VEINTIDOS
CAMPANILLAS DE INVIERNO
sa noche, Anna lvánovna llamó a Vasia. —¡Vásochka! —chilló. La joven dio un respingo.
—Vásochka, ¡ven aquí!
Vasia levantó la mirada; la luz del fuego la hacía parecer demacrada. Ella y Aliosha habían ido al cementerio al amanecer, pero después de cavar la tumba de Dunia, temiendo lo que pudieran encontrar, habían descubierto que estaba vacía. Se habían mirado sobre la tierra fría y desnuda: Aliosha estaba muy afectado, pero Vasia admitió con aire funesto que no le sorprendía.
—No puede ser —había dicho él.
Vasia había respirado hondo.
—Pero es así. Vamos, hay que proteger la casa.
Agotados y con frío, habían alisado la nieve y regresado al hogar. Las mujeres habían cortado y repartido la carne del potro para estofarla con zanahorias viejas en sus respectivos hornos, y Vasia se había escondido a vomitar hasta que no le quedaba nada en el estómago. Ahora que ya era noche cerrada, Dunia aparecería de nuevo para atormentarlos con sus lloros. Su padre continuaba ausente y las expectativas hacían que Vasia se sintiera enferma.
A regañadientes, fue hasta donde Anna estaba sentada. A su lado, la mujer tenía un cofre pequeño de madera con tiras de bronce.
—Ábrelo —la instó Anna.
Vasia miró a su hermano con aire inquisitivo, pero él se encogió de hombros. Se arrodilló ante el cofre y alzó la tapa. Dentro había… tela. Un trozo grande y plegado de un lino precioso sin teñir.
—Lino —dijo Vasia, perpleja—. Suficiente para doce camisas. ¿Queréis que esté cosiendo todo el invierno, Anna Ivánovna?
Anna no pudo evitar sonreír.
—Claro que no. Es una sabanilla, para un altar. Tú bordarás el dobladillo y se lo entregarás a tu abadesa. —Al ver que Vasia seguía desconcertada, añadió con una sonrisa aún más ancha—: Por la mañana partirás hacia el sur, a un convento.
Durante un momento, Vasia sintió un mareo y se le nubló la vista. Se levantó, tambaleante.
—¿Lo sabe mi padre?
—Vaya que sí —respondió Anna—. Íbamos a mandarte con el tributo, pero nos hemos cansado de que invoques a tantos demonios. Te marcharás al alba. Los hombres están preparados y te acompañará una mujer para garantizar tu virtud. —Anna esbozó una sonrisa burlona—. Piotr Vladímirovich así lo quiere. Quizá las hermanas consigan hacerte obedecer, ya que yo no he sido capaz.
Irina parecía afligida, pero no decía nada.
A Vasia le temblaba todo el cuerpo.
—No, madrastra.
—¿Te opones a mí? Está todo dispuesto y, si te niegas a caminar por tu propio pie, te ataremos con cuerdas.
—Decidme ¿qué locura es esta? —intervino Aliosha—. Mi padre está fuera y él jamás consentiría semejante…
—¿Crees que no? —interrumpió Konstantín.
Como siempre, su voz grave pero apacible se adueñó de la estáncia. Llegó hasta las paredes y a los espacios oscuros de entre las vigas, y todos callaron. Vasia vio al domovói encogido de miedo al fondo del horno.
—Ha dado su consentimiento. Viviendo entre religiosas, tal vez salves tu alma; pero en este pueblo, donde has hecho daño a tanta gente, no estás a salvo. Te llaman bruja, Vasilisa Petrovna, ¿lo sabías? Dicen que eres un demonio. Si no te marchas, te lapidarán antes de que acabe este invierno de infortunio.
Incluso Aliosha guardó silencio.
En cambio, Vasia respondió con voz ronca como la de un cuervo:
—No. Ni ahora ni nunca. Yo no le he hecho daño a nadie. Jamás pisaré un convento, aunque para ello tenga que vivir en el bosque y suplicarle a Baba Yaga que me dé trabajo.
—No vives en un cuento, Vasia —apuntó Anna con voz estridente—. Nadie te ha pedido tu opinión: es por tu bien.
Vasia se acordó del domovói flaqueante, de las criaturas muertas que rondaban la casa, de los desastres que habían esquivado por los pelos.
—Pero ¿qué he hecho? —exigió saber, y se horrorizó al notar que le brotaban las lágrimas—. Yo no he lastimado a nadie. ¡Quería salvaros! Padre —dijo, y se volvió hacia Konstantín—, yo os salvé de la rusalka el día que ella os habría llevado al lago. He ahuyentado a los muertos, o al menos lo he intentado…
Calló intentando coger aire, se ahogaba.
—¿Tú? —susurró Anna—. ¿Que tú los has ahuyentado? ¡Tú fuiste la que invitaste a tu cohorte de demonios a la casa! Nos has traído desgracias. ¿Crees que no lo he visto?
Aliosha abrió la boca, pero Vasia se le adelantó:
—Si me hacéis marchar este invierno, moriréis todos.
Anna cogió aire con horror.
—¿Cómo te atreves a amenazarnos?
—No es una amenaza —respondió Vasia desesperada—, es la verdad.
—¿La verdad? Eres tan mentirosa que no hay en ti ni una sola verdad.
—No me iré—sentenció Vasia con tal fiereza en la voz que hasta las llamas crepitantes parecían haber vacilado.
—¿Que no?
Anna la contemplaba con la mirada enloquecida, pero conservaba cierto porte que le recordó a Vasia que su padre era el gran príncipe.
—Muy bien, Vasilisa Petrovna, voy a darte una oportunidad. —Miró a su alrededor y fijó la vista en las flores blancas que adornaban el pañuelo de Irina—: Mi hija, mi verdadera hija, la hermosa y obediente, está deseando que desaparezca la nieve para ver cosas verdes. Así que tú, que eres una bruja fea, le harás ese favor. Vete al bosque y tráele un cesto de campanillas de invierno. Si lo consigues, de ahí en adelante serás libre de hacer lo que quieras.
Irina se quedó boquiabierta. Konstantín abrió la boca con un gesto de alarma y protesta.
Vasia miró a su madrastra con el rostro vacío de expresión.
—Anna Ivánovna, aún no es la época,
—¡Vete! —chilló Anna, y rompió a reír como una loca—. ¡Fuera de mi vista! Tráeme las flores o ingresarás en el convento. ¡Largo!
Vasia los miró a todos, uno a uno: Anna, triunfal; Irina, asustada; Aliosha, furioso; Konstantín, inescrutable. La cocina parecía haberse encogido, el fuego consumía el aire y daba igual cuánto lo intentase, porque no conseguía respirar. Cayó presa del pánico, sintió el terror del animal salvaje atrapado en una trampa. Dio media vuelta y salió corriendo de la cocina.
Aliosha la alcanzó en la puerta que daba al exterior, cuando ella ya se había apresurado a ponerse las botas y las manoplas y se había envuelto el cuerpo con una capa y la cabeza con un chal. La agarró con ambas manos y la obligó a darse la vuelta.
—¿Es que te has vuelto loca, Vasia?
—¡Suéltame! Ya has oído a Anna Ivánovna. Prefiero aceptar el riesgo de salir al bosque que dejar que me encierren para siempre —contestó temblorosa y con mirada desquiciada.
—Todo eso son tonterías. Espera a que vuelva nuestro padre.
—¡Pero si él ha accedido! —Vasia quiso sofocar sus lágrimas, pero continuaron rodándole por las mejillas—. De otro modo, Anna no se habría atrevido. Muchos dicen que nuestras desdichas son culpa mía, ¿crees que no los oigo hablar? Si me quedo, me apedrearán por bruja. Puede que nuestro padre realmente quiera protegerme, pero yo prefiero morir en el bosque que en un convento. —Entonces se le quebró la voz—. No seré monja, ¿me oyes? ¡Jamás!
Se apartó de su hermano, pero él la sujetó con fuerza.
—Yo seré tu guardián hasta que regrese nuestro padre. Lo haré entrar en razón,
—No podrás protegerme si todos los hombres del pueblo se vuelven contra nosotros. ¿Acaso crees, hermano, que no los he oído cuchichear?
—Entonces ¿piensas ir a morirte al bosque? —le espetó Aliosha:—. ¿Como si fuera un noble sacrificio? ¿De qué serviría eso?
—He ayudado todo lo que he podido y con eso sólo me he granjeado el odio de todos —repuso Vasia—. Si esta es la última decisión que tomo, al menos será una decisión libre. Suéltame, Aliosha. No tengo miedo.
—¡Pero yo sí, estúpida! ¿Piensas que quiero perderte por culpa de esta locura? No te dejaré ir.
Tal como la estaba agarrando, era evidente que iba a dejarle marcas en los hombros.
—¿Tú también, hermano? —preguntó Vasia furiosa—. ¿Me crees una niña? Siempre son los demás los que deben decidir por mí, pero esta vez la decisión la tomo yo.
—Si nuestro padre o Kolia se volvieran locos, tampoco los dejaría tomar sus propias decisiones.
—Suéltame, Aliosha.
Él negó con la cabeza.
—Quizá —dijo ella con más tranquilidad— encuentre magia en el bosque, la suficiente para desafiar a Anna Ivánovna. ¿No se te ha ocurrido?
Aliosha soltó una risa breve.
—Eres demasiado mayor para esos cuentos.
—¿Eso crees? —preguntó Vasia, y le sonrió aunque le temblaban los labios.
De pronto, Aliosha recordó todas las veces que ella movía los ojos siguiendo algo que él no veía. Dejó caer los brazos, y se miraron.
—Vasia, prométeme que volveremos a vernos.
—Dale pan al domovói —contestó Vasia—. Monta guardia junto al horno por las noches. Puede que el valor te salve. Yo he hecho lo que he podido. Adiós, hermano. Trataré de regresar.
—Vasia…
Pero ella ya había salido por la puerta de la cocina.
El padre Konstantín la esperaba junto a la entrada de la iglesia.
—¿Estás loca, Vasilisa Petrovna?
Sus ojos verdes le clavaron una mirada breve y burlona. Se le habían secado las lágrimas y estaba serena, fría.
—Debo obedecer a mi madrastra, bátiushka.
—En ese caso, ve y toma el hábito.
Vasia se rio.
—Ella lo que quiere es que desaparezca; le da igual si hago votos o si me muero. De este modo, las dos estaremos contentas.
—Olvida esta locura. Ingresarás en una orden. Se hará la voluntad de Dios, que así lo ha dispuesto.
—¿De verdad? Supongo, pues, que vos sois la voz de Dios. Debéis saber que me han dado una oportunidad y la he aceptado.
Se dirigió hacia el bosque.
—De eso nada —dijo Konstantín, y un matiz de su voz hizo que Vasia se diera la vuelta.
Dos hombres salieron de las sombras.
—Metedla en la iglesia y atadle las manos —ordenó Konstantín sin apartar la mirada de la joven—. Partirá al alba.
Vasia ya había echado a correr. Sin embargo, sólo les llevaba tres zancadas de ventaja y ellos eran hombres muy fuertes. Uno de ellos se lanzó a por ella y alcanzó el extremo de la capa. La joven tropezó, cayó y rodó por el suelo agitando brazos y piernas, presa del pánico. El hombre se le echó encima y la sujetó. Vasia notó el frío de la nieve en el cuello. El roce gélido de la cuerda en las muñecas.
Se hizo la muerta, como si se hubiera desmayado de miedo. El hombre estaba más acostumbrado a atar animales para cargarlos después de la caza, así que rebajó la fuerza con la que enrollaba la cuerda. Vasia oyó los pasos del sacerdote y del otro hombre cuando se acercaban.
Entonces se incorporó de golpe mientras emitía un chillido sin palabras y le clavó los dedos en los ojos a su captor. Él retrocedió y ella aprovechó para dar un tirón hacia un costado, levantarse de un brinco y salir corriendo más deprisa que en toda su vida. A su espalda oyó gritos, jadeos, pasos. Pero no pensaba dejar que la atrapasen de nuevo. Nunca más.
Continuó corriendo y no se detuvo hasta que las sombras de los árboles se la tragaron.
La noche clara iluminaba la nieve, firme bajo sus pisadas. Se adentró en el bosque a la carrera, magullada y jadeante. La capa se le había soltado y ondeaba a su alrededor. Oyó gritos que venían del pueblo; la nieve virgen dejaba ver sus huellas con claridad, así que su única esperanza era la velocidad. Voló entre las sombras hasta que las voces se hicieron cada vez más tenues y, al final, desaparecieron. «No se atreven a seguirme —pensó—. Después del atardecer, el bosque les da miedo. Muy sensato por su parte —añadió con pesimismo».
Se le acompasó la respiración. Se adentró aún más en el bosque y relegó la pérdida y el miedo a un rincón de su mente. Escuchó, llamó. Pero todo permaneció quedo. El leshi no contestaba. La rusalka dormía y soñaba con el verano. El viento no agitaba las copas de los árboles.
Pasó el tiempo, no estaba segura de cuánto. El follaje se espesó y tapó las estrellas. Después la luna se elevó y arrojó sombras, pero el cielo se nubló y el bosque se sumió en la oscuridad. Vasia anduvo hasta que le entró el sueño y entonces el terror que le inspiraba dormir la despertó. Se dirigió al norte y al este y de nuevo hacia el sur.
La noche se alargó, y Vasia caminaba tiritando. Le castañeteaban los dientes. Se le entumecieron los dedos de los pies a pesar del grosor de las botas. Parte de ella pensaba (o esperaba) que en el bosque encontraría ayuda: el destino, magia. Había albergado esperanzas de dar con el pájaro de fuego o con el caballo de crin dorada o con el cuervo que en realidad era un príncipe. «Qué tonta, mira que creer en cuentos». En invierno, el bosque se mostraba impasible ante los hombres y las mujeres; los cherti dormían y el príncipe cuervo no existía.
«Muérete. Será mejor que el convento».
Pero Vasia no estaba tan segura de ello. Era joven, tenía la sangre caliente. No era capaz de tumbarse en la nieve.
Continuó avanzando, pero se debilitaba. Temía por sus fuerzas mermadas, por sus manos entumecidas, por sus labios fríos.
En lo más negro de la noche, Vasia se detuvo y miró atrás. Anna Ivánovna no se burlaría de ella si regresase. La atarían como a un venado, la encerrarían en la iglesia y la mandarían a un convento. No quería morir y tenía mucho frío.
Entonces se fijó en los árboles que la rodeaban y se dio cuenta de que no sabía dónde estaba.
Daba igual. Podía seguir sus propias huellas y regresar por donde había venido. Miró atrás de nuevo.
Las marcas de sus pisadas habían desaparecido.
Vasia reprimió el pánico. No se había perdido. Eso no era posible. Se dirigió al norte. Sus pies cansados producían un crujido sordo en la nieve y, una vez más, el suelo le resultó tentador. ¿Por qué no tumbarse? Sólo sería un momento…
Una silueta negra se alzó al frente: un árbol retorcido, más grande que cualquier otro que Vasia conociera. Un recuerdo se removió en su mente y asomó entre la neblina. Recordó a una niña perdida, un roble gigantesco, un tuerto durmiente. Recordó una pesadilla de hacía mucho tiempo. El árbol ocupaba todo su campo de visión. «¿Me acerco? ¿Echo a correr?». Tenía demasiado frío para volver atrás.
Entonces oyó lloros.
Se detuvo casi sin atreverse a respirar. El sonido cesó al mismo tiempo. Sin embargo, en cuanto se movió, el ruido la siguió. La franja escuálida de luna salió y formó dibujos extraños en la nieve.
De pronto hubo un destello blanco entre dos árboles. Vasia aceleró el paso con pies torpes y entumecidos. No tenía hogar al que regresar ni vazila que le ofreciera aliento; su coraje titilaba como la llama de una vela. El árbol parecía llenar el mundo.
—Ven aquí —susurró una voz suave y feroz—. Acércate.
Un crujido. A su espalda, el ruido de una pisada que no era suya. Vasia se volvió de golpe: nada. Pero, cuando reanudó la marcha, otros pies le siguieron el paso.
Estaba a veinte brazos del roble retorcido y los pasos se acercaban. Cada vez le costaba más pensar. El árbol parecía llenar el mundo.
—Más cerca.
Como una niña en una pesadilla, no se atrevía a mirar atrás.
Los pies que la seguían echaron a correr y se oyó un grito agudo y reseco. Vasia también corrió sacando fuerzas de la flaqueza, pero una figura harapienta apareció delante de ella, bajo el árbol, y le tendió la mano. Su único ojo brillaba con codicia y triunfo.
—Yo te he encontrado antes.
Entonces Vasia oyó otro ruido: cascos al galope. La figura del árbol le gritó furiosa:
—¡Date prisa!
Ella tenía el árbol al frente y la criatura de respiración sibilante detrás, pero a su izquierda apareció una yegua blanca al galope, rápida como el fuego. Ciega y aterrorizada, Vasia se volvió hacia el caballo. Por el rabillo del ojo vio al upyr abalanzarse sobre ella con la cara muerta y los dientes brillando.
En ese mismo instante, la yegua la alcanzó y el jinete estiró el brazo. Vasia se agarró a la mano y acabó de bruces sobre la cruz de la yegua. El upyr aterrizó en la nieve, justo donde antes estaba la joven. La montura salió al galope. A su espalda se oyeron dos chillidos: uno de dolor y otro enfurecido.
El jinete no hablaba y Vasia, jadeante, apenas tuvo un instante para agradecer el cambio. Se quedó colgada bocabajo de la cruz de la yegua y así cabalgaron. Con cada zancada del animal, creía que las tripas le atravesarían la piel, pero continuaron galopando sin fin. No notaba las piernas ni la cara. La mano fuerte que la había levantado del suelo la tenía sujeta, pero el jinete continuaba sin pronunciar ni una palabra. La yegua olía muy diferente de cualquier otro caballo que Vasia hubiera conocido: a flores extrañas y piedra caliente; algo incoherente en una noche tan fría.
Galoparon hasta que Vasia no soportaba más el dolor ni el frío.
—Por favor —suplicó casi sin voz—. Por favor.
La parada fue abrupta, una sacudida para los huesos. Vasia se deslizó hacia atrás y cayó doblada en la nieve, entumecida, sujetándose las costillas magulladas para defenderse de las arcadas. La yegua permaneció parada. Vasia no oyó al jinete al desmontar, pero de pronto estaba sobre la nieve, así que ella se incorporó como pudo, a pesar de que no sentía los pies. Tenía la cabeza descubierta, a merced de la noche. Y nevaba: los copos de nieve se le enredaban en la trenza. Tenía demasiado frío para tiritar, se sentía pesada y apagada.
El hombre la miró y ella le devolvió la mirada.
Tenía los ojos pálidos como el agua o el hielo invernal.
—Por favor —susurró Vasia—, tengo frío.
—Aquí todo es frío —respondió él.
—¿Dónde estamos?
El se encogió de hombros.
—Más allá del viento del norte. En el fin del mundo. En ninguna parte.
De pronto, Vasia se tambaleó y se habría desplomado si no fuese porque el hombre la sujetó.
—Dime como te llamas, dévushka.
Su voz hacía un eco extraño en el bosque que los rodeaba.
Vasia negó con la cabeza. Él tenía la piel gélida y se apartó, a punto de perder el equilibrio.
—¿Quién eres?
Los copos de nieve cuajaban en sus rizos oscuros; llevaba la cabeza descubierta, como ella. Sonrió sin contestar.
—Te he visto en otra ocasión —dijo ella.
—Llego con la nieve —explicó él—. Llego cuando mueren los hombres.
Ella supo quién era. Lo había sabido desde el momento en que él le había cogido la mano.
—¿Voy a morir?
—Tal vez.
Le tocó debajo de la barbilla, y Vasia notó que le palpitaba el corazón justo donde la rozaban sus dedos. Y de repente sintió el dolor; se quedó sin respiración y cayó de rodillas. Era como si se le estuvieran formando cristales en la sangre. Él se arrodilló frente a ella. «Karachún —pensó Vasia—. Morozko, el demonio de las heladas. La muerte, es la muerte. Me encontrarán congelada sobre la nieve como a la chica del cuento».
Cogió aire y sintió que la escarcha le había llegado a los pulmones.
—Suéltame —susurró, pero tenía los labios y la lengua demasiado fríos para obedecerla—. No me habrías salvado en el roble si quisieras matarme.
El demonio dejó caer la mano y ella se arrodilló en la nieve, tratando de respirar.
Él se levantó.
—¿Crees que no, necia? —preguntó con la voz estrangulada de la rabia—. ¿Qué locura te ha llevado hasta el bosque esta noche?
Vasia se obligó a ponerse en pie.
—No he venido por voluntad propia.
La yegua blanca se acercó y le sopló su aliento cálido en la mejilla. Vasia enterró los dedos fríos en su larga crin.
—Mi madrastra quería enviarme a un convento.
—¿Y tú te has escapado? —preguntó con auténtico desprecio—. Es más fácil evitar un convento que al Oso.
Vasia lo miró a los ojos.
—No me he escapado. Bueno, sólo…
No pudo más. Se agarró al caballo con sus últimas fuerzas. La cabeza le daba vueltas. El animal volvió el cuello hacia ella y el olor a piedra y a flores la reanimó un poco. Se irguió y apretó los labios.
El demonio de las heladas se acercó, pero Vasia estiró el brazo por instinto, para apartarlo. Él le cogió la manopla entre las manos.
—Ven, mírame.
Le quitó la manopla y le puso la palma sobre la suya.
Ella tensó todo el cuerpo anticipando el dolor, pero no lo hubo. Su mano era dura y fría como el hielo de los ríos, pero el tacto en sus dedos helados le resultó agradable.
—Dime quién eres.
Su voz le envió una leve ráfaga de aire gélido a la cara.
—Soy… Vasilisa Petrovna.
Él le clavó la mirada, pero ella se mordió la lengua sin apartar la suya.
—Es un placer —dijo el demonio.
La soltó y retrocedió un paso. Sus ojos azules centellearon, pero Vasia pensó que había imaginado la expresión triunfal.
—Ahora, Vasilisa Petrovna, dime otra vez —añadió con un tono algo burlón—: ¿qué hacías rondando por el bosque negro? Esta es mi hora, sólo mía.
—Iban a enviarme a un convento al amanecer —relató Vasia—, pero mi madrastra me ha dicho que si le llevaba las flores blancas de la primavera no tendría que marcharme. Las podsnézhnild.
El demonio de las heladas la miró y se echó a reír. Vasia lo miró con asombro, pero continuó:
—Los hombres han intentado impedírmelo, pero me he zafado de ellos. Y he salido corriendo hacia el bosque. Estaba tan asustada que no podía ni pensar. Más tarde he querido regresar, pero me había perdido. Entonces he visto el roble retorcido. Y he oído pasos.
—Ha sido una locura —respondió el demonio de las heladas con parquedad—. Yo no soy el único poder que habita este bosque. No deberías haberte movido del calor de tu hogar.
—He tenido que hacerlo —repuso Vasia.
De pronto, se le nubló la vista. Las fuerzas de la flaqueza se le agotaban rápido.
—Iban a mandarme a un convento. Pero prefería congelarme en un banco de nieve. —Se estremeció de arriba abajo—. Eso ha sido antes de empezar a congelarme de verdad. Duele mucho.
—Sí —convino Morozko—. Duele.
—Los muertos se levantan —susurró Vasia—. Si me voy, el domovói desaparecerá. Toda mi familia morirá. No sé qué hacer.
El demonio de las heladas no dijo nada.
—Debo regresar a casa —consiguió decir ella—, pero no sé dónde está.
La yegua blanca dio un pisotón y agitó la crin. A Vasia le fallaron las piernas de súbito, como si fuera un potrillo recién nacido.
—Al este del sol, al oeste de la luna —dijo Morozko—. Detrás del siguiente árbol.
Vasia no respondió. Se le cerraron los párpados.
—Vamos —añadió él—. Hace frío.
Cogió a Vasia justo cuando caía. A un lado había un grupo de viejos abetos con las ramas entrelazadas. Levantó a la chica; le colgaba la cabeza como sin vida y su corazón latía con debilidad.
—Ha faltado poco —le dijo la yegua al jinete, y le sopló a la joven una nube de vaho a la cara.
—Sí —contestó Morozko—. Es más fuerte de lo que me atrevía a esperar. Cualquier otra habría muerto.
La yegua resopló.
—No te hacía falta ponerla a prueba. El Oso ya lo había hecho. Un instante más y se la habría quedado él.
—Pero no ha sido así y debemos dar las gracias.
—¿Se lo dirás? —preguntó la yegua.
—¿Todo? —dijo el demonio—. ¿Si le hablaré de osos y de hechiceros, de conjuros hechos de zafiro y de una bruja que perdió a su hija? No, claro que no. Le contaré cuanto menos, mejor. Y espero que con eso baste.
La yegua agitó la crin y echó las orejas hacia atrás, pero el demonio de las heladas no lo vio. Caminó hacia los abetos a zancadas, con la chica en brazos, y la yegua suspiró y los siguió.