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SOBRE VERDAD Y VEROSIMILITUD EN LAS OBRAS DE ARTE

(1798)

Acerca de la verdad y la verosimilitud en las obras de arte (un diálogo)[104]

SOBRE las tablas de un teatro alemán se construyó una especie de anfiteatro oval en cuyos palcos habían sido pintados muchos espectadores como si participaran del espectáculo que se desarrollaba debajo de ellos. Algunos espectadores reales de la platea y de los palcos mostraron su descontento al respecto pues se sentían ofendidos de que se les quisiera embaucar con algo tan falso e inverosímil. En esta situación tuvo lugar un diálogo cuyo contenido aproximado es recogido aquí.

El defensor del artista. Vamos a ver si conseguimos encontrar una vía de acercamiento de nuestras posturas.

El espectador. No comprendo cómo se empeña usted en disculpar esta representación.

El defensor. Dígame. ¿Cuando va al teatro, usted no espera que todo lo que en éste vea sea verdadero y real?

El espectador. Claro que no. Sin embargo sí exijo al menos que todo me parezca verdadero y real.

El defensor. Perdone si le contradigo en lo más íntimo de sus convicciones, pero me parece que eso no es lo que usted exige en absoluto.

El espectador. Eso sería muy extraño. Si ésta no fuera mi exigencia, ¿por qué se esfuerza el decorador en trazar todas las líneas de la forma más exacta según las reglas de la perspectiva y en representar cada objeto con su aspecto más perfecto?, ¿por qué se cuida con tanto detalle el vestuario?, ¿por qué se emplea tanto tiempo en ser fiel a éste para que yo pueda ser transportado a ciertas épocas?, ¿por qué se le otorga la valoración suprema al actor que expresa los sentimientos de forma más auténtica, a aquel que en su dicción, en sus movimientos corporales y en los gestos de su rostro se acerque más a la verdad y a aquel que me persuada de que no estoy viendo una imitación, sino la cosa misma?

El defensor. Usted expresa admirablemente sus sentimientos, sin embargo es más difícil de lo que usted piensa comprender los propios sentimientos ¿Qué me contestaría si le dijera que a usted las representaciones teatrales no le parecen verdaderas, sino que en ellas hay más bien sólo la apariencia de verdad?

El espectador. Le diría que usted introduce una sutileza que sólo puede tratarse de un juego de palabras.

El defensor. Yo por mi parte le repongo que cuando hablamos del alma ninguna palabra es suficientemente delicada y sutil y que este juego de palabras indica una necesidad del alma, que no siendo capaz de expresar adecuadamente lo que está dentro de nosotros, intenta trabajar con antítesis para contestar a los dos extremos de la cuestión y encontrar el término medio entre ambos.

El espectador. Entonces, muy bien. Expliquese más claramente y, si no le importa, con ejemplos.

El defensor. Podré aducirlos fácilmente a favor de mis argumentos. Por ejemplo, cuando usted está en la ópera, ¿no siente una satisfacción viva y plena?

El espectador. Cuando todo está en armonía, una de las más perfectas que conozco.

El defensor. Cuando esas buenas gentes de ahí arriba cantan al encontrarse y saludarse, cantan cuando se entregan billetes[105], cantan su amor, su odio, y sus pasiones y luchan y mueren cantando, ¿puede usted decir que toda la representación o parte de ella parece verdadera? o ¿en ella se da la apariencia de verdad?

El espectador. Tiene razón. Si reflexiono no me atrevo a mantener lo que dije. Ninguna de esas situaciones me parece verdadera.

El defensor. Y sin embargo usted está totalmente satisfecho y contento.

El espectador. ¡Sin discusión! Todavía recuerdo cómo la ópera era ridiculizada por su tosca inverosimilitud y como yo, haciendo caso omiso, sentía el mayor placer con ella y cada vez lo siento más a medida que se ha ido enriqueciendo y perfeccionando.

El defensor. Y ¿no se siente usted engañado en la ópera?

El espectador. Yo no diría “engañado”, o tal vez sí, bueno, la verdad es que no.

El defensor. Aquí ha caído usted en una total contradicción que parece mucho peor que un juego de palabras.

El espectador. Bueno, vamos a tranquilizarnos y a aclarar la cuestión.

El defensor. Tan pronto como la aclaremos, estaremos de acuerdo. ¿Me permitiría, una vez llegados a este punto, hacerle algunas preguntas?

El espectador. Es su obligación, ya que me ha llevado a la confusión con sus preguntas, seguir haciéndome preguntas para sacarme de ella.

El defensor. Por lo tanto, usted no quiere llamar “engaño” a la sensación en que se ve sumido por una ópera.

El espectador. No quiero, sin embargo es una modalidad de éste, o al menos, algo emparentado con él.

El defensor. Exacto y ¿no se olvida usted casi de sí mismo?

El espectador. No “casi”, sino totalmente si la obra o el fragmento son buenos.

El defensor. ¿Se queda usted cautivado?

El espectador. Más de una vez me ha ocurrido.

El defensor. Puede decirme en qué circunstancias.

El espectador. En tantos casos que me resultaría difícil mencionarlos.

El defensor. Y sin embargo usted ha dicho que se queda cautivado la mayoría de las veces cuando todo está en armonía.

El espectador. ¡Sin discusión!

El defensor. ¿Una representación perfecta está en armonía consigo misma o con un producto de la naturaleza?

El espectador. Sin duda alguna consigo misma.

El defensor. ¿Y esta armonía era realmente una obra de arte?

El espectador. Por supuesto.

El defensor. Antes le negamos a la ópera cualquier tipo de verdad; hemos señalado que no representa verosímilmente lo que imita. Pero, ¿podemos igualmente negarle una verdad interna[106] que surge del carácter consecuente de una obra de arte?

El espectador. Si la ópera es buena, da lugar a un pequeño mundo propio, en el que todo acontece según unas leyes fijas, que debe ser juzgado por sus propias leyes y requiere ser sentido según sus características.

El defensor. ¿No sería consecuencia de esto que la verdad de la naturaleza y la del arte son completamente distintas y que el artista no debería de ninguna manera intentar darle a su obra una apariencia natural?

El espectador. Sin embargo, muchas veces parece ser una obra de la naturaleza.

El defensor. No puedo negarlo. Pero, ¿puedo hablar con franqueza?

El espectador. ¿Por qué no? No estamos aquí para intercambiarnos elogios.

El defensor. Entonces me aventuraré a decir que sólo al espectador totalmente privado de formación puede parecerle que una obra de arte sea una obra de la naturaleza. A éste el artista lo aprecia y lo valora aun cuando sólo haya llegado al peldaño más bajo. Sin embargo él, desgraciadamente, sólo puede estar satisfecho cuando el artista baja a su nivel y nunca puede elevarse junto al artista cuando éste, emprendiendo el vuelo al que le lleva el genio[107], le confiere a su obra toda su perfección.

El espectador. Suena extraño, pero continúe.

El defensor. No le gustará escucharlo si no sube usted a un peldaño más alto.

El espectador. Permítame poner en orden lo que ya hemos discutido para que podamos continuar y déjeme asumir el papel del que pregunta.

El defensor. Prefiero que sea así.

El espectador. ¿Dice usted que sólo a la persona no cultivada le puede parecer una obra de arte una obra de la naturaleza?

El defensor. Sin duda alguna ¿Recuerda usted los pájaros que intentaron comerse las cerezas del gran maestro?[108]

El espectador. ¿No demuestra esto que estas frutas fueron excelentemente pintadas?

El defensor. De ninguna manera, esto más bien me demuestra que los aficionados eran auténticos gorriones.

El espectador. Sin embargo esto no puede persuadirme de que la pintura no era excelente.

El defensor. ¿Puedo contarle una nueva historia?

El espectador. La mayor parte de las veces me gusta oír más historias que razonamientos.

El defensor. Un gran investigador de la naturaleza poseía, entre otros animales domésticos, un mono, al que una vez echó de menos y al que después de una larga búsqueda encontró en la biblioteca. Allí el animal estaba sentado en el suelo con los grabados de una obra de historia natural no encuadernada desperdigados alrededor de él. Impresionado por este diligente estudio de su mascota, el señor se acercó a ésta y vio para su sorpresa y su disgusto que el mono glotón se había comido todos los escarabajos que había encontrado pintados allí.

El espectador. La historia es bien divertida.

El defensor. Y viene a cuento, espero. ¿Usted no creerá comparables estos grabados en colores con la obra del gran artista que pintó las cerezas?

El espectador. Difícilmente.

El defensor. Sin embargo, ¿no sitúa usted al mono entre los aficionados no cultivados?

El espectador. Sin duda, y entre los más voraces. Usted me ha suscitado un pensamiento singular: ¿no será que el aficionado no cultivado exige que una obra de arte parezca natural para así poder disfrutar de ella de una forma natural y a menudo tosca y vulgar?

El defensor. Estoy totalmente de acuerdo con eso.

El espectador. Y usted piensa por lo tanto que un artista se rebaja a sí mismo cuando trata de producir este efecto.

El defensor. Ésa es exactamente mi convicción.

El espectador. Sin embargo siento que persiste una contradicción. Y justo ahora usted me hace el honor de contarme entre los aficionados semicultivados.

El defensor. Entre los aficionados que están en camino de convertirse en conocedores.

El espectador. Entonces explíqueme por qué también una obra de arte perfecta me parece una obra de la naturaleza.

El defensor. Porque está en armonía con la mejor naturaleza de usted, porque es sobrenatural, pero no extranatural. Una obra de arte perfecta es una obra del espíritu humano, y, en este sentido, también una obra de la naturaleza. Pero en la medida en que reúne objetos dispersos en uno, e incluso les confiere significado y dignidad a los más vulgares, es superior a la naturaleza. Ella quiere ser comprensible para un espíritu armónicamente formado y desarrollado, para uno que encuentra acorde con sus características lo perfecto, lo acabado en sí. De ello no tiene ni idea el aficionado vulgar, él trata la obra de arte como un objeto con el que se topa en la plaza del mercado. Pero el auténtico aficionado[109] no sólo ve la verdad de la imitación, sino la excelencia de la selección y lo ingenioso de la composición: lo supraterrenal de este pequeño mundo del arte. Él siente que debe subir al nivel del artista para disfrutar de la obra, él siente que debe apartarse de las distracciones de su vida, debe vivir con su obra, contemplarla una y otra vez y de esa manera concederse a sí mismo una vida más noble.

El espectador. Bien dicho, amigo mío. Al ver pinturas, al ver dramas y al leer otros tipos de poesía he tenido sensaciones similares y premoniciones de lo que usted exige. En el futuro atenderé más a las obras de arte y a mí mismo. Pero, si no estoy equivocado, hemos dejado muy atrás el punto de partida de nuestra discusión. Usted quería persuadirme de que considerara tolerables en nuestra ópera esos espectadores pintados, y, sin embargo, no veo sus argumentos para la defensa de esta licencia y no veo tampoco bajo qué categoría quiere usted hacerme aceptar esta audiencia polícroma.

El defensor. Afortunadamente esta noche habrá otra sesión de la ópera y usted no se la perderá.

El espectador. De ninguna manera.

El defensor. ¿Y los hombres pintados?

El espectador. No me espantarán, pues me tengo en más alta valía que un gorrión.

El defensor. Espero que un mutuo interés vuelva a reunimos.