iconos eran pequeños y mal pintados. No obstante, allí no veía más que el suelo y las paredes y los iconos y las velas. No había caras entre las sombras.
Esperó y esperó, rezando a ratos o con la mirada perdida. Cuando entró en la casa sin hacer ruido, hacía ya que había salido el sol. La cocina estaba atestada y el fuego crepitaba. Allí se horneaba, se estofaba, se limpiaba y se secaban cosas de sol a sol, y las mujeres no reaccionaron cuando Anna apareció. Ni una sola de ellas se volvió a mirarla. Anna se lo tomaba, sobre todo, como una insinuación sobre su debilidad.
Olga fue la primera en levantar la vista.
—¿Queréis pan, Anna Ivánovna? —le preguntó.
Olga no sentía afecto por la pobre criatura que ocupaba el puesto de su madre, pero era una chica bondadosa y sentía lástima de ella.
Anna tenía hambre, pero justo a la entrada del horno había una criatura canosa y menuda, cuya barba relucía con el calor del interior mientras roía un mendrugo ennegrecido.
A Anna Ivánovna le funcionaba la boca, pero era incapaz de responder. La pequeña criatura la miró y ladeó la cabeza. Le brillaban los ojos con curiosidad.
—No —susurró Anna—. No, no quiero pan.
Se volvió y salió huyendo hacia la supuesta seguridad de sus aposentos, y las mujeres de la cocina se miraron y negaron con la cabeza despacio.