VEINTICUATRO
HE VISTO TUS DESEOS

Encontradla! —exigió Konstantín—. ¡Traedla!

Pero los hombres se negaban a ir al bosque. Siguieron a Vasia hasta la linde y se amedrentaron al tiempo que mascullaban cosas sobre lobos y demonios. Sobre la crudeza del frío.

—Dios la juzgará, bátiushka —dijo el padre de Timofei.

Oleg cabeceó, estaba de acuerdo. Konstantín vaciló indeciso. Bajo los árboles, la oscuridad parecía absoluta.

—Tenéis razón, hijos míos —contestó el religioso con pesar—. Dios la juzgará. Que Dios os acompañe.

Hizo la señal de la cruz, y los hombres cruzaron el pueblo musitando entre sí. Konstantín regresó a su celda fría y desnuda. Las gachas que había cenado le pesaban en el estómago. Encendió una vela para la Madre del Señor y las paredes se llenaron de cientos de sombras furiosas.

—Eres un siervo perverso —rugió la voz—. ¿Qué hace la bruja libre en el bosque? ¡Te dije que debías contenerla! ¡Que debía ingresar en un convento! Me decepcionas, siervo. Estoy muy descontento. Konstantín se arrodilló de golpe y se encogió.

—Hemos hecho lo que hemos podido —argüyó—. Es un demonio.

—Ese demonio está con mi hermano, y si él tiene suficiente sentido común para ver su fuerza...

La vela titiló. El sacerdote, que se había acurrucado en el suelo, se quedó muy quieto.

—¿Vuestro hermano? —susurró—. Pero Vos…

Entonces la vela se apagó y en la oscuridad sólo quedó una respiración.

—¿Quién eres?

Un silencio largo y lento. Y la voz se echó a reír. Konstantín no estaba seguro de haberlo oído; tal vez sólo lo hubiera visto en el temblor de las sombras de la pared.

—El que desata las tormentas —murmuró la voz con cierta satisfacción—. En una ocasión tú mismo me invocaste con ese nombre. Pero hace mucho tiempo los hombres me llamaban el Oso, Medved.

—¡Eres el diablo! —susurró Konstantín, y apretó los puños.

Todas las sombras se rieron.

—Como quieras. Pero ¿qué diferencia hay entre eso y aquel al que tú llamas Dios? Yo también me deleito en los actos que se hacen en mi nombre. Puedo proporcionarte gloria si obedeces mis órdenes.

—Tú… —susurró Konstantín—. Pero yo pensaba…

Se había creído por encima de los demás, el señalado. Sin embargo, no era más que un pobre incauto que había hecho la voluntad de un demonio. «Vasia…». Se le estranguló la garganta. En alguna parte de su alma, había una joven orgullosa montando a caballo a la luz de una tarde de verano. Riéndose con su hermano, sentada junto al horno,

—Ella morirá. —Se apretó los puños contra los ojos—. Lo hice sirviéndote a ti.

«Nadie debe averiguarlo», pensó mientras hablaba.

—Debería haber ido a un convento. O venir a mí —dijo la voz con naturalidad, aunque con un trasfondo de ira—. Y ahora está con mi hermano. Con la Muerte, pero no muerta.

—¿Con la Muerte? —musitó el religioso—.Pero ¿no está muerta?

Quería que muriera. Quería que viviese. Deseó su propia muerte. Si la voz continuaba hablando, enloquecería.

El silencio se alargó y, cuando ya no lo soportaba más, la voz habló de nuevo:

—¿Qué es lo que más deseas, Konstantín Nikonóvich?

—Nada —respondió él—. No quiero nada. Márchate.

—Pareces una mujer enferma —se quejó la voz, aunque enseguida suavizó el tono—: No importa, sé lo que quieres. —Y riendo, añadió—: ¿Quieres limpiar tu alma, hombre de Dios? ¿Quieres que regrese la joven inocente? Debes saber que yo puedo arrancársela de las manos a la propia Muerte.

—Es mejor que muera y deje este mundo —dijo el sacerdote con voz ronca.

—Antes de morir, vivirá un tormento. Pero yo puedo salvarla, sólo yo.

—Demuéstralo —lo desafió Konstantín—. Tráela.

La sombra soltó un resoplido burlón.

—Tienes mucha prisa, hombre de Dios.

—¿Qué quieres? —preguntó el religioso, y se le atragantaron las palabras.

La voz de las sombras se hizo melosa:

—Ay, Konstantín Nikonóvich, qué maravilla cuando los hijos de los hombres me preguntan qué quiero.

—¿Qué quieres? —espetó el clérigo.

«¿Cómo puedo ser recto con esa voz en mis oídos? Si nos devuelve a la chica, estaré limpio de nuevo».

—Una cosita —respondió la voz—. Sólo una cosa pequeña. Una vida se paga con otra. Tú quieres que regrese tu bruja y yo necesito una bruja para mí. Tráeme una y te daré la tuya. Entonces te dejaré tranquilo.

—¿Qué quieres decir?

—Lleva una bruja al bosque al amanecer, al roble que hay en la linde. Cuando lo veas, sabrás que es el lugar.

—¿Y qué le ocurrirá —preguntó Konstantín con un hilo de voz— a la bruja que te lleve?

—No morirá —dijo la voz, y se rio—. ¿De qué me sirve a mí una muerte? La Muerte es mi hermano, y lo odio.

—Pero la única bruja es Vasia.

—Las brujas tienen el don de la visión, hombre de Dios. ¿Es esa doncella la única que ve cosas?

Konstantín guardó silencio. En su mente vio a una figura rechoncha e informe arrodillada ante el iconostasio y sintió el tacto húmedo de su mano. Le resonó su voz en los oídos. «Bátiushka, veo demonios. Por todas partes. A todas horas».

—Medítalo, Konstantín Nikonóvich —dijo la voz—. Pero la necesito antes de que salga el sol.

—¿Cómo te encontraré?

Las palabras apenas eran un susurro silencioso como la nieve al caer; un hombre mortal no las habría oído. Pero la sombra sí.

—Ve al bosque —resopló la sombra—. Busca las campanillas de invierno. Entonces lo sabrás. Dame una bruja y llévate la tuya. Dame una bruja y serás libre.