CUATRO
EL GRAN PRÍNCIPE DE MOSCOVIA

Al día siguiente, Piotr azotó a su hija y, aunque no había sido cruel, ella lloró. Le prohibió salir del pueblo y, por una vez, a Vasia no le fue difícil cumplir. Tal como temían, había pillado frío y tenía pesadillas en las que volvía a estar en un claro del bosque con un hombre tuerto, una yegua y un desconocido.

Sasha, sin haberlo hablado con nadie, exploró el bosque en dirección al oeste buscando un tuerto o un roble con raíces que sobresaliesen del suelo. Pero no encontró hombre ni árbol; después nevó fuerte durante tres días seguidos, y nadie salió al exterior.

Como todos los inviernos, sus vidas se redujeron a comer una vez al día, dormir y combatir el sopor con pequeñas tareas. La nieve se acumulaba en el exterior, y una velada glacial Piotr estaba sentado en su taburete puliendo una rama tiesa de fresno para convertirla en el mango de un hacha. Lo hacía con expresión pétrea, pues recordaba lo que había olvidado con gusto: «Cuídala —le había dicho Marina muchos años antes mientras su enfermedad mortal le cambiaba el color de la cara—. La he elegido, es importante. Petia, prométemelo».

Piotr estaba de duelo y lo había prometido. En ese momento, su esposa le había soltado la mano y se había recostado en la cama con la mirada fija en la distancia. Dibujó una sonrisa leve y alegre, pero Piotr creyó que no era para él. Marina no volvió a hablar y murió a esa hora gris antes del alba.

«Y entonces —pensó Piotr—, cavaron un agujero para recibirla y yo bramé ante las mujeres que no querían dejarme entrar en la cámara donde la tenían. Yo mismo envolví el cuerpo frío que aún olía a sangre y la entregué a la tierra con mis propias manos».

Durante todo ese invierno, su hija no había parado de llorar a gritos, y él no soportaba mirarla a la cara porque su madre la había escogido a ella en lugar de a él.

Ahora debía cumplir su promesa.

Piotr miró el mango con los ojos entornados.

—Cuando los ríos se congelen, iré a Moscú —dijo en mitad del silencio.

Todos prorrumpieron en exclamaciones. Vasia, que llevaba un rato dormitando por la fiebre y el hidromiel caliente, dio un grito y asomó la cabeza desde encima del horno.

—¿A Moscú, padre? —preguntó Kolia—. ¿Otra vez?

Piotr apretó los labios. Había ido a Moscú ese primer y crudo invierno tras la muerte de Marina. Iván Ivánovich, hermanastro de Marina, era el gran príncipe, y Piotr había reflotado cuanto pudo de su relación por el bien de su familia. Pero no había tomado una nueva esposa ni entonces ni más adelante.

—Esta vez piensas casarte —dijo Sasha.

Piotr asintió con un cabeceo seco y breve, consciente de las miradas de su familia. En las provincias había suficientes mujeres, pero una señora moscovita aportaría alianzas y dinero. Iván no continuaría mimando para siempre al marido de su difunta hermana y, por el bien de su hija pequeña, Piotr necesitaba una nueva esposa. Sin embargo… «Qué necio soy, Marina, por pensar que no podré soportarlo».

—Sasha y Kolia, vosotros vendréis conmigo.

La dicha superó a la censura del rostro de sus hijos.

—¿A Moscú, padre? —preguntó Kolia.

—Si todo va bien, el viaje son dos semanas a caballo —dijo Piotr—. Me haréis falta durante el camino y vosotros nunca habéis estado en la corte. Ya es hora de que el gran príncipe sepa qué aspecto tenéis.

En ese momento, los chicos exclamaron con alegría y al unísono, y en la cocina se desató el caos. Vasia y Aliosha empezaron a gritar que también querían ir, y Olga suplicó que le trajeran joyas y buenas telas. Los dos mayores replicaron regodeándose en su suerte, y la velada pasó entre ruegos, discusiones y especulación.

Cayeron tres nevadas después del solsticio que dejaron bancos altos y sólidos, y tras la última llegó tal helada que a los hombres se les congelaba el aliento en la nariz y las criaturas más débiles eran susceptibles de morir durante la noche. Eso quería decir que las rutas para trineos estaban abiertas, caminos que discurrían por ríos nevados y lisos como el cristal, y sobre pistas relucientes que en verano eran un suplicio hecho de roderas de barro y ejes partidos. Los chicos vigilaban el cielo y el tacto del hielo, y empezaron a dar vueltas por la casa y a engrasar las botas y a pulir la punta de alfiler de sus lanzas.

Y por fin llegó el día. Piotr y sus hijos se levantaron cuando aún estaba oscuro y, al despuntar las primeras luces, salieron al patio. Sus hombres ya se habían reunido; el alba fría les enrojecía la cara, y las bestias piafaban y resoplaban nubes blancas. Un hombre había ensillado a Burán, el malhumorado semental mongol de Piotr, y lo agarraba por la cabezada con tal fuerza que tenía los nudillos blancos. Piotr le dio una palmada en el lomo a su montura, esquivó la dentadura batiente y se colocó en la silla. Su ayudante se retiró agradecido a recuperar el aliento.

Piotr vigilaba al semental impredecible de reojo, mientras observaba el caos aparente que lo rodeaba.

El patio de los establos era un hervidero de personas, animales y trineos. Había montañas de pieles junto a cajas de velas y de cera de abejas, y los tarros de miel e hidromiel se disputaban el espacio para las provisiones con paquetes de alimentos secos. Kolia supervisaba la carga del último trineo con la nariz roja del frío matinal. Tenía los ojos negros de su madre; las sirvientas más jóvenes soltaban risitas a su paso.

Un cesto cayó de uno de los trineos casi a los pies de su caballo con un ruido sordo y levantó una pequeña nube de nieve. El animal dio un respingo y se movió adelante y a un lado. Kolia se apartó deprisa y Piotr dio un paso adelante, pero Sasha se adelantó a ambos. Saltó de su yegua como un gato y en un instante había agarrado al caballo por la cabezada y estaba hablándole al oído. El caballo se calmó con aire avergonzado. Piotr observó a su hijo señalar y decir algo, y sus hombres se apresuraron a agarrar las riendas y recoger el cesto díscolo. Sasha dijo algo más sonriendo de oreja a oreja, y todos se rieron. El chico se montó de nuevo en la yegua; su postura era mejor que la de su hermano: tenía afinidad con los caballos y cargaba la espada con elegancia. «Un guerrero nato —pensó Piotr—, líder de hombres. Marina, mis hijos me hacen afortunado».

Olga salió corriendo por la puerta de la cocina con Vasia pisándole los talones. Sus sarafanes bordados eran aún más vistosos en contraste con la nieve. Olga sostenía las puntas del delantal con ambas manos: dentro había hogazas tiernas y oscuras, recién salidas del horno. Kolia y Sasha ya se acercaban, y Vasia le tiró de la capa a su hermano mediano mientras él le hincaba el diente a una de las hogazas.

—¿Por qué no puedo ir yo también, Sashka? —preguntó—. Os haré la cena. Dunia me ha enseñado cómo se hace. Puedo montar en tu caballo, soy pequeña.

Se aferró a la capa con ambas manos.

—Este año no, ranita —respondió Sasha—. Sí que eres pequeña; demasiado.

Al ver su expresión triste, se arrodilló a su lado, le cogió la mano y le puso dentro el pan que le quedaba.

—Come y ponte fuerte, hermanita —le dijo—, para que puedas venir a los viajes. Que Dios te proteja.

Le posó la mano en la cabeza y se subió de un salto a Mysh, su yegua marrón.

—¡Sashka! —gritó Vasia, pero él ya se había marchado y daba órdenes a los hombres que estaban cargando la última carreta.

Olga le cogió la mano y tiró de ella.

—Vamos, Vásochka —dijo al ver que la niña arrastraba los pies.

Juntas, corrieron hasta donde estaba Piotr. La última hogaza se enfriaba en las manos de la hermana mayor.

—Buen viaje, padre —dijo.

«Qué poco se parece mi Olia a su madre —pensó Piotr—, que sólo tiene de ella el rostro. Mejor así, porque Marina era un halcón enjaulado y Olga es más dulce. La casaré bien».

Sonrió a sus hijas.

—Que Dios os guarde. Quién sabe, Olia, quizá te traiga un marido.

Vasia soltó una especie de gruñido sordo, pero Olga se sonrojó, se rio y a punto estuvo de dejar caer el pan. Piotr se agachó a tiempo de cogerlo al vuelo y se alegró de ello: Olga había abierto la hogaza para meter dentro unas cucharadas de miel que se habían derretido con el calor. Le dio un gran mordisco, porque aún tenía buena dentadura, e hizo una pausa mientras masticaba contento.

—Y tú, Vasia —añadió con seriedad—, cuida de tu hermana y no te alejes de la casa.

—Sí, padre —contestó ella, mirando los caballos con anhelo.

Piotr se limpió la boca con el dorso de la mano. El grupo se había organizado con cierto orden.

—Adiós, hijas mías —dijo—. Nos marchamos, cuidado con los trineos.

Olga asintió con la cabeza y aire nostálgico. Vasia no contestó, sino que lo miró con gesto rebelde. Se oyó un coro de gritos, el restallido de los látigos, y partieron.

Olga y Vasilisa se quedaron solas en el patio, escuchando las campanillas de las carretas hasta que se las tragó la mañana.

Dos semanas después de partir, con mucho retraso pero sin ningún desastre, Piotr y sus hijos llegaron a las afueras de Moscú: el bullicioso mercado venido a más, apostado en una colina junto al río Moscova. Olieron la ciudad mucho antes de verla, pues estaba envuelta en el humo de diez mil chimeneas, pero las cúpulas brillantes —verde, escarlata y cobalto— se vislumbraban entre las emanaciones. Por fin avistaron la ciudad en sí, escuálida pero vigorosa, como una mujer bella con los pies recubiertos de lodo y de suciedad. Las torres doradas se alzaban con orgullo sobre los pobres y desesperados, y los iconos de ribetes dorados contemplaban impasibles mientras los príncipes y las esposas de campesinos acudían a rezar y a besarles el rostro rígido.

Las calles estaban cubiertas de barro helado y removido por innumerables pisadas. Los mendigos, con las narices ennegrecidas por el invierno, se agarraban a los estribos de los chicos; Kolia los apartaba de un puntapié, pero Sasha estrechaba sus manos mugrientas. El sol rojo del invierno se inclinaba hacia el oeste cuando al fin llegaron, cansados y salpicados de lodo, a una enorme puerta de madera con remaches de bronce y coronada por torres. Doce soldados con lanzas vigilaban la carretera y sobre el muro había arqueros.

Los guardias miraron a Piotr fríamente, estudiando los trineos y a los dos chicos, pero Piotr le entregó al capitán un tarro de buen hidromiel y la expresión desabrida de los distintos rostros se templó enseguida. Le hizo una reverencia al capitán y después a sus hombres, y los dejaron pasar al son de un coro de halagos.

El kremlin era una ciudad en sí misma: palacios, chozas, establos, herreros e incontables iglesias a medio erigir. A pesar de que la muralla original de roble se había construido con doble grosor, los años habían podrido la madera hasta convertirla en astillas. El hermanastro de Marina, el gran príncipe Iván Ivánovich, había encargado que la sustituyesen por otra aún más gruesa. El aire apestaba a la arcilla con la que se adobaba la madera como escasa protección contra el fuego. Por todas partes había carpinteros dando voces y sacudiéndose el serrín de las barbas. Los sirvientes, sacerdotes, boyardos, guardias y mercaderes se paseaban por allí discutiendo entre ellos. Los tártaros a lomos de los mejores caballos se codeaban con mercaderes rusos que conducían trineos cargados, y todos se ponían a chillar bajo el menor de los pretextos. Kolia miró boquiabierto el bullicio y disimuló los nervios con la cabeza bien alta. Su caballo se sobresaltaba al mínimo tirón de las riendas de su jinete.

Piotr ya conocía Moscú. Con unas palabras proferidas con tono autoritario consiguió un establo para los caballos y un lugar donde dejar las carretas.

—Ocúpate de los caballos —le dijo a Oleg, el más serio de sus hombres—. No los dejes solos.

Por todas partes había sirvientes desocupados, mercaderes de ojos entornados y boyardos vestidos con ropa fina de estilo bárbaro: un caballo podía desaparecer en un abrir y cerrar de ojos para no volver a ser visto jamás. Oleg asintió con la cabeza y acarició la empuñadura de su daga larga con la yema áspera de uno de sus dedos.

Habían enviado a un mensajero para avisar de su llegada y lo encontraron fuera del establo.

—El gran príncipe los espera, mi señor —le dijo a Piotr—. Está cenando y le manda saludos a su hermano del norte.

El camino desde Lesnaya Zemliá había sido largo y Piotr estaba mugriento, magullado, agotado y destemplado.

—Bien —contestó sin más—. Vamos. Deja eso —le dijo a Sasha, que estaba sacándole al caballo una bola de hielo del casco.

Se echaron agua gélida para lavarse la suciedad de la cara, se pusieron kaftanes de lana gruesa y gorros de piel de marta cibelina, y se quitaron las espadas. La ciudad fortificada era un laberinto de iglesias y palacios de madera, suelos de barro removido y un aire que, de tanto humo, escocía en los pulmones. Piotr siguió al mensajero a paso ligero; tras él iba Sasha contemplando las cúpulas doradas y las torres pintadas con los ojos entornados. Kolia se comportaba con la misma circunspección, aunque se fijaba más en los caballos y en las armas de los hombres que los montaban.

Llegaron a una puerta de doble hoja de roble que se abrió a un salón abarrotado de hombres e infestado de perros. Las enormes mesas crujían bajo el peso de los manjares. Al fondo de la sala, sentado en un asiento de respaldo alto y tallado, había un hombre de pelo claro y reluciente, comiendo bocados de la pieza chorreante que tenía delante.

A Iván II lo llamaban Iván Krasni o Iván el Justo. Ya no era joven, pues debía de tener unos treinta años, y su hermano mayor Semión había gobernado antes que él. Pero Semión y sus descendientes habían perecido durante un brote de peste, un verano cruel.

El gran príncipe de Moscú tenía el cabello del color de la miel más clara y siempre estaba rodeado de mujeres que admiraban su belleza dorada. También era un cazador consumado y cuidaba de perros y caballos. Su mesa gemía bajo un gran jabalí asado con una costra de hierbas.

Los hijos de Piotr tragaron saliva. Tras dos semanas en las carreteras invernales, estaban hambrientos.

Piotr atravesó el salón a grandes zancadas, seguido de sus dos hijos. El príncipe no apartó la mirada de su cena a pesar de que por todos lados lo acosaban miradas calculadoras o curiosas. En una chimenea detrás de la tarima, donde se podría haber asado hasta un buey, ardía un fuego que sumía el rostro de Iván en la sombra y teñía de dorado los de sus invitados. Piotr y sus hijos se acercaron a la tarima, se detuvieron e hicieron una reverencia.

Iván pinchó un pedazo de cerdo con la punta del cuchillo. Tenía sangre en la barba amarilla.

—Piotr Vladímirovich, ¿verdad? —dijo sin prisa, masticando. Los miró de la cabeza a los pies con la cara oscurecida—. El que se casó con mi hermanastra. Descanse en paz —añadió después de beber un trago de hidromiel.

—Sí, Iván Ivánovich —respondió Piotr.

—Bienvenido, hermano —dijo el príncipe, y le lanzó un hueso al chucho que esperaba debajo de la silla—. ¿Qué os trae tan lejos de vuestro hogar?

—Es mi deseo presentaros a mis hijos, gosudar —anunció Piotr—. Vuestros sobrinos. Pronto deberán casarse y, si Dios quiere, también querría una esposa para mí, para que mis hijos pequeños no tengan que continuar creciendo sin una madre.

—Una causa muy digna —contestó Iván—. ¿Estos son vuestros hijos?

Miró a los chicos que aguardaban detrás de su padre.

—Sí: Nikolái Petróvich, el mayor, y mi segundo hijo, Aleksandr.

Kolia y Sasha dieron un paso adelante.

El gran príncipe los miró de arriba abajo, tal como había hecho con Piotr, pero se fijó mejor en Sasha. Al chico apenas le habían salido los primeros pelos en la barbilla y tenía los huesos puntiagudos de un niño que no ha acabado de crecer. Pero era muy ágil y sus ojos grises no vacilaban.

—Sois bien recibidos, parientes —dijo Iván sin apartar la mirada del joven—. Tú, el pequeño, eres igual que tu madre.

Sasha, sorprendido, hizo una reverencia sin decir nada. Hubo un momento de silencio, hasta que Iván continuó en voz más alta:

—Piotr Vladímirovich, seréis bienvenidos a mi hogar y a mi mesa hasta que hayáis concluido vuestros asuntos.

El príncipe inclinó la cabeza de forma abrupta y continuó con el asado. Una vez despedidos, los tres tomaron los asientos que acababan de prepararles en la mesa de su pariente. Kolia no necesitó que le insistiesen: por los costados del cerdo asado aún corrían sus jugos y la empanada rebosaba queso y setas secas. La hogaza redonda para los invitados estaba en el centro de la mesa, junto a la excelente sal gris del príncipe. Kolia empezó a comer de inmediato, pero Sasha esperó.

—Cómo me ha mirado el gran príncipe, padre —dijo—. Como si conociese mis pensamientos mejor que yo.

—Son todos así, todos los príncipes vivos —explicó Piotr antes de coger un pedazo humeante de empanada—. Tienen demasiados hermanos y anhelan conquistar la siguiente ciudad, el premio más grande. O aprenden a juzgar a los hombres o acaban muertos. Cuídate de los vivos, synok, porque son peligrosos.

Después de eso, concentró toda su atención en la comida.

Sasha arrugó la frente, pero aun así se llenó el buche. El viaje había sido una sarta interminable de extraños estofados y tortas duras que de vez en cuando algún vecino interrumpía ofreciéndoles su hospitalidad. El gran príncipe servía buena comida, y se dieron un festín hasta que no pudieron comer más.

Al acabar, les ofrecieron tres habitaciones frías e infestadas de alimañas, pero estaban tan cansados que les dio igual. Piotr fue a asegurarse de que las carretas estuvieran bien guardadas y de que sus hombres tuvieran donde dormir, y después se dejó caer en la cama alta y sucumbió a un sueño profundo.