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EL COLECCIONISTA Y SUS ALLEGADOS
(1799)
El coleccionista y sus allegados[110]
Carta primera
Si SU DESPEDIDA, después de dos días deliciosos pero rápidamente transcurridos, dejó en mí una gran oquedad y vacío, su carta, que enseguida recibí, y los manuscritos que adjuntó a ésta me produjeron de nuevo una agradable sensación, del mismo tipo que la inspirada por su presencia. He recordado nuestras conversaciones, y me ha alegrado ahora, igual que en su momento, que coincidamos tan frecuentemente en juicios sobre arte.
Este descubrimiento tiene un valor doble para mí, pues si quiero probar diariamente tanto mis opiniones como la suya, tan sólo tengo que fijar previamente una parte de mi colección y visitarla a la luz de nuestros aforismos teóricos y prácticos. Muy a menudo todo transcurre con facilidad y plácidamente, pero a veces tropiezo, a veces no me puedo poner de acuerdo ni con usted ni conmigo mismo. Sin embargo soy consciente de lo mucho que se ha avanzado cuando se está de acuerdo en los temas principales, cuando el juicio sobre arte, que oscila a un lado y a otro como los brazos de una balanza, está firmemente fijado a un sólido madero vertical y cuando, si se me permite seguir con el símil, el astil y los platillos se mueven de tarde en tarde.
El fragmento que me ha enviado, perteneciente a la obra que pretende publicar, ha aumentado mi esperanza por ésta así como mi sereno interés, y con gusto contribuiré, de cualquier manera en la que me crea capaz, a auxiliarlo en sus propósitos. La teoría nunca ha sido mi fuerte, pero, si mi experiencia puede ser de algún valor para usted, la pongo a su servicio con todo mi corazón. Para dar prueba de ello comienzo aquí a cumplir con su deseo, le iré escribiendo poco a poco la historia de mi colección, cuyas piezas incluso han sorprendido a algunos que ya sabían de su buena reputación antes de conocerla. Ése también fue su caso. Usted admiró la excepcional riqueza de todas sus secciones, y su admiración hubiera ido en aumento si el tiempo y sus aficiones le hubieran permitido el conocimiento de todas mis posesiones.
De mi abuelo sólo puedo decir que sentó las bases de la colección y puedo comprobar lo bien que las sentó cuando veo el interés que usted demuestra ante todo lo que proviene de su época. Usted dispensa tanta simpatía y tanto amor a este admirable pilar de nuestra extraordinaria casa familiar que su injusticia hacia otras partes no me desagrada y me gusta pasar el tiempo viendo con usted esas obras que son sagradas para mí tanto por su valor, como por su antigüedad y su procedencia. Es cierto que depende mucho del carácter y la inclinación del aficionado cómo se orienta el gusto por la forma y el espíritu coleccionista, dos tendencias éstas que frecuentemente se dan entre los seres humanos. También diría que el aficionado depende en la misma medida de la época en la que vive, de las circunstancias que le rodean, de los artistas y marchantes contemporáneos, los países que visita por primera vez o con los que tiene alguna conexión. Él depende sin duda de miles de esas circunstancias. Todas contribuyen a tener los conceptos bien fundados o ser superficial, ser liberal o de alguna manera limitado, amplio de miras o unilateral.
La gran suerte de mi abuelo fue vivir en la mejor época y bajo las circunstancias más favorables para obtener piezas que actualmente están casi totalmente fuera del alcance de un coleccionista privado. Tengo albaranes y cartas de sus adquisiciones, y qué desproporcionadamente bajos son los precios en comparación con los actuales, los cuales ha incrementado tanto una generalizada afición por el coleccionismo.
Sí, la colección de este hombre valioso es para mí, para mis otras posesiones, para mis actitudes y mi juicio, lo que las colecciones de Dresde son para Alemania: una fuente eterna de auténtico conocimiento para el joven, un reconstituyente de la sensibilidad y los buenos principios para el adulto y saludable para cualquiera, incluso para el más casual visitante, pues lo perfecto no sólo está reservado al iniciado. Su afirmación de que ninguna de estas obras que provienen de mi excelente antecesor desmerecerían junto a tesoros reales, no me hace sentirme orgulloso, sino sólo contento, pues ya he tenido estos pensamientos en privado.
Acabo esta carta sin haber cumplido mi plan. Parloteo en lugar de emprender la narración de la historia. Pero el humor de un viejo se manifiesta de estas dos formas. Apenas tengo sitio para decirle que el tío y las sobrinas le envían saludos cordiales y que Julie cada vez pregunta más y con más interés acerca del viaje a Dresde largo tiempo aplazado, pues espera ver de camino a su nuevo y estimado amigo. Tenga por seguro que ninguno de sus viejos amigos puede firmar con más corazón que su tío
siempre cercano a usted.
Carta segunda
Su amable recepción del joven que se le presentó con mi carta me ha alegrado doblemente, pues usted le proporcionó a él un día de satisfacción, y, por medio de él, obtuve noticias de primera mano de usted, sus circunstancias, sus actividades y sus planes.
Nuestra animada conversación acerca de usted me permitió descubrir en los primeros instantes lo mucho que él había cambiado en su ausencia. Cuando marchó para la Academia, prometía mucho; salió de la escuela fuerte en griego y latín, con buenos conocimientos de ambas literaturas, versado en historia antigua y moderna, no poco ejercitado en matemáticas y en todo aquello que se le debe exigir a un buen estudiante. Pero ahora, para nuestra tristeza vuelve convertido en filósofo. Se ha dedicado preferentemente, casi exclusivamente, a la filosofía, y a nuestro pequeño círculo, incluyéndome en éste a mí, que nunca tuvo gran disposición para la filosofía, le está vedada toda conversación. Lo que entendemos, no le interesa y lo que le interesa, no lo entendemos. Habla una nueva lengua que somos demasiado viejos para aprender.
¡Qué extraña cosa es la filosofía! y, especialmente, la nueva filosofía. Replegarse sobre sí mismo, espiar las operaciones de la propia alma y encerrarse totalmente en sí mismo para comprender mejor los objetos; ¿es éste el camino correcto? ¿Ve el hipocondriaco mejor las cosas por cavar en sí mismo y enterrarse a sí mismo? Sin duda esta filosofía me parece una forma de hipocondría, una tendencia espuria a la que se le ha dado un nombre altisonante. Perdone usted a un viejo, perdone usted a un práctico médico por hablar así.
Pero, ¡dejemos esto! La política nunca me ha hecho perder el humor, y tampoco la filosofía lo conseguirá. Así que cobijémonos con prontitud en el arte, empezaré rápidamente con la historia que había prometido contarle, de tal manera que en mi carta no falte aquello que la motivó.
Cuando mi abuelo murió, fue cuando mi padre empezó a mostrar un exclusivo interés por un tipo concreto de obras de arte. Él disfrutaba con la imitación fiel de los objetos naturales que por aquella época había llegado a un alto nivel de perfección mediante la acuarela. Al principio compró algunas láminas, después contrató a unos pintores para que le pintaran pájaros, flores, mariposas y moluscos con la mayor exactitud. No había nada notable que apareciera en la cocina, en el jardín o por los campos que no fuera inmediatamente fijado por el pincel en láminas y de esa manera registró algunas variedades de distintas criaturas que, como he podido comprobar más tarde, les resultan más interesantes a los naturalistas.
Poco a poco fue progresando hasta el retrato. Él quería a su mujer y a sus hijos, estimaba a sus amigos y por ello su interés por hacer una colección de retratos.
También se acordará usted de muchos pequeños retratos al óleo reproducidos sobre cobre. Los grandes maestros solían hacer esto en otra época, tal vez como relajación, tal vez para sus amistades. De ello surgió una forma distinta de pintura a la que los artistas se consagraron.
Este formato tenía sus propias ventajas. Un retrato de tamaño natural, aunque sólo se trate de una cabeza o sea de medio cuerpo, demanda siempre más espacio del que demanda su interés intrínseco. Todo hombre sensible y acomodado encargaba retratos de él y de su familia en diferentes épocas de su vida. Representado por un artista diestro, con rasgos muy definidos y a escala pequeña, ocuparía poco espacio, podría coleccionar retratos de todos sus amigos, y su descendencia siempre encontraría un rincón para este pequeño círculo. Por el contrario, un retrato de gran tamaño requiere mucho espacio tanto en casa del dueño, como en la de los herederos. Y las modas cambian tanto que una abuela, no importa que estuviera bien o mal pintada, difícilmente puede estar en armonía con las alfombras, los muebles y la decoración de la casa de la nieta.
Sin embargo el artista depende del aficionado de su época y el aficionado del artista contemporáneo. El gran maestro que era casi el único que sabía cómo pintar estos pequeños retratos murió y se encontró a otro que pintaba en tamaño natural.
Mi padre quería desde hacía tiempo conseguir contratar los servicios de un artista de este tipo. Él quería verse a sí mismo y a su familia en tamaño natural. Pues, si siempre había insistido en que toda ave, toda flor, todo insecto deberían ser imitados con exactitud respecto a sus modelos, incluso en cuanto al tamaño, de la misma forma deseaba ver su imagen representada en el lienzo tan fielmente como en el espejo. Finalmente su deseo fue satisfecho. Se encontró a un hombre de talento que permaneció con nosotros durante algún tiempo. Mi padre era apuesto, mi madre tenía buena planta, mi hermana era la muchacha más bella y encantadora de la comarca. Comenzó la labor de representación y no valía sólo con un cuadro de cada uno. Especialmente mi hermana, como usted ha visto, fue representada en más de una postura. Se hicieron planes para un gran retrato familiar, pero éste nunca fue más allá del boceto, pues no se convino ni en el motivo ni en la composición.
Después de todo mi padre no quedó satisfecho. El artista se había formado en la escuela francesa; sus cuadros eran armoniosos, ingeniosos y se parecían al natural. Sin embargo en cuanto al parecido con sus modelos dejaban mucho que desear. Además alguno fue totalmente desvirtuado porque el artista, intentando complacer a mi padre, siguió alguna de sus indicaciones.
Al fin, y de forma inesperada, los deseos de mi padre se cumplieron plenamente. El hijo de nuestro artista, un joven brillante que había sido formado por su tío alemán, del que iba a heredar, visitó a su padre, y el mío descubrió en él un talento que lo satisfizo. Se le encargó inmediatamente que pintara un retrato de mi hermana, y lo hizo con una exactitud increíble. De ello resultó una imagen, si no de un gusto exquisito, sí llena de naturaleza y verdad. Allí estaba representada tal y como paseaba por el jardín. Su cabello castaño en parte caía sobre su frente, en parte estaba recogido por grandes trenzas reunidas por detrás por un lazo. Llevaba colgada a la altura del brazo su pamela adornada por los mejores claveles rosados —los cuales mi padre apreciaba especialmente— mientras cogía un melocotón de un árbol que aquel año había dado fruto por primera vez.
Afortunadamente todos estos objetos estaban bien combinados sin resultar de mal gusto. Mi padre estaba encantado y el viejo pintor le hizo gustosamente sitio a su hijo. Con sus obras comenzó una nueva época en nuestra casa. Ésta fue considerada por mi padre la más satisfactoria de su vida. Toda persona era pintada junto a todo aquello en lo que habitualmente estaba ocupada, junto a lo que normalmente la rodeaba. No hace falta que le diga nada más de estos cuadros. Seguro que usted no ha olvidado la graciosa diligencia con la que mi Julie fue reuniendo todos los accesorios, siempre que todavía se podían encontrar éstos en casa, para convencerle de la exactitud de la imitación. Allí estaba la lata de rapé del abuelo, su reloj de bolsillo de plata, su bastón de mango de topacios, la caja de cos tura de la abuela y sus pendientes. Julie también había conservado un juguete de marfil que sostenía en un cuadro que la representaba de niña. Se colocó junto al cuadro con una postura similar a la que mostraba en éste, el juguete tenía el mismo aspecto, la muchacha estaba lejos de tenerlo; todavía me acuerdo de nuestras bromas al respecto.
En el curso de un año habíamos acumulado retratos no sólo de toda la familia, sino también de casi todo el mobiliario de la casa. No fue extraño que al joven artista le pareciera necesario, cuando se aburría con su trabajo, recobrar las fuerzas mirando a mi hermana, un remedio que se reveló muy efectivo, pues pareció encontrar en los ojos de ella aquello que estaba buscando. En definitiva, decidieron vivir y morir juntos. Mi madre dio su beneplácito, mi padre estaba contento de ligar a su familia a un talento del que apenas podía prescindir.
Se acordó que nuestro amigo tenía que hacer un viaje por Alemania para obtener la bendición de su tío y su padre y después volver para convertirse definitivamente en uno de los nuestros.
La empresa se llevó rápidamente a cabo, y, aunque volvió muy pronto trajo consigo una buena suma de dinero que había ganado en varias cortes en las que visitó. La feliz pareja se unió y nuestra familia experimentó una felicidad que continuó hasta la muerte de sus miembros.
Mi cuñado era un hombre muy apuesto que tuvo éxito en la vida. Su talento satisfizo a mi padre, su amor a mi hermana, y su cordialidad general a mí y al resto de la casa. Durante los veranos viajaba y siempre regresaba bien retribuido por sus trabajos. Los inviernos los pasaba consagrado a su familia, y habitualmente pintaba a su mujer y a sus hijas dos veces al año.
Su capacidad de reproducir el más mínimo detalle tan fielmente como para incluso provocar el engaño provocó que mi padre tuviera una curiosa idea, cuya ejecución le describiré con palabras, pues la pintura no se conserva. De otro modo se la hubiera mostrado.
En el salón del piso de arriba donde están los mejores retratos y que de hecho es la última de una serie de piezas de la casa, quizás se haya fijado usted en una puerta que parece llevar a alguna parte. De hecho es una puerta falsa, y si por aquel entonces se abría, se veía un objeto más sorprendente que agradable. Mi padre parecía estar saliendo con mi madre en sus brazos y esto produce cierto estremecimiento en parte por las circunstancias, en parte por el realismo de la imagen. Mi padre había sido pintado como si volviera de una cena de sociedad y vestido tal y como iba en ocasiones similares. La pintura había sido llevada a cabo con la mayor atención, las figuras se reprodujeron con una perspectiva exacta y el efecto de las vestimentas había sido cuidadosamente elaborado. Había que abrir una ventana para que la luz entrara por un lateral y la ilusión fuera completa.
Pero desgraciadamente una obra que se acercaba tanto a la realidad tuvo que experimentar el destino de la realidad. El marco y el lienzo estaban fijados a las jambas de la puerta y de esta manera expuestos al contacto con las humedades del muro, cuyo efecto se incrementó al permanecer la puerta cerrada y no estar aireado el cuadro. Y así, después de un crudo invierno en el que no se entró en la habitación, nos encontramos a papá y a mamá totalmente destruidos, lo cual nos entristeció mucho, pues previamente se nos los había llevado la muerte.
Debo volver sobre mis pasos para hablar de la última satisfacción que tuvo mi padre en su vida.
Después de que la mencionada pintura se acabara de realizar, parecía que nada de este arte podría volver a provocarle un placer y, sin embargo, todavía le estaba reservado uno más. Vino un artista que propuso hacer máscaras de la familia en escayola y copiarlas en cera coloreándolas de forma natural. La calidad del retrato de un joven asistente que lo acompañaba demostraba su talento y mi padre accedió a la propuesta. El proceso siguió exitosamente su curso, el artista reprodujo con cuidado y exactitud máximos el rostro y las manos. Se dotó al maniquí de una peluca real y una bata adamascada y así permanece el venerable anciano detrás de un telón que no me he atrevido nunca a abrir para usted.
Después de la muerte de mis padres no nos quedamos mucho tiempo más juntos. Mi hermana murió todavía joven y guapa, su marido la pintó en su ataúd. A sus hijas, que, cuando crecieron, representaban la belleza de la madre dividida en dos, nunca las pudo pintar por el dolor. A menudo pintaba bodegones con las pequeñas pertenencias de ella que él conservaba cuidadosamente. Estas pinturas eran llevadas a cabo con mucha precisión y presentadas a las amistades que había hecho durante sus viajes.
Parecía como si su dolor lo elevara a lo ideal pues a partir de entonces y hasta ahora sólo ha pintado objetos de la vida cotidiana. A estos pequeños y mudos cuadros nunca les faltó unidad ni expresividad. En uno de éstos se distingue, por los objetos que figuran, la virtuosa piedad de su dueña: un libro de oraciones de terciopelo rojo y cantos dorados, una graciosa bolsa bordada con lazos y borlas que usaba para su actos de caridad, el cáliz con el que recibió la comunión antes de su muerte y que había obtenido cambiándoselo a la parroquia por uno mejor. En otro cuadro se veía, junto a una hogaza de pan, el cuchillo con el que se lo cortaba a los niños, un sementero con el que sembraba en primavera, un calendario en el que anotaba sus tareas y los pequeños sucesos de su vida, un vaso de cristal son su nombre tallado, y un regalo de juventud de su abuelo que, a pesar de su fragilidad, había conseguido que le sobreviviera incluso a ella[111].
Él volvió a viajar y reanudó su vida habitual. Era sólo capaz de ver el presente, pero éste siempre le recordaba su irreparable pérdida y no pudo recuperar su humor: una inconmensurable nostalgia parecía apoderarse de él de vez en cuando. En su último bodegón pintó objetos de su propia pertenencia y que, escogidos y dispuestos de manera extraña, sugerían tránsito y separación, permanencia y unión.
Lo encontramos muchas veces delante de esta pintura, sumido en sus pensamientos, conmovido y emocionado, algo que no era propio de su forma de ser. Y perdóneme si acabo bruscamente por hoy, pues así podré recuperarme de este recuerdo que no tengo intención de evocar nunca más.
Además mi carta no puede llegar a sus manos con este triste cierre; le doy a Julie mi pluma para que le diga:
Mi tío me da su pluma para que, mediante un giro, le exprese la devoción que siente por usted. Él sigue siendo fiel a aque lla costumbre de los viejos buenos tiempos en los que se consideraba una obligación cerrar una carta con una elegante despedida[112]. Nosotros los jóvenes no hemos aprendido eso; ese tipo de reverencias no nos parecen naturales, ni suficientemente cordiales. No vamos más allá de un saludo o un apretón de manos imaginario.
¿Qué haremos para cumplir el encargo y el mandato de nuestro tío tal y como le corresponde a una sobrina obediente? ¿Se me ocurrirá un giro elegante? ¿Le parecerá a usted suficientemente distinguido si le digo que la devoción de la sobrina es igual que la del tío? Él me ha prohibido leer su última carta, me pregunto lo bueno o lo malo que pueda usted haber dicho de mí. Bueno, tal vez sólo sea mi vanidad la que me hace pensar que usted me menciona. Lo que si he leído ha sido la primera parte de esta carta, en la que se desacredita a nuestro buen filósofo. No es cortés ni justo por parte de mi tío censurar tan severamente a un joven que tanto los aprecia a él y a usted. Censurarlo por seguir con tanta perseverancia un camino que cree le resultará formativo. Sea usted sincero y reconozca que las mujeres vemos las situaciones con más claridad que los hombres pues no somos tan unilaterales y permitimos que cada cual ejerza sus propios derechos. El joven es comunicativo y sociable. A veces me habla y, a pesar de que no entiendo su filosofía, creo entender al filósofo que la hace.
Aunque, quizás, la buena impresión que me ha producido, tenga él que agradecérsela a usted, pues el rollo de grabados que trajo por encargo suyo, junto a sus amables palabras, le aseguraron la mejor de las acogidas.
No sé muy bien cómo agradecerle este recuerdo, este detalle, pues me parece que hay cierta leve maldad escondida tras su regalo. Quiso usted mofarse de su fiel servidora cuando le mandó estas imágenes de un mundo etéreo y fantasmagórico, de extrañas figuras de hadas y espíritus procedentes del taller de mi amigo Füssli [véase la figura 9.2]. Qué remedio, si a la pobre Julie le encanta lo extraño y lo salvaje, si le gusta lo maravilloso o se entretiene viendo estos confusos y volubles sueños fijados en papel.
Aunque me ha causado una gran alegría, puedo ver que se me imponen nuevas ataduras, pues parece que he de aceptarlo como mi segundo tío. ¡Como si no tuviera suficiente con el primero! Y es que él no puede evitar instruir a sus niños acerca de sus aficiones.
Mi hermana se defiende de esto mucho mejor que yo, pues nunca se deja convencer. Y, como es propia de nuestra familia cierta afición por el arte, sólo le gusta lo dotado de gracia[113], y lo que resulta agradable para los ojos.
Su prometido (pues ya se ha acordado lo que, cuando usted se fue, no estaba todavía decidido) le ha traído de Inglaterra unos espléndidos grabados de colores, y ello le ha producido un placer sin medida. ¡Qué delgadas bellezas, vestidas de blanco, con lazos rosas y velos celestes!, ¡qué madres de aspecto más distinguido acompañadas de hijos bien alimentados y apuestos maridos! Al estar enmarcados en caoba y cristal y decorados con las varillas metálicas que venían incorporadas y al estar colgados de una pared de fondo lila perteneciente al tocador, no me atrevo a introducir en dicha sociedad a Titania con su séquito de hadas y al transformado Klaus Zettel[114].
Pero parece como si estuviera criticando a mi hermana. Sin duda la mejor forma de quedarse una tranquila es ser algo intolerante con los demás. Y ahora que por fin he acabado ya esta cuartilla, inesperadamente me encuentro tan cerca de su borde inferior que tan sólo me queda espacio para escribir diez de marzo y el nombre de su fiel amiga que se despide de usted
Julie.
Carta tercera
En su último escrito Julie ha dicho palabras en favor del filósofo, pero siento decir que su tío no puede estar de acuerdo, pues este joven no sólo parte de un método que no me sirve para esclarecer nada, sino que orienta su mente hacia unos objetos que ni me interesan, ni me han interesado nunca. Incluso en medio de mi colección, donde siempre se abre un campo común de discusión con cualquiera, no consigo encontrar un punto de contacto con él. Incluso ha perdido el interés histórico y de anticuario que parecía sentir por aquélla. La teoría moral, de la que poco sé, aparte de lo que me dicta el corazón, es su especialidad. El derecho natural, que no echo de menos, pues nuestro tribunal es justo y nuestra policía está activa, le ocupa en sus más recientes investigaciones. El derecho internacional, que gracias a mi tío se convirtió para mí en algo insufrible, es el principal objeto de su carrera[115]. Y ahí se acaba toda la conversación que tantas esperanzas me hacía abrigar. Lo valoro por su nobleza, lo aprecio por su buena condición, lo quiero convertir en mi pariente, pero… Mis grabados lo dejan mudo y mis cuadros lo dejan frío.
Aunque, mientras le cuento aquí a usted mis cuitas, como un auténtico tío de comedia alemana, la experiencia me contiene y me recuerda que no es forma de estrechar lazos con las personas exagerar las diferencias que parece nos separan de ellas.
Esperemos a ver qué nos depara el futuro en este asunto, mientras tanto, no quiero dejar de saldar mi deuda con usted y continuaré la historia de los fundadores de mi colección.
Mi tío paterno, después de haberse distinguido como un valiente oficial, fue llamado sucesivamente a realizar diferentes tareas para el Estado y finalmente era utilizado en casos muy importantes. Conoció a casi todos los príncipes de su época y, al recibir de ellos muchos regalos que iban adornados con sus retratos en esmalte y en miniatura, se convirtió en un aficionado a este tipo de obras de arte. Paulatinamente fue reuniendo tal colección de retratos de potentados vivos y muertos procedentes de cofres dorados y orlas de brillantes, que devolvía a los orfebres y a los joyeros, que finalmente pudo poseer un auténtico Almanaque de Gotha[116] de su siglo.
Como viajaba mucho, quería llevarse sus tesoros consigo y le era posible recoger la colección en un reducido espacio. No se la enseñaba a nadie, a menos que la persona en cuestión la ampliara añadiendo retratos de príncipes o estadistas, vivos o muertos, procedentes de este o aquel cofre de joyas. Y es que una colección tan específica le resultaba atractiva a los hombres de mundo y el apego de un dueño a una pieza aislada se hacía mayor y al mismo tiempo menor ante tal número de éstas reunidas.
Empezando por los retratos, entre los que se encontraban algunos de cuerpo entero, por ejemplo algunos que representaban alegóricamente a princesas como ninfas y cazadoras, amplió su colección a otras pequeñas pinturas de este tipo, cada vez prestando más atención al exquisito acabado y los fines más nobles del arte que también pueden ser conseguidos en este género. Usted mismo se ha admirado ante lo mejor de esta colección; yo sólo he ampliado muy poco y ocasionalmente la misma.
Y ahora tengo que hablar de mí, el actual y satisfecho dueño y a menudo fastidiado custodio de esta conocida y admirada colección. Desde la juventud mis aficiones fueron opuestas a las de mi tío y mi padre.
Si fue porque asumí las algo más serias enseñanzas de mi abuelo o fue, como a menudo ocurre con los niños, por espíritu de contradicción, por lo que me aparté de los caminos de mi padre y mi tío, es algo que no soy capaz de determinar. Mientras que el primero de ellos deseaba que el arte siguiera los pasos de la naturaleza mediante la imitación más exacta y el segundo apreciaba una pintura pequeña porque estaba llena de mínimos detalles y se servía de una lupa para aumentar su admiración por este tipo de trabajos, yo sólo disfruto de las obras de arte cuando veo bocetos que me dan una viva imagen de lo que todavía se puede llevar a cabo.
Las admirables láminas de este tipo que encontré en la colección de mi abuelo, y que podrían haberme enseñado a saber que un boceto ha de ser realizado con tanta precisión como ingenio, me provocaron entusiasmo sin darle a éste una guía. Me atraían los esbozos audazmente dibujados, los trazos en tinta salvajes y violentos y sabía encontrarle interpretación incluso a aquello que por medio de unos pocos toques tan sólo constituía el jeroglífico de una figura. Apreciaba sin medida esas obras. Con aquellas láminas comenzó la pequeña colección que empecé de joven y continué de adulto.
De esta manera siempre estuve en constante oposición a mi padre, mi cuñado y mi tío. Y, como ninguno de ellos fuera capaz de ponerse de acuerdo con mi punto de vista o de atraerme al suyo, me empeciné en mis posiciones.
A pesar de que, como ya había dicho, valoraba la mano llena de ingenio, hubo algunas obras acabadas que entraron a formar parte de mi colección. Sin darme cuenta de ello, aprendí en qué consistía el afortunado tránsito de un esbozo ingenioso a una ejecución ingeniosa; aprendí a admirar lo preciso, aunque siempre mantuve la exigencia de que hasta en la más nítida de las pinceladas debía haber sentimiento.
Esta evolución fue estimulada por las aguafuertes de diversos maestros italianos (entre ellos el de usted) que todavía están en mi colección. Así fui por el buen camino hasta que otra inclinación me apartó prematuramente de éste.
Las características que deseaba darle a mi pequeña colección eran orden y totalidad. Leí sobre historia del arte, ordené mis láminas según escuelas, maestros y años, hice catálogos y debo decir en mi honor que nunca he oído el nombre de un buen maestro, o alguna circunstancia de la vida de un hombre notable, sin haber intentado adquirir alguna de sus obras, para de esa forma no sólo hablar de su mérito, sino tener visiblemente éste ante mí.
Ésa era la situación de mi colección así como de mis conocimientos y su orientación cuando llegó el momento de ir a la Universidad. Mi interés por mi profesión, que sería la medicina, la ausencia de todo tipo de obras de arte y una nueva serie de objetos a mi alrededor redujo mi interés por el arte al fondo de mi corazón. Tan sólo tuve la oportunidad de ejercitar mi ojo con la visión de aquello que era excelente en las ilustraciones de anatomía, fisiología e historia natural.
Poco antes del final de mi carrera académica, tuve la oportunidad de visitar Dresde, lo que me abrió una perspectiva decisiva para el resto de mi vida. Con qué deleite, con qué éxtasis atravesé el santuario que es esta galería. Cuántas intuiciones que había tenido fueron confirmadas por mis ojos. Cuántas lagunas en mi conocimiento histórico fueron eliminadas. Y cómo se amplió mi visión acerca del espléndido edificio escalonado que es el arte. Al volver a ver con autocomplacencia la colección familiar, que un día llegaría a ser mía, tuve las más agradables sensaciones. Como no podía llegar a ser artista hubiera caído en la desesperación si no hubiera estado destinado desde mi nacimiento a ser aficionado y coleccionista.
No quiero entrar en detalles ni acerca de lo que produjeron en mí otras colecciones que visité ni de cómo mi amor por el arte fue de la mano de mis otras ocupaciones y me ha acompañado como un ángel guardián. Tan sólo diré que mis otras facultades fueron orientadas hacia el ejercicio de mi profesión, que mi consulta pronto absorbió toda mi actividad y que esta ocupación tan diferente sólo sirvió para aumentar mi amor por el arte y mi pasión por el coleccionismo.
Lo restante lo deducirá usted de su conocimiento de mí y de mi colección.
Cuando mi padre murió y este tesoro llegó a mi poder, estaba suficientemente formado para cubrir todos los vacíos que encontré, no simplemente como un coleccionista, porque hubiera espacios vacíos, sino más bien como un entendido, porque merecían ser cubiertos. Estoy por lo demás convencido de que voy por buen camino cuando veo que mis gustos son coincidentes con los de muchos hombres cabales que he conocido. Nunca he estado en Italia, sin embargo he intentado hacer mi gusto tan universal como fuera posible. Sin duda usted es capaz de juzgar en qué medida lo he conseguido. No puedo negar que quizás debiera y pudiera haber cultivado un gusto más depurado en esta o aquella dirección. Pero, ¿quién puede vivir con gustos totalmente depurados?
Ya basta de hablar de mí por ahora y por siempre. Ojalá todo mi egoísmo se proyecte sobre mi colección. Dar y recibir mutuamente es nuestro santo y seña, el cual usted no oirá pronunciar con más afecto y confianza que por aquel que esto firma
sinceramente suyo.
Carta cuarta
Ha vuelto usted a darme una convincente muestra de que se acuerda amablemente de mí al mandarme no sólo el primer número de Propyläen, sino al haber enviado adjunto un manuscrito que por su amplitud me da una impresión más viva y clara de sus puntos de vista. Me ha devuelto usted muy amigablemente los saludos del final de mi carta y le agradezco la buena acogida que le ha dispensado a la pequeña historia de mi colección.
Sus páginas impresas y manuscritas me recuerdan las horas placenteras que me procuró cuando, sin tener en cuenta lo poco propicio de la estación, hizo una escapada para conocer una colección privada que le satisfizo en muchos aspectos. Entonces su propietario tuvo la suerte de iniciar, sin necesidad de grandes preámbulos, una sincera amistad. Encuentro en estas páginas los principios que por aquella época expresó, las ideas en las que entonces estaba especialmente interesado. Veo que ha seguido usted fiel a los mismos y que, a su vez, los ha desarrollado. Por eso espero que no oiga con desinterés cómo me ha ido con los míos en mi círculo. Su escrito me inspira y su carta me incita a ello. La historia de mi colección está en sus manos y puedo remitirme a ésta más tarde. De momento quiero expresarle algunos deseos y hacerle algunas confesiones.
Mantener en la mente, por la contemplación de obras de arte, una idea noble e inalcanzable, fijar en la medida de lo posible una jerarquía de criterios en nuestro juicio acerca de los logros del artista (jerarquía ésta estructurada a partir de lo mejor que conozcamos), buscar celosamente la perfección, remitir a las fuentes tanto al artista como al aficionado, elevar a éste a altas cotas, conducirlo todo a un mismo fin tanto en la historia, como en la teoría, el juicio y la práctica; todo esto es bueno y encomiable y un esfuerzo de este tipo no puede dejar de producir frutos.
El quilatador busca, por todos los medios, purificar los metales nobles para establecer un peso fijo de la plata y el oro puros, como un indicador determinante de todas las aleaciones que se le pudieran presentar. Se puede emplear tanto cobre como se quiera, se puede aumentar el peso, se puede disminuir el valor, marcar las monedas o las vajillas de plata mediante ciertos signos convencionales. Se puede intentar hacer pasar por valioso lo que se quiera, la peor calderilla y la falsificación, pero tanto la piedra de toque como el crisol prueban con igual precisión su auténtico valor.
No queriendo censurar su seriedad y su espíritu estricto, desearía, al hilo de mi símil, llamar su atención sobre ciertos aspectos más vulgares a los que ni el artista ni el aficionado pueden renunciar en sus vidas cotidianas.
No puedo pasar inmediatamente a cumplir estos deseos y exponer estas propuestas, pues hay algo en mi mente, más bien en mi corazón. Se trata de una confesión que no puedo esperar más a hacerle si quiero ser digno de su amistad. No puede ofenderle, ni tampoco disgustarle, así que, adelante con ella. Cada paso adelante tiene sus riesgos, y sólo arriesgándonos, hacemos progresos. Y ahora escuche ya lo que quiero contarle, no vaya a ser que lo tome usted por más importante de lo que es.
El dueño de una colección, que, independientemente de lo que le guste mostrarla, debe mostrarla más de lo que le gusta, se vuelve un poco malicioso, aunque nunca fuera totalmente benigno y de buen corazón. Él ve a perfectos desconocidos emitiendo con toda libertad juicios acerca de objetos que conoce plenamente. No tenemos muchas oportunidades de expresar nuestras opiniones sobre política entre extraños y nuestro buen sentido nos induce a evitar emitirlas. Sin embargo las obras de arte nos excitan, nadie se avergüenza ante ellas, nadie duda de sus propias sensaciones, y es correcto que no lo haga, pero nadie duda acerca del acierto de sus juicios, y esto no es del todo correcto.
Desde que soy dueño de mi colección, un solo hombre me hizo el honor de creer que sabía juzgar el valor de sus piezas. Me dijo: “Tengo poco tiempo, enséñeme de cada una lo mejor, lo más notorio, lo más llamativo”. Se lo agradecí, mientras le aseguraba que era el primero que había obrado así. Y creo que no lamentó haber confiado en mí, al menos pareció marcharse plenamente satisfecho. No diré que se tratara de un gran entendido o aficionado, incluso tal vez su comportamiento demostrara cierta indiferencia y quizás aquel al que le gusta una sola sección es más interesante para nosotros que aquel que valora la totalidad. Sin embargo éste merece ser mencionado, por ser el primero y seguir siendo el último que no excitó mi secreto espíritu malicioso.
Incluso usted, le confieso, ha alimentado alguna vez mi malicia sin que mi admiración y mi apego se vieran menoscabados. No me bastó con quitarle a las muchachas de la vista (perdóneme, pero tuve que reírme en secreto cuando vi cómo usted seguía mirando a la puerta mientras veíamos mi sala llena de bronces, sin embargo la puerta no se volvió a abrir. Las niñas se habían marchado dejando allí el vino y los bizcochos. Una seña mía hizo que se marcharan, no quería que se le prestara una atención dispersa a mis antigüedades, perdóneme esta confesión y recuerde que al día siguiente lo intenté compensar en la medida de lo posible y le dejé ver en el pabellón de verano no sólo a la familia pintada, sino a la real, y le proporcioné un rato de agradable entretenimiento mientras tenía a la vista un bonito paisaje), “no me bastó” dije y ahí lo dejo, pues este enorme párrafo entre paréntesis ha arruinado mi periodo y me veo obligado a comenzar otro.
Desde el principio usted me hizo un honor especial al pensar que yo era de su opinión y que sabía apreciar preferentemente las únicas obras de arte que usted apreciaba. Puedo decir que la mayoría de las veces nuestros juicios coincidían. Aquí y allá vi que sentía una predilección vehemente, e incluso tal vez un prejuicio, pero no le di importancia a éste y le agradecí la atención que le había prestado a algunas cosas olvidadas, en cuyo valor no había reparado debido a la cantidad de objetos presentes.
Cuando usted se fue, se convirtió en asunto de nuestra conversación, lo comparamos con otros desconocidos que nos habían visitado y eso suscitó una comparación general entre nuestros huéspedes. Vimos grandes diferencias en la modalidades de afición al arte y de pensamiento sobre éste, pero también vimos cómo algunas preferencias eran más o menos recurrentes en personas distintas. Comenzamos a agrupar las tendencias similares, para ello nos servimos de la ayuda de nuestro libro de visitas en el que firmaban los huéspedes. A partir de entonces nuestra malicia se convirtió en observación: examinamos a nuestros huéspedes más atentamente y los ordenamos en distintos grupos.
Siempre he dicho “nosotros”, pues esta vez, como era habitual, impliqué a las muchachas en el trabajo. Julie fue especialmente activa y puso el dedo en la llaga a la hora de clasificar a los que se le asignaron, pues nadie conoce con más exactitud que las mujeres las tendencias de los hombres. Sin embargo, de entre aquéllos, Karoline sólo concedió el puesto más alto a los que habían admirado vivamente sus bellos y raros ejemplares de mezzotinto inglés con que había adornado su tranquila habitación. Usted no lo había hecho, pero este error de apreciación no hizo que su imagen sufriera gran perjuicio a los ojos de la niña.
Aficionados de nuestro tipo, y es que será de ellos de los primeros que hablemos, se encuentran, mirando atentamente, bastantes. Eso sí, los encontraremos si dejamos a un lado prejuicios a favor y en contra y unas mayores o menores viveza o reflexión y tolerancia o severidad. Por eso le auguro éxito a sus Propileos, porque no sólo presiento cómo son éstos, sino que sé cómo son todos los de pensamiento similar.
No puedo reprocharle aquí por su severidad en materia de arte ni por lo estricto que es con los artistas y aficionados, no obstante, sin considerar cuántos lo leerán, e incluso aunque sólo fueran los que han visto mi colección, debo pedirle algo para bien del arte y de los aficionados. En primer lugar, debe usted tolerar todo tipo de arte y valorar a todo artista especializado, siempre y cuando no sea pretencioso. Por otra parte, no conseguiré recomendarle con suficiente insistencia que se oponga a aquellos que, partiendo de ideas limitadas y con una unilateralidad irreductible, pretenden convertir una parte del arte, previamente escogida y protegida por ellos, en su totalidad. Ordenaremos, a estos fines, un nuevo tipo de colección que no contendrá ni bronces, ni mármoles, ni marfil, ni plata, sino en la que el artista, el entendido y, especialmente, el aficionado, se encontrarán a sí mismos.
Realmente sólo puedo mandarle el más incompleto esbozo en el que le resumiré los resultados que hemos obtenido. Con todo mi carta es ya suficientemente larga. Mi introducción es amplia y usted mismo me tendrá que ayudar a llegar a la conclusión.
Nuestra pequeña Academia, como ocurre normalmente, dirigió en primer lugar la mirada hacia sí misma, y pronto encontramos un representante de cada categoría en la familia.
Hay un tipo de artistas y aficionados a los que denominamos “imitadores”, para los que la imitación, llevada a su máxima perfección, es su único fin y su mayor placer. Mi padre y mi cuñado pertenecían a esta clase, y el conocimiento del primero y el arte del segundo no dejaban nada que desear en esta faceta. La imitación no está satisfecha hasta que no consigue poner, en la medida de lo posible, a la copia en lugar del original.
Como este logro requiere un alto grado de seguridad y pureza, a su lado hay otro grupo: los “detallistas”[117]. Para éstos lo más importante no es la imitación, sino la ejecución. El motivo que los deja más satisfechos es aquel que puede ser elaborado con el mayor número posible de puntos y trazos. Mi tío era un aficionado de este tipo. Un artista de esta clase intenta llenar el espacio hasta el infinito, para convencernos visualmente de que la materia es infinitamente divisible. Es muy apreciable este talento cuando es capaz de producir una réplica en miniatura de una persona querida, de tal manera que podamos siempre tener a la vista a alguien a quien nuestro corazón valora como una alhaja, representado con todos sus rasgos, dentro de joyas o junto a éstas.
La Historia natural también tiene que agradecer mucho a estos hombres.
Cuando hablamos de esta clase, me di cuenta de que, al empezar a aficionarme al arte, era un decidido antagonista de la misma. Todos aquellos que con muy pocos trazos intentan expresar demasiado son los “bocetistas”. No nos referimos aquí a los maestros que exponen al juicio propio y al ajeno esbozos de obras que se están llevando a cabo. Nos estamos refiriendo a aquellos que nunca han ido en la ejecución más allá de la realización de bocetos y que nunca llegan al fin del arte que es su completo acabado, al igual que los “detallistas” no son siempre conscientes del comienzo del arte que es la invención y el ingenio.
Por el contrario el “bocetista” tiene usualmente demasiada imaginación, le gustan los motivos poéticos y fantásticos y siempre es un poco exagerado en la expresión. Raras veces incurre en el error de la debilidad y la selección de motivos y momentos no significativos. Este error va ligado a menudo a una buena ejecución.
Karoline se ha declarado incluida en el grupo de los que gustan de lo suave, lo plácido, lo agradable y ha protestado solemnemente por no haber encontrado una denominación para el mismo. Por su parte Julie se somete a sí misma y a sus amigos, los poéticos e ingeniosos “bocetistas”, al destino y a un juicio más o menos benevolente.
Siguiendo un proceso natural pasamos de lo suave a las tallas en madera y los grabados en cobre de los primeros maestros, cuyas obras a pesar de su dureza, rigidez y rudeza, no nos dejan de gustar nunca gracias a un carácter recio y seguro.
Se nos ocurrieron otras clases que tal vez podrían haber sido incluidas en las anteriores como: la de los “caricaturistas” que sólo buscan lo que es singularmente repulsivo y lo física y moralmente deforme; la de los “improvisadores” que, con gran destreza y rapidez, pueden hacer un boceto de cualquier objeto; la de los artistas “instruidos”, cuya obra no puede entenderse sin un comentario; la de los aficionados “instruidos” que no pueden dejar de comentar ni la más simple y sencilla obra, y así sucesivamente. De todas formas ya iré ampliando esto más adelante. De momento, concluyo con la esperanza de que, si el final de mi carta le ha hecho sonreír por mis pretensiones, esto pueda desagraviarlo por el principio de la misma en la que me he permitido reírme de algunas encantadoras debilidades de un apreciado amigo. Págueme con la misma moneda si mi atrevimiento no le repele. Sáqueme faltas, muéstreme mis propias cualidades ante el espejo y así aumentará el agradecimiento que no el apego de alguien
siempre cercano a usted.
Carta quinta
El desenfado de su respuesta me demuestra que recibió usted mi carta con el mejor ánimo posible y que no se le ha atrofiado esa facultad suya para hacerlo, que es un don celestial. También su carta fue un agradable regalo en un propicio momento.
Si la buena fortuna viene en pequeñas dosis con más frecuencia que la mala, a mí se me ha presentado en esta ocasión una excepción a la regla. Su carta no pudo elegir un momento más deseado y más significativo para llegar a mí y sus observaciones sobre mis singulares clasificaciones no hubieran producido su fruto más rápidamente y con tanta facilidad como en ese preciso instante, en el que cayeron como semilla en campo fértil. Permítame que le cuente lo que ocurrió ayer aquí para que sepa cómo una nueva estrella ascendió en mi firmamento, una estrella que entró felizmente en conjunción con su carta de ayer.
Ayer se presentó ante nosotros un extraño, cuyo nombre no me era desconocido, que tenía reputación de buen conocedor[118]. Me alegró verlo, le mostré la totalidad de mi colección y le dejé escoger aquello que quería ver con más detalle. Pronto me di cuenta de lo entrenado que estaba su ojo para la visión de obras de arte, especialmente para la historia del mismo. Reconocía a los maestros y sus discípulos, sabía las razones que había para las atribuciones dudosas y en general su conversación era altamente interesante para mí.
Quizás tendría que haberme abierto más rápidamente a él si el papel de oyente de mi huésped no me hubiera dejado al mismo tiempo en una situación pasiva. En muchos casos sus juicios estaban de acuerdo con los míos, y frecuentemente me vi obligado a elogiar su aguda y ejercitada visión. Nuestra primera diferencia surgió de su decidida aversión contra todos los manieristas. Me sentí dolido por muchos de mis pintores favoritos y sentía curiosidad por saber la fuente de nuestras diferencias.
Mi huésped había llegado tarde, y la luz del crepúsculo, cada vez más tenue, nos impidió continuar con nuestra visita. Lo invité a una pequeña cena en la que también iba a estar presente nuestro filósofo, pues últimamente éste y yo habíamos estrechado lazos. Ya le iré diciendo de pasada cómo ocurrió esto.
Afortunadamente el Cielo, que prevé las peculiaridades de los hombres, nos ha proporcionado un medio que tan frecuentemente nos une como nos separa. El filósofo se había quedado fuertemente impresionado por la gracia[119] de Julie, a la que no veía desde que era una niña. Su buen sentido le llevó a querer resultar entretenido tanto para el tío como para la sobrina, y nuestras conversaciones versan a menudo acerca de las inclinaciones de los hombres.
Antes de que todos llegaran aproveché la oportunidad de defender a mis manieristas contra los ataques del extraño. Hablé de cómo embellecen la naturaleza, del afortunado ejercicio de su mano y de la gracia que demuestran en la ejecución, añadiendo, para no aventurarme en exceso, lo siguiente:
—Sólo quiero decir esto para pedir indulgencia para ellos, aunque, al mismo tiempo, reconozco que la belleza, el principio supremo del arte, es algo muy diferente.
Con una sonrisa que no me gustó mucho porque expresaba cierta autocomplacencia y una especie de compasión para conmigo, contestó:
—¿Todavía sigue sosteniendo el punto de vista tradicional según el cual la belleza es el más alto fin del arte?
—No conozco otro que sea más elevado —repuse.
—¿Puede usted decirme lo que es belleza? —exclamó.
—Tal vez no —contesté— pero puedo mostrárselo. Contemplemos, incluso a la luz de las antorchas, mi buen vaciado en escayola de Apolo y una muy bella cabeza de Baco en mármol que poseo y vamos a ver si no convenimos en que son bellos.
—Antes de que hagamos esta investigación —dijo— será necesario que examinemos con más exactitud la palabra “belleza” y su origen. Belleza [Schönheit] proviene de apariencia [Schein], se trata de una apariencia y no puede ser el fin más elevado del arte, sólo lo plenamente dotado de carácter merece ser llamado bello. Sin carácter no hay belleza.
Agredido por esta forma de expresión, respondí:
—Admitiendo, aunque no está demostrado, que lo bello debe estar dotado de carácter, tan sólo se sigue de ello que lo dotado de carácter subyace a lo bello, no que ambos se identifiquen. El carácter tiene con la belleza la relación que tiene el esqueleto con el hombre vivo. Nadie puede negar que la estructura ósea es el fundamento de todas las formas altamente organizadas de vida. Ésta consolida y define la forma, pero no es la forma misma y en mucho menor medida influye en la última manifestación, que es al mismo tiempo el concepto y el revestimiento de una unidad orgánica y a la que llamamos belleza.
—No entiendo de analogías —dijo mi huésped— pero de sus palabras se deduce que la belleza es algo incomprensible o el efecto de algo incomprensible. Lo que no se puede concebir no es, lo que no se puede aclarar con palabras es algo sin sentido.
—¿Puede explicarme claramente mediante palabras el efecto que un cuerpo de color produce en el ojo?
—Éste es otro aspecto en el que no estoy versado. Es suficiente con que se mencione el carácter. Sin carácter no habría belleza, ésta sería vacía y estaría ausente de significado. Todo lo bello de los antiguos es meramente característico, y sólo de esta propiedad surge la belleza.
Entretanto había llegado nuestro filósofo. Estaba charlando con mis sobrinas, cuando, al oírnos hablar seriamente, se acercó a nosotros, y el extraño, estimulado por el nuevo oyente, prosiguió:
—El problema surge cuando las buenas cabezas, las personas de mérito, se aferran a estos falsos principios, que sólo tienen una apariencia de verdad, e intentan generalizarlos. Nadie los adopta con más gusto que los que ni conocen ni comprenden nada sobre el objeto. Lessing nos ha impuesto el principio de que los antiguos cultivaban sólo la belleza y Winckelmann nos hace echarnos a dormir con su serena grandeza, su sencillez y su reposo[120]. Por el contrario el arte de los antiguos aparece en todas las formas concebibles. Sin embargo estos señores se quedan con Júpiter y Juno, con los genios y las gracias y encubren los innobles cuerpos y cráneos de los bárbaros, los hirsutos cabellos, las sucias barbas, la piel arrugada de la edad deformada, con sus venas prominentes y sus pechos colgantes.
—Por amor de Dios —exclamé—, ¿hay en el mejor periodo del arte antiguo obras de arte que muestren estos pavorosos objetos? o ¿no son más bien obras menores y ocasionales, las creaciones de un arte que tiene que degradarse por las circunstancias, que está en decadencia?
—Le daré un ejemplo que usted mismo debe examinar y juzgar. No negará que Laocoonte, Níobe y Dirce y sus hijastros son obras originales[121]. Póngase delante del Laocoonte y verá la naturaleza en total rebeldía y desesperación, verá el último sofocante dolor, la tensión convulsa, la iracunda brusquedad, el efecto de un veneno corrosivo, una agitación violenta, la circulación obstruida, una presión insoportable y una muerte paralizante.
El filósofo parecía mirarme con sorpresa y yo repliqué:
—Uno se horroriza y se queda paralizado con la mera descripción. Realmente, si esto es lo que nos produce el Grupo de Laocoonte, ¿qué podremos decir de la gracia que pretendemos encontrar en ésta y otras auténticas obras de arte? Pero no quiero mediar en la cuestión. Tendrá usted que discutir esto con los editores de los Propileos que sostienen un punto de vista opuesto.
—Se debe admitir —repuso mi huésped— que toda la antigüedad me da la razón, pues, ¿en qué lugar es más iracunda la atrocidad del horror y la muerte que en Níobe?
Me aterró esta aserción, pues hacía poco había estado viendo los grabados en cobre en el libro de Fabroni[122], el cual inmediatamente fui a buscar, traje allí y abrí.
—No encuentro ningún rastro de iracundo terror de la muerte, sino más bien la subordinación de la tragedia a las ideas de dignidad, nobleza, belleza y simplicidad. Encontré en todo lugar el fin artístico de darle a los miembros una apariencia agradable y graciosa, el carácter está expresado sólo en las líneas más generales que se trazan en la obra y que hacen las veces de un esqueleto ideal.
—Veamos los bajorrelieves que hay al final del libro.
Lo abrimos por estas páginas.
—Con toda sinceridad, tampoco encuentro rastro alguno de nada horrible. ¿Dónde se ve la ira del horror y la muerte? Aquí sólo veo figuras entremezcladas con mucho arte, felizmente dispuestas u ordenadas unas frente a otras, que, al mismo tiempo que me recuerdan un destino triste, me producen la sensación más agradable posible. Todo lo dotado de carácter es aquí atemperado, todo lo naturalmente violento se ha ennoblecido, y debo decir que el carácter es el fundamento, pero sobre él descansan la simplicidad y la dignidad. La más noble meta del arte es la belleza y su último efecto el sentimiento de la gracia.
»Lo dotado de gracia, que no puede ser inmediatamente ligado a lo característico, es especialmente visible en estos sarcófagos. ¿No han sido dispuestos las hijas y los hijos muertos de Níobe como si fueran ornamentos? Ésta es la gran lujuria del arte, no adorna a Níobe con flores y frutas, sino con cadáveres humanos, con la mayor desdicha que puede sufrir un padre, que puede sufrir una madre, ver a una floreciente familia aniquilada de un golpe. El bello genio, con una antorcha que ilumina la tumba, está junto al artista que imagina y que inventa y ha exhalado gracia celestial a su terrena grandeza.
Mi huésped me sonrió y se encogió de hombros.
—Desgraciadamente… —me dijo cuando ya había acabado— desgraciadamente, veo que sin más no podemos llegar a ponernos de acuerdo. Qué pena que un hombre de sus conocimientos y con su mente no pueda comprender que todas ésas son palabras vacías y que, a un hombre de buen sentido, la belleza y el ideal le parecen un sueño que no puede convertir en realidad, sino que más bien encuentra en total oposición a la realidad.
Mi filósofo pareció inquietarse durante la última parte de nuestra conversación, a pesar de lo indiferente y pasivo que se mantuvo al principio. Desplazó la silla, movió en dos ocasiones los labios y, una vez que hizo una pausa, comenzó a hablar.
Pero lo que dijo se lo tendrá que decir a usted él mismo. Él ha venido por aquí también esta mañana, pues su participación en nuestra discusión de ayer ha roto la vaina de nuestro mutuo alejamiento y dos bellas plantas han crecido en el jardín de la amistad.
El correo parte esta mañana y voy a mandar esta carta por culpa de la cual he dejado de atender a algunos pacientes. Por ello espero recibir el perdón de Apolo que es tanto el patrón de los médicos como de los artistas.
Esta tarde podemos esperar que se vean nuevas escenas interesantes. Nuestro caracterista vendrá, igualmente se han anunciado media docena de personas más. Esta estación del año es atractiva y todo está en movimiento.
Ante esta reunión Julie, el filósofo y yo hemos pactado una alianza; no se nos puede escapar ninguna de las características de sus miembros.
Pero primero lea el final de nuestro debate de ayer y reciba el más cálido saludo de su
esta vez precipitado, pero siempre fiel amigo.
Carta sexta
Nuestro honorable amigo me ha permitido estar sentado a su escritorio y yo le agradezco no sólo su confianza, sino también la oportunidad de comunicarme con usted. Él me llama filósofo y tendría que llamarme escolar si supiera cuánto deseo formarme, cuánto deseo aprender. Pero desgraciadamente, aunque uno piense que va por el camino correcto, resulta presuntuoso para otras personas.
Cuando haya acabado de contarle mi relato me tendrá que perdonar por haberme inmiscuido en una conversación sobre artes plásticas carenciendo de experiencia en éstas y tan sólo poseyendo un conocimiento literario de las mismas. De ello deducirá usted por qué me ceñí a generalidades y basé mi derecho a hablar principalmente en mi conocimiento de poesía antigua.
No negaré que me sentí motivado por el modo en el que mi oponente se comportaba con mi amigo, pues todavía soy joven y tal vez me excito en momentos inadecuados, mereciendo por ello aun menos el título de filósofo. Las palabras del oponente me hicieron sentirme aludido, pues si el entendido y el aficionado al arte no puede abandonar lo bello, el estudiante de filosofía no puede entender el Ideal como una quimera.
Y ahora reproduciré, en la medida en que me acuerde, el curso y el contenido general de la conversación.
Yo: ¿Me permite que intervenga?
Huésped (algo desdeñoso): Con mucho gusto, pero nada de fantasías etéreas.
Yo: Conozco algo la poesía de las antiguos, pero de artes plásticas sé poco.
Huésped: ¡Cuánto lo siento! Así es difícil que lleguemos a ponernos de acuerdo.
Yo: Sin embargo las bellas artes están estrechamente emparentadas, y los aficionados a cada arte no deberían dejar de entenderse.
El tío: ¡Adelante!
Yo: Los antiguos poetas trágicos operaban con el material que trataban igual que los artistas plásticos, de lo contrario estos grabados que representan a la familia de Níobe se apartarían totalmente del original.
Huésped: Son suficientemente apasionados, ofrecen sólo una impresión incompleta, pero no falsa.
Yo: Bien, entonces podemos tomarlos como base de nuestro debate.
El tío: ¿Cómo valora usted los procedimientos de los poetas trágicos antiguos?
Yo: Los temas que escogían, especialmente en la primera época, eran a menudo insoportablemente terroríficos.
Huésped: ¿Eran insoportables las fábulas[123] antiguas?
Yo: Sin duda. Casi tanto como su descripción del Laocoonte.
Huésped: ¿Le parece a usted insoportable ésta?
Yo: Perdóneme, no me refiero a su descripción, sino a lo descrito.
Huésped: ¿La obra de arte?
Yo: De ninguna manera, sino lo que usted ha visto en ésta. La fábula, la narración, el esqueleto, todo eso que usted llama característico. Y es que si el Laocoonte tuviera la apariencia que usted nos describe, sería digno de ser inmediatamente destrozado en mil pedazos.
Huésped: Se expresa usted muy duramente.
Yo: Eso le está permitido tanto a uno como a otro.
El tío: Bueno, volvamos a las tragedias de los antiguos.
Huésped: Volvamos a los temas insoportables.
Yo: De acuerdo, pero todo ello se hace soportable, tolerable y agradable gracias al trato que se le da.
Huésped: ¿Tiene eso lugar gracias a su sencillez y su serena grandeza?
Yo: Tal vez.
Huésped: ¿Por efecto del atemperador principio de la belleza?
Yo: No puede ser de otro modo.
Huésped: Entonces las tragedias antiguas no eran horribles después de todo.
Yo: En la medida en que las conozco, difícilmente. Basta con escuchar al poeta. Es cierto que si tan sólo se fija uno en el tema de la poesía, si se pudiera hablar del arte como si fuera sólo naturaleza, entonces se podría considerar incluso a las tragedias de Sófocles repulsivas y despreciables.
Huésped: No quiero discutir sobre poesía.
Yo: Ni yo sobre artes plásticas.
Huésped: Sí, será mejor que cada uno se quede en su propia parcela.
Yo: Y sin embargo hay un centro común a todas las artes del que podemos derivar todas las artes.
Huésped: Y ¿cuál sería éste?
Yo: El alma humana.
Huésped: Ah, sí. Ésta es sólo la forma en la que ustedes los nuevos filósofos[124] llevan todo a su propio campo, sin duda es más cómodo modelar el mundo según la Idea que someter las representaciones de ésta a las cosas.
Yo: No pretendo aquí iniciar una disputa metafísica.
Huésped: No consentiría que la iniciáramos.
Yo: Reconozco que la naturaleza puede pensarse con independencia del hombre, sin embargo el arte se relaciona necesariamente con éste, pues el arte se hace sólo por el hombre y para el hombre.
Huésped: ¿Adónde quiere usted llevarnos?
Yo: Usted mismo, al imponerle al arte el fin de lo característico, nombra juez al entendimiento que reconoce lo característico.
Huésped: Sin duda lo hago. Aquello que no aprehendo con el entendimiento, no existe para mí.
Yo: Pero el hombre no sólo es un ser pensante, es un ser que también siente. Es una totalidad, una unidad de diversas fuerzas íntimamente relacionadas. El arte apela a esta unidad, debe estar a la altura de esta rica unidad, de esta simple variedad.
Huésped: ¡No me lleve usted a este laberinto! ¿Quién va a querer sacarnos de aquí?
Yo: Sería lo mejor para los dos dejar de discutir y para cada uno mantener su propia posición.
Huésped: Yo por lo menos sigo manteniendo firmemente la mía.
Yo: Tal vez todavía encontremos un medio por el que, aun si bien no adoptemos la posición del otro, podamos reconocerla[125].
Huésped: ¿Cuál es éste?
Yo: Observar el momento del nacimiento del arte.
Huésped: De acuerdo.
Yo: Veamos el camino que sigue la obra de arte hacia su perfección.
Huésped: Sólo puedo seguirle por la vía de la experiencia, pues me niego a seguir las empinadas sendas de la especulación.
Yo: Me permite comenzar desde el inicio.
Huésped: Con mucho gusto.
Yo: Supongamos que un hombre siente atracción por un objeto, tal vez por un ser vivo.
Huésped: ¿Como por ejemplo por este gracioso perrito?
Julie: Ven aquí Bello[126], que no es un honor menor servir de ejemplo en una discusión tal.
Yo: El perro nos puede valer. Es suficientemente encantador. Supongamos también que el hombre que hemos supuesto siente un impulso imitativo. Él intentará representar de la manera que sea esta criatura. Pero aun habiéndolo representado a la perfección, no habremos avanzado mucho, pues tan sólo tendremos dos Bellos en vez de uno.
Huésped: No quiero interrumpirlo, sólo quiero esperar a ver a dónde quiere usted ir a parar.
Yo: Suponga que este hombre, al cual por su talento podemos llamar artista, no está todavía satisfecho: su pretensión le parece de poco alcance, demasiado limitada e intenta entrar en contacto con más ejemplares, variedades, tipos, especies de tal manera que al final ante él no está la criatura sino la idea de la criatura y es ésta la que intenta representar mediante su arte.
Huésped: ¡Bravo!, éste es mi hombre, su obra tendría que ser peculiar.
Yo: Sin duda.
Huésped: Y aquí me quedaría satisfecho y no preguntaría más.
Yo: Pero vamos a continuar.
Huésped: Yo quisiera detenerme aquí.
El tío: A mí me gustaría ver qué nos depara esto.
Yo: Por medio de la citada operación puede haber surgido un canon ejemplar, y científicamente apreciable, pero no satisfactorio para el alma.
Húesped: ¿Cómo quiere usted satisfacer las extravagantes demandas de su estimada alma?
Yo: No son extravagantes, tan sólo ocurre que ésta no ve cumplidas sus demandas. Un antiguo mito nos dice que los Elohim hablando en consejo dijeron: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”[127] y el hombre dijo con el mismo derecho: “Hagamos a los dioses a nuestra imagen y semejanza”.
Huésped: Estamos adentrándonos en una oscura región.
Yo: Aquí sólo hay una luz que podría iluminarnos.
Huésped: ¿Cuál sería ésta?
Yo: La razón.
Huésped: Es difícil saber en qué medida es ésta una luz o un fuego fatuo.
Yo: No hace falta que le demos un nombre. Pero preguntémonos qué demandas le hace el alma a una obra de arte. No basta con que sea satisfecho un deseo limitado, nuestra curiosidad quede satisfecha o se le dé orden y estabilidad a nuestro conocimiento; lo noble que hay en nosotros quiere ser despertado, queremos sentir veneración y sentirnos dignos de veneración.
Huésped: Empiezo a no entender nada.
El tío: Sin embargo yo creo poder seguirlo, para ver si lo voy logrando pondré un ejemplo. Supongamos que el artista ha esculpido un águila de bronce que expresa perfectamente la idea de la especie y quiere ponerla en el cetro de Júpiter. ¿Cree usted que sería un lugar adecuado para ésta?
Huésped: Depende.
El tío: Yo estimo que no sería su lugar. El artista tiene que ofrecer algo más.
Huésped: ¿Y qué sería ese “algo más”?
El tío: Es difícil de expresar
Huésped: Tal vez yo podría imaginármelo.
Yo: Pero podemos ir acercándonos.
Huésped: Adelante pues.
Yo: Lo divino que nunca conoceríamos si el hombre no lo sintiera y lo llevara consigo.
Huésped: Yo sigo en mi posición y le dejo vagar por las nubes si lo desea. Veo que se refiere usted al elevado estilo de los griegos que yo sólo valoro en la medida en que es característico.
Yo: Para mí éste entraña algo más, satisface una noble demanda, que con todo no es la suprema.
Huésped: Parece usted difícil de satisfacer.
Yo: Al que puede conseguir mucho le corresponde exigir mucho. Deje que me exprese brevemente. El alma humana se exalta al reverenciar y adorar, cuando eleva un objeto y es elevada por éste, sin embargo no puede quedarse mucho tiempo en este estado. El concepto genérico no la conmueve. El ideal la eleva más allá de sí, sin embargo desea volver a sí misma y le gustaría disfrutar de nuevo la atracción que sintió por el individuo sin caer de nuevo en una visión limitada y sin dejar escapar lo significativo que es lo que eleva el espíritu ¿Qué sería de él en este estado si no hiciera aparición la belleza y resolviera felizmente el acertijo? Primero le da calor y vida al conocimiento y luego, después de haber exhalado su celestial encanto sobre lo significativo y elevado atemperándolos, nos los devuelve. Una obra bella ha recorrido el círculo entero, se convierte de nuevo en un individuo al que podemos afrontar con nuestras afecciones y del cual podemos apropiarnos.
Huésped: ¿Ha acabado ya?
Yo: De momento sí. El pequeño círculo se ha cerrado, estamos otra vez en el sitio de donde habíamos partido, el alma ha hecho sus demandas, el alma ha quedado satisfecha y ya no tengo más que decir.
En este momento el tío fue requerido perentoriamente por un paciente.
Huésped: Ésta es la forma en la que actúan los señores filósofos, combatir tras palabras grandilocuentes, como quien combate detrás de una égida[128].
Yo: Puedo decir que esta vez no he hablado como un filósofo, sino que me he basado en la experiencia.
Huésped: ¿Llama usted experiencia a algo que nadie aparte de usted puede entender?
Yo: Cada tipo de experiencia requiere un determinado órgano.
Huésped: ¿Alude a usted a un órgano separado de los demás?
Yo: No se trata de uno separado, sino de uno que debe tener cierta propiedad.
Huésped: ¿Cuál sería éste?
Yo: Debe tener la capacidad de producir.
Huésped: ¿Qué debe producir?
Yo: La experiencia. No hay experiencia que no sea producida, elaborada, creada.
Huésped: ¡Esto es ya demasiado!
Yo: Este principio se aplica especialmente a los artistas.
Huésped: Entonces, ¡qué envidiable sería el retratista y cuántos encargos le harían si pudiera pintar completamente a sus clientes sin necesidad de causarles molestias haciéndolos posar durante tanto tiempo!
Yo: Su ejemplo no me disuade, más bien estoy convencido de que ningún retrato vale la pena si el artista no crea en el sentido más estricto de la palabra.
Huésped (saltando): Eso es un disparate. Me gustaría que me estuviera engañando y esto fuera una broma. ¡Cómo me alegraría de que así se resolviera el acertijo! ¡Cómo me gustaría darle la mano a un hombre de bien como es usted!
Yo: Desgraciadamente estoy hablando en serio y no puedo llegar a otra conclusión diferente ni añadir nada a ésta.
Huésped: Bueno, espero al menos que, para despedirnos, nos demos la mano, especialmente ahora que se ha marchado nuestro buen anfitrión, el cual hacía de mediador en nuestra vivo debate. Un saludo, mademoisielle. Un saludo, caballero. Mañana me enteraré y le informaré de si puedo acercarme a seguir discutiendo.
Así salió rápidamente por la puerta. Tan rápido que Julie apenas tuvo tiempo de advertirle a la criada, ya preparada linterna en la mano, para que lo acompañara. Me quedé a solas con aquella encantadora muchacha, pues Karoline se había marchado ya. Creo que fue en el momento en el que mi oponente había declarado que la mera belleza sin carácter era insípida.
Julie: Lo ha disgustado usted mucho, buen amigo —dijo después de una larga pausa—. Aunque no puedo estar completamente de acuerdo con él, tampoco puedo aplaudirlo a usted sin condiciones, pues su afirmación de que el retratista debe crear el retrato sólo la hizo para mofarse de él.
Yo: Bella Julie —repuse—, cómo me gustaría que le quedara claro este aspecto. Tal vez lo consiga paulatinamente. Pero usted, alguien cuyo vivo espíritu se mueve en todos los ámbitos, alguien que no sólo aprecia al artista sino que presiente sus intenciones, alguien que sabe figurarse lo que nunca ha visto como si lo tuviera delante debiera al menos prestar su apoyo al que habla de creación y de elaboración.
Julie: Observo que quiere usted adularme. No le será difícil pues me gusta escuchar sus palabras.
Yo: Pensemos bien de la condición humana y no nos extrañemos si lo que decimos acerca de ésta parece bizarro. Todo el mundo reconoce que el poeta nace. Todo el mundo le atribuye al genio fuerza creativa y nadie cree por ello incurrir en una paradoja. No lo negamos de las obras de la fantasía, pero el hombre inactivo e inepto no cree en lo bueno, en lo noble y lo bello que pueda haber en él mismo y en los demás. ¿De dónde puede proceder lo bello si no es de nosotros mismos? Pregúntele a su propio corazón. ¿No nacen los medios para la acción con la misma acción? ¿No es nuestra capacidad de hacer el bien la que se regocija con lo bueno? ¿Quién siente vivamente sin tener el deseo de representar aquello que siente? Y ¿qué es lo que expresamos sino lo que creamos? Además no lo hacemos de una vez por todas, sino con la intención de que siga teniendo vida, que siga creciendo, que pueda volver a ser y a reproducirse. Éste es el divino poder del amor, del que nunca se deja de hablar y al que nunca se deja de cantar, de tal manera que en cada instante hace reaparecer las magníficas cualidades del objeto amado hasta en su más imperceptible detalle, las abarca totalmente y no descansa de día ni duerme de noche, se queda embelesado de su propia obra, sorprendido de su dinámica actividad, siempre le parece nuevo lo conocido y es recreado de nuevo por la más deliciosa de todas las actividades. Sí, la imagen de lo amado nunca puede envejecer, pues cada momento es el momento de su nacimiento. Hoy he errado mucho, no he respetado mi principio de nunca hablar sobre un tema que no haya fundamentado previamente y en este preciso instante estoy en el camino de incurrir en un error tal vez mayor. Un hombre que percibe su ignorancia debe permanecer callado. También contenido y callado debe permanecer el que ama y no tiene esperanzas de ser feliz. Prefiero morirme a sentir que he vuelto a errar.
Muy conmovido, le tomé a Julie la mano, ella la mantuvo tiernamente entre las mías. Le di gracias al cielo por no errar, por no haber errado.
Pero déjeme continuar con la historia. El tío volvió y fue lo suficientemente amable como para alabar lo que yo me había reprochado. Estaba encantado con que mis ideas sobre el arte coincidieran con las suyas. Me prometió que en poco tiempo me daría las instrucciones prácticas que necesitaba. Julie también me prometió bromeando que me daría clase a condición de que fuera más simpático y sociable. Yo ya sentía que ella podía hacer conmigo lo que quisiera.
La criada volvió después de haberle mostrado el camino al huésped; estaba muy satisfecha de su generosidad, pues le había dado una considerable propina. Sin embargo todavía alababa más su cortesía por haberla despedido con palabras amables y haberla llamado “bella niña”.
No estaba de humor para ser indulgente con él y proclamé: “Oh sí, bien puedo creer que alguien que niega lo ideal confunda lo vulgar con lo bello.”
Julie me recordó sonriendo que la equidad y la moderación también era un ideal al que el hombre había de tender.
Ya era tarde y mi tío me pidió un favor que me sirvió para hacerme otro a mí mismo. Me dio una copia de la carta dirigida a usted en la que hablaba de los diversos tipos de aficionados al arte. Incluso me dio su respuesta y me pidió estudiar ambas, reunir mis conocimientos sobre el tema y estar presente cuando viniera el grupo de invitados que se había anunciado para ver si podíamos descubrir y describir algunos tipos más. Empleé el resto de la noche en esta tarea y elaboré un esquema que, si no detallado, sí es divertido y tiene para mí un gran valor, pues ha provocado que Julie se riera con ganas esta mañana.
Y ahora tengo que despedirme. Veo que esta carta va a ser enviada junto a la del tío que todavía está depositada sobre el escritorio. Tan sólo he podido repasar superficialmente lo que he escrito. Cuánto habría que corregir y que precisar. Si hiciera lo que me pide el sentimiento, estas páginas irían a la hoguera más que al correo. Pero sería muy malo para la conversación que sólo se pudiera transmitir lo perfecto. De paso, bendito sea mi anfitrión, que, induciéndome a una pasión y produciendo el fermento que me llevó a esta correspondencia con usted, abrió el camino a una nueva y bella relación.
Carta séptima
Y ahora, de nuevo unas líneas de Julie. Otra vez ve usted los trazos que una vez consideró propios de una mente que comprende con claridad, se expresa con facilidad, tiene la capacidad de remontarse por encima de objetos y describirlos sin problemas:
No cabe duda de que estas cualidades son hoy necesarias para llevar a cabo una labor, que, estrictamente hablando, me ha sido impuesta, pues no me siento ni llamada a ésta ni capaz de la misma, pero como así lo quieren los señores, así ha de ser.
Tengo que narrarle los acontecimientos del día de ayer, describirle las personas que visitaron nuestra colección y finalmente darle cuenta de nuestro esquema predilecto para situar y encasillar a todos y cada uno de los artistas y aficionados que persistan en ser parciales y no se eleven a una visión de la totalidad. La primera parte, al ser histórica, la abordaré con gusto, la segunda no la emprenderé hoy, y mañana veré cómo puedo rechazar el encargo.
Para que usted vea por qué soy yo quien le escribo, le contaré brevemente qué ocurrió anoche al despedirnos. Habíamos pasado un largo rato reunidos (el tío, el joven amigo, al que ya no llamaremos más el filósofo, y nosotras, las dos hermanas) y nos contamos qué nos había sucedido durante el día y nos atribuíamos a nosotros mismos y a nuestros conocidos las más diversas categorías. Cuando quisimos marcharnos, comenzó a decir el tío:
—Y ahora, ¿quién va a contarle a nuestro ausente amigo, al que tanto hemos añorado y en quien tanto hemos pensado hoy, los sucesos de este día y los principios que queremos poner en conocimiento de otros y someter a juicio tanto nuestro como ajeno? No debemos dejar de hacerle esta comunicación, pues pronto recibiremos algo de él y de esta manera la bola de nieve irá rodando y haciéndose más y más grande.
Yo repuse:
—Me parece que este cometido no quedaría en mejores manos si nuestro tío relatara la historia del día y nuestro amigo se decidiera a hacer un ensayo acerca de la nueva teoría y su aplicación.
—Al haber oído la palabra “teoría” —dijo nuestro amigo— debo apartarme con cierto recelo y excusarme, con todo lo que me contenta satisfacer cualquier petición suya. No sé qué me ha llevado de un error a otro durante todo este día. Apenas habiendo roto mi silencio sobre arte, sobre el que tendría que haber aprendido algo antes, me dejo convencer para escribir algo, que debe tener apariencia teorética, sobre un tema que no domino. Permítame el consuelo de creer que mi afecto por mi valioso amigo me ha hecho tener esta debilidad, pero dispénseme de la vergüenza de mostrarme con estos defectos ante personas ante las que, como desconocido, no quiero presentarme de forma tan desventajosa.
Luego señaló el tío:
—En lo que a mí respecta, no puedo permitirme pensar durante los próximos ocho días en una carta. Los pacientes más y menos habituales requieren mi total atención, debo hacer visitas, redactar diagnósticos, ir por el campo. Ved si podéis poneros de acuerdo, queridas niñas. Mi idea es que Julie tome rápida y decididamente la pluma, comience con lo histórico y acabe con lo especulativo. Ella tiene una excelente memoria y en las bromas que hace he notado que a veces nos aventaja en razonamiento. Sólo depende de su buena voluntad el que lo haga la mayoría de las veces.
Esto fue lo que dijo de mí y por lo que me he visto obligada a hablar de mí misma. Me resistí tanto como pude, pero al final tuve que ceder. No negaré que lo que me decidió a hacerlo fueron unas palabras amables del joven, y es que no sé muy bien a qué obedece el poder que ejerce sobre mí.
Y ahora mis pensamientos van dirigidos hacia usted, caballero, y parece como si mi pluma me acercara a su persona. Es como si al ir escribiendo fuera recorriendo la distancia que nos aleja. ¡Ya estoy en su compañía!, dénos una buena acogida a mí y a mi narración.
Apenas habíamos acabado de comer ayer, cuando se presentaron dos visitantes: un preceptor y el joven noble al que tutelaba.
Con el espíritu malicioso y ansiosos por obtener nuestro botín del día, nos encaminamos rápidamente a ver la colección.
El joven noble era un muchacho apuesto y tranquilo, el maestro tenía buenas maneras, aunque no distinguidas. Después de las usuales saludos preliminares, se puso a observar los cuadros y nos pidió permiso para tomar nota de los más llamativos. Mi tío, con su buen carácter, le fue mostrando las mejores piezas que había en la sala, el visitante anotaba resumidamente el nombre del pintor y el motivo. Quería saber cuánto había costado cada obra y a cuánto equivalía eso en efectivo, lo cual no estábamos siempre dispuestos a decir.
El joven noble estaba más pensativo que atento, y parecía principalmente inclinado a ver paisajes solitarios o rocosos y cascadas.
Entonces llegó el visitante del día anterior al que en el futuro llamaré el “caracterista”. Estaba sereno y de buen humor, bromeó con el tío y nuestro amigo sobre la disputa del día anterior y aseguró que todavía tenía la esperanza de convertirlos. Mi tío, igualmente afable, lo llevó ante un interesante cuadro. Nuestro amigo parecía melancólico y malhumorado y por ello le eché una reprimenda. Admitió que el buen humor de su oponente lo había desconcertado, pero me prometió sobreponerse.
Estábamos reparando en la afabilidad con la que el tío charlaba con su huésped cuando penetró en la sala una dama con dos acompañantes. Nosotras, las muchachas, que nos habíamos acicalado de la mejor manera posible ante la perspectiva de esta visita, nos acercamos rápidamente a ella y la saludamos. Se mostró amable y abierta, y no nos cohibió un toque de seriedad propio de su edad y su posición. Aunque era aproximadamente una cabeza más baja que mi hermana y que yo, parecía mirarnos desde arriba y estar satisfecha de la superioridad de su espíritu y de su experiencia.
Le preguntamos qué es lo que quería ver, pero ella afirmó que, siempre que estaba en una galería o en una colección, prefería darse una vuelta por ésta y abandonarse a sus sentimientos. Dejamos que se abandonara a sus sentimientos y nos mantuvimos a una adecuada distancia.
Cuando escuché que manifestaba ante sus acompañantes desaprobación acerca de algunas pinturas holandesas y sus vulgares motivos, creí que hacía bien colocando en un caballete un pequeño tríptico cerrado que contenía una espléndida Venus yacente. No había unanimidad acerca de quién era el autor, pero sí era unánimemente considerada perfecta. Abrí el tríptico e invité a la dama a que la observara a la luz adecuada. Pero erré. Nada más echarle un vistazo a la tabla, bajó la mirada, y me miró con evidente disgusto.
—No esperaba —exclamó— de una muchacha joven y discreta que pudiera presentar ante mis ojos un objeto similar.
—¿Por qué no? —dije.
—¿Es capaz de preguntarme eso? —replicó la dama.
Me concentré y dije con aparente ingenuidad:
—Realmente, buena señora, no sé por qué no puedo mostrarle este cuadro. Creía más bien estar manifestándole mi respeto al hacerle observar desde el principio este tesoro de nuestra colección, que sólo suele enseñarse al final.
—¿No le molesta a usted esta desnudez?
—No sé cómo podría molestarme lo más bello que el ojo puede ver. Y además, este objeto no es nuevo para mí, pues lo he visto desde que era niña.
—No puedo alabar a los educadores que no ocultaron este objeto a vuestra mirada.
—Perdóneme, pero me podría decir cómo se les podría haber ocurrido eso y cómo podrían haberlo llevado a cabo. Si me enseñaron historia natural, me mostraron pájaros con sus plumas, animales con su pelaje y no me privaron de ver las escamas de los peces, ¿tendrían que haber convertido en un misterio para mí al cuerpo humano, esa realidad a la que todo remite, alude y tiende? La verdad es que si me hubieran mostrado a seres humanos cubiertos, mi espíritu no se hubiera quedado tranquilo hasta que no me hubiera imaginado cómo era una figura humana, además ¿no soy yo misma una muchacha? ¿Cómo se puede esconder al hombre del hombre? Y ¿no es una buena escuela para la modestia que nosotras, que nos consideramos tan agraciadas, conozcamos lo auténticamente bello?
—La humildad irradia desde dentro, mademoiselle, y la auténtica modestia no necesita un estímulo externo. Además me parece que parte de la virtud de una dama consiste en domar la curiosidad y contener el espíritu inquisitivo o al menos apartarse de objetos que pueden ser en algún sentido peligrosos.
—Hay algunas personas, buena señora, que pueden formarse por medio de estas virtudes negativas. Pero en la medida en que alude a mi educación, debe usted hacerle reproches a mi tío. Como debía empezar a pensar por mí misma, él me dijo frecuentemente: “Acostúmbrate a la libre contemplación de la naturaleza, siempre nos induce a serias reflexiones y la belleza del arte puede santificar los sentimientos que aquélla nos provoca”.
La dama se volvió para decirle algo en inglés a sus mudos acompañantes. Me pareció que no le gustó mi franqueza. Cambió la dirección de sus pasos y como no estaba lejos de una Anunciación la acompañé hasta ésta. Miró con detenimiento el cuadro y finalmente expresó su admiración por las alas del ángel y su forma natural. Después de haberse quedado largo tiempo allí, se apresuró a ver un Eccehomo ante el que permaneció con embeleso. Como la expresión de sufrimiento de la cara no me parecía muy agradable, traté de que Karoline ocupara mi lugar. Le hice una seña y dejó solo al joven barón con el que estaba apostada junto a la ventana, en ese momento él se guardó un papel en su bolsillo.
A mi pregunta de acerca de qué había hablado con aquel joven noble me contestó:
—Me ha estado leyendo poemas dedicados a su amada. Canciones[129] que ha estado enviándole cuando viajaba y sentía la mayor de las distancias. Los versos son bien bonitos —dijo Karoline—. Dile que te lea algunos.
No encontré ningún motivo para conversar con él, pues en ese momento se acercó a la dama y se le presentó declarándose su pariente lejano. Ella, como correspondía a la ocasión, le dio la espalda al Señor Cristo para saludar al señor primo[130]. El arte fue olvidado durante un rato y se desencadenó una viva charla mundana y familiar.
Entretanto nuestro joven y filosófico amigo se había unido a uno de los acompañantes de la dama. Había descubierto que éste era artista y fue acompañándolo mientras iba pasando por ante los cuadros con la esperanza de aprender algo, tal y como luego comentó. Sin embargo no vio satisfechos sus deseos aunque el hombre parecía tener buenos conocimientos. Los comentarios de éste ponían de manifiesto las deficiencias de las obras. Aquí no era correcto el dibujo, allí la perspectiva, más allá faltaba contención, en otros no se podían alabar los colores o el uso del pincel. Había un hombro que no estaba en consonancia con el cuerpo, este halo era demasiado blanco, ese fuego demasiado rojo, aquella figura no estaba situada en el plano correcto. Con todas aquellas observaciones eliminó todo el posible placer que pudieran producir las obras.
Para liberar a mi amigo, el cual, como pude ver, no parecía sentirse muy instruido por la conversación, reclamé la presencia del tutor[131] y le dije: “Usted ha visto las mejores pinturas y ha anotado sus cualidades. Aquí hay un entendido que puede darle cuenta de sus errores, lo cual también es muy interesante.” Apenas había conseguido que mi amigo se zafara de aquello, nos encontramos en una situación casi más lastimosa que la anterior. El otro acompañante de la dama, un erudito que hasta entonces había estado callado y solitario deambulando por las salas y había observado las obras con un binóculo, comenzó a conversar con nosotros. Se lamentaba de que en tan pocos cuadros se hubiera prestado atención a la vestimenta. Pero lo especialmente intolerable eran los anacronismos. Cómo podía ser posible que san José estuviera leyendo un volumen encuadernado, que Adán cavara con una pala, que san Jerónimo, san Francisco y santa Catalina aparecieran en una escena junto al niño Jesús. Estos errores eran tan frecuentes que uno no podía sentirse bien visitando la galería.
El tío, conforme a su amabilidad, hablaba de cuando en cuando con la dama, pero aparentemente se sentía mejor con el “caracterista”, que recordó haberse encontrado con la dama mientras veían otra colección. Se empezó a deambular, a hablar de otros asuntos, a cruzar sin más por el resto de las variadas salas, de tal manera que nos sentimos a unas cien millas del arte que nos rodeaba.
Al final la mayor atención la suscitó nuestro viejo sirviente[132]. A éste se le podía llamar “vicecustodio” de nuestra colección. La enseñaba cuando el tío no podía o cuando sabía que los visitantes sólo venían por curiosidad. Ante la visión de ciertos cuadros había ideado una serie de bromas que siempre hacía. Sabía cómo sorprender a los visitantes haciendo grandes elogios de las obras, llevaba a los huéspedes ante los cuadros enigmáticos, mostraba algunas notables reliquias y provocaba las delicias de los espectadores al enseñarles los autómatas.
Esta vez se hizo cargo de los sirvientes de la dama y una o dos personas más de esa ralea. Él sabía conversar con aquella gente mejor de lo que nosotros conseguíamos hacerlo con el resto de los visitantes. Finalmente hizo tocar ante su público una pieza a un muñeco tamborilero que mi tío había desterrado hacía mucho tiempo a una sala lateral. La distinguida compañía también se reunió en torno a aquello y a todos les produjo una agradable sensación aquel vulgar espectáculo. Los viajeros no se podían quedar ni un solo día con nosotros y volvieron a su posada. Nos quedamos solos aquella noche.
Entonces comenzaron nuestros relatos y la recapitulación de comentarios maliciosos. Y si nuestros huéspedes no fueron muy benévolos con nuestros cuadros, hemos de admitir que fuimos bastante bruscos con los espectadores.
Karoline estaba especialmente decepcionada por no haber conseguido apartar la atención del joven noble hacia su amada, atrayéndola hacia su persona. Yo pensaba que nada podía ser más horrible para una muchacha que escuchar un poema dedicado a otra. Ella me contradijo y repuso que le había parecido bello e incluso edificante. Su amado estaba ausente y no deseaba que se comportara de otra manera a como lo había hecho este joven visitante.
Ante una cena fría en la que no nos olvidamos de brindar a la salud de usted, le pedimos a nuestro joven amigo que nos diera su impresión general acerca de los artistas y los aficionados. Lo hizo con cierta timidez. Hoy me es imposible reproducir con exactitud cómo sonó todo aquello. Mis dedos se han cansado y mi espíritu está agotado. También he de ver si puedo zafarme de este encargo. Me ha parecido bien hacer el relato sobre las peculiaridades de nuestros visitantes, pero me siento reticente a profundizar en éstas. Por hoy déjeme hurtarme silenciosamente a su presencia
Julie.
Carta octava[133]
Y aquí tiene otra vez un manuscrito de Julie. Hoy es mi libre voluntad, e incluso el espíritu de contradicción, el que me lleva a escribirle. Después de haberme resistido tanto ayer a aceptar la segunda tarea y a darle cuenta del resto de lo ocurrido, se acordó que hoy tendría lugar una solemne reunión académica en la que se disertaría sobre el tema, para hacerle llegar las conclusiones. Ahora los señores han emprendido la tarea y yo me siento con suficiente ánimo y capacidad de afrontar en soledad una empresa en la que usted siempre me ha prestado generosamente su apoyo, y esta vez espero sorprenderlo agradablemente. Y es que a veces los hombres no pueden acabar lo que han emprendido si las mujeres no interviniéramos y no les ayudáramos de buen grado en aquello que aunque fácil de empezar es difícil de culminar.
Algo extraño ocurrió cuando nos pusimos a clasificar a los aficionados que ayer nos visitaron. Ninguno de ellos se ajustaba a nuestras categorías y no pudimos encontrarles ninguna adecuada. Cuando se lo reprochamos al filósofo, éste repuso:
—Mi clasificación puede tener otros errores, pero a ustedes les honra que, aparte del “caracterista”, ninguno de los otros visitantes de esta ocasión se ajuste a las etiquetas. Mis etiquetas sólo caracterizan posturas muy unilaterales que han de ser consideradas carencias cuando la personalidad del artista se vea así limitada y errores cuando persista deliberadamente en esta limitación. Lo falso, lo ausente de equilibrio y lo irrelevante no tienen cabida aquí. Mis seis categorías designan las cualidades que, reunidas en su totalidad, caracterizarían al auténtico artista como al auténtico aficionado. Sin embargo estas cualidades, tal y como sé por experiencia y veo por sus notas, aparecen con demasiada frecuencia aisladas.
¡Y ahora, al grano!
Primera sección: imitadores. Este talento puede ser considerado la base de las artes plásticas. Pero es dudoso que partan siempre de aquél. Si un artista comienza desde este punto, puede remontarse hasta lo más alto. Si se limita a este proceder se le puede llamar copista, valorándolo así negativamente. Pero si un hombre de esta naturaleza quiere progresar en su limitada especialidad puede surgir una exigencia de realidad que el artista intenta satisfacer y el aficionado experimentar. Si no puede conseguir acceder al arte auténtico, toma los peores desvíos y acaba pintando estatuas o perpetuándose vestido con una bata adamascada como hizo nuestro abuelo.
El gusto por las siluetas es familiar a esta afición. Una colección es interesante si se la guarda en un portafolio, pero las paredes no pueden decorarse con estas parciales apariencias de realidad.
El imitador simplemente reduplica lo imitado, sin añadirle nada o sin llevarnos más allá de éste. Nos introduce en un mundo simple y limitado, nos sorprendemos de la posibilidad de actuar así, sentimos cierto placer, pero la obra no nos puede resultar totalmente satisfactoria, pues le falta su verdad artística como bella apariencia. Tan pronto como ésta hace de alguna manera acto de presencia, la imagen ejerce una fuerte atracción, tal y como la que sentimos por algunos retratos y algunas naturalezas muertas alemanas, holandesas y francesas.
(N. B. No se equivoque usted y piense, por ver aquí mi letra, que todo ha salido de mi cabecita. Primero pretendí subrayar todo lo que procedía literalmente de las notas que tengo aquí delante, pero si hiciera eso tendría que subrayar demasiado. Usted verá mejor que nadie dónde me limito a citar, incluso verá reproducidas palabras de su última carta.)
Segunda sección: imaginistas[134]. A nuestros amigos les hizo reír que se hablara de este grupo. Parece como si tratar el tema los indujera a salirse de los moldes y, a pesar de que yo estaba allí, me reconociera miembro de ese grupo y exigiera ser tratada con justicia y consideración, no pude evitar que profirieran de éste apelativos aparentemente poco elogiosos. Se los denominó “poetizadores”, porque, en lugar de conocer la parte poética de las bellas artes, preferían competir con los poetas, para intentar servirse de las ventajas de éstos no advirtiendo y desaprovechando las propias. Se los denominó “ilusionistas” porque perseguían tanto las apariencias y ponían tan en juego la imaginación que no se preocupaban de cuál podía ser el aspecto real del objeto. Se los denominó “quiméricos”[135] porque se sentían atraídos por fantasmas vacuos, “fantasmistas” porque les gustaba tener en cuenta las distorsiones oníricas y las incoherencias, “nebulistas” porque no podían renunciar a las nubes para darle un fundamento apropiado a sus etéreas visiones. Finalmente según la rima y el ritmo alemanes se les quiso despachar llamándolos “suspensores” y “hacedores de niebla” [Schwebler und Nebler]. Se dijo que no atendían a la realidad o a la existencia por no hablar ya de la verdad artística como realidad bella[136].
Si a los imitadores se les atribuye una falsa naturalidad, los imaginistas no se libran del reproche de atender a una naturaleza falsa ni de otras objeciones de este tipo. Aunque noté desde el principio que estaban intentando provocarme, les di a los señores el gusto de enfadarme.
Les pregunté si el genio no se manifestaba en la invención y si se podía discutir la ventaja que a este respecto tenían los “poetizadores”, si no podía ser agradable que el espíritu fuera encandilado por una imagen onírica bien escogida, si la posibilidad del mejor arte de todos no estaba implícita en esta cualidad a la que se le habían dado nombres tan peregrinos, si no había nada más efectivo contra lo prosaico y tedioso que esta facultad de crear nuevos mundos, si un raro talento no era un raro error del que siempre había que hablar con respeto, aun cuando se hubiera encontrado a éste por caminos descarriados.
Los señores se rindieron pronto. Me recordaron que se estaba hablando de posturas unilaterales, que esta cualidad que tanto bien le podría hacer al arte en su totalidad, le hacía mucho mal cuando se proclamaba única, autónoma e independiente. El imitador no le podría hacer ningún daño al arte, pues lo llevaría laboriosamente a un lugar del que el auténtico artista podría y debería hacerle remontarse. Por el contrario el imaginista dañaba enormemente al arte al llevarlo más allá de sus propios límites y, llegado este caso, era necesario el concurso del más supremo genio para, partiendo de esta indeterminación y ausencia de condiciones con respecto a su centro, devolver al arte a su propia y adecuada esfera.
Hubo todavía opiniones en pro y en contra, finalmente me preguntaron si no reconocía que las caricaturas satíricas, las grandes destructoras del arte, el gusto y la moral, no eran la consecuencia del desarrollo de esta tendencia.
La verdad es que no pude decir nada en defensa de estas últimas, aunque he de reconocer que estas cosas horribles a menudo me divierten y que el placer morboso, ese pecado original de toda la estirpe de Adán, es, bien condimentado, un no poco sabroso plato.
¡Continuemos!
Tercera sección: caracteristas. Usted ya está suficientemente familiarizado con éstos, pues ya está plenamente al tanto de una disputa con un notorio representante de este tipo[137].
Puedo asegurar que es importante para mí prestarle mi apoyo a esta clase, pues si mis queridos imaginistas deben manejar características especiales es porque preexiste algo característico. Si lo significativo me produce un peculiar placer, puedo buenamente aceptar que lo significativo se tome con tanta seriedad. Si tal “caracterista” está preparando el terreno para que mi “poetizador” no se convierta en un “fantasmista” o se pierda entre los “suspensores” o “hacedores de niebla”, he de alabarlo y valorarlo.
El tío parecía sentirse más influido por su amigo en el arte después de la última conversación que mantuvieron y por eso tomó partido por esta clase. Él creía que en cierta medida también se les podía llamar rigoristas. Su abstracción, su reducción a conceptos siempre establecía algo y llevaba hacia algo, además la postura del caracterista era especialmente valiosa para combatir la vacuidad de otros artistas aficionados al arte. Sin embargo el pequeño y obstinado filósofo enseñó de nuevo los dientes y señaló que su unilateralidad dañaba más al arte que el talante expansivo de los imaginistas, por ello aseguró que no abandonaría la lucha contra aquéllos.
Es muy curioso en un filósofo que pueda ser tan condescendiente en ciertos asuntos y tan rígido en otros. ¡Si supiera la clave de este proceder!
Observo, tal y como compruebo en sus notas, que les otorga todo tipo de apelativos descalificantes. Los llama “esqueletistas”, “expertos”, “envarados”, además señala en una nota que la pura existencia lógica y la mera operación del entendimiento no son suficientes para dar lugar al arte, ni le prestan a éste ayuda alguna. No quiero devanarme los sesos intentando averiguar qué quiere decir con esto.
Además dice que el caracterista carece de esa desenvoltura ante lo bello sin la cual no es posible el arte y esto sí que me parece aceptable.
Cuarta sección: ondulistas. Con este nombre se define a los que están en oposición a los anteriores, es decir, a aquellos que les gusta lo que es suave y agradable, carente de carácter y significación. Y he de decir que de todo esto surge, como mucho, un encanto insípido. También se los denomina “sinuosos”. Recuérdese la época en la que se tomaba la línea sinuosa como modelo y símbolo de la belleza[138] y con ello se creía haber dado lugar a un gran avance. Este gusto por lo sinuoso y lo suave está relacionado, tanto entre los artistas como entre los aficionados, con cierta debilidad y pereza, y si se quiere, con cierta excitabilidad nerviosa. Obras de arte de este tipo tan sólo hacen felices a los que se contentan con ver una imagen que supere levemente a lo insignificante, a aquellos a los que una mera pompa de jabón de colores que va flotando por el aire ya les produce una sensación agradable. Como las obras de arte de este tipo apenas tienen cuerpo o contenido real, su mayor mérito consiste en el trato de los objetos y en cierto encanto visual. Carecen de relevancia y de fuerza y por ello son en general bien recibidas al igual que lo es lo insignificante en sociedad. Y es que es correcto que la conversación social sólo supere levemente a lo insignificante.
Tan pronto como el artista y el aficionado se abandonan unilateralmente a esta tendencia, el arte desentona como la cuerda no afinada de un instrumento musical o desaparece como el agua en la arena. La ejecución se va haciendo más superficial y débil: el color desaparece de los cuadros, los trazos de los grabados se convierten en puntos y paulatinamente todo, para el deleite del tierno aficionado, se va desvaneciendo en el humo.
Rápidamente le otorgamos este atributo a mi hermana, la cual no puede soportar las bromas al respecto, y se siente herida en el momento en el que ve trastocado su perfumado mundo. De no ser así, hubiera incluido a los “nebulistas” en esta sección, liberando de ellos a mis imaginistas. Espero, caballero, que lo tenga en cuenta cuando haga el repaso de todos estos modos de proceder.
Quinta sección: miniaturistas. Este grupo sale muy bien parado. Nadie cree tener razones para ser duro con ellos, se aduce mucho a favor y muy poco en contra de ellos.
Si sólo se atiende al efecto, no se puede decir que resulten incómodos. Rellenan pequeños espacios con puntos, y el aficionado puede guardar el trabajo de muchos años en una pequeño cofre. A los mejores bien puede llamárseles miniaturistas, a aquellos que están privados de espíritu y carecen de sentido de la totalidad o no pueden unificar su obra se les puede tachar de “puntistas”[139].
No están lejos del arte verdadero, están simplemente en el mismo caso que los “imitadores”, le recuerdan al auténtico artista que esa cualidad, que aquéllos poseen aisladamente, debería añadirla éste a las cualidades restantes para así completar su propia formación y darle a su obra la mejor ejecución posible.
Igualmente la carta que mi tío le escribió me recuerda que él también mantuvo una postura benévola y tolerante con este grupo, por eso no queremos seguir preocupando a esta pacífica gente y más bien les deseamos que adquieran fuerza, significación y unidad.
Sexta sección: bocetistas. El tío se reconoció miembro de este grupo y no nos sentimos muy predispuestos a hablar mal de ellos, pues él mismo indicó que los “bocetistas” pueden fomentar tantos desequilibrios en el arte como los representantes de otras clases. Las artes plásticas deben no sólo hablarle al espíritu por medio de los sentidos externos, sino que deben también satisfacer los sentidos. El espíritu puede por su parte adherírseles y no negar su aplauso. Sin embargo el “bocetista” le habla directamente al espíritu y de esa manera corrompe y seduce a todo inexperto. Una idea buena pero semidefinida y presentada en un boceto como si fuera simbólica activa al ojo, excita el espíritu, el ingenio y la imaginación y el aficionado se siente sorprendido y ve lo que no hay delante de él. Ya no se habla de dibujo, de proporción de formas, carácter, expresión, composición, armonía y ejecución, sino que todo esto es sustituido por una apariencia. El espíritu le habla al espíritu y el medio por el que esto se lleva a cabo queda destruido.
Los meritorios bocetos de los grandes maestros, esos fascinantes jeroglíficos, provocan la mayoría de las veces esta afición y llevan poco a poco al auténtico aficionado al umbral del arte en su totalidad. Llegado a éste, una vez que ha conseguido mirar hacia delante, no puede ya retroceder. El artista principiante lo tiene más difícil que el aficionado cuando se mueve en el ámbito de la invención y el diseño, pues, si es cierto que pasando por esa puerta llega con más facilidad al reino del arte, también es el primero que puede correr el peligro de quedarse detenido en su umbral.
Éstas fueron más o menos las palabras de mi tío.
Sin embargo he olvidado los nombres de los artistas de talento y prometedores que concentrándose exclusivamente en este aspecto, no fueron capaces de llevar a efecto las esperanzas que despertaron.
Mi tío posee en su colección un singular portafolio con dibujos de estos artistas que nunca han llegado a ser más que “bocetistas” y señala que es muy interesante compararlos con los bocetos de los grandes maestros que sí pudieron ser materializados.
Después de haber hecho todo lo posible por considerar a estas seis clases por separado, empezamos a reunirías de nuevo, pues se encuentran unificadas en algunos artistas, tal y como he podido indicar a lo largo de esta relación. Así por ejemplo el imitador aparece algunas veces junto al miniaturista y otras junto al caracterista. El bocetista se puede poner de parte del imaginista, el esqueletista o el ondulista y éste puede asociarse fácilmente con el fantasmista.
Toda asociación da lugar a una obra de mayor valor que la plena unilateralidad, la cual, si se la busca en la realidad, sólo aparece en raras ocasiones.
De esta manera se vuelve a nuestro punto de partida: sólo mediante la reunión de las seis cualidades surge el auténtico artista e igualmente el auténtico aficionado tiene que reunir en sí las seis tendencias.
La mitad de nuestra media docena de categorías lo afrontan todo de manera excesivamente seria, estricta y tímida, la otra mitad de manera excesivamente lúdica, ligera y relajada. Sólo a partir de una unión interna de la seriedad y el juego puede surgir el arte auténtico. Nuestros unilaterales artistas y aficionados están enfrentados por parejas como sigue:
El imitador al imaginista.
El caracterista al ondulista.
El miniaturista al bocetista.
Por ello en la reunión de los opuestos se encuentra una de las tres condiciones del arte perfecto, tal y como puedo mostrar en el diagrama siguiente:
Seriedad Seriedad y juego