VEINTISIETE
EL OSO INVERNAL

Vasia regresó a Lesnaya Zemliá con la primera luz de un amanecer claro de invierno. Solovéi la llevó hasta la parte de la empalizada que estaba más cerca de su casa y, de pie sobre su lomo, alcanzó la parte superior del muro de postes afilados.

—Te espero, Vasia —dijo el semental—. Si me necesitas, sólo tienes que llamarme.

Vasia le acarició el cuello y después saltó la empalizada y aterrizó en la nieve.

Encontró a Aliosha en la cocina del ala de invierno; estaba solo, armado y daba vueltas con la capa y las botas puestas. Cuando la vio, se detuvo en seco. Los dos hermanos se miraron.

Entonces Aliosha dio dos zancadas y la estrechó entre sus brazos.

—Dios mío, Vasia, qué susto me has dado —le dijo hablándole al pelo—. Creía que habías muerto. Maldita sea Anna Ivánovna y el upyr también. Estaba a punto de ir a buscarte. ¿Qué ha ocurrido? Ni siquiera tienes cara de haber pasado frío. —La apartó un poco—. Te veo diferente.

Vasia se acordó de la casa del bosque, de la buena comida, del descanso y el calor. De las interminables cabalgatas sobre la nieve. Y pensó también en Morozko, en cómo la miraba por las noches, por encima de las llamas del fuego.

—A lo mejor estoy diferente.

Soltó las flores.

Aliosha se quedó boquiabierto.

—¿Dónde? —tartamudeó—. ¿Cómo?

Vasia le ofreció una sonrisa torcida.

—Son un regalo.

Aliosha estiró el brazo y tocó uno de los frágiles tallos.

—No servirá de nada, Vasia —dijo al recobrar la compostura—. Anna no cumplirá su promesa. En el pueblo, la gente tiene miedo y si alguien se entera de esto…

—No se lo diremos —contestó Vasia con firmeza—. Basta con que yo haya cumplido mi parte de la promesa. Cuando llegue el solsticio, los muertos yacerán tranquilos. Nuestro padre volverá a casa y tú y yo lo haremos entrar en razón. Mientras tanto, tenemos que proteger la casa.

Se volvió hacia el horno.

Justo en ese momento, Irina irrumpió en la cocina y dio un grito.

—¡Vásochka! Has vuelto. Estaba muy asustada.

Rodeó a su hermana con los brazos y esta le acarició el pelo. Irina se apartó.

—Pero ¿dónde está mi madre? —preguntó—. No está en la cama, y suele dormir hasta muy tarde. Pensaba que estaría en la cocina.

Vasia notó el tacto de un dedo frío en la nuca, pero no supo el motivo.

—Puede que esté en la iglesia, pajarito —contestó—. Voy a ver. Mientras tanto, aquí tienes unas flores.

Irina las cogió, se las acercó a la cara y las rozó con los labios.

—Es muy pronto. ¿Ha llegado la primavera, Vásochka?

—No. Son sólo una promesa. Escóndelas. Ahora debo ir a buscar a tu madre.

En la iglesia no había nadie más que el padre Konstantín. Vasia caminó ligera en mitad de aquella quietud, y los iconos parecían contemplarla.

—Tú… —dijo Konstantín con aire fatigado—. Ha cumplido su promesa.

No había apartado la mirada de los iconos.

Vasia lo rodeó y se colocó entre el sacerdote y el iconostasio. En los ojos hundidos del religioso ardía un fuego mortecino.

—Lo he dado todo por ti, Vasilisa Petrovna.

—Todo no. Es evidente que vuestro orgullo está intacto, igual que vuestros delirios. ¿Dónde está mi madrastra, bátiushka?

—Lo he dado todo —insistió Konstantín. Alzó la voz, como si hablara a su pesar—: Creí que la voz era la de Dios, pero no. Y mi pecado se mantiene: te deseo. Escuché al demonio con tal de alejarte de mí, y ahora jamás estaré limpio.

—Bátiushka, ¿de qué demonio habláis?

—De la voz en la oscuridad —respondió Konstantín—. El que desata las tormentas. La sombra sobre la nieve. Pero él me dijo…

Konstantín se tapó la cara con las manos y le temblaron los hombros.

Vasia se arrodilló y le retiró las manos del rostro.

—Bátiushka, ¿dónde está Anna Ivánovna?

—En el bosque —respondió mirándola a la cara como fascinado, igual que había hecho Aliosha.

Vasia se preguntó de qué manera la había cambiado la casa del bosque.

—Con la sombra. Es el precio de mis pecados.

—Bátiushka, en el bosque ¿visteis un gran roble negro y retorcido? —preguntó Vasia con mucho tiento.

—¿Cómo no ibas a conocer el lugar? —dijo Konstantín—. Allí habitan los demonios.

Entonces el sacerdote dio un respingo: Vasia se había quedado lívida.

—¿Qué pasa, niña? —preguntó con la sombra de su antigua arrogancia—. No puedes llorar a esa vieja loca: quería verte muerta.

Pero Vasia ya estaba en marcha y corría hacia la casa. La puerta se cerró de golpe a su espalda.

Acababa de recordar a su madrastra mirando al domovói con los ojos a punto de salírsele de las cuencas.

«Lo que más desea son las vidas de aquellos que lo ven».

El Oso tenía a su bruja, y estaba amaneciendo.

Se metió dos dedos en la boca y emitió un silbido agudo. A esas horas ya salía un hilillo de humo de las chimeneas; el silbido partió la mañana como flechas de saqueadores, y la gente empezó a salir de sus casas. «¡Vasia!», oyó. «¡Vasilisa Petrovna!». Pero, de pronto, todos callaron, porque Solovéi había saltado la empalizada. El caballo galopó hasta donde estaba ella y, cuando se montó de un salto, no perdió el paso. Se oyeron gritos de asombro.

El caballo derrapó y se detuvo en el dvor. Desde el establo se oían relinchos de caballos y Aliosha salió corriendo de la casa con la espada desenfundada. Irina, que iba tras él, esperó atemorizada junto a la puerta de la casa. Ambos se quedaron quietos y contemplaron a Solovéi.

—Lioshka, ven conmigo —ordenó Vasia—. ¡Vamos! No hay tiempo.

Aliosha miró a su hermana y al semental alazán. Se volvió hacia Irina y, después, hacia sus vecinos.

—¿Puedes llevarlo a él también? —le preguntó Vasia a Solovéi.

—Sí —respondió él—. Si tú me lo pides. Pero ¿adonde vamos?

—Al roble. Al claro del Oso —contestó Vasia—. Tan rápido como puedas galopar.

Sin una palabra, Aliosha se montó de un brinco detrás de ella.

Solovéi alzó la cabeza como un semental que olfatea la batalla. Sin embargo, dijo:

—No puedes hacerlo tú sola, y Morozko está lejos. Ha dicho que debe esperar al solsticio de invierno.

—¿Que no puedo? —preguntó Vasia—. Voy a hacerlo. Deprisa.

A Anna Ivánovna no le quedaba voz. Tenía los músculos y las cuerdas vocales desgarrados y arruinados. Aunque apenas conseguía arrancarles un carraspeo seco, continuaba intentando chillar. Estaba tendida en la tierra, y el tuerto se había sentado a su lado y sonreía.

—Hermosa mía —decía él—. Grita de nuevo. Es precioso. Con cada chillido te madura el alma.

Él se acercó más. Anna vio a un hombre con unas cicatrices azules y tortuosas en la cara y, al cabo de un instante, sobre ella se inclinaba un oso sonriente de un solo ojo cuya cabeza y hombros parecían a punto de reventar el cielo. Al momento siguiente, ya no era nada: una tormenta, el viento, un incendio estival descontrolado. Una sombra. Anna quiso apartarse y tuvo una arcada. Intentó levantarse como pudo, pero la criatura le sonreía desde las alturas y se quedó sin fuerzas. Se quedó allí tumbada, respirando aquel aire putrefacto.

—Eres gloriosa —dijo la criatura.

Babeaba pegado a ella y le recorría el cuerpo con las manos. A sus pies había otra figura acuclillada; era pequeña y estaba envuelta en tela blanca. La cara se había reducido a un par de ojos juntos, una frente estrecha y una boca enorme que se abría con ansia voraz. Estaba agachada en el suelo, con la cabeza entre las rodillas, aunque de vez en cuando miraba a Anna con una luz hambrienta que relucía en la oscuridad de sus ojos.

—Dunia —sollozó Anna, pues era ella, vestida tal como la habían enterrado—. Dunia, por favor.

Pero Dunia no dijo nada. Abrió la boca cavernosa.

—Muere —dijo Medved con ternura extasiada. Soltó a Anna y retrocedió un paso—. Muere y vive para siempre.

El upyr se abalanzó sobre ella. Anna se defendió con débiles arañazos.

Pero entonces, desde el otro extremo del claro, llegó el relincho resonante de un semental.

Mientras Solovéi galopaba, Vasia le contó a Aliosha que un monstruo tenía a su madrastra y que, si la mataba, sería libre de arrasar aquellas tierras con fuego y terror.

—Vasia —dijo él mientras digería todo aquello—, ¿dónde has estado?

—He sido huésped del rey del invierno.

—Pues deberías haber regresado con una enorme fortuna —contestó él al instante.

Vasia se rio.

Despuntaba el día y un olor extraño, cálido y nauseabundo se extendía entre los troncos de los árboles. Solovéi galopaba sin descanso con las orejas hacia delante. Era un caballo digno de descendientes de un dios, pero Vasia tenía las manos vacías y no sabía pelear.

—No debes tener miedo —le advirtió Solovéi.

Ella le acarició el pelaje suave del cuello.

Al frente apareció el roble gigantesco. Vasia notó que Aliosha se ponía tenso. Ambos jinetes pasaron el árbol de largo y entraron en un claro, un lugar que Vasia no conocía. El cielo estaba blanco y el aire, cálido; rompió a sudar con tanto abrigo.

Solovéi levantó las patas delanteras y se hizo aún más grande. Aliosha se agarró a la cintura de Vasia.

Una cosa blanca yacía bocabajo en la tierra embarrada mientras debajo se agitaba otra figura. Alrededor había un gran charco de sangre muy llamativo.

A un lado, erguido con una sonrisa amplia, estaba el Oso. Pero ya no era un hombre menudo cubierto de cicatrices. En ese momento, Vasia vio a un oso de verdad, sólo que más grande que cualquier otro que hubiera visto. Tenía el pelaje moteado, del color de los liquenes; sus labios negros brillaban alrededor de una vasta boca rugiente.

Cuando los vio llegar, esos labios negros adoptaron una leve sonrisa y la lengua asomó roja entre los dientes.

—¡Dos! —exclamó—. Mucho mejor. Creía que mi hermano ya te tenía, pero supongo que es demasiado idiota como para obligarte a quedarte con él.

Por el rabillo del ojo, Vasia vio a la yegua blanca entrar en el claro.

—Vaya, aquí está —dijo el Oso, aunque con tono más duro—. Hola, hermano. ¿Vienes a despedirte de mí?

Morozko se tomó un instante para clavarle a Vasia una mirada breve y ardiente, y ella sintió que en su interior prendía el mismo fuego: poder y libertad, unidos. Debajo tenía al gran semental alazán; delante, los ojos salvajes del demonio de las heladas y, entre ellos, el monstruo. Vasia echó la cabeza atrás y se rio y, en ese instante, sintió que la joya que llevaba colgada del cuello quemaba.

—Bueno —le dijo Morozko con ironía y la voz del viento—, he intentado mantenerte a salvo.

Se levantaba aire. Era una corriente ligera pero rápida y cortante. Algunas de las nubes blancas del cielo se disiparon, y Vasia alcanzó a ver el cielo puro del amanecer. Oyó a Morozko hablar en voz baja pero clara, aunque no comprendía las palabras. Tenía la mirada fija en algo que ella no veía. El viento empezó a soplar a ráfagas.

—¿Acaso pretendes asustarme, Karachún? —preguntó Medved.

—Yo puedo ganar algo de tiempo, Vasia —le dijo el viento al oído—, pero no sé cuánto. Habría sido más fuerte llegado el solsticio.

—No podía esperar: tiene a mi madrastra —explicó Vasia—. Se me había olvidado que ella también ve.

De pronto, reparó en que había otras caras en el bosque, al borde del claro. Una mujer desnuda con una melena larga y mojada, y una criatura que parecía un anciano con la piel como la corteza de un árbol. Estaba el vodianói, el rey del río, con sus enormes ojos de pez. También habían acudido el polevik y el bolótnik. Y había más: docenas. Criaturas que parecían cuervos y otras que parecían rocas y setas y montones de nieve. Muchas de ellas avanzaron despacio hacia el lugar donde estaba la yegua blanca con Vasia y Solovéi, y se agruparon alrededor de sus pies y patas. Aliosha, que estaba detrás de su hermana, silbó con asombro.

—Los veo, Vasia.

Pero el Oso también hablaba, lo hacía con la voz de varios hombres chillando. Algunos de los cherti se unieron a él. El bolótnik, la criatura malvada de los pantanos. Vasia notó que casi le daba un vuelco el corazón al ver a la rusalka caminar hacia él con rostro salvaje, vacío, hermoso y lleno de deseo.

Los cherti estaban eligiendo bando con expresión resuelta. «Rey del invierno, Medved, nosotros acudiremos». Vasia sintió que titilaban al filo de la batalla, y a ella le hervía la sangre. Oía muchas voces. La yegua blanca dio un paso adelante con Morozko a lomos. Solovéi se encabritó y dio pisotones en la tierra.

—Ve, Vasia —dijo el viento con la voz de Morozko—. Tu madrastra debe vivir. Dile a tu hermano que su espada no morderá la carne de los muertos. Y no mueras.

La joven se echó adelante y Solovéi rompió a galopar. El Oso rugió y, al instante, el claro se sumió en el caos. La rusalka se abalanzó sobre el vodianói, que era su padre, y le mordió un hombro verrugoso. Vasia vio al leshi herido; de un tajo en el tronco le brotaba algo que parecía savia. Pero Solovéi continuó galopando. Llegaron al vasto charco de sangre y se detuvieron en seco.

El upyr levantó la mirada y les bufó. Anna estaba tendida debajo, con la cara gris y cubierta de barro, sin moverse. Dunia estaba bañada de sangre y mugre, y tenía las mejillas surcadas de lágrimas.

Anna emitió un suspiro lento y borboteante. Tenía la garganta en carne viva. A su espalda, Vasia y Aliosha oyeron el rugido triunfal del Oso. Dunia estaba apostada como un gato a punto de saltar, pero Vasia la miró a los ojos y desmontó.

—Vasia, no —le advirtió Solovéi—. Vuelve a subir.

—Lioshka —dijo Vasia sin quitarle ojo a Dunia—. Ve a luchar con los demás. Solovéi me protegerá.

Aliosha desmontó.

—Aún creerás que voy a dejarte sola.

Algunas de las criaturas del Oso los rodearon. Aliosha soltó un grito de guerra y blandió la espada. Solovéi agachó la cabeza como un toro a punto de embestir.

—Dunia —dijo Vasia—, Duniashka.

A lo lejos, oyó a su hermano gruñir al topar con la primera línea de batalla. De algún lugar salió un alarido como el aullido de un lobo, como el grito de una mujer. Pero ella y Dunia estaban en un capullo de silencio. Solovéi daba pisotones en la tierra con las orejas muy gachas.

—Esa criatura no te conoce —dijo el caballo.

—Me conoce. Sé que sí.

La expresión de horror del upyr forcejeaba con su avidez hambrienta.

—Le diré que no debe tenerme miedo. Dunia —dijo, y se dirigió al upyr—: Dunia, por favor, sé que aquí tienes frío y estás asustada. Pero ¿no me recuerdas?

Dunia jadeó con las luces del infierno en los ojos.

Vasia desenfundó el puñal que llevaba colgado del cinturón, apretó la hoja contra su muñeca y se hizo un tajo profundo. La piel resistió un momento antes de ceder, pero enseguida brotó un torrente furioso de sangre. Solovéi retrocedió por instinto.

—¡Vasia! —gritó Aliosha.

Ella no hizo caso y avanzó un paso largo. Su sangre escarlata se derramaba en la nieve, en el barro, en las campanillas de invierno. Detrás de ella, Solovéi levantó las patas delanteras.

—Toma, Duniashka —dijo Vasia—. Toma. Tienes hambre, y tú me has alimentado muchas veces, ¿te acuerdas?

Le ofreció el brazo sangrante.

Entonces se quedó sin tiempo para pensar: la criatura le agarró la mano como un niño glotón, se llevó la muñeca a la boca y bebió.

Vasia se quedó quieta, tratando por todos los medios de mantenerse en pie.

La criatura lloriqueaba mientras bebía, lloraba cada vez más; hasta que, de pronto, le apartó la mano con brusquedad y retrocedió dando traspiés. Vasia se tambaleó y empezó a ver manchas negras en el borde del campo de visión. Pero Solovéi, que estaba detrás, la sujetó y la acarició con el hocico con ademán ansioso.

Tenía la muñeca roída como un hueso. Vasia apretó los dientes, se arrancó una tira de tela de la falda y se la enrolló bien fuerte. Oyó el silbido de la espada de Aliosha, pero el fragor de la batalla se lo llevó a otra parte.

El upyr la miraba con terror abyecto. Tenía la nariz, la barbilla y las mejillas manchadas de sangre. El bosque parecía estar aguantando la respiración.

—Marina —dijo la vampira, y era la voz de Dunia.

De pronto se oyó un alarido de furia.

La luz infernal de los ojos de la vampira se apagó. La sangre se convirtió en una costra que se agrietó y se deshizo.

—Mi Marina, por fin. Cuánto tiempo…

—Dunia —dijo Vasia—. Me alegro mucho de verte.

—Marina, Marushka, ¿dónde estoy? Tengo frío y he pasado mucho miedo.

—No te preocupes —contestó Vasia mientras luchaba por no llorar—, todo saldrá bien. —Abrazó a esa cosa que olía a muerte y le dijo—: Ya no tienes nada que temer.

A lo lejos se oyó un rugido y Dunia dio un respingo en sus brazos.

—Tranquila —la calmó Vasia, como si fuera una niña—. No mires.

Notó el sabor de la sal en los labios.

De pronto, Morozko estaba a su lado. Respiraba deprisa y su mirada era tan tormentosa como la de Solovéi.

—Eres una cretina enloquecida, Vasilisa Petrovna.

Cogió un puñado de nieve y le empastó el brazo ensangrentado con ella. Se heló al instante y la sangre se coaguló. Cuando se retiró la escarcha, Vasia vio que la herida estaba protegida por una fina capa de hielo.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

—Los cherti aguantan —contestó Morozko con tono funesto—, pero no durará mucho. Tu madrastra está muerta y el Oso será libre. Pronto romperá las cadenas. Muy pronto.

La batalla había regresado al claro. Los espíritus del bosque parecían niños en comparación con el tamaño del Oso. Había crecido y era como si sus hombros fueran a desgarrar el cielo. Agarró al polevik entre sus enormes fauces y lo lanzó al aire. La rusalka, a su lado, emitía un chillido estridente. El Oso inclinó hacia atrás su enorme cabeza de pelaje enmarañado.

—¡Libre! —rugió entre risas y gruñidos.

Aferró al leshi, y Vasia oyó cómo lo astillaba.

—Tienes que ayudarlos —exigió Vasia—. ¿Qué haces aquí?

Morozko entornó los ojos sin decir nada y, por un ridículo instante, Vasia se preguntó si él había regresado a su lado para impedirle que se matase. La yegua blanca rozó la mejilla marchita de Dunia con el hocico.

—Te conozco —le susurró la anciana—. Eres muy bonita.

Entonces Dunia vio a Morozko y sus ojos mostraron algo de temor.

—A ti también te conozco.

—Espero con todo mi corazón que no vuelvas a verme, Avdotia Mijáilovna —contestó él con dulzura.

—Llévatela —dijo Vasia con urgencia—. Deja que ahora muera de verdad para que no tenga miedo. Mira, ya se le está olvidando todo.

Era cierto. La claridad empezaba a desvanecerse en su rostro.

—¿Y tú, Vasia? —preguntó Morozko—. Para llevármela, tengo que irme de aquí.

Vasia se planteó enfrentarse al Oso ella sola y vaciló.

—¿Cuánto te ausentarás?

—Un segundo. Una hora. No hay forma de saberlo.

Detrás de ellos se oyó la llamada del Oso. Dunia se sobresaltó.

—Debo ir con él —susurró—. Tengo que ir, Marushka, por favor.

Vasia tomó una decisión.

—Tengo una idea —dijo.

—Sería mejor…

—No —espetó Vasia—, llévatela ahora. Por favor. Era mi madre. —Cogió el brazo del demonio de las heladas con ambas manos—. La yegua blanca me dijo que se te da muy bien hacer regalos. Haz esto por mí, Morozko. Te lo ruego.

Hubo un largo silencio. Morozko contempló la batalla. Y después la miró a ella. Durante un brevísimo instante, su mirada se desvió hacia los árboles y Vasia dirigió la vista hacia allí, aunque no descubrió nada. De pronto, el demonio de las heladas sonrió.

—De acuerdo —aceptó Morozko.

Estiró el brazo, se la acercó y la besó por sorpresa, con urgencia y fiereza. Ella lo miró anonadada.

—En ese caso, aguanta —dijo él—. Todo el tiempo que puedas. Y sé valiente.

Dio un paso atrás.

—Vamos, Avdotia Mijáilovna. Acompáñame en este camino.

De repente, ambos estaban a lomos de la yegua blanca y en la nieve, a los pies de Vasia, nada más había algo arrugado, ensangrentado y vacío.

—Hasta pronto —-susurró Vasia.

Reprimió el impulso de llamarlo, y la yegua partió enseguida con sus dos jinetes.

Respiró hondo. El Oso se había quitado de encima a sus últimos atacantes y lucía la cara cicatrizada de un hombre, pero uno alto y fuerte, de manos crueles. Se echó a reír.

—Bien hecho —la felicitó—. Yo siempre intento quitármelo de encima. Es muy frío, dévushka. Pero yo soy el fuego, yo te daré calor. Ven aquí, pequeña viedma, y vive para siempre.

Le hizo señas con una mirada que parecía tirar de ella para que se acercase. Su poder inundó el claro del bosque y los cherti heridos se encogieron ante él.

Asustada, Vasia tomó aire de golpe, pero Solovéi estaba a su lado. Sintió el tacto de su cuello fibroso en la palma de la mano y, sin pensárselo dos veces, se subió al lomo.

—Antes moriría mil veces —respondió.

El Oso levantó el labio lleno de cicatrices y ella vio el resplandor de sus dientes largos.

—Pues ven —dijo fríamente—. Esclava o sirviente leal, tú eliges. Pero serás mía de un modo u otro.

A medida que hablaba, crecía. Y de improviso, el hombre mudó de nuevo en un oso cuyas fauces podrían tragarse el mundo entero. Le ofreció una sonrisa amplia.

—Tienes miedo. Todos tienen miedo al final. Pero el miedo de los valientes, ese es el mejor.

Vasia pensó que se le saldría el corazón del pecho. No obstante, habló en voz alta aunque con la voz estrangulada:

—Aquí veo a los habitantes del bosque. Pero ¿dónde están el domovói y el bánnik y el vazila? Venid a mí, hijos de los hogares de mi pueblo, pues es muy grande la necesidad.

Se arrancó la piel de hielo de la herida del brazo y la sangre se derramó. La joya azul le brillaba bajo la ropa.

Hubo un instante de quietud en el claro, interrumpido por el repique metálico de la espada de Aliosha y por los gruñidos de los cherti que aún luchaban. Su hermano estaba rodeado de tres de los esbirros del Oso, y ella vio que su expresión era decidida, pero tenía sangre en el brazo y en la mejilla.

—Venid a mí —repitió desesperada—. Por el amor que os he profesado y que vosotros me tenéis, recordad la sangre que he derramado y el pan que os he dado.

El silencio se alargó. El Oso arañó la tierra con sus formidables garras delanteras.

—Y ahora perderás la esperanza —se alegró—. La desesperación es aún mejor que el miedo.

Sacó la lengua como una serpiente, como para saborear el aire.

«Niña estúpida —pensó Vasia—. ¿Cómo van a venir los espíritus de las casas? No pueden alejarse de los hogares».

Notó el sabor de la sangre en la boca, amarga y salada.

—Podemos al menos salvar a mi hermano —le dijo Vasia a Solovéi.

El caballo amagó una embestida con aire desafiante. Una de las zarpas del Oso arremetió contra ellos por sorpresa y el caballo la esquivó por los pelos. Retrocedió con las orejas pegadas a la cabeza y las garras se retiraron para atacar de nuevo.

De repente, todos los domovye, todos los guardianes de los baños y los espíritus de los patios de todas las casas de Lesnaya Zemliá se agolpaban a sus pies. Solovéi tuvo que caminar con cuidado para no pisarlos, y entonces el vazila brincó a la cruz del caballo. El menudo domovói de su propia casa agitaba la mano con una brasa encerrada en el puño tiznado.

Por primera vez, el Oso parecía inseguro.

—Es imposible —musitó—. Imposible. No salen de sus casas.

Los espíritus domésticos rugieron desafíos extraños, y Solovéi daba pisotones en el barro.

De pronto, el corazón de Vasia amenazó con salírsele por la boca, pero se le quedó atragantado, martilleando. La rusalka había derribado a Aliosha. Vasia vio la espada volando por los aires, a él paralizado, como en trance, mirando a la mujer desnuda. Sus dedos en el cuello de su hermano.

El Oso se rio.

—Quedaos todos donde estáis o este morirá.

—Recuerda —le gritó Vasia desesperada a la rusalka desde el otro extremo del claro— que yo te tiraba flores y ahora he derramado mi propia sangre. ¡No lo olvides!

La rusalka se detuvo y quedó inmóvil del todo, excepto por el agua que le manaba del pelo. Las manos que Aliosha tenía alrededor del cuello aflojaron.

Aliosha atacó y continuaron forcejeando, pero el Oso estaba demasiado cerca.

—¡Vamos! —les gritó Vasia a Solovéi y a su ejército precario—. ¡Adelante! ¡Es mi hermano!

Pero en ese instante, desde el otro lado del claro llegó un tremendo bramido de rabia.

Vasia miró hacia el lado y vio a su padre allí plantado con la espada en la mano.

El Oso era el doble y hasta el triple de grande que un oso normal. Tenía sólo un ojo que brillaba con el color de una sombra tenue sobre la nieve, mientras que la otra mitad de la cara era una maraña de cicatrices. No estaba adormecido como lo estaría un oso normal, sino encendido por el hambre y una malicia risueña.

Delante de él estaba Vasia, inconfundible, diminuta en comparación con la bestia, a lomos de un caballo oscuro. Pero Aliosha, su hijo, yacía casi debajo de las zarpas del formidable animal, que de pronto acercó las fauces...

Piotr bramó por amor y rabia, y la bestia volvió la cabeza de golpe.

—Cuántas visitas... —dijo—. Nada más que silencio durante las vidas de mil hombres y, de pronto, el mundo se me echa encima. No seré yo quien se queje. De uno en uno, eso sí. Primero el chico.

En ese momento, una mujer desnuda, de piel verde y gotas de agua refulgiendo en la cabellera larga, chilló, saltó a hombros del Oso y se agarró a él con uñas y dientes. Un instante después, la hija de Piotr gritó y el enorme caballo embistió a la fiera y lo golpeó con las patas delanteras. Tras ellos iban todo tipo de criaturas extrañas, altas y delgadas, menudas y barbadas, masculinas y femeninas. Todos juntos se abalanzaron sobre el oso mientras daban alaridos en sus voces extrañas. La bestia cayó de espaldas bajo su peso.

Vasia se tiró del caballo, agarró a Aliosha y lo apartó a rastras. Piotr la oyó llorar.

—Lioshka—sollozaba—. Lioshka,

El semental atacó de nuevo con las patas delanteras y retrocedió para proteger a Vasia y a Aliosha. El joven parpadeaba confundido.

—Levántate, Lioshka —suplicaba Vasia—. Por favor. Por favor.

El Oso se sacudió y se deshizo de la mayoría de las extrañas criaturas. Dio un zarpazo, y el gran semental estuvo a punto de no esquivar el golpe. La mujer desnuda cayó a la nieve y su cabellera salpicó agua. Vasia se lanzó sobre su hermano semiinconsciente, y unos dientes monstruosos fueron a por su espalda desprotegida.

Piotr no recordaba haber corrido, pero de pronto se encontró jadeando, interpuesto entre sus hijos y la bestia. Firme salvo por el latir enloquecido de su corazón, sujetaba la espada de doble hoja con ambas manos. Vasia lo miró como una aparición, y él vio que movía los labios: «Padre».

El Oso se detuvo en seco.

—Fuera de aquí —rugió.

Estiró una zarpa afilada, pero Piotr la apartó con la espada y no se movió.

—Mi vida no vale nada —-dijo Piotr—. No tengo miedo.

El oso abrió la boca y rugió. Vasia se estremeció. Pero Piotr no se movió del sitio.

—Apártate —exigió el oso—. Quiero a los hijos de la bruja.

Piotr dio un paso adelante con decisión.

—No conozco a ninguna bruja, y estos son mis hijos.

Las mandíbulas dentadas del oso se cerraron a unos centímetros de su cara; aun así, no se apartó.

—Vete de aquí —dijo Piotr—. No eres nada, sólo un cuento. Deja mis tierras en paz.

El Oso soltó un resoplido burlón.

—Ahora este bosque es mío.

Sin embargo, entornó el ojo con preocupación.

—¿Cuál es tu precio? —preguntó Piotr—. Yo también he oído los cuentos de antaño y siempre había un precio.

—Como quieras: dame a tu hija y tendrás la paz que buscas.

Piotr se volvió hacia Vasia. Se miraron a los ojos, y él vio que ella tragaba saliva.

—Es la última hija de mi Marina. Mi hija. Un hombre no ofrece la vida de otra persona. Y mucho menos la de su propia descendencia.

Hubo un instante de silencio perfecto.

—Te ofrezco la mía —dijo Piotr, y soltó la espada.

—¡No! —chilló Vasia—. ¡Padre, no!

El Oso entrecerró el ojo útil y vaciló.

De pronto, Piotr se abalanzó con las manos vacías sobre el pecho color de liquen. El Oso actuó por instinto y apartó al hombre de un zarpazo. Se oyó un crujido terrible. Piotr salió volando como un muñeco de paja y aterrizó de bruces en la nieve.

El Oso bramó y saltó tras él, pero Vasia estaba de pie y se había olvidado del miedo. Gritó con una furia que carecía de palabras y el Oso se volvió rápidamente.

Vasia saltó al lomo de Solovéi. Juntos, arremetieron contra el Oso. La joven lloraba, había olvidado que no iba armada. La joya que llevaba en el pecho irradiaba un frío gélido y latía como un segundo corazón.

El Oso esbozó una sonrisa amplia; le colgaba la lengua por un lado como a los perros, entre los dientes descomunales.

—Sí —dijo—, ven aquí, pequeña Viedma; ven aquí, brujita. Todavía no tienes fuerza suficiente para mí y nunca la tendrás. Ven a mí, ven con tu pobre padre.

Pero, mientras hablaba, el Oso empezó a menguar. Se convirtió en un hombre, uno menudo y encorvado que los miraba con un ojo gris y acuoso.

Una figura blanca apareció junto a Solovéi y una mano blanca tocó el cuello en tensión del semental. El caballo levantó la cabeza y se detuvo.

—¡No! —gritó Vasia—. No pares, Solovéi.

Pero el tuerto se agachó sobre la nieve y ella sintió la mano de Morozko en la suya.

—Ya basta, Vasia —dijo—. ¿Lo ves? Ha perdido. Se acabó.

Ella miró al hombrecito y parpadeó aturdida.

—¿Cómo?

—Tal es la fuerza de los hombres —respondió Morozko, que parecía extrañamente satisfecho—. Los que vivimos para siempre no conocemos el valor ni amamos lo suficiente como para entregar nuestras vidas. Pero tu padre sí. Su sacrificio ha vencido al Oso. Piotr Vladímirovich morirá como él deseaba. Se ha acabado.

—No —dijo Vasia, y apartó la mano—. No…

Se inclinó hacia un lado y se deslizó por el costado de Solovéi. Medved retrocedió con un leve gruñido, pero ella ya no pensaba en él. Corrió junto a su padre. Aliosha se le había adelantado y ya le abría la capa rasgada. El golpe le había hundido las costillas de un costado y la sangre ya le formaba pequeñas burbujas entre los labios. Vasia tapó la herida con las manos y enseguida sintió su calidez. Sus lágrimas cayeron en los ojos de su padre; entonces, una pizca de color matizó la piel grisácea de Piotr y él abrió los ojos. Miró a Vasia y se le iluminó la cara.

—Marina —dijo con voz muy ronca—. Marina.

Soltó el aire de los pulmones y no volvió a respirar,

—No —susurró Vasia—. No…

Hundió los dedos en la carne flácida de su padre. De pronto, a él se le hinchó el pecho como un fuelle, pero sus ojos abiertos contemplaban el vacío. Vasia notó el sabor de la sangre, se había mordido el labio; intentó luchar contra la muerte como si fuese la suya, como si…

Una mano de dedos gélidos le cogió las manos y le robó el calor. Vasia trató de soltarse, pero no pudo. La voz de Morozko le llegó en forma de corriente fría en la mejilla:

—Déjalo, Vasia. Él lo ha querido así, no puedes revertirlo.

—Sí puedo —espetó ella, y se le atravesó el aliento en la garganta—. Debería haber sido yo. ¡Suéltame!

De repente, la mano desapareció. Vasia se volvió. Morozko se había apartado. Lo miró a la cara: era pálida e indiferente, cruel; pero también mostraba algo de consideración.

—Es demasiado tarde —dijo.

A su alrededor, el viento se hizo eco de las palabras: «Demasiado tarde, demasiado tarde».

Entonces Vasia vio que el demonio de las heladas había montado sobre la yegua blanca detrás de otra figura que Vasia sólo atinaba a ver por el rabillo del ojo.

—No —suplicó mientras corría tras ellos—. ¡Esperad! ¡Padre!

Pero la yegua blanca ya desaparecía al trote entre los árboles y enseguida se la tragó la oscuridad.

La calma fue repentina y absoluta. El tuerto se escabulló entre la maleza y los cherti desaparecieron en el bosque invernal. Al pasar, la rusalka le posó a Vasia la mano empapada en el hombro.

—Gracias, Vasilisa Petrovna —dijo.

Vasia no contestó.

Solovéi la acarició con el hocico.

Vasia no le hizo caso. Estaba mirando al infinito mientras sostenía la mano de su padre, que se enfriaba poco a poco.

—Mira —susurró Aliosha con la voz ronca y los ojos húmedos—, las campanillas se marchitan.

Era cierto. El viento cálido y meloso que olía a muerte se había vuelto más frío y cortante, y las flores se marchitaron hasta mezclarse con la tierra endurecida. Aún no había llegado el solsticio de invierno y faltaban meses para que les llegase el momento. Ya no había claro ni extensión de barro bajo el cielo gris. Sólo un roble enorme cuyas ramas se entrelazaban. Más allá estaba el pueblo: a tiro de piedra, se veía con claridad. El día había empezado y hacía un frío cruel.

—Lo ha sometido —dijo Vasia—. El monstruo está subyugado y ha sido nuestro padre.

Estiró el brazo entumecido para arrancar una campanilla mustia.

—¿Cómo ha llegado hasta aquí nuestro padre? —se preguntó Aliosha con asombro—. Tenía... una expresión extraña. Como si supiera qué hacer, cómo y por qué. Ahora está con muestra madre, por la gracia de Dios,

Hizo la señal de la cruz sobre el cadáver de su padre; después se levantó, fue hasta donde yacía Anna y repitió el gesto.

Vasia no se movió ni respondió.

Le metió la flor a su padre en la mano, le apoyó la cabeza en el pecho y se echó a llorar en silencio.