SEIS
DEMONIOS

Iván Krasni tenía un único hijo: el pequeño salvaje rubio Dmitri Ivánovich. Alekséi, el metropolitano de Moscú y más alto prelado de toda la Rus, que había sido ordenado por el patriarca de Constantinopla, era el responsable de enseñarle las letras y el arte de gobernar. Pero, de vez en cuando, Alekséi pensaba que el trabajo escapaba a las capacidades de cualquiera que no hiciese milagros.

Los chicos llevaban tres horas trabajando con textos escritos en cortezas de abedul. Eran Dmitri y su primo mayor, Vladímir Andréyevich, el joven príncipe de Sérpujov. Se peleaban, tiraban cosas. «Más me valdría pedirles a los gatos de palacio que me atendiesen», pensó Alekséi con desesperación.

—¡Padre! —gritó Dmitri—. ¡Padre!

Iván Ivánovich entró por la puerta y ambos chicos se levantaron de un brinco e hicieron sendas reverencias, empujándose el uno al otro.

—Marchaos, hijos míos —dijo Iván—. Quiero hablar con el padre.

Los muchachos desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos. Alekséi se acomodó en una silla junto al horno y sirvió un vaso grande de hidromiel.

—¿Cómo es mi hijo? —preguntó Iván, y se acercó la silla que tenía delante.

El príncipe y el metropolitano se conocían desde hacía mucho. Alekséi le había sido fiel incluso antes de que la muerte de Semión le garantizase el trono.

—Atrevido, justo, encantador, voluble como el viento —contestó Alekséi—. Será un buen príncipe si vive el tiempo suficiente. ¿Por qué venís a verme, Iván Ivánovich?

—Anna —respondió Iván concisamente.

El metropolitano frunció el ceño.

—¿Está peor?

—No, pero tampoco mejorará nunca. Está haciéndose demasiado mayor como para merodear por palacio poniéndolos nerviosos a todos.

Anna Ivánovna era la única hija del primer matrimonio de Iván. La madre había muerto y su madrastra no soportaba verla. La gente murmuraba a su paso y se santiguaba.

—Hay muchos conventos —repuso Alekséi—. Es un asunto de fácil solución.

—No puede ser ninguno de Moscú —dijo Iván—, mi esposa no lo toleraría. Dice que, si la chica está cerca de nosotros, habrá habladurías. En una familia de príncipes, la locura es motivo de vergüenza. Por eso hay que enviarla lejos.

—Me ocuparé de ello si así lo deseáis —contestó Alekséi con ademán cansado, pues ya se ocupaba de muchos asuntos del príncipe—. Podemos enviarla al sur. Cualquier abadesa se hará cargo de Anna y, además, ocultará su linaje si donáis el oro suficiente.

—Muchas gracias, padre —dijo Iván, y se sirvió hidromiel.

—De todos modos, creo que tenéis algún problema de otra índole —añadió Alekséi.

—Tengo varios —respondió el gran príncipe entre trago y trago. Se secó la boca con el dorso de la mano—. ¿A cuál os referís?

El metropolitano señaló con la barbilla la puerta por la que habían salido los príncipes.

—El joven Vladímir Andréyevich, príncipe de Sérpujov. Su familia quiere casarlo.

Iván no se inmutó.

—Ya habrá tiempo para eso, sólo tiene trece años.

Alekséi negó con la cabeza.

—Están considerando a una princesa de Litva, la segunda hija del duque. Recordad que Vladímir también es nieto de Iván Kalitá y mayor que vuestro hijo. Bien casado y una vez adulto, tendrá más derecho a gobernar Moscú que Dmitri, en caso de que vos sufrieseis una muerte prematura.

Iván palideció de la rabia.

—Más les vale que no se atrevan. Yo soy el gran príncipe, y Dmitri es hijo mío.

—¿Y? —respondió Alekséi, impasible—. El kan hace caso de los príncipes sólo mientras le convenga. El príncipe más fuerte es el que obtiene la patente, así es como la Horda garantiza la paz en sus territorios.

Iván reflexionó.

—Entonces, ¿qué?

—Casad a Vladímir con otra mujer —respondió Alekséi de inmediato—. Una que no sea princesa, pero cuya cuna no suponga un insulto. El chico es muy joven y, si ella es hermosa, no se opondrá.

Iván meditó mientras bebía hidromiel y se mordía los dedos.

—Piotr Vladímirovich es amo y señor de buenas tierras —dijo al final—. Su hija es mi sobrina y tendrá una buena dote. Es imposible que carezca de belleza: mi hermana era muy hermosa y su madre cautivó a mi padre a pesar de haber llegado a Moscú siendo una pordiosera.

A Alekséi le brilló la mirada y se mesó la barba con delicadeza.

—Sí, ya había oído que Piotr Vladímirovich había venido en busca de una esposa.

—Sí —respondió Iván—. Nos ha sorprendido a todos. Hace siete años que mi hermana murió, y ya nadie pensaba que se casaría de nuevo.

—En ese caso —propuso Alekséi—, si busca esposa, ¿por qué no le ofrecéis a vuestra hija?

Iván posó el vaso con sorpresa.

—Anna estaría bien escondida en un bosque del norte —continuó el metropolitano—. Y ¿cómo podría Vladímir Andréyevich rechazar entonces a la hija de Piotr, que estaría tan bien emparentada con el trono? Sería un insulto para vos.

Iván frunció el ceño.

—El deseo explícito de Anna es ingresar en un convento.

Alekséi se encogió de hombros.

—¿Y qué? Piotr Vladímirovich no es un hombre cruel; ella será feliz. Pensad en vuestro hijo, Iván Ivánovich.

En un rincón había un demonio cosiendo y ella era la única que lo veía. Anna Ivánovna agarró la cruz que llevaba entre los pechos.

—Vete, por favor. Vete —susurró con los ojos cerrados.

Entonces los abrió, pero el demonio seguía allí y, además, dos de sus sirvientas la miraban. Las demás estudiaban sus labores con interés calculado. Anna intentó dejar de contemplar el rincón, pero era incapaz de evitarlo. Mientras tanto, el demonio estaba en su taburete, ajeno a todo. Anna se estremeció. La camisa de lino grueso que tenía sobre las rodillas parecía algo muerto y metió las manos entre sus pliegues para ocultar el temblor.

Una sirvienta entró en la habitación. Entonces Anna se apresuró a coger la aguja y se sorprendió al ver que el par raído de lapti se detenía ante ella.

—Anna Ivánovna, os llama vuestro padre.

Ella la miró. Hacía casi un año que su padre no requería su presencia. Permaneció sentada unos instantes, confundida, y después se puso en pie de un salto. Sin perder ni un instante, se cambió el sarafán por otro de color carmesí y ocre, que deslizó sobre su piel mugrienta tratando de no percatarse del hedor de su larga trenza castaña.

Al pueblo rus le gustaba la limpieza. En invierno apenas pasaba una semana sin que sus hermanastras visitasen los baños públicos, pero allí había un pequeño demonio barrigón que les sonreía a través del vapor. Anna había intentado mostrárselo, pero ellas no veían nada; al principio la habían tomado por fantasiosa y después por tonta, pero al cabo de un tiempo se resignaron a mirarla de soslayo sin decir nada. Así que Anna había aprendido a no mencionar el par de ojos de los baños, del mismo modo que no hablaba de la criatura calva que cosía en un rincón. No obstante, de vez en cuando no podía evitar fijarse en ella y no había vuelto a entrar en los baños sin que su madrastra la arrastrase o la obligase apelando a su vergüenza.

Anna se desenredó el pelo grasiento, se lo trenzó de nuevo y acarició la cruz que llevaba en el pecho. Era la más devota de las hijas, todo el mundo lo decía. Lo que nadie sabía era que en la iglesia sólo veía los rostros sobrenaturales de los iconos. Allí no se le aparecía ningún demonio y, de haber podido, habría vivido allí, protegida por el incienso y los ojos pintados.

La estufa del taller de su madrastra calentaba mucho, y el gran príncipe estaba a su lado, sudando en sus ropajes invernales. Lucía su habitual expresión acerba, aunque le brillaba la mirada. Su esposa estaba sentada junto al fuego; su trenza fina asomaba por debajo del tocado y tenía las agujas sobre el regazo, olvidadas. Anna se detuvo a unos pasos de distancia e inclinó la cabeza. El matrimonio la miró en silencio. Al final, su padre se dirigió a su madrastra:

—Por la Gloria del Señor, mujer —dijo con irritación—, ¿es que no puedes hacer que se bañe? Parece que viva en una pocilga.

—Eso da igual —repuso la madrastra—, ya está prometida.

Anna había estado mirándose los dedos de los pies como una doncella bien educada, pero de pronto levantó la cabeza.

—¿Prometida? —quiso susurrar, aunque le salió un chillido agudo que le dio rabia.

—Vas a casarte —anunció su padre—. Con Piotr Vladímirovich, uno de los boyardos norteños. Es un hombre rico que te tratará bien.

—¿A casarme? Pero yo pensaba… Esperaba… Yo quería ir a un convento. Allí rezaría por vuestra alma, padre. Es lo que más deseo en el mundo.

Anna se retorció las manos.

—Tonterías —repuso Iván con brusquedad—. Te gustará tener hijos, y Piotr Vladímirovich es un buen hombre. Los conventos son demasiado fríos para las chicas jóvenes.

¿Fríos? No, los conventos eran lugares seguros. Seguros y benditos, un respiro de su locura. Quería hacer votos desde que tenía uso de memoria y ahora, pálida de terror, se lanzó a los pies de su padre y se agarró a ellos.

—¡No, padre! —gritó—. ¡Por favor! No quiero casarme.

Iván la levantó, no sin cuidado, y la puso de pie.

—Ya basta —le advirtió—. He tomado una decisión y es lo mejor para todos. Naturalmente, recibirás una buena dote. Me darás nietos fuertes y sanos.

Anna era pequeña y flacucha, y la expresión de su madrastra mostró cierto escepticismo al respecto.

—Pero, por favor… —susurró Anna—. ¿Cómo es él?

—Pregúntaselo a tus mujeres —contestó Iván con benevolencia—. Estoy seguro de que tendrán algo que contar. Esposa, ocúpate de disponerlo todo y, por el amor de Dios, que se bañe antes de la boda.

Cuando le dieron permiso para marcharse, Anna volvió a su labor arrastrando los pies y tragándose los sollozos. ¡Matrimonio! En lugar de retirarse, debía ser la señora de los dominios de un boyardo; en lugar de estar a salvo en un convento, viviría como la cerda de cría de un señor. Y, según decían las sirvientas, los boyardos norteños eran hombres vigorosos que se vestían con pieles y tenían cientos de hijos. Eran bruscos y belicosos y, de acuerdo con algunos, desdeñaban a Jesucristo y adoraban al demonio.

Anna se quitó el hermoso sarafán sin dejar de temblar. Si su imaginación pecaminosa evocaba demonios en la seguridad relativa de Moscú, ¿qué haría cuando estuviese sola en la hacienda de un señor asalvajado? Las mujeres contaban que los bosques del norte estaban llenos de demonios y que allí el invierno duraba ocho meses de doce. No podía ni pensarlo. Cuando se sentó a continuar cosiendo, le temblaban tanto las manos que no era capaz de dar dos puntadas rectas y, pese a sus esfuerzos, manchó el lino de lágrimas silenciosas.