VEINTICINCO
EL PÁJARO QUE AMABA A UNA DONCELLA
asía despertó con la caricia del sol en
las mejillas. Abrió los ojos a un techo azul pálido o, quizás, una
bóveda celeste. Tenía los sentidos emborronados y no recordaba
nada, hasta que cayó en la cuenta: «Estoy en la casa del abetal».
Un hocico barbado topó con su mentón. Al abrir los ojos, vio que
volvía a estar cara a cara con el semental alazán.
—Duermes demasiado —se quejó el caballo.
—Pensaba que habías sido un sueño —contestó Vasia maravillada.
Había olvidado lo grande que era su caballo de ensueño y lo ardiente que era su mirada oscura. Le apartó el hocico y se incorporó.
—No acostumbro a serlo —respondió él.
Vasia recuperó los recuerdos de la noche anterior de forma repentina. Campanillas de invierno durante el solsticio, pan y manzanas, el sabor intenso del hidromiel en la boca. Dedos largos y blancos en la piel del rostro. Dolor. Sacó la mano de debajo de la manta de golpe. En el centro de la palma tenía una marca pálida.
—Esto tampoco ha sido un sueño —murmuró.
El caballo la miraba con cierta preocupación.
—Es mejor creer que todo es real —le dijo, como si hablara con una lunática—. Y yo te diré si sueñas.
Vasia se rio.
—Hecho. Ahora estoy despierta.
Bajó de la cama con resultados menos dolorosos que las veces anteriores. Se le estaba despejando la cabeza. La casa seguía siendo un bosque a mediodía, salvo por el crepitar de un buen fuego. En el hogar descansaba una olla pequeña y humeante. Vasia, que de pronto se sintió famélica, se acercó y se encontró con un lujo: gachas de avena con leche y miel. Comió mientras el semental esperaba a su lado.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó cuando hubo terminado el almuerzo.
El caballo estaba ocupado relamiendo el cuenco. Antes de contestar, inclinó una oreja hacia ella.
—Me llamo Solovéi.
Vasia sonrió.
—Ruiseñor. Un nombre pequeño para un gran caballo. ¿Cómo te lo pusieron?
—Una yegua me parió al anochecer —respondió con seriedad—. O puede que saliera de un huevo, no lo recuerdo. Fue hace mucho tiempo. A veces galopo y otras me acuerdo de volar. Y así es como me dieron el nombre.
Vasia lo miró fijamente.
—Pero no eres un pájaro.
—Tú no sabes lo que eres, ¿cómo vas a saber qué soy yo? —repuso el caballo—. Me llamo Ruiseñor, ¿importa la razón?
Vasia no supo contestar a eso. Solovéi había terminado las gachas y levantó la cabeza para mirarla. Era el caballo más bonito que había visto. Mysh, Burán, Ogon: todos eran como gorriones en comparación con aquel halcón.
—Anoche —empezó a decir Vasia vacilante—, anoche dijiste que podría cabalgar contigo.
El semental relinchó, pateó el suelo.
—Mi madre me decía que yo debía ser paciente —contestó Solovéi—. Pero no acostumbro a serlo. Vamos a cabalgar. Nunca he llevado a nadie.
Eso hizo dudar a Vasia, pero se trenzó la melena enredada y se abrigó con la chaqueta, la capa, las manoplas y las botas, que encontró en el suelo, cerca del fuego. Entonces siguió al caballo hacia la luz cegadora del exterior. La capa de nieve era muy gruesa. Vasia contemplaba el lomo alto y desnudo del caballo, y, al comprobar el estado de sus propias piernas, vio que las tenía como de mantequilla. Solovéi esperaba orgulloso y expectante como el caballo de un cuento de hadas.
—Creo que me hará falta un tocón.
Giró las orejas hacia atrás,
—¿Un tocón?
—Sí, un tocón —respondió Vasia con firmeza.
Se acercó a uno adecuado, de un árbol que se había partido. El caballo la siguió; parecía reconsiderar si esa jinete era una buena elección, pero se colocó a su lado con ademán incómodo, y Vasia saltó al lomo con delicadeza.
Solovéi tensó todos los músculos y echó la cabeza atrás. Vasia, que ya había montado a caballos jóvenes, esperaba una reacción similar y aguantó en el sitio.
Al final, el gran semental soltó un resoplido.
—Bien —dictaminó—. Al menos eres pequeña.
Pero, cuando echó a andar, lo hizo con paso delicado y levemente ladeado. Cada pocos segundos se volvía para ver a la joven.
Pasaron todo el día cabalgando.
—No —dijo Vasia por décima vez. La noche en el bosque nevado la había debilitado más de lo que creía y le complicaba aún más una tarea de por sí difícil—. Tienes que agachar la cabeza y usar el lomo. Ahora mismo esto es como montar en un tronco. Uno grande y resbaladizo.
El semental volvió la cabeza y la miró con desdén.
—Ya sé caminar.
—Pero no con una persona a cuestas —repuso Vasia—. Es diferente.
—Llevarte es raro —se quejó el caballo.
—Me lo imagino —dijo Vasia—. No hace falta que me lleves si no quieres.
El caballo no contestó, sino que agitó las crines negras.
—No, voy a llevarte —respondió al final—. Mi madre dice que con el tiempo se hace más fácil. —Aun así, parecía escéptico—. Bueno, ya basta. Vamos a ver de qué somos capaces.
Y rompió a galopar. Vasia, sorprendida, echó el peso hacia delante, le rodeó las costillas con las piernas, y el semental voló entre los árboles. Vasia se dio cuenta de que estaba dando gritos de alegría. El caballo era ágil como un felino y hacía el mismo poco ruido. Al galope, eran uno. El caballo corría como el agua y todo aquel mundo blanco les pertenecía.
—Debemos regresar —dijo Vasia al final, jadeante y sonrosada y risueña.
Solovéi redujo el paso a un trote y alzó la cabeza; tenía la nariz roja. Estaba tan alegre que iba dando brincos, y Vasia se agarraba a él con la esperanza de que no la derribase.
—Estoy cansada.
El caballo volvió una oreja hacia ella con aire descontento. Casi ni le faltaba el aire, pero exhaló un suspiro y dio media vuelta. En un tiempo sorprendentemente corto, volvían a estar ante el abetal. Vasia bajó del caballo; al tomar tierra, sintió un latigazo de dolor, ahogó un grito y cayó sobre la nieve. Aunque curados, tenía los dedos de los pies entumecidos y unas horas montando a caballo no habían hecho sino debilitarla.
—Pero ¿dónde está la casa? —preguntó con las mandíbulas apretadas mientras se levantaba.
Sólo veía abetos. El final del día lo cubría todo con un manto violeta rutilante.
—No se encuentra buscándola —explicó Solovéi—. Tienes que apartar la mirada un poquito.
Vasia le hizo caso y, como un destello rápido en el rabillo del ojo, la cabaña apareció entre los árboles. El caballo caminaba a su lado, y le dio un poco de vergüenza necesitar el apoyo de su hombro cálido. Solovéi le dio un empujoncito con el hocico para hacerla entrar.
Morozko no había vuelto, pero unas manos invisibles habían preparado comida en el fuego vivo de la chimenea y también había una bebida caliente y especiada. Secó a Solovéi con unos trapos, le cepilló el pelaje rojizo y le desenredó las largas crines. También era la primera vez que a él lo cuidaban así.
—Qué tontería —había dicho él al empezar—. Estás cansada y da exactamente igual si me cepillas el pelaje o no.
Aun así, cuando ella empleó especial cuidado con la cola, se mostró enormemente satisfecho. Al acabar, le acarició la mejilla con el hocico y pasó toda la cena inspeccionándole el pelo y la cara y la comida, como si sospechase que ella le ocultaba algo.
—¿De dónde vienes? —le preguntó Vasia cuando no pudo aguantar más; estaba dándole trozos de pan, pero él era insaciable—. ¿Dónde naciste?
Solovéi no contestó. Estiró el cuello y aplastó una manzana entre sus dientes amarillentos.
—¿Quién es tu padre? —insistió Vasia.
Pero Solovéi continuó sin decir nada. Le robó lo que quedaba de pan y se alejó despacio, masticando. Vasia suspiró y se dio por vencida.
Vasia y Solovéi salieron a cabalgar juntos a diario durante tres días. Cada uno que pasaba, el caballo la llevaba con mayor facilidad y, poco a poco, ella recuperaba las fuerzas.
Cuando regresaron a la casa la tercera noche, allí los esperaban Morozko y la yegua blanca. Vasia entró cojeando, contenta de poder hacerlo a pie y sin ayuda y, al verlos, se detuvo en seco.
La yegua estaba junto al fuego, lamiendo una roca de sal con aire distraído. Morozko estaba sentado al otro lado de las llamas. Vasia se quitó la capa y se acercó al horno. Solovéi se dirigió al sitio de siempre y esperó; para ser un caballo al que nunca habían cepillado, se adaptaba muy deprisa.
—Buenas tardes, Vasilisa Petrovna —dijo Morozko.
—Buenas tardes —respondió ella.
Le sorprendió ver que el demonio de las heladas tenía un cuchillo en la mano y tallaba un tarugo de madera fina; sus hábiles dedos estaban transformándolo en una especie de flor. Dejó el cuchillo y su mirada azul se posó en ella, aquí y allá. Ella se preguntó qué veía.
—¿Os han tratado bien mis sirvientes? —preguntó Morozko.
—Sí. Mucho. Gracias por tu hospitalidad.
—De nada. Aquí eres bienvenida.
Mientras cepillaba a Solovéi, Morozko guardó silencio, aunque Vasia notaba su mirada. Le frotó todo el pelaje al caballo y le desenmarañó las crines. Con la mesa puesta y la cara lavada, devoró la comida como un lobezno. La mesa crujía bajo el peso de muchas cosas buenas: extrañas frutas frescas, frutos con pinchos, queso y pan y requesón. Cuando por fin Vasia se enderezó en la silla y empezó a comer más despacio, se dio cuenta de que Morozko la miraba con sarcasmo.
—Tenía hambre —se disculpó—. En casa no comemos así de bien.
—Me lo creo —respondió él—. Hace unos días parecías un fantasma.
—¿De verdad? —contestó contrariada.
—Más o menos.
Vasia calló. La pila de leños de la chimenea se desbarató y la luz dorada de la habitación se tornó rojiza.
—¿Adonde vas cuando no estás aquí? —quiso saber.
—Adonde quiero —respondió él—. En el mundo de los hombres, es invierno.
—¿Duermes?
Él negó con la cabeza.
—No tal como tú lo concibes.
Sin querer, Vasia miró la cama grande, con sus postes negros y las mantas amontonadas como un banco de nieve. Se mordió la lengua, pero Morozko le leyó el pensamiento y enarcó una ceja con delicadeza.
Vasia se volvió de color escarlata y bebió un buen trago para esconder el ardor de sus mejillas. Cuando lo miró de nuevo, él se reía.
—No hace falta que te hagas la remilgada, Vasilisa Petrovna —dijo—. Esa cama la hicieron mis sirvientes para ti.
—Y tú… —empezó a decir Vasia, pero se sonrojó aún más—. Tú nunca…
Morozko había retomado la talla y retiró una astilla de la flor.
—Muchas veces, cuando el mundo era joven —contestó afable—. Me dejaban doncellas en la nieve.
Vasia se estremeció.
—A veces morían —continuó él—. Otras eran tozudas o valientes, y no morían.
—¿Qué era de ellas?
—Volvían a casa con una gran fortuna —respondió él con sequedad—. ¿No te han contado el cuento?
Vasia, que conservaba el sonrojo, abrió la boca y la cerró de nuevo. Se le ocurrían demasiadas cosas que decir.
—¿Por qué? —consiguió pronunciar—. ¿Por qué me salvaste la vida?
—Por diversión —dijo, aunque sin levantar la vista de la talla.
La flor todavía estaba sin acabar, pero dejó el cuchillo, cogió un pedazo de cristal o de hielo, y empezó a pulirla.
Sin querer, Vasia se llevó la mano al lugar donde el frío le había dañado la piel de la cara.
—Y ¿te divirtió?
Él no contestó, pero la miró a los ojos desde el otro lado del fuego. Vasia tragó saliva.
—¿Por qué me salvaste la vida si después intentaste matarme?
—Las valientes viven —contestó Morozko—. Las cobardes mueren en la nieve. Y yo no sabía de cuáles eras.
Morozko dejó la flor y estiró el brazo. Sus dedos largos le rozaron el lugar donde había tenido la herida, entre la mejilla y la mandíbula. Cuando el pulgar encontró sus labios, a ella le tembló la respiración en la garganta.
—Una cosa es la sangre. Y otra, el don de la clarividencia. Pero el valor, ese es el don más escaso de todos, Vasilisa Petrovna,
La sangre de Vasia se arrojó contra su piel hasta que la joven fue capaz de sentir hasta el más leve movimiento del aire.
—Haces demasiadas preguntas —dijo Morozko de repente, y dejó caer la mano.
Vasia lo miró con los ojos muy abiertos e iluminados por el fuego.
—Fuiste cruel —afirmó.
—Vas a recorrer un camino muy largo —repuso él—. Si no tienes el valor de enfrentarte a ello, es mejor, mucho mejor, que mueras tranquilamente en la nieve. Tal vez estuviera haciéndote un favor.
—No fue tranquilo ni un favor —lo contradijo Vasia—. Me hiciste daño.
Él negó con la cabeza. Había retomado la talla de la flor.
—Eso es porque te resististe. No tiene por qué doler.
Ella apartó la mirada y se apoyó en Solovéi. Hubo un largo silencio.
—Perdóname, Vasia —se disculpó él al final en voz muy baja—. No tengas miedo.
Ella lo miró directamente a los ojos.
—No tengo miedo.
El quinto día, Vasia le dijo a Solovéi:
—Esta noche voy a trenzarte las crines.
El semental no se quedó paralizado, pero ella sintió que tensaba todo el cuerpo.
—No me hace ninguna falta—contestó, y las agitó.
La espesa cortina negra ondeaba como la cabellera de una mujer y le caía por debajo del cuello. Era poco práctica, si bien de una belleza absurda.
—Te gustará —insistió Vasia—. ¿No te alegrarás de que no se te meta en los ojos?
—No —respondió Solovéi con rotundidad.
La chica lo intentó de nuevo:
—Parecerás el príncipe de todos los caballos. Tienes el cuello muy bonito y no debería estar escondido.
Ante la cuestión del aspecto, Solovéi meneó la cabeza; pero, como todos los sementales, era algo vanidoso. Vasia notó que flaqueaba. Suspiró y se le apoyó en el lomo.
—Por favor.
—Vale, de acuerdo —contestó el caballo.
Esa noche, en cuanto lo hubo lavado y cepillado, Vasia se hizo con un taburete y se puso a trenzarle las crines. Recelosa de la sensibilidad exagerada del semental, abandonó la idea de hacerle trenzas más elaboradas, rizos o calados, y le recogió todo el pelo en una gran trenza vaporosa que iba desde la nuca hasta la cruz, para que el cuello diera la sensación de enarcarse con mayor elegancia que nunca. Estaba encantada. Con mucho disimulo, intentó coger unas pocas campanillas, que aún aguantaban en la mesa sin marchitarse, para meterlas en la trenza, pero el semental echó las orejas hacia atrás.
—¿Qué haces?
—Poner flores —respondió Vasia con cara de culpa.
Solovéi dio un pisotón.
—Nada de flores.
Tras un momento de indecisión, Vasia las dejó con un suspiro.
Ató el extremo del pelo, hizo una pausa y retrocedió. La trenza resaltaba el magnífico arco del cuello de pelaje oscuro y los huesos elegantes de su cabeza. Animada, Vasia movió el taburete para ponerse con la cola.
El caballo soltó un suspiro desolado.
—¿La cola también?
—Cuando acabe, parecerás el señor de todos los caballos —prometió ella.
Solovéi echó un vistazo en un intento vano de ver lo que hacía.
—Si tú lo dices…
Aunque parecía estar reconsiderando las ventajas de sus cuidados. Vasia no le hizo caso y empezó a trenzar el pelo corto de la parte superior mientras canturreaba.
De repente, una brisa fría sacudió los tapices y las llamas danzaron dentro del horno. Solovéi movió las orejas, y Vasia se volvió justo cuando se abría la puerta. Morozko atravesó el umbral y la yegua blanca pasó detrás de él. El calor de la casa hizo que le saliera vaho del pelaje. El semental movió la cola para librarse de Vasia e inclinó la cabeza una vez con dignidad, pero no prestó atención a su madre. Ella giró las orejas hacia las crines trenzadas.
—Buenas tardes, Vasilisa Petrovna—dijo Morozko.
—Buenas tardes —contestó ella.
Morozko se quitó la túnica azul, que se deslizó desde sus dedos, se convirtió en una pequeña nube de polvo y desapareció. Después se quitó las botas, que patinaron sobre el suelo y dejaron una mancha de humedad. Descalzo, fue hasta el horno acompañado por la yegua. Cogió un manojo de paja y empezó a pasárselo por el pelaje; en un abrir y cerrar de ojos, la paja se convirtió en un cepillo de cerdas. La yegua esperó con las orejas relajadas y los belfos colgando del placer.
Vasia se acercó, fascinada.
—¿Has cambiado la paja? ¿Ha sido magia?
—Como lo ves —contestó, y continuó cepillando a su montura.
—¿Me dices cómo lo has hecho?
Se acercó a él y miró el cepillo con mucho interés.
—Te aferras demasiado a las cosas tal como son —le explicó él mientras le cepillaba la cruz y la miró sin prisa—. Debes permitir que las cosas sean lo que más te conviene. Y lo serán.
Vasia, desconcertada, no contestó, Solovéi resopló, pues no quería mantenerse al margen. Vasia cogió su manojo de paja y le frotó el cuello al caballo, pero por mucho que lo mirase, continuó siendo paja.
—No puedes convertirlo en un cepillo —dijo Morozko al verla—, porque eso implica creer que no es paja. Pero sí puedes dejar que sea un cepillo.
La joven miró el costado de Solovéi contrariada.
—No lo entiendo.
—Nada cambia, Vasia. Las cosas son o no son. La magia es olvidar que algo ha sido otra cosa distinta de lo que tú querías.
—Sigo sin entender.
—Eso no significa que no puedas aprender.
—Creo que estás jugando conmigo.
—Como tú quieras —respondió Morozko, aunque con una sonrisa.
Esa noche, cuando la comida había desaparecido y el fuego ardía enrojecido, Vasia dijo:
—Un día me prometiste un cuento.
Morozko bebió un buen sorbo de su vaso antes de contestar.
—¿Cuál, Vasilisa Petrovna? Sé muchos.
—Ya sabes cuál. El de tu hermano y tu enemigo.
—Es cierto, te lo prometí —convino Morozko con reticencias.
—Dos veces he visto el roble retorcido —contó Vasia—. Cuatro veces desde mi infancia he visto al hombre tuerto y también he visto levantarse a los muertos. ¿Pensabas que te pediría otro cuento?
—En ese caso, bebe, Vasilisa Petrovna. —La voz suave de Morozko se introdujo en sus venas con el trago de hidromiel—. Y escucha.
Rellenó los vasos, y ella bebió. Él le pareció más viejo y extraño, y muy lejano.
—Yo soy la Muerte —dijo él despacio—. Ahora y al principio. Hace mucho tiempo, nací de las mentes de los hombres, pero no nací solo. La primera vez que miré las estrellas, mi hermano estaba a mi lado. Mi hermano gemelo. Y cuando vi las estrellas por primera vez, él también las vio.
Las palabras suaves y cristalinas entraron en la mente de Vasia, y Vasia vio ruedas de fuego en el firmamento que hacían formas que desconocía, y una llanura nevada que lamía un horizonte desnudo, azul sobre negro.
—Yo tenía la cara de un hombre; en cambio, mi hermano la tenía de oso, pues los osos infunden mucho miedo a los hombres. Eso es lo que él hace: asustar a los hombres. Se come su miedo, se atiborra y duerme hasta que lo despierta el hambre. Ama el desorden por encima de todas las cosas: la guerra y la peste y los incendios nocturnos. Pero en un tiempo muy lejano, lo encadené. Yo soy la muerte, guardián del orden de las cosas. Todo pasa ante mí, así es.
Si lo encadenaste, ¿cómo…?
Subyugué a mi hermano —continuó Morozko sin levantar la voz—. Soy su guardián, su vigilante, su carcelero. A veces está despierto y otras duerme. Al fin y al cabo, es un oso. Pero ahora ha despertado y es más fuerte que nunca, tanto que está rompiendo las cadenas. No puede salir del bosque. Todavía no. Pero ya ha salido de debajo del roble, cosa que no había hecho desde hacía cien vidas de hombres. Tu gente se ha vuelto temerosa; han abandonado a los cherti y ahora tu casa está desprotegida. Él ya satisface su hambre con vosotros. Os mata por las noches, hace que los muertos se levanten.
Vasia guardó silencio un momento, absorbiendo aquello.
—¿Cómo se le puede vencer?
—A veces, con engaños —contestó Morozko—. Hace mucho, yo lo derroté usando la fuerza, pero entonces contaba con la ayuda de otros. Ahora estoy solo y me he desvanecido un poco. —Hubo un silencio breve—. Sin embargo, él aún no es libre. Para conseguirlo del todo necesita vidas, muchas vidas, y también el miedo de los muertos atormentados. Las vidas de aquellos que lo ven son las más fuertes: si la noche que nos conocimos él te hubiera llevado consigo, ahora sería libre, a pesar de que todos los poderes del mundo estaban en su contra.
—¿Cómo podemos someterlo? —preguntó Vasia con una nota de impaciencia.
Morozko esbozó media sonrisa.
—Me queda un as en la manga.
¿Había sido su imaginación o la había mirado a la cara demasiado tiempo? Notó el peso del talismán que le colgaba del cuello.
—Lo encadenaré durante el solsticio de invierno, cuando yo estoy más fuerte.
—Yo puedo ayudarte.
—¿Eso crees? —preguntó él con cierta ironía—. ¿Una chica de sangre impura y sin enseñanzas? No conoces la sabiduría tradicional ni sabes de magia ni de batallas. Dime, Vasilisa Petrovna, ¿cómo podrías ayudarme exactamente?
—Mantuve al domovói con vida —protestó ella— y evité que el upyr entrara en mi hogar.
—Muy bien —repuso Morozko—: un upyr recién creado muere a plena luz del día, un domovói pálido y diminuto se aferra a la vida y una niña huye hacia la nieve como una tonta.
Vasia tragó saliva.
—Tengo un talismán —dijo—. Me lo dio mi aya. De parte de mi padre. Me ayudó en las noches que vino el upyr y podría ayudarme de nuevo.
Se sacó el zafiro de debajo de la túnica y lo sostuvo en la palma de la mano. Estaba frío y pesaba; cuando lo giró hacia la luz del fuego, la piedra de color azul platino se iluminó como una estrella de seis puntas.
¿Se lo había imaginado o era cierto que él había palidecido? Apretaba los labios y sus ojos se volvieron tan profundos y transparentes como el agua,
—Un pequeño talismán —dijo Morozko—. Un conjuro viejo y frágil para proteger a una niña. Insignificante para el Oso.
Sin embargo, no dejaba de mirarlo.
Vasia no se dio cuenta. Soltó el colgante antes de inclinarse hacia delante.
—Durante toda mi vida me han hecho ir y venir. Me dicen cómo vivir y cómo debo morir. Debo ser la sirvienta de un hombre y una yegua a su servicio, o esconderme tras una muralla y entregar mi cuerpo a un dios frío y silencioso. De buen grado caminaría hacia las fauces del infierno con tal de haber escogido yo misma ese camino: prefiero morir mañana en el bosque que vivir cien años de una vida asignada por otro. Por favor, deja que te ayude. Por favor.
Durante un instante, Morozko pareció dudar.
—¿Es que no me has oído? —preguntó al final—. Si el Oso consigue tu vida, quedará libre y yo no podré evitarlo. Es mejor que te alejes de él. No eres más que una doncella; vete a casa, allí estarás a salvo. Así me ayudarás de la mejor manera. Lleva la joya. No ingreses en un convento.
Vasia no se percató del gesto duro de su boca.
—Habrá un hombre que se case contigo, de eso me aseguraré yo. Y te daré una dote: una gran fortuna, tal como dice el cuento. ¿Te gustaría? Oro en las muñecas y alrededor del cuello, la mejor dote de toda la Rus.
Vasia se levantó de golpe y derribó el taburete. Incapaz de encontrar palabras, salió corriendo hacia la noche, descalza y con la cabeza descubierta. Solovéi miró a Morozko y la siguió.
La casa quedó en silencio, salvo por el crepitar del fuego.
—Has hecho mal —dijo la yegua.
—¿Acaso me equivoco? —respondió Morozko—. Está mejor en su casa. Su hermano la protegerá. El Oso volverá a estar encadenado. Habrá un hombre que se case con ella y vivirá a salvo. Debe llevar la joya al cuello. Debe vivir muchos años y recordarlo. No quiero que arriesgue la vida. Ya sabes lo que está en juego.
—Entonces niegas lo que ella es. Se marchitará.
—Es joven. Se acostumbrará.
La yegua no contestó.
Vasia no sabía cuánto tiempo llevaba cabalgando. Solovéi la había seguido afuera y ella se había montado a ciegas. Habría continuado hasta la eternidad, pero al cabo de un tiempo el caballo la llevó de regreso al abetal. La casa parecía un espejismo entre los abetos.
Solovéi agitó las crines.
—Desmonta —dijo—. Allí hay un fuego. Estás agotada; tienes frío y miedo.
—¡No tengo miedo! —espetó Vasia.
Aun así, se bajó del caballo y, cuando sus pies tocaron la nieve, se estremeció. Renqueante, pasó rozando los abetos y cruzó el familiar umbral a trompicones. En el horno ardían llamas altas. Se quitó las prendas mojadas sin percatarse de cómo las retiraban los sirvientes silenciosos y, de un modo u otro, consiguió llegar hasta el fuego. Se hundió en una silla. Morozko y la yegua blanca se habían ido.
Al final, se bebió un vaso de hidromiel y se quedó dormida mientras se calentaba los dedos de los pies entumecidos delante del horno.
El fuego se fue apagando y ella continuó durmiendo. En el momento más oscuro de la noche, soñó.
Estaba en la celda de Konstantín, donde el aire apestaba a tierra y a sangre; encima del sacerdote, que agitaba los brazos y las piernas, había un monstruo agachado. Cuando este levantó la cabeza, Vasia vio que tenía los labios y la barbilla bañados en sangre. Alzó la mano para ahuyentarlo y el monstruo chilló, dio un brinco desde la ventana y desapareció. Vasia se arrodilló junto a la cama y escarbó entre las mantas rasgadas.
Pero la cara que tenía entre las manos no era la del padre Konstantín. La contemplaban los ojos grises y sin vida de Aliosha.
Oyó un gruñido y se volvió. El upyr había regresado: era Dunia. Dunia muerta, arrastrándose en el alféizar; su boca era un agujero abierto; por las yemas descarnadas de sus dedos asomaban las puntas de los huesos. Dunia, que había sido su madre. Entonces, las sombras de las paredes del religioso se convirtieron en una, una sombra que se reía de ella con un solo ojo. «Llora —decía—. Tienes miedo. Y es delicioso».
Los iconos del rincón cobraron vida y dieron su aprobación con gritos estridentes. La sombra abrió la boca para reír también, y entonces ya no era una sombra, sino un oso: un oso enorme con hambrunas entre los dientes. Rugió una llama y las paredes prendieron. La casa se quemaba. En algún rincón, oyó los gritos de Irina.
Una cara sonriente asomó entre las llamas salpicada de azul, con un agujero grande donde debería haber tenido el ojo. «Ven —le decía—. Estarás con ellos, vivirás para siempre». Sus hermanos muertos estaban junto a la aparición y tuvo la impresión de que la llamaban desde el otro lado de las llamas.
Algo duro le había golpeado a Vasia en la cara, pero ella no hizo caso.
Estiró el brazo. «Aliosha —dijo—. ¡Lioshka!».
Sintió un dolor repentino, más fuerte que el anterior. La arrancó del sueño mientras se ahogaba con un ruido a medio camino entre un sollozo y un grito. Solovéi la embestía ansioso con el hocico, le había mordido el brazo. Ella se agarró a las cálidas crines con manos como dos témpanos de hielo, tiritando. Enterró la cara en su pelaje. Tenía la cabeza llena de alaridos y de esa risa. «Ven, o jamás volverás a verlos». Entonces oyó otra voz y sintió una corriente de aire glacial.
—Aparta, mulo.
Oyó el relincho indignado de Solovéi y después notó unas manos frías en la cara. Cuando intentó mirar, no vio más que la casa de su padre ardiendo y un hombre tuerto que le hacía señas.
«Olvídate de él —dijo el tuerto—. Ven aquí».
Morozko la abofeteó.
—Vasia. Vasilisa Petrovna, mírame a mí.
Fue como arrastrarse por una gran extensión, pero al fin pudo verle los ojos con claridad. No veía la casa del bosque, sólo abetos, nieve, caballos y el cielo nocturno. A su alrededor se arremolinaba el aire helado. Vasia intentó acompasar su respiración aterrada.
Morozko masculló algo entre dientes que ella no alcanzó a entender y después:
—Toma. Bebe.
Notó el hidromiel en los labios y olió la miel. Tragó, se atragantó y bebió. Cuando levantó la cabeza, el vaso estaba vacío y ella respiraba más despacio. Volvía a ver las paredes de la casa, aunque los bordes titilaban levemente. Solovéi la empujaba con su gran cabeza y le acariciaba la cara y el pelo con los belfos. Ella emitió una risa débil.
—Estoy bien —dijo.
Pero la risa mudó en lágrimas y una tormenta de sollozos se apoderó de ella. Se cubrió la cara.
Morozko observaba con los ojos entornados. Ella aún sentía la impronta de sus manos y la mejilla que le había abofeteado le palpitaba de dolor.
Al cabo de un rato, las lágrimas cesaron.
—He tenido una pesadilla —explicó ella.
No se atrevía a mirarlo. Se hundió en la silla, avergonzada, con frío, con el rostro pegajoso de llorar.
—No pongas esa cara —dijo Morozko—. Ha sido más que una pesadilla, ha sido culpa mía. —Al ver cómo temblaba, chasqueó la lengua con impaciencia—. Ven aquí, Vasia.
Al ver que ella dudaba, añadió:
—No voy a hacerte daño, niña. Te calmarás. Ven.
Desconcertada, se irguió, se levantó y trató de no llorar más. Él la envolvió con una capa. Vasia no sabía de dónde la había sacado: tal vez la hubiera hecho aparecer de la nada. La cogió en brazos y se sentó en el cálido banco del horno con ella en el regazo. Era cuidadoso. Su aliento era el viento del invierno, pero su cuerpo era cálido y su corazón latía bajo la mano de Vasia. Ella quería apartarse, mirarlo con orgullo, pero tenía frío y estaba asustada. El corazón le palpitaba en los oídos. Apoyó la cabeza torpemente en el hueco de su hombro y él le pasó los dedos por la melena. Poco a poco, ella dejó de temblar.
—Ya estoy bien —dijo al cabo de un rato, aunque aún estaba un poco débil—. ¿Qué querías decir con que ha sido culpa tuya?
Más que oírlo reírse, lo sintió.
—Medved es señor de las pesadillas. La ira y el miedo son su carne y su bebida, así que captura las mentes de los hombres. Perdóname, Vasia.
Ella no dijo nada.
Un momento después, él habló de nuevo:
—Cuéntame el sueño.
Vasia se lo relató. Al acabar, volvía a temblar, así que él la abrazó en silencio.
—Tienes razón —admitió ella al final—. ¿Qué sé yo de la magia ancestral, de antiguas rivalidades o de cualquier otra cosa? De todos modos, debo irme a casa. Allí puedo proteger a mi familia aunque sea por un tiempo. Mi padre y Aliosha lo comprenderán en cuanto se lo haya explicado.
La imagen de su hermano muerto la atenazaba.
—De acuerdo —accedió Morozko.
Como en ese momento ella no lo miraba, no se percató de su expresión funesta.
—¿Puedo llevarme a Solovéi. —preguntó con vacilación—. Si él quiere.
Solovéi la oyó y agitó las crines. Agachó la cabeza para mirar a Vasia con un ojo.
—Adonde tú vayas, voy yo —dijo el semental.
—Gracias —susurró ella, y le acarició la nariz.
—Partirás mañana —intervino Morozko—. Duerme el resto de la noche.
—¿Por qué? —preguntó Vasia, y se separó de él para mirarlo—. Si el Oso me espera en mis sueños, me niego a dormir.
Morozko esbozó una sonrisa torcida.
—Pero esta vez estaré yo. Aunque haya sido en sueños, Medved no se habría atrevido a entrar en mi casa si yo no hubiera estado en otra parte.
—¿Cómo sabías que estaba soñando? —quiso saber Vasia—. ¿Cómo conseguiste regresar a tiempo?
Morozko enarcó una ceja.
—Lo sabía. Y llegué a tiempo porque no hay nada bajo las estrellas que corra más rápido que la yegua blanca.
Vasia abrió la boca con otra pregunta preparada, pero el cansancio la abatió como una ola. De pronto, se apartó de golpe del borde del sueño, asustada.
—No —susurró—. No me… No lo soportaría otra vez.
—El Oso no volverá —contestó Morozko con voz firme a su oído. Vasia percibió sus años, su fuerza—. Todo saldrá bien.
—No te vayas —susurró ella.
Durante un segundo a él le cambió la expresión, pero ella no supo interpretarlo.
—No me iré.
Pero entonces ya no importaba. El sueño era una gran ola oscura que la cubrió y la atravesó. Cerró los párpados,
—El sueño es el primo de la muerte —Vasia murmuró por encima de su cabeza—. Y los dos son míos.
Él aún estaba allí cuando ella despertó, tal como había prometido. Vasia bajó de la cama y se acercó al fuego. Él estaba sentado muy quieto, mirando las llamas. Como si no se hubiera movido del lugar. Si se fijaba bien, Vasia veía el bosque que lo rodeaba y él era un gran silencio blanco y sin forma, en el centro. Entonces se sentó en su taburete y, cuando él se volvió a mirarla, parte de esa lejanía desapareció de su rostro.
—¿Adonde fuiste ayer? —preguntó Vasia—. ¿Dónde estabas cuando el Oso sabía que estabas lejos?
—Aquí y allá —contestó Morozko—. Te he traído regalos.
Junto al fuego había una pila de fardos. Vasia los miró. Él enarcó la ceja a modo de invitación, y ella aún era lo suficientemente niña como para no esperar ni un instante: cogió el primer fardo y lo abrió con el corazón latiendo deprisa. Contenía un vestido verde con un ribete de color escarlata y una capa forrada de piel de marta cibelina. Había botas de fieltro y piel, con frutos carmesíes bordados. Tocados para su cabellera y anillos para sus dedos: muchas joyas. Vasia las sopesó con las manos. Había oro y plata en alforjas de cuero grueso. Había tejido de plata y otra tela suave y suntuosa que no conocía.
Vasia lo repasó todo con la vista. «Soy la chica del cuento —pensó—. Esta es mi fortuna. Ahora me llevará a casa de mi padre cargada de regalos».
Se acordó de sus manos la noche anterior, de los momentos de ternura.
«No, no ha sido nada. El cuento es así. Yo sólo soy la chica del cuento y él, el malvado demonio de las heladas. La doncella se marcha del bosque, se casa con un hombre apuesto y olvida la magia».
¿Por qué sentía tal dolor? Apartó las telas.
—¿Es mi dote?
Hablaba en voz baja, sin saber qué mostraba su rostro.
—Debes tener una dote —respondió Morozko.
—Pero no eres tú quien debe dármela —susurró Vasia, y vio que él se sorprendía—. Le llevaré las campanillas de invierno a mi madrastra. Si así lo desea, Solovéi me acompañará a Lesnaya Zemliá. Pero no aceptaré nada más de tu parte, Morozko.
—¿No quieres nada mío, Vasia? —preguntó.
Por primera vez, ella oyó una voz humana. Se echó atrás de golpe y tropezó con la fortuna que tenía esparcida a sus pies.
—¡Nada!
Era consciente de que él sabía que estaba llorando, así que trató de hablar con sensatez:
—Encadena a tu hermano y sálvanos. Yo vuelvo a casa.
Su capa colgaba junto al fuego. Se puso las botas y agarró el cesto de campanillas de invierno. Parte de ella quería que él se opusiera, pero no pasó.
—En ese caso, cruzarás la linde de tu pueblo al amanecer —sentenció Morozko. Estaba de pie e hizo una pausa—. Cree en mí, Vasia. No me olvides.
Pero ella ya había atravesado el umbral y se marchaba.