DIECINUEVE
PESADILLAS
oviembre llegó bramando, con hojas negras
y nieve gris. Una mañana del color del cristal sucio, el padre
Konstantín estaba apostado junto a la ventana, trazando con el
pincel la fina pata delantera del semental blanco de San Jorge. Él
estaba absorto en su trabajo: todo lo demás, sumido en la quietud.
Pero, sea como fuere, el silencio escuchaba. Konstantín se dio
cuenta de que él mismo estaba esforzándose por oír. «Señor, ¿por
qué no me habláis?».
Cuando alguien llamó a la puerta con los nudillos, se sobresaltó y a punto estuvo de emborronar el cuadro.
—Adelante —ladró, y tiró el pincel.
Sería Anna Ivánovna, cómo no. Con leche asada y su mirada adoradora y cansina.
Pero no era ella.
—Bendito seáis, padre —dijo Agafia, la criada.
Konstantín hizo la señal de la cruz.
—Dios esté contigo —dijo, aunque estaba enfadado.
—No os ofendáis, bátiushka —susurró la chica desde la puerta mientras se retorcía las manos ajadas por el trabajo—. ¿Me permitís un momento?
El sacerdote apretó los labios. En el panel de roble que tenía delante, San Jorge montaba a horcajadas sobre el mundo; su corcel tenía sólo tres patas. La cuarta, que aún no había pintado, debía aparecer levantada con una curva elegante para pisotear la cabeza de una serpiente.
—¿Qué deseas decirme?
Intentaba hablar con amabilidad, pero no le había salido del todo bien. Ella palideció y se encogió. Pero no se movió del sitio.
—Hemos sido verdaderos cristianos, bátiushka —tartamudeó—. Recibimos los sacramentos y veneramos a los iconos. Pero las cosas nunca habían sido tan difíciles. Nuestros jardines se anegaron con la lluvia del verano y pasaremos hambre antes de la próxima estación.
Hizo una pausa y se humedeció los labios.
—Me preguntaba… No puedo evitar pensar en si hemos ofendido a los antiguos. A Chernobog, por ejemplo, que ama la sangre. Mi abuela siempre decía que, si él se volviera contra nosotros, sería un desastre. Y yo ahora temo por mi hijo.
Lo miró con súplica muda.
—Vale más tener miedo —gruñó Konstantín. Sus dedos anhelaban el tacto del pincel, pero hizo acopio de paciencia—. Muestra tu verdadero arrepentimiento. Este es un momento de dificultades en el que Dios averigua quiénes son sus siervos más leales, Debes aguantar y pronto verás reinos que jamás habrías imaginado. Las cosas de las que hablas son falsas: ilusiones para tentar a los incautos. Mantente del lado de la verdad y todo irá bien.
Se volvió y estiró el brazo hacia las pinturas, pero de nuevo oyó la voz de la criada:
—Yo no necesito un reino, bátiushka; me basta con tener lo suficiente para alimentar a mi hijo durante el invierno. Marina Ivánovna respetaba las costumbres antiguas, y nuestros hijos nunca pasaron hambre.
El rostro de Konstantín adoptó una expresión que no distaba mucho de la del santo que empuñaba una lanza ante él. Agafia dio un traspié y cayó contra el marco de la puerta.
—Y ahora llega la hora de la verdad —dijo él entre dientes. Su voz fluía como el agua negra con un ribete de hielo—. ¿Crees que, porque Dios espere dos años o diez, Dios enfurece ante semejantes blasfemias? Las ruedas giran despacio.
Agafia tembló como un pajarillo atrapado en una red.
—Por favor —susurró. Le agarró la mano y le besó los dedos manchados de pintura—. Entonces, ¿rogaréis para que nos perdone? No por mí, sino por mi hijo.
—Haré lo que pueda —contestó con algo más de delicadeza, y le posó la mano en la cabeza gacha—. Pero primero debes pedirlo tú misma.
—Sí. Sí, bátiushka —dijo, y lo miró con el rostro iluminado de la gratitud.
Cuando por fin se apresuró a salir a la luz grisácea de la tarde y la puerta se cerró a su espalda, las sombras de la pared parecieron estirarse como si fueran gatos desperezándose.
—Bien hecho. —La voz resonó en los huesos del sacerdote, que se quedó inmóvil, con los nervios a flor de piel—. Deben temerme por encima de todo; sólo así podrán salvarse.
Konstantín lanzó el pincel y se arrodilló.
—Sólo deseo complaceros, Señor.
—Estoy satisfecho —contestó la voz.
—He intentado guiar a este pueblo por el camino de la rectitud —explicó Konstantín—. Permitidme, Señor… Siempre he querido preguntaros…
La voz era de una bondad infinita.
—¿Qué deseas pedirme?
—Dejadme terminar mi tarea, por favor —pidió Konstantín—. Llevaría vuestra palabra hasta los confines de la tierra si vos me lo pidieseis. Pero el bosque es muy pequeño.
Agachó la cabeza y esperó.
La voz se rio con ademán divertido y encantador, y Konstantín creyó que se le saldría el alma del cuerpo de tanta alegría.
—Claro que puedes marcharte —dijo—. Un invierno más. Sacrifícate y sé fiel. Después podrás mostrarle al mundo mi gloria, y yo te acompañaré para siempre.
—Decidme lo que debo hacer —respondió el religioso—: seré fiel.
—Deseo que invoques mi presencia cuando hables —ordenó la voz. Cualquier otro hombre habría percibido su entusiasmo—. Y también cuando reces. Llámame mientras tengas aliento, llámame por mi nombre. Soy el que desata las tormentas. Quiero estar presente entre vosotros y otorgaros mi gracia.
—Así será —contestó Konstantín con fervor—. Tal como decís, se hará. Pero no me dejéis solo nunca más.
Las llamas de las velas titilaron con algo parecido a un suspiro de satisfacción.
—Obedéceme sin falta —repuso la voz— y jamás te dejaré.