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LO ANTIGUO Y LO MODERNO[247]

(1818)

COMO anteriormente[248] me vi obligado a hablar bien de la antigüedad, en especial de los artistas plásticos de entonces, no me gustaría ser incomprendido, como muy habitualmente ocurre, pues el lector tiende más a tomar una postura de oposición que a aceptar un equilibrio adecuado. Por ello voy a aprovechar la ocasión que se me ofrece, para, por ejemplo explicar qué quise decir y para mostrar la vida eterna de los hechos y la acción humanas bajo el símbolo del arte plástico.

Un joven amigo, Karl Ernst Schubarth, en su ensayo Valoración de Goethe[249], el cual tengo todos las motivos para estimar y reconocer con gratitud, dice: “No comparto la opinión de los admiradores de la antigüedad a los que pertenece el mismo Goethe según la cual en el mundo no se ha puesto de relieve nada mejor para una formación noble y perfecta de la humanidad que entre los griegos”. Afortunadamente podemos reducir esta diferencia, cuando dice: “Sin embargo de nuestro Goethe se dice que yo prefiero a Shakespeare, porque creo haber encontrado en Shakespeare un hombre valioso y al mismo tiempo inconsciente de su valía que, con gran seguridad, supo reflejar la ver dad y la falsedad del hombre exactamente, sin errores, con naturalidad, y sin recurrir a razonamientos, reflexiones, sutilezas, clasificaciones y exageraciones. Todo ello como si pensara que Goethe hubiera tenido el mismo fin, pero desde el principio he querido luchar contra este punto de vista, superarlo y prevenirme cuidadosamente contra el mismo, para que no se tome por verdad plena lo que no es más que un claro error”.

Aquí nuestro amigo da en el clavo, pues precisamente aquello en lo que ve que me supera Shakespeare es en lo que nos superan los antiguos. Todo talento, cuyo desarrollo no sea favorecido por su tiempo y sus circunstancias, de tal manera que más bien tenga que labrarse trabajosamente a través de múltiples obstáculos y liberarse de muchos errores, está continuamente en desventaja frente a un contemporáneo que encuentre la posibilidad de formarse con facilidad y de ejercitar su talento sin oposición.

Las personas entradas en años frecuentemente saben extraer de la riqueza de su experiencia aquello que pueda aclarar o confirmar una postura. Esto me permitirá relatar la anécdota siguiente. Un experto diplomático que quería conocerme, después de nuestro primer encuentro en el que me vio muy poco y hablamos superficialmente, le dijo a sus amigos: “Voilà un homme qui a eu de grands chagrins!”[250]. Esas palabras me hicieron pensar: el experto fisionomista lo hubiera visto correctamente, pero hubiera expresado el fenómeno meramente por el concepto de resignación. Un alemán observador y franco podría haber dicho: “Y he aquí uno que se ha dejado amargar la vida.”

Si de los rasgos de nuestros rostros no se puede borrar la huella del sufrimiento que hemos soportado y del trabajo que hemos llevado a cabo, no es extraño que todo lo que subsiste de nuestro esfuerzo deje la misma huella y le haga reparar al observador atento en una existencia que, tanto en su despliegue más feliz como en su restricciones más forzosas, permanece idéntica a sí misma, y, si no tiene la dignidad, sí al menos la tenacidad de realizar la esencia humana.

Hagamos un recorrido por lo viejo y lo nuevo, por lo pasado y lo presente, y digamos en general que todo lo producido artísticamente nos lleva al estado de ánimo en el que se encon tró el autor. Si éste era sereno y desenvuelto, nos sentiremos libres, si se sentía limitado, preocupado y en un momento delicado, nos llevará en la misma medida al agobio.

Al reflexionar notamos aquí que sólo se está considerando el tratamiento artístico, no se tiene en cuenta ni la materia ni el contenido. Contando con esto, echemos libremente una ojeada al mundo del arte, entonces admitiremos que toda obra que el artista ha realizado con comodidad y desenvoltura nos produce alegría. ¿Qué aficionado no posee con gusto un dibujo o un grabado de calidad de nuestro Chodowiecky[251]? En este caso vemos una inmediatez con la naturaleza que no nos hace desear nada más. Pero éste no debe salir de su círculo ni de su formato, de no ser así se perderían todas las ventajas procedentes de su individualidad.

Osamos aun más y concedemos que incluso los manieristas, cuando no exageran, nos producen placer y que poseemos con gusto sus trabajos originales. Los artistas a los que se da ese nombre han nacido con un gran talento, pero sienten pronto que, en relación con la época y la escuela de la que proceden, no les cabe gran espacio para vacilaciones, sino que es necesario decidirse y llegar a un resultado. Por ello crean un lenguaje propio, con el que sin más consideraciones, tratan con desenvoltura y audacia lo visible, y ponen ante nuestros ojos, con más o menos suerte, todo tipo de visiones del mundo, por medio de las que naciones enteras se divierten y son embaucadas durante varios decenios, hasta que una o la otra vuelven a la naturaleza y a una disposición del espíritu más noble.

Las antigüedades de Herculano nos muestran que, también en la época de los antiguos, todo terminó por desembocar en semejante manierismo. Sin embargo sus modelos eran demasiado grandes, demasiado recientes y estaban demasiado bien conservados y presentes, como para que sus pintores al por mayor se perdieran totalmente en lo insignificante.

Situémonos ahora en un punto de vista más elevado y agradable y contemplemos el talento único de Rafael. Éste, nacido con el más feliz de los talentos naturales, creció en una época en la que se consagraban al arte los más probos esfuerzos: la atención, la dedicación y la fidelidad. Los maestros precursores llevaron al joven hasta el umbral y éste no tuvo más que levantar el pie para entrar en el templo. Exhortado por El Perugino[252] a la ejecución más cuidada, su genio se desarrolló en contacto con Leonardo da Vinci y Miguel Ángel. Éstos apenas consiguieron, durante sus largas vidas, a pesar del supremo desarrollo de su talento, el agrado en su actividad artística. Aquél se había extenuado, a fuerza de pensar, y tuvo bastantes dificultades en el plano técnico. En cuanto a Miguel Ángel, en lugar de legarnos más obras plásticas exuberantes, junto con las que ya le debemos, se torturó durante los más bellos años de su vida buscando bloques de mármol en las canteras, de tal manera que, al final, de todos los proyectos escultóricos de héroes del Antiguo y el Nuevo Testamento sólo el de Moisés se llevó a cabo, como modelo de lo que podría y debería haberse realizado. Rafael, por el contrario, ejerció su arte durante toda su vida siempre con la misma desenvoltura e incluso con una desenvoltura acrecentada. La fuerza moral y la energía que impulsaban a la acción alcanzan en él un equilibrio tal, que se puede afirmar que ningún artista reciente ha pensado de manera tan pura y perfecta como él lo hizo y se ha expresado con tanta claridad. He aquí pues de nuevo un talento que nos aporta el agua más pura salida de la primera de las fuentes. Jamás imita el estilo griego y, sin embargo, siente, piensa y actúa como un griego. Estamos en presencia del talento más maravilloso que se ha desarrollado en una época tan favorable al arte como lo fue, bajo condiciones y circunstancias semejantes, la Grecia de Pericles.

Por ello se debe repetir una y otra vez que el hombre talentoso de nacimiento está llamado a producir obras, pero, por su parte, exige un desarrollo propio que esté en consonancia con la naturaleza y el arte; y no sabría desprenderse de sus ventajas pero tampoco sabría hacerlas efectivas de forma adecuada si las circunstancias externas de su época no le son favorables.

No hay más que considerar la escuela de los Caracci. Su fundamento era el talento, el espíritu de seriedad, la aplicación, la coherencia, además en dicha escuela había un ambiente en el que podían desarrollarse buenos talentos en consonancia con la naturaleza y con el arte. Se puede constatar que de ella salió una docena de artistas excelentes, habiendo cada uno de ellos ejercido y formado su talento en el marco del mismo espíritu general, de tal manera que apenas han vuelto a aparecer talentos semejantes.

¡Veamos también los pasos de gigante con los que Rubens, ese artista de talento, se desplaza por el mundo del arte! Tampoco era un nacido de la nada, basta con contemplar la gran tradición en la que se incardina y que va desde los remotos ancestros de los siglos XIV y XV, hasta los grandes maestros del siglo XVI, al final del cual él nació.

Si se reflexiona sobre la multitud de maestros holandeses del siglo XVII contemporáneos y sucesores suyos, y cuyos grandes talentos se forman ya en su patria, ya más al sur, ya más al norte, no se podrá negar que la increíble sagacidad con la que su visión ha penetrado la naturaleza y la facilidad con la que han expresado su legítimo placer, son totalmente apropiadas para fascinarnos. Más aun, en tanto que poseamos éstas nos limitaremos, de buena gana, durante grandes periodos de tiempo a la contemplación y la admiración de dichas producciones y no estaremos resentidos contra los amigos del arte que se contentan exclusivamente con la posesión y la admiración de obras de esta especie.

Y así podríamos poner cientos de ejemplos para constatar aquello que decimos. La claridad de la visión, la serenidad de la interpretación, la facilidad de la transmisión; todo esto es lo que nos atrae. Y si afirmamos que esto lo encontramos en las obras auténticamente griegas y llevado a cabo con el material más noble de todos, los contenidos más dignos posibles, con una ejecución segura y perfecta, se nos concederá que una y otra vez partamos de allí y allá volvamos.

Lo mismo se puede decir de los méritos literarios. Lo comprensible nos llegará antes y nos satisfará completamente. Cuando abordamos las obras de un mismo autor encontramos algunas que revelan un trabajo más bien penoso, mientas que otras, puesto que el talento estaba en ellas a la altura del contenido y de la forma, emergen como productos de una naturaleza libre. De ahí nuestra convicción sincera, repetida en numerosas ocasiones, de que ninguna época es incapaz de producir el talento más hermoso, pero que no le está dado a toda época desarrollarlo dignamente y a la perfección.