TRECE
LOBOS

El otoño llegó con una explosión de esplendor que no tardó en volverse gris. El silencio del declive del año cubrió las tierras de Piotr Vladímirovich mientras los iconos se multiplicaban por obra del padre Konstantín. Los hombres del pueblo construyeron una nueva pared donde colgar a los santos Pedro y Pablo, a la Virgen y a Jesucristo. La gente se entretenía en los aposentos de Konstantín y contemplaba con admiración las imágenes terminadas, sus siluetas y los rostros radiantes. Konstantín estaba creando todo un iconostasio nuevo, pintando las imágenes una a una.

—Le debéis vuestra salvación a Dios —decía Konstantín—. Contemplad su rostro y salvaos.

Los vecinos jamás habían visto nada tan hermoso como los ojos de su Jesucristo, su piel pálida, las manos largas y delgadas. Miraban, se arrodillaban y a veces incluso lloraban.

«¿Qué es un domovói si no cuentos para niños? —se preguntaban—. Lo sentimos, bátiushka. Estamos arrepentidos».

Ya casi nadie hacía ofrendas, ni siquiera en el equinoccio de otoño. El domovói se quedó débil y apático; el vazila estaba flaco y demacrado, y lo miraba todo asustado, con briznas de paja enredadas en la barba enmarañada. Robaba el centeno y la cebada almacenada para los caballos, y estos empezaron a piafar en sus cuadras y a asustarse de la brisa. A los habitantes del pueblo se les agotaba la paciencia muy pronto.

—Pues no he sido yo, muchacho, y tampoco habrá sido un caballo ni un gato ni un fantasma —le soltó Piotr al mozo una mañana de frío intenso.

Había desaparecido más cebada durante la noche y Piotr, que ya estaba tenso, montó en cólera.

—¡No he visto nada! —gritó el chico entre sollozos—. Yo nunca os habría…

Era una de esas mañanas de noviembre en las que el aire escuece y la tierra parece repicar a cada paso con la escarcha quebradiza. Piotr pegó la nariz a la del joven y respondió a su negativa con un puño cerrado. Se oyó un golpe sordo y un alarido de dolor.

—No vuelvas a robarme —le advirtió Piotr.

Vasia, que acababa de entrar a hurtadillas, frunció el ceño. Su padre nunca estaba de tan mal humor; ni siquiera le pegaba a Anna Ivánovna. «¿Qué nos pasa?». Se agachó para no ser vista y subió al pajar. Tardó un momento en encontrar al vazila, que estaba medio enterrado entre la paja, acurrucado. Su mirada le dio un escalofrío.

—¿Por qué te comes la cebada? —le preguntó cuando se hubo armado de valor.

—Porque nadie ha traído ofrendas.

El brillo negro de sus ojos la desconcertó.

—¿Eres tú el que asusta a los caballos?

—Su ánimo es el mío y el mío, suyo.

—Entonces, ¿estás muy enfadado? —susurró Vasia—. Mi gente no lo hace con mala intención; están asustados, nada más. El sacerdote se marchará algún día y las cosas no serán siempre así.

Los ojos negros del vazila centellearon, pero Vasia creyó ver tanta pena como rabia.

—Tengo hambre —dijo él.

Vasia se compadeció: ella también había pasado hambre.

—Puedo traerte pan —propuso con ademán tenaz—. Yo no tengo miedo.

El vazila parpadeó deprisa.

—No necesito mucho —contestó él—. Pan, manzanas.

Vasia intentó no pensar demasiado en compartir sus comidas. Después del solsticio de invierno, los alimentos nunca eran abundantes y pronto le costaría ceder hasta las migas. Sin embargo…

—Te lo traeré, te lo juro —le dijo mirándolo con franqueza a los ojos marrones y redondos.

—Te doy las gracias —repuso el vazila—. Si mantienes tu promesa, no tocaré el grano.

Vasia fue fiel a su palabra, aunque nunca le llevaba gran cosa: una manzana vieja, un mendrugo de pan, una gota de hidromiel que llevaba entre los dedos o en la boca. Pero el vazila acudía impaciente a por ello y, cuando comía, los caballos se tranquilizaban. Los días se acortaron y se hicieron más oscuros, cayó nieve como si quisiera enterrarlos en un manto blanco. Y el espíritu de la caballeriza recuperó el color sonrosado y el ademán contento; aunque fuese invierno, el establo recobró el ambiente somnoliento de antes.

Y menos mal. El invierno era largo y, llegado enero, las temperaturas bajaron tanto que ni siquiera Dunia recordaba un mes tan frío.

La despiadada penumbra invernal hacía que la mayoría permaneciera en casa, y Piotr debía soportar los rostros esqueléticos de su familia durante muchas horas. Se apiñaban junto al fuego masticando pan y tiras de carne seca, y hacían turnos para echar leña, porque ni siquiera de noche se atrevían a dejar que las llamas perdieran fuerza. Los más viejos del lugar murmuraban que la leña se quemaba demasiado rápido, que hacían falta tres leños para tener una buena llama cuando antes sólo necesitaban uno. Piotr y Kolia opinaban que no eran más que sandeces, pero las pilas de leña iban mermando.

El solsticio de invierno había pasado y los días empezaban a alargarse de nuevo, pero el frío no hacía más que empeorar. Mataba ovejas y conejos, y les ennegrecía los dedos a los incautos. Con tanto frío, debían disponer de leña pasara lo que pasase, por lo que a medida que sus respectivas reservas se iban agotando, los vecinos se atrevieron a adentrarse en el bosque silencioso bajo la mirada del sol de invierno. Fueron Vasia y Aliosha los que, un día que habían salido con un poni, un trineo y un par de hachas de mango corto, descubrieron las pisadas de garras en la nieve.

—¿No deberíamos ir tras ellos, padre? —preguntó Kolia esa noche—. Podríamos matar a unos cuantos y despellejarlos para ahuyentar al resto.

Estaba arreglando una guadaña con los ojos entornados ante la luz del horno. Su hijo Seriozha se había acurrucado junto a su madre, rígido y en silencio,

Vasia había mirado el cesto enorme de ropa por remendar con cara de desaliento y había cogido el hacha y la piedra de afilar. Aliosha apartó la vista del mango de la suya y la miró con cara de diversión.

—¿Lo ves? —le dijo el padre Konstantín a Anna—. Mira a tu alrededor. La salvación está en la gracia del Señor.

Anna no apartaba los ojos de su cara; la prenda que estaba cosiendo la tenía olvidada en el regazo.

A Piotr le extrañaba el estado de su esposa: nunca había parecido tan tranquila, a pesar de que aquel era el invierno más crudo que se recordaba.

—Mejor que no —le respondió Piotr a su hijo. Estaba inspeccionando sus botas: en invierno, un agujero podía costarle a un hombre el pie. Dejó una cerca del fuego y cogió la otra—. Son más grandes que un dogo, los del norte; y hacía más de veinte años que no se acercaban tanto.

Piotr se agachó 7 acarició la cabeza cadavérica de Pios; el perro le lamió la mano con desaliento.

—Que lo hagan ahora significa que están desesperados; que, si tuvieran la oportunidad, cazarían niños o nos matarían las ovejas ante nuestros propios ojos. Un grupo de hombres puede enfrentarse a una manada, pero hace demasiado frío para usar arcos, así que habría que usar lanzas y podríamos perder a más de uno. No, debemos ocuparnos de nuestros hijos y del ganado, e ir al bosque sólo de día.

—Podríamos colocar trampas —intervino Vasia sin dejar de hacer ruido con la piedra de afilar.

Anna le lanzó una mirada tenebrosa.

—No —contestó Piotr—. Los lobos no son conejos: ellos nos huelen en las trampas y nadie debe arriesgarse a entrar en el bosque con tan pocas posibilidades de ganar algo.

—Sí, padre —respondió Vasia con resignación.

Esa noche hizo un frío mortal. Todos se amontonaron encima del horno, juntos como pescados curados en sal y tapados con todas las mantas que poseían. Vasia durmió mal. Su padre roncaba e Irina le clavaba sus rodillas pequeñas y angulosas en la espalda. Estuvo dando vueltas intentando no darle patadas a Aliosha y, al final, se quedó dormida pasada la medianoche. Pero era un sueño ligero y soñó con el aullido de los lobos, con nubes cálidas que se tragaban las estrellas invernales, con un hombre de pelo rojo, una mujer a caballo y, por último, con un hombre de piel pálida, mandíbula prominente y cara de hambre y de maldad que la miraba con malicia, parpadeando con su único ojo. Se despertó con un grito ahogado poco después del alba, en el momento más crudo de la noche, y vio una silueta atravesar la estancia, recortada por la luz de las brasas del horno.

«No es nada —pensó—. Un sueño, el gato de la cocina». Pero entonces la figura se detuvo, como si notase su mirada. Se volvió un ápice. Vasia casi no se atrevía a respirar, porque acababa de verle la cara: un garabato pálido en la penumbra. Tenía los ojos del color del hielo. Vasia cogió aire (para hablar o para gritar), pero entonces la silueta desapareció. La luz del día se colaba por la puerta de la cocina y desde el pueblo se oyó un llanto quejumbroso.

—Es Timofei —dijo Piotr.

Así se llamaba un niño del pueblo. Piotr se había levantado antes del alba para ir a ver al ganado y justo en ese momento entraba aprisa por la puerta, se quitaba la nieve de las botas a pisotones y se sacudía el hielo que se le había formado en la barba. Tenía las cuencas de los ojos oscuras del frío y de la falta de sueño.

—Ha muerto durante la noche —anunció.

La cocina se llenó de exclamaciones. Vasia, aún medio dormida encima del horno, recordó la silueta que había visto atravesando la oscuridad. Dunia no dijo nada, sino que se dispuso a hornear pan con los labios apretados. De vez en cuando miraba a Vasia y a Irina con preocupación: el invierno era cruel con los más jóvenes.

A media mañana, las mujeres se reunieron en los baños para amortajar sus despojos. Vasia irrumpió en la cabaña tras su madrastra y alcanzó a ver el rostro de Timofei un instante. Tenía los ojos vidriosos y lágrimas congeladas sobre las mejillas descarnadas. Empezaba a ponerse rígido, y la madre se aferraba a él y le susurraba cosas al oído sin hacer caso de las vecinas. Ni con paciencia ni razonando con ella eran capaces de apartarla del niño y, cuando tiraron de él para arrancárselo de los brazos por la fuerza, se puso a chillar.

Se desató el caos. Arremetió contra sus vecinas llorando por su hijo. La mayoría de las mujeres tenían hijos propios y aquella mirada las hacía estremecerse. La mujer daba zarpazos a ciegas y forcejeaba. La cabaña era demasiado pequeña, así que Vasia apartó a Irina de un empujón y le agarró los brazos a la madre. Era delgada pero fuerte, y estaba enloquecida de dolor. Vasia se afianzó e intentó hablar con ella.

—¡Suéltame, bruja! —chilló la mujer—. ¡Déjame!

Vasia, desconcertada, aflojó un poco y de pronto le aterrizó un codo en la cara. Vio las estrellas y la soltó.

En ese momento, el padre Konstantín apareció por la puerta. Tenía la nariz enrojecida y tan mala cara como el resto, pero tomó nota de la escena en un instante, dio dos pasos para cruzar la cabaña diminuta y agarró las manos tendidas de la madre. Ella tiró con desesperación, pero después se quedó inmóvil, temblando.

—Se ha ido, Yasna —dijo Konstantín con seriedad.

—No —respondió ella con voz hosca—. Lo tenía en brazos. Lo he sostenido toda la noche mientras el fuego aún quemaba. Si lo abrazo, no se irá, no puede… ¡Devolvédmelo!

—Le pertenece a Dios —repuso Konstantín—. Como todos nosotros.

—¡Es mío! Mi hijo, mi único hijo.

—Estate quieta —ordenó el padre—. Siéntate. Este comportamiento es impropio. Ven. Las mujeres lo colocarán delante del fuego, van a calentar agua para lavarlo.

Su voz grave era suave y uniforme. Yasna se dejó llevar hasta el horno y se sentó a un lado.

Durante toda la mañana, durante todo ese breve día gris de invierno, Konstantín habló, y Yasna lo miraba como si estuviera atrapada en aguas revueltas mientras sus vecinas desnudaban el cadáver de Timofei, lo lavaban y lo amortajaban con lino frío. El sacerdote continuaba allí cuando Vasia regresó de pasar otro día duro recogiendo leña. La joven lo vio de pie delante de la puerta, dando bocanadas de aire frío como si fuera agua.

—¿Os apetece un poco de hidromiel, bátiushka?

Konstantín se sobresaltó. Vasia caminaba sin hacer ruido y las pieles grises que llevaba apenas se veían a esas horas de la tarde.

—Sí, Vasilisa Petrovna —respondió tras una pausa.

Su hermosa dicción había quedado en un hilo de voz sin resonancia, y ella le entregó su odre de hidromiel con gesto serio. El religioso bebió con ansia y desesperación, y al acabar se secó los labios con el dorso de la mano, le devolvió el odre y se dio cuenta de que ella lo observaba con el ceño fruncido.

—¿Velaréis al niño esta noche? —preguntó Vasia.

—Me corresponde hacerlo —contestó él con una pizca de arrogancia. Era una pregunta impertinente.

Ella se percató de su molestia y sonrió; él frunció el ceño.

—Tenéis mis respetos por ello, bátiushka.

Vasia se volvió hacia la casa grande y se fundió con las sombras. Konstantín la miró con los labios apretados y el sabor fuerte del hidromiel en la boca.

Esa noche, el sacerdote veló el cadáver con una expresión seria en el rostro enjuto mientras sus labios se movían con las oraciones. Vasia, que había reaparecido de madrugada para velar también al niño, no pudo más que admirar sus arrestos. No obstante, hasta su llegada allí jamás se habían oído tantos lloros y oraciones.

Hacía demasiado frío para entretenerse junto a la minúscula tumba del pequeño, que habían cavado con mucho esfuerzo en la tierra dura como el hierro. Tan pronto como se lo permitió la decencia, la gente regresó a sus chozas y dejaron al pobre en su cuna de hielo. El padre Konstantín iba el último, medio arrastrando a la madre desconsolada.

Los habitantes empezaron a apiñarse cada vez en menos isbas, pues los parientes preferían compartir un solo horno para ahorrar leña. Pero la madera desaparecía muy rápido, como si quemase por obra de algún mal de ojo. De manera que, al final, los vecinos se adentraban en el bosque a pesar de las huellas de garras; las mujeres lo hacían incitadas por el recuerdo del rostro marmóreo de Timofei y la mirada espantosa de su madre. Era inevitable que tarde o temprano alguien no regresase.

De Danil, el hijo de Oleg, no quedaban más que los huesos cuando lo encontraron; estaban esparcidos en un claro de nieve pisada y ensangrentada. Su padre le llevó los restos roídos a Piotr y se los dejó a los pies sin mediar palabra.

Piotr los miró y no dijo nada.

—Piotr Vladímirovich —empezó Oleg con voz ronca.

Pero Piotr negó con la cabeza.

—Entierra a tu hijo —ordenó mirando a los suyos—. Mañana haré llamar a los hombres.

Aliosha pasó esa noche larga comprobando el asta de la lanza para jabalíes y afilando el cuchillo de caza. Tenía algo de color en las mejillas imberbes. Vasia lo miraba trabajar; en parte, deseaba coger una lanza y salir al bosque de invierno a desafiar al peligro, pero también quería darle un capón a su hermano por su excitación desmedida.

—Te traeré una piel de lobo, Vasia —prometió Aliosha, y dejó el arma.

—Quédatela tú —replicó su hermana—. Me vale con que me prometas que volverás con la tuya intacta y sin congelarte los dedos de los pies.

Él sonrió con un brillo en la mirada.

—¿Estás preocupada, hermanita?

Estaban ambos sentados, apartados de los que se habían juntado frente al horno, pero aun así Vasia bajó la voz:

—Esto no me gusta. ¿Crees que quiero ser la que tenga que cortarte los dedos de los pies o de las manos porque se te han helado?

—No hay nada que hacer, Vásochka —contestó Aliosha, y dejó una bota en el suelo—. Debemos conseguir leña. Es mejor salir ahí fuera y luchar que morir de frío dentro de casa.

Vasia hizo un mohín, pero no dijo nada. De pronto se acordó del vazila y de sus ojos negros de ira. Pensó en las cortezas de pan que le llevaba para apaciguarlo. «¿Habrá otro que esté enfadado?». Quienquiera que fuese, sólo podía estar en el bosque, donde soplaban los vientos fríos y aullaban los lobos.

«Ni lo pienses, Vasia», dijo la voz de la sensatez en su cabeza. Pero miró a su familia y vio la expresión sombría de su padre y a su hermano reprimiendo su entusiasmo.

«Bueno, puedo intentarlo. Si mañana Aliosha saliese herido, jamás me perdonaría por no haberlo probado». Sin pensárselo dos veces, fue a por las botas y la capa de invierno.

Nadie se molestó en averiguar adonde iba; a nadie se le habría ocurrido la verdad.

Trepó por la empalizada enlentecida por los mitones. Las estrellas eran escasas y tenues, pero la luna arrojaba una luz intensa sobre la nieve helada. Traspasó el límite del bosque y se adentró en la oscuridad a buen paso. Hacía un frío atroz y la nieve crujía bajo sus pies. En alguna parte, un lobo aulló. Intentó no pensar en los ojos amarillos. Estaba segura de que se le saldría la dentadura de cuanto le temblaba la mandíbula.

Se detuvo de pronto, creía haber oído una voz. Respiró más despacio y escuchó. No. Era el viento, nada más.

Pero ¿qué era eso de allí? Parecía un árbol grande: uno que recordaba a medias, un recuerdo extraño y malicioso que iba y venía. No, era sólo una sombra que arrojaba la luna.

Un viento cortante jugaba con las ramas de los árboles.

Entre el silbido y los golpes, Vasia creyó distinguir unas palabras.

—¿Tienes frío, niña? —decía el viento con una risa leve.

De hecho, Vasia pensó que se le partirían los huesos como si fueran ramas muertas, pero contestó sin dudarlo:

—¿Quién eres? ¿Eres tú el que envía las heladas?

Hubo un silencio tan largo que Vasia se preguntó si no se habría imaginado la voz. Pero entonces le pareció oír una respuesta en tono burlón:

—¿Por qué no? Yo también estoy furioso.

La voz hacía eco y todo el bosque repitió sus palabras.

—Esa no es forma de contestar —repuso la chica.

Su parte más sensata le recordó que quizá le valiese más actuar con mansedumbre al tratar con voces que apenas se oían en mitad de la noche, pero el frío le daba sueño. Estaba luchando contra él con todas sus fuerzas y eso no dejaba lugar para docilidad.

—Yo traigo las heladas —dijo la voz, que de pronto le enroscaba dedos gélidos pero afectuosos por la cara y el cuello.

Una corriente helada se le metió por debajo de la ropa y le envolvió el corazón.

—Entonces, ¿pararás? —susurró Vasia combatiendo el miedo. Le latía el corazón como si alguien se lo sujetara con la mano—. Hablo en nombre de mi gente; están asustados y arrepentidos. Pronto las cosas serán como siempre; nuestras iglesias y nuestros cherti juntos, sin miedo ni lecciones sobre demonios.

—Será demasiado tarde —dijo el viento.

El bosque se hizo eco:

—Demasiado tarde, demasiado tarde…

—Además, no es de las heladas de lo que debéis tener miedo, dévushka, sino del fuego. Dime, ¿se quema la leña demasiado deprisa?

—Sí, pero es por culpa del frío.

—No, es por la tormenta que se acerca. El miedo es la primera señal. La segunda siempre es el fuego. Tu gente tiene miedo y los fuegos arden.

—Entonces te ruego que desvíes la tormenta —dijo Vasia—. Toma, te he traído un regalo.

Metió la mano en una de las mangas.

No era gran cosa, sólo un mendrugo de pan seco y una pizca de sal, pero en cuanto se los ofreció, el viento amainó.

En mitad de aquel silencio, Vasia oyó de nuevo el aullido del lobo; estaba más cerca, y le respondió un coro. Pero en ese mismo instante salió una yegua blanca de entre dos árboles, y Vasia se olvidó de los lobos. Las crines largas del caballo caían como carámbanos y su aliento formaba penachos blancos en la noche.

Vasia se quedó sin aliento.

—Qué hermosa eres —dijo, y el anhelo que delataba su voz no le pasó por alto—. ¿Eres tú quien trae las heladas?

Se preguntó si la yegua blanca tenía jinete, pero no lo distinguía. Un momento parecía llevar a alguien a lomos y después el animal se movía y la luz convertía la silueta de su lomo en una ilusión óptica.

El caballo blanco echó las orejas hacia delante, hacia el pan y la sal, y Vasia estiró el brazo. Notó el aliento caliente en la cara y le miró el ojo oscuro. De pronto, tuvo menos frío; incluso el viento que se le arremolinaba alrededor de la cara parecía más cálido.

—Yo traigo las heladas —dijo la voz, y Vasia pensó que no era la yegua—. Son mi ira y mi advertencia. Pero tú eres valiente, dévushka, y yo me rindo ante tu ofrenda. —Hubo una pausa breve—. Aunque el miedo no es mío y los incendios tampoco. Se acerca una tormenta y, a su lado, las heladas no serán nada en comparación. El valor os salvará. Si tu gente tiene miedo, está perdida.

—¿Qué tormenta? —susurró Vasia.

—Cuidado con el cambio de estación —le pareció que suspiraba el viento—. Cuidado.

Y la voz desapareció. Pero el viento no. Sopló cada vez más y más fuerte, sin palabras; afortunadamente, olía a nieve mientras lanzaba a las nubes al paso de la luna. Las heladas no podían continuar si nevaba.

Cuando Vasia arrastró los pies hasta la puerta de su casa y entró, los copos de nieve que le cubrían la capucha y que habían quedado atrapados entre sus pestañas silenciaron el alboroto de su familia. Aliosha la abrazó con alegría muda, e Irina salió riendo a atrapar un poco de esa blancura que caía.

Esa noche, el frío cedió. Nevó durante una semana. Y cuando la nieve acabó de caer, tardaron tres días en apartarla para salir. Para entonces, los lobos habían aprovechado las temperaturas más altas para darse un festín de conejos raquíticos y adentrarse de nuevo en el bosque. Nadie volvió a verlos, y el único que parecía decepcionado era Aliosha.

Esas noches de finales de invierno, Dunia durmió mal. No sólo por el frío y por lo que le dolían los huesos ni porque le preocupasen la tos de Irina y la palidez de Vasia.

—Ha llegado la hora —le dijo el demonio de las heladas.

Esa vez en su sueño no había ningún trineo, ni sol ni aire claro y frío. Estaba en un bosque sombrío donde se oían ruidos por todas partes y tenía la sensación de que en la oscuridad se ocultaba una sombra aún peor. Esperando. Los rasgos pálidos del demonio del invierno estaban cincelados con finura, como los de un grabado, y sus ojos habían perdido el color.

—Tiene que ser ahora —decía—. Es mujer y más fuerte de lo que ella misma sabe. Yo puedo alejar el mal de vosotros, pero la chica debe ser mía.

—Es una niña —protestó Dunia.

«Demonio —pensó—. Tentador, mentiroso».

—Una cría. Me viene con zalamerías para que le dé tortas de miel incluso cuando sabe que no hay, y este invierno se ha quedado muy pálida; es todo ojos y huesos. ¿Cómo voy a quedarme sin ella ahora?

El demonio la miró con expresión fría.

—Mi hermano está despertando, cada día su prisión se debilita. Aun sin saberlo, esa chica ha hecho lo que puede por protegeros con mendrugos, valor y su don de la visión. Pero mi hermano se ríe de esas cosas. Debes darle el colgante.

La oscuridad dio la sensación de espesarse, de sisear. El demonio de las heladas habló con dureza, usando palabras que Dunia desconocía. Una corriente radiante entró en el claro y las sombras se echaron atrás. Salió la luna e hizo brillar la nieve.

—Por favor, rey del invierno —dijo Dunia con humildad y las manos juntas en el pecho—. Otro año. Otra estación de sol. La lluvia y los rayos cálidos la fortalecerán. No soy capaz. Me niego a entregarle a mi niña al Invierno.

De pronto, del sotobosque brotó una risa como un estruendo; una risa lenta y antigua. Entonces Dunia pensó que la luz de la luna atravesaba al demonio de las heladas, que no era más que luz y sombras.

Sin embargo, volvió a ser un hombre de verdad, de carne y hueso, con la cabeza vuelta, observando el sotobosque. Cuando miró a Dunia, su expresión era lúgubre.

—Tú la conoces mejor —dijo—. No puedo llevármela si no está preparada: moriría. Otro año, pues. Pero en contra de mi voluntad.