DIECISIETE
UN CABALLO LLAMADO FUEGO
Kiril Artamónovich le gustaba por encima
de todo salir a cazar los jabalíes norteños de colmillos largos,
más rápidos que los caballos. El día antes de su boda, propuso
organizar una partida de caza.
—Nos ayudará a pasar el rato —le comentó a Piotr.
Acto seguido le guiñó el ojo a Vasia, que no dijo nada. Piotr no objetó. Kiril Artamónovich era un cazador de gran fama, y en otoño la carne de cerdo engordado con castañas era una delicia. Un buen jamón remataría el banquete de bodas y le daría algo de color a la cara pálida de su hija.
Antes del alba, todos estaban en pie. Las lanzas para jabalíes esperaban en un montón reluciente; los perros habían oído cómo las afilaban y habían pasado la noche dando vueltas y gimiendo en la perrera.
Vasia se levantó la primera. No llevó comida, pero fue a la caballeriza, donde los caballos daban pisotones, nerviosos por el jaleo de los perros. El joven semental ruano de Kiril temblaba con todos los ruidos, así que Vasia se acercó y allí encontró al vazila, sentado en el lomo del potro. Le sonrió. El semental resopló y echó las orejas hacia atrás.
—Qué mal genio tienes —le reprobó Vasia—. Aunque supongo que Kiril Artamónovich va arrastrándote por ahí de la boca.
El potro echó las orejas hacia delante.
—Tú no tienes aspecto de caballo.
Vasia sonrió.
—Gracias a Dios. ¿No quieres ir de cacería?
El caballo reflexionó,
—Me gusta correr. Pero los jabalíes huelen fatal y el hombre me pegará si tengo miedo. Prefiero pastar.
Vasia le acarició el cuello para reconfortarlo. Si seguía así, Kiril acabaría echando a perder a aquel potro tan bonito, que en realidad era poco más que un potrillo. El caballo le rozó el pecho con el hocico y le dejó una mancha de agua y algo más denso y verdoso.
—Ahora me parezco a un espantapájaros incluso más de lo habitual —comentó Vasia, sin hablarle a nadie en particular—. Anna Ivánovna estará encantada.
»El jabalí no te hará daño si eres rápido —añadió hablándole a Ogon—, Y tú, hermosura, eres lo más rápido del mundo. No tengas miedo.
El potro no respondió más que poniéndole la cabeza entre los brazos. Vasia le frotó el pelaje sedoso de las orejas y suspiró. Nada le habría gustado más que salir a cabalgar libremente por el bosque otoñal, a poder ser a lomos de Ogon el patilargo, que tenía aspecto de dejar atrás a una liebre a campo abierto. Sin embargo, tenía que ir a la cocina a amasar pan y escuchar los chismorreos de todas las mujeres que esos días estaban de visita. Mientras Vasia intentaba no quemar nada, Irina presumía de su perfección.
—Normalmente insultaría a la necia que se atreviera a acercarse tanto a mi caballo —dijo una voz a su espalda.
Ogon levantó la cabeza tan rápido que estuvo a punto de partirle la nariz a la joven.
—Pero tú tienes mano con los animales, Vasilisa Petrovna.
Kiril Artamónovich se acercó sonriendo y agarró al potro por la cabezada.
—Tranquilo, loco —dijo.
El potro puso los ojos en blanco, pero sólo se movió para temblar.
—Hoy habéis salido pronto, mi señor —dijo Vasia mientras aún se recuperaba del susto.
—Como tú, Vasilisa Petrovna.
En el establo hacía frío y su aliento formaba pequeñas nubes.
—Hay mucho que hacer —respondió ella—. Si el día lo permite, las mujeres nos acercaremos a caballo después de la cacería. Y hoy habrá un banquete.
El sonrió de oreja a oreja.
—No hace falta que pongas excusas, dévushka. Me parece bien que una chica madrugue y se interese por el ganado de un hombre. —Kiril tenía un hoyuelo a un lado de la boca—, No le diré a tu padre que te he visto aquí.
Vasia recobró la compostura.
—Decídselo si queréis.
Él sonrió.
—Me gusta tu actitud.
Ella se encogió de hombros.
—Tu hermana es más guapa que tú —añadió él, meditativo—. Dentro de unos años será una esposa fácil: una florecilla. No le amargará las noches a nadie. Pero tú… —Kiril la acercó hacia sí y le pasó la mano por la espalda, como tasándola—. Tú eres muy huesuda, pero me gustan las chicas fuertes. No morirás dando a luz. —Kiril la manejaba con confianza y sus modales indicaban que esperaba obediencia—. ¿Te gustará darme hijos?
La besó antes de que ella se diera cuenta de lo que ocurría, mientras la joven aún se sorprendía por la fuerza de sus manos. Besaba tal como tocaba: con firmeza y disfrute experimentado. Vasia intentó apartarlo, sin apenas resultado. Kiril le levantó la cabeza y le hundió los dedos en ese punto suave que hay detrás de la mandíbula. Le dio vueltas la cabeza. Él olía a almizcle y a hidromiel y a caballos. Tenía las manos enormes y le posó la palma de una de ellas en la espalda. La otra se deslizó por sus hombros, el pecho, la cadera.
Lo que encontró parecía gustarle y, cuando la soltó, respiraba con fuerza y tenía las aletas nasales abiertas como las de un caballo. Vasia se quedó quieta, tragándose el asco. Lo miró a la cara. «Para él soy una yegua —pensó de pronto y con claridad—. Y si la yegua no se doblega, la obligará él».
La sonrisa de Kiril perdió algo de lustre. Vasia no sabía hasta qué punto había percibido el orgullo y el desdén de su expresión, pero cuando él se fijó de nuevo en sus labios y en su silueta, supo que su prometido también adivinaba su miedo. La inquietud pasó e intentó abrazarla de nuevo, pero Vasia fue más rápida. Le apartó la mano y salió corriendo del establo sin mirar atrás. Cuando llegó a la cocina, estaba tan pálida que Dunia la hizo sentarse junto al fuego y le dio vino caliente hasta que recuperó el color.
Durante todo ese día, del suelo salió una neblina fría que se enredaba entre los árboles. Los cazadores consiguieron una presa poco antes del mediodía. En ese momento, Vasia manejaba la pala del horno con destreza ceñuda y oyó el gemido moribundo del animal a lo lejos. Se sintió identificada con él.
Poco después, las mujeres salieron de casa bajo un cielo gris, acompañadas de hombres que guiaban a los caballos de carga. Konstantín estaba en la comitiva, con el rostro pálido y glorificado por la luz otoñal. Los hombres y las mujeres lo observaban con reverencia y admiración furtiva, pero Vasia lo evitó y se quedó al final de la procesión con Irina, frenando las zancadas largas de su yegua para igualar el paso del poni.
La neblina cubría la tierra. Las mujeres se quejaban del frío y se abrigaban con las capas.
De pronto, Mysh se encabritó. Hasta la bestia plácida que cargaba con Irina se asustó de tal modo que la niña soltó un grito ahogado y se aferró a las riendas. Vasia se afanó en tranquilizar a la yegua y cogió al poni por la brida. Se fijó en adonde apuntaba Mysh con las orejas y vio una criatura de piel blanca apostada entre los troncos de dos abedules altos; tenía forma de hombre y los ojos claros, pero su pelo lo constituían los matorrales enredados. No tenía sombra.
—No pasa nada —le dijo Vasia a Mysh—. Eso no se come a los caballos, sólo a los viajeros ingenuos.
La yegua movió las orejas, pero echó a caminar vacilante.
—Leshi, lesovik —murmuró Vasia cuando pasaron por delante, e hizo una reverencia desde la cintura.
Era el leshi, el guardián del bosque, que casi nunca se acercaba tanto a los hombres.
—Quiero hablar contigo, Vasilisa Petrovna.
La voz del guardián era el susurro de las ramas al amanecer.
—Enseguida —contestó ella tras rehacerse de la sorpresa.
—¿Con quién hablas? —preguntó Irina con voz muy aguda.
—Con nadie. Hablo sola.
Irina se quedó callada y Vasia suspiró para sus adentros. Estaba segura de que se lo contaría a su madre.
Al adentrarse un poco en el bosque, encontraron a los cazadores recuperándose de la fatiga bajo un árbol grande. Ya habían colgado al jabalí por las patas de una rama gruesa. Era una hembra y del tajo que tenía en la garganta brotaba sangre que recogían en un cubo. Alrededor del grupo se oían risas y chanzas.
Seriozha, que se creía muy mayor y a quien habían tenido que persuadir para que esperase a salir con las mujeres, saltó del poni y corrió a mirar la pieza con los ojos como platos. Vasia se bajó del lomo de Mysh y le entregó las riendas a un mozo.
—Hemos cazado una buena pieza, ¿no crees, Vasilisa Petrovna?
La voz que oyó provenía de atrás, y dio media vuelta. Se le había secado la sangre en las líneas de la palma de la mano, pero la sonrisa juvenil de Kiril no había perdido lustre,
—La carne nos vendrá bien —contestó Vasia.
—Te guardaré el hígado. —Le lanzó una mirada especulativa—. Te conviene engordar un poco.
—Sois muy generoso —dijo Vasia.
Inclinó la cabeza y se marchó como si fuera una doncella demasiado recatada para hablar. Las mujeres estaban sacando el banquete frío de unos fardos pesados. Con mucho cuidado, Vasia fue acercándose poco a poco a un grupo pequeño de abedules, hasta que pudo meterse entre los árboles y desaparecer.
No se dio cuenta de que Kiril sonreía para sí y la seguía.
Los leshi eran peligrosos. Cuando se les antojaba, hacían caminar a los viajeros describiendo círculos hasta que caían agotados. A veces, estos tenían la suficiente sensatez como para ponerse la ropa del revés a modo de precaución, pero no siempre. La mayoría moría.
Vasia lo encontró en el centro de una pequeña arboleda de abedules. La miraba desde lo alto con ojos relucientes.
—¿Qué novedades hay? —preguntó Vasia.
El leshi emitió un chirrido de desaprobación.
—Tu gente viene con estrépito a asustar al bosque y matar a mis criaturas. Hace tiempo me habrían pedido permiso.
—Te lo pedimos de nuevo —se apresuró a responder Vasia.
Ya tenían suficientes problemas sin molestar además al guardián del bosque. Se desató el pañuelo bordado, se lo puso en la mano, y él le dio vueltas con sus dedos largos y finos como ramitas.
—Te pedimos perdón —dijo Vasia—. Y no me olvides.
—Yo te pido lo mismo —contestó el guardián apaciguado—. Nos desvanecemos, Vasilisa Petrovna. Incluso yo, que he visto a estos árboles crecer desde que eran retoños. Tu pueblo vacila y los cherti se marchitan. Si viene el Oso, estaréis desprotegidos. Se ajustarán las cuentas. Tened cuidado con los muertos.
—¿Qué significa que tengamos cuidado con los muertos?
El leshi inclinó la cabeza canosa.
—Hay tres señales. Los muertos son la cuarta.
Entonces desapareció, y ella no oyó más que los pájaros cantando entre los crujidos y siseos del bosque.
—Ya basta —musitó Vasia sin esperar respuesta—. ¿Por qué no podéis hablar claro? ¿Qué teméis?
Kiril Artamónovich salió de entre unos árboles.
Vasia tensó la espalda.
—¿Os habéis perdido, mi señor?
Él soltó un resoplido.
—No más que tú, Vasilisa Petrovna. Nunca había visto a una chica andar por el bosque con tanta ligereza. Aun así, no deberías estar desprotegida.
Ella no contestó.
—Ven conmigo —la instó él.
No podía negarse. Caminaron el uno al lado del otro por el lodo espeso del sotobosque mientras las hojas caían a su alrededor.
—Mis tierras te gustarán, Vasilisa Petrovna —dijo Kiril—. Los caballos corren por campos que llegan más allá de donde alcanza la vista y los mercaderes nos traen joyas de Vladímir, la ciudad de la Madre de Dios.
En ese momento, Vasia tuvo una visión; no de una casa señorial, sino de ella galopando a lomos de un caballo, atravesando tierras sin bosques. Se quedó inmóvil un momento, lejos de todo aquello. Kiril le cogió la trenza y se la acarició justo por encima del pecho. Ella volvió en sí de golpe y apartó el pelo, pero él se lo agarró de nuevo y se la acercó.
—Ven aquí, no seas así.
Ella retrocedió, pero Kiril le cogió la trenza y se la enrolló alrededor del puño.
—Te enseñaré a desearme.
Buscó la boca de Vasia con la suya.
Un chillido penetrante partió el silencio de la tarde en dos.
Kiril la soltó. Alcanzaron a ver una silueta marrón entre los árboles, y Vasia echó a correr maldiciendo las faldas. No obstante, incluso con ese estorbo, ella iba más deprisa que el hombretón que la seguía. Rodeó un árbol de acebo y se detuvo en seco, horrorizada. Seriozha estaba aferrado al cuello de Mysh y la yegua marrón corcoveaba y daba vueltas como un potrillo. Miraba a su alrededor con pánico y los ojos muy abiertos.
Vasia no comprendía; el niño ya había montado a lomos de la yegua en alguna ocasión y ella era muy prudente. Pero en ese momento daba saltos como si tuviera tres demonios sentados en la grupa. Irina estaba pegada a un árbol al borde del claro y se tapaba la boca con ambas manos.
—¡Se lo he dicho! —sollozó—. Le he dicho que se portaba mal, pero me ha contestado que ya era mayor. Que podía hacer lo que quisiera. Quería galopar. No me hacía caso.
El claro de alisos estaba lleno de sombras demasiado largas para la luz del mediodía. Una de ellas dio la impresión de avanzar deprisa. Durante un segundo, Vasia juraría haber avistado una sonrisa demente y el guiño de un único ojo.
—Mysh, estáte quieta —le dijo al caballo.
La yegua posó las cuatro patas en el suelo de inmediato, con las orejas hacia atrás. Hubo medio segundo de quietud.
—Seriozha —dijo Vasia—. Ahora.
Kiril irrumpió en el claro saliendo de entre la maleza con estrépito. En ese mismo instante, las sombras parecieron saltar desde tres lugares distintos. La yegua perdió la compostura de nuevo, dio la vuelta y echó a correr. Clavaba las patas largas en la tierra del sendero y estuvo a punto de derribar a su jinete volando sin control entre los troncos de los árboles. Seriozha chillaba, pero se mantuvo en la silla agarrándose al cuello del caballo.
En algún lugar, alguien se reía.
Vasia corrió hacia los demás caballos y cogió el cuchillo que llevaba colgando de la cintura. Kiril la siguió, pero ella era más rápida. Pasó como una exhalación por delante de su padre atónito y fue a por Ogon, que estaba más cerca.
—¿Qué haces? —gritó Kiril.
Vasia no respondió. El potro estaba atado, pero cortó la soga de un solo golpe, saltó a su lomo desnudo y enredó los dedos en la crin rojiza.
El caballo salió a la carrera y Kiril se quedó boquiabierto. Vasia se inclinó hacia delante para hacerse con el ritmo del semental y apretó las piernas alrededor de su cuerpo. Le habría gustado tener tiempo para desenmarañar las distintas capas de la falda, que ondeaba atronando entre los árboles. Agachó la cabeza hasta el cuello del caballo; al frente esperaba un tronco derribado en el camino. Vasia respiró hondo. Ogon superó la barrera con paso tan seguro como el de un ciervo.
Emergieron a un campo embarrado apenas a diez cuerpos de la yegua desbocada. Era un milagro que Seriozha continuase aferrado al cuello de Mysh, pero no le quedaba más remedio: a esa velocidad, una caída sería fatal y las condiciones en las que estaba el camino eran traicioneras, con cientos de tocones semiescondidos. Ogon fue ganando terreno con presteza; aventajaba a la yegua en velocidad, y ella corría asustada y en zigzag mientras se retorcía, empeñada en deshacerse del niño. Vasia le gritó que se detuviera, pero la yegua no la oía o no hacía caso, así que trató de infundir ánimo a Seriozha, pero el viento arrastraba las palabras. Ogon y ella fueron salvando la distancia; de la boca del caballo salía espuma; al otro extremo del campo había una zanja que habían cavado para drenar el agua de la lluvia del campo de cebada y, aunque Mysh fuera capaz de saltarla, Seriozha no aguantaría montado. Le gritó a Ogon, y una serie de zancadas potentes los acercó a la yegua desbocada. La zanja estaba próxima. Vasia estiró el brazo para agarrar a su sobrino.
—¡Suéltate! ¡Suelta! —le chilló cuando lo tuvo agarrado por la camisa.
Seriozha tuvo tiempo de mirarla presa del pánico un instante antes de que ella tirara de él y lo lanzara de bruces sobre la cruz rojiza de Ogon. El niño tenía un puñado de crines negras en cada mano. Vasia desplazó su peso de inmediato para instar al potro a virar antes de llegar al borde y, sin saber cómo, el semental consiguió recoger las patas traseras y lanzarse hacia un lado para continuar galopando en paralelo a la zanja. Unos pasos más allá, derrapó y se detuvo. Temblaba de arriba abajo. Mysh no había tenido tanta suerte: presa del pánico, había caído en la zanja y estaba revolviéndose y agitando las patas en el fondo.
Vasia desmontó y se tambaleó cuando las piernas amenazaron con fallarle. Tiró de su sobrino para bajarlo del lomo y lo examinó deprisa. Tenía la nariz y el labio ensangrentados; el hombro de Ogon era duro como la piedra.
—Seriozha. Sergui Nikoláyevich, estás bien. No llores.
Su sobrino sollozaba y temblaba y se reía, todo al mismo tiempo. Vasia le estampó una bofetada en la cara manchada de sangre, y él se estremeció y se quedó callado. Entonces ella lo abrazó con fuerza. A su espalda oyó el ruido de un caballo en apuros.
—Ogon —le dijo Vasia al semental, que estaba detrás de ella salpicado de espuma—, quédate aquí.
El caballo asintió moviendo una oreja. Vasia soltó al niño y se deslizó aprisa basta el fondo de la zanja. Mysh estaba en un charco de agua, pero Vasia se arrodilló igualmente junto a la cabeza manchada de espuma del animal. Por obra de algún milagro, no se había roto ninguna pata.
—Estás bien —le susurró Vasia—. Estás bien.
Respiró al mismo ritmo que la yegua una vez y otra. De pronto, Mysh se quedó inmóvil y en silencio con el tacto de su mano ardiente. Vasia se levantó y se apartó.
La yegua se serenó y se levantó con la torpeza de un potrillo y las patas separadas. Vasia, que hasta entonces no había reaccionado, se echó a temblar y le rodeó el cuello con los brazos.
—Qué tonta… —le susurró—. ¿Qué tripa se te ha roto?
—He visto una sombra —dijo la yegua—. Tenía dientes.
No había tiempo para más. Desde arriba les llegó un barullo de voces y una pequeña avalancha de piedras anunció la llegada de Kiril Artamónovich. Mysh dio un respingo. Kiril observaba.
A Vasia le quemaba el rostro.
—La yegua se ha asustado —se apresuró a decir mientras le agarraba las riendas—. Oléis a sangre, Kiril Artamónovich. Será mejor que no bajéis.
Kiril no tenía intención alguna de deslizarse hasta el barro y el agua, pero, aun así, las palabras de su prometida no lo apaciguaron.
—Me has robado el caballo.
Vasia tuvo el detalle de fingir estar avergonzada.
—¿Quién te ha enseñado a montar así?
Ella tragó saliva mientras medía la expresión de horror de Kiril.
—Mi padre —contestó.
La respuesta sorprendió tanto a su prometido que sintió gratificación.
Salió de la zanja como pudo y la yegua la siguió como un gatito. Se detuvieron al llegar arriba. Kiril la miró con dureza.
—Tal vez podría montar vuestros caballos cuando estemos casados —dijo Vasia con ademán inocente.
Pero Kiril no contestó.
Ella se encogió de hombros y entonces se dio cuenta de lo agotada que estaba. Tenía las piernas débiles como juncos y le dolía el hombro izquierdo, con el que había tirado de Seriozha para subirlo a Ogon.
Un grupo de jinetes cruzaba el firme irregular del campo; a la cabeza iba Piotr, y Burán lo llevaba a paso firme. Sus hijos varones iban justo detrás de él. Kolia fue el primero en desmontar; bajó de un salto y corrió hacia su hijo, que aún lloraba.
—Seriozha, ¿estás bien? —exigió saber—. Synok, ¿qué ha pasado? ¡Seriozha!
El niño no contestaba, de modo que Kolia se dirigió a Vasia:
—¿Qué ha pasado?
Su hermana no sabía qué decir y tartamudeó algo. En ese momento desmontaban Aliosha y su padre, que la miró con urgencia antes de fijarse en Seriozha, Ogon y Mysh.
—¿Estás bien, Vasia? —preguntó.
—Sí —consiguió contestar ella antes de sonrojarse.
Sus vecinos, todos hombres, se aproximaban al galope. Con la vista fija en ellos. De pronto, Vasia se estremeció al darse cuenta de que llevaba la cabeza descubierta, la falda rasgada y la cara sucia. Su padre le susurró algo al oído a Kolia, que abrazaba a su hijo lloroso.
Vasia había perdido la capa en la acometida; Aliosha desmontó y la tapó con la suya.
—Vamos, tonta —le dijo mientras ella se la abrochaba, agradecida—. Será mejor que te tapes.
Vasia se acordó de su orgullo y levantó la barbilla un ápice con ademán terco.
—No me avergüenzo. Prefiero haber hecho algo antes que ver a Seriozha muerto con la cabeza abierta.
Piotr la oyó.
—Ve con tu hermano —gruñó, volviéndose contra ella de forma inesperada—. Ahora, Vasia.
Ella lo miró y, entonces, sin mediar palabra, dejó que Aliosha la ayudase a subir a la silla. Un rumor se extendió entre los vecinos, que la miraban con avidez. Vasia apretó los puños y se negó a bajar la mirada.
Pero los vecinos no tuvieron mucho tiempo para mirar embobados. Aliosha montó detrás de ella, apretó los talones contra el caballo y se marcharon al galope.
—¿Acaso te avergüenzas tú, Lioshka? —le preguntó Vasia con evidente desprecio—. ¿Piensas encerrarme en la bodega? ¿Es mejor que nuestro sobrino muera a que yo avergüence a la familia?
—No seas idiota —repuso él con parquedad—. Todos se calmarán antes si no tienen que mirarte los desgarrones del vestido.
Vasia no dijo nada.
Con tono más amable, su hermano añadió:
—Voy a llevarte con Dunia. Parecías a punto de desmayarte.
—No lo niego —contestó ella con voz más suave.
Aliosha vaciló.
—Vásochka, ¿qué es lo que has hecho? Sabía que podías montar, pero… ¿así? ¿A lomos de ese potro ruano loco?
—Me han enseñado los caballos —respondió Vasia tras una pausa—. Cuando los sacaba a pasturar.
No dio más detalles, y su hermano guardó silencio un buen rato.
—Si no lo hubieras rescatado, habríamos recogido a nuestro sobrino muerto o malherido —concedió, hablando despacio—. Lo sé y te lo agradezco. Estoy seguro de que nuestro padre también.
—Gracias —susurró ella.
—Sin embargo —añadió con cierta ironía—, me temo que te espera una cabaña en el bosque si no haces votos o te casas con un granjero. Que montes como un guerrero ha desagradado mucho a nuestro vecino; lo has humillado al llevarte su caballo.
Vasia se rio, aunque no sin algo de amargura.
—Me alegro. Eso me evitará tener que escaparme antes de la boda. Preferiría casarme con un campesino antes que con ese Kiril Artamónovich. Pero nuestro padre está furioso.
Justo cuando ya tenían la casa a la vista, Piotr apareció a su lado. Parecía contento y exasperado y enfadado y algo más lúgubre. Preocupado, quizá. Carraspeó.
—¿Te has hecho daño, Vásochka?
Vasia no lo había oído llamarla por ese apodo cariñoso desde que era pequeña.
—No —contestó—. Pero siento haberte avergonzado, padre.
Piotr negó con la cabeza, aunque no dijo nada. Hubo una pausa larga.
—Gracias —dijo él al final—. Por mi nieto.
Vasia sonrió.
—Deberíamos agradecérselo a Ogon —respondió con más alegría—. Y dar las gracias también porque Seriozha tuviera la sensatez de sujetarse durante tanto tiempo.
Llegaron hasta casa en silencio. Vasia se apresuró a refugiarse en los baños para aliviar el dolor de las piernas con el vapor caliente.
Esa noche, Kiril fue a hablar con Piotr durante la cena.
—Creía que me entregabas una doncella bien educada, no una criatura salvaje.
—Vasia es buena chica —contestó Piotr—. Es obstinada, pero eso se puede…
Kiril soltó un resoplido.
—Tal vez haya sido magia negra lo que sostenía a esa chica a lomos de mi caballo, pero no ha sido el arte de ningún mortal.
—Ha sido pura fuerza y energía —dijo Piotr con algo de desesperación—. Te dará hijos fuertes.
—¿A qué precio? —preguntó Kiril Artamónovich con pesimismo—. Quiero tener una mujer en casa, no a una bruja ni un espíritu del bosque. Además, me ha avergonzado ante toda tu compañía.
A pesar de que Piotr intentó razonar, no consiguió convencerlo.
Piotr no acostumbraba a pegar a sus hijos, pero cuando Kiril anuló el compromiso, azotó a Vasia, más que nada para acallar sus propios miedos por ella. «¿Es que no puede hacer lo que se le dice por una vez?».
«Sólo quieren a la doncella salvaje».
Vasia aguantó con los ojos secos y tan sólo le ofreció una mirada reprobadora antes de marcharse caminando con rigidez. Su padre no la vio llorar más tarde, acurrucada entre las patas de Mysh.
No hubo boda. Al amanecer, Kiril Artamónovich se marchó a caballo.