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ESBOZOS PARA UNA SEMBLANZA DE WINCKELMANN[140]
(1805)
EL RECUERDO de los hombres notables, así como la presencia de las obras de arte más importantes excita de vez en cuando el espíritu de reflexión. Unos y otras se constituyen en legados para todas las generaciones. Aquéllos por sus hechos y su fama postuma, éstas se conservan como seres inefables. Todo sujeto perspicaz sabe muy bien que sólo tendría un auténtico valor la contemplación de su peculiar totalidad, y sin embargo una y otra vez se intenta saber algo de unas y otros mediante la reflexión y la palabra.
Nos sentimos especialmente incitados a esto cuando se descubre y se divulga algo nuevo relacionado con estos objetos. De esta manera nuestra renovada atención sobre Winckelmann, su carácter y sus obras, se encuentra ahora en un momento propicio, pues sus cartas recién editadas arrojan una viva luz sobre algunos aspectos de su pensamiento y sus estados anímicos.
Introducción
La naturaleza no ha negado a los hombres comunes un valioso don. Me refiero al vivaz instinto de aferrarse con placer al mundo externo, conocerlo, ponerse en relación con él y, ligados a él, formar un todo. Sin embargo los espíritus privilegiados suelen presentar la propiedad de sentir una especie de horror ante la vida real: se recogen en sí mismos, crean en su interior un mundo propio y de este modo producen hacia dentro lo más excelente.
Por el contrario, en hombres especialmente dotados se da la necesidad conjunta de buscar afanosamente lo que la naturaleza depositó en ellos y al mismo tiempo encontrar en el mundo externo las réplicas correspondientes. De esta manera elevan lo íntimo al todo y a la conciencia y se convierten en figuras queridas tanto para el mundo presente como para la posteridad.
Nuestro Winckelmann era de esa especie, la naturaleza había puesto en él todo lo que hace y adorna al hombre. Pero él empleó toda su vida en buscar lo excelente y lo digno en el hombre y en el arte que preferentemente se ocupa del hombre.
Sufrió como otros muchos una humilde infancia[141], una educación insuficiente en la adolescencia, estudios incoherentes y desperdigados en la juventud, el agobio de la profesión escolar y todo lo angustioso y arduo que pueda haber en ésta. Cumplió los treinta años sin haber gozado de ningún favor del destino, pero en él mismo estaban latentes los gérmenes de un dicha digna de desearse y también posible.
Ya en esos tristes tiempos encontramos indicios de su afán por cerciorarse con los propios ojos del mundo y sus estados. Aunque dicho afán aún era vago y confuso, ya se manifestaba suficientemente. Algunos intentos, no debidamente meditados, de viajar al extranjero se frustraron. Soñaba con viajar a Egipto, se puso en marcha hacia Francia, unos problemas imprevistos le hicieron regresar. Mejor dirigido por su genio, concibió finalmente la idea de dirigirse a Roma[142]. Él presentía qué adecuada sería para él una estancia allí. Esto no fue una ocurrencia casual, era un plan que afrontó con sagacidad y tesón.
Lo antiguo
El hombre puede hacer algo considerable mediante el empleo de sus fuerzas individuales o puede llegar a lo extraordinario mediante el concurso conjunto de varias capacidades. Pero lo único, lo plenamente inesperado lo puede llevar a cabo sólo cuando en él se reúnen en igual medida todas las capacidades. En esto último consistió la suerte que les correspondió a los antiguos, especialmente a los griegos de su época mejor. Los otros dos aspectos son los que ha reservado el destino para nosotros.
Supongamos que la sana naturaleza del hombre obrase como una totalidad; supongamos que éste se percibiese a sí mismo en el mundo como un todo bello, noble y valioso; supongamos que el bienestar armónico le proporcionase un puro y libre goce. Entonces el universo, si fuese capaz de sentirse a sí mismo, suspiraría aliviado por haber llegado a su fin y admiraría la culminación de su devenir y esencia propias[143]. Pues ¿qué sentido tendría todo un firmamento ataviado con un manto de soles, planetas y lunas, de estrellas y vías lácteas, de cometas y nebulosas, de mundos hechos y por hacer si no es para que se regocije un hombre afortunado que hasta entonces no tenía noticia de su existencia?
El hombre moderno tiende a lanzarse, como acabamos de hacer nosotros, casi en cada una de sus consideraciones a lo infinito, para finalmente si le es posible, volver de nuevo a un punto limitado. Por su parte los antiguos sentían, sin rodeos e inmediatamente, su único placer dentro de los apreciados límites del bello mundo. Eran su morada, su vocación, en ellos hallaba campo su actividad y objeto y alimento su pasión.
¿Por qué son sus poetas e historiadores el asombro del hombre perspicaz, la desesperación de los imitadores? Porque aquellas personas activas de que hablamos tomaban profundamente parte de su propio yo, del estrecho ámbito de su patria, de la senda marcada de su vida individual y cívica, y obraban poniendo en ellas todos sus sentimientos, toda su inclinación y toda su energía sobre el presente[144]. De ahí que a un expositor de igual mentalidad no pudiera costarle gran trabajo inmortalizar ese presente.
Aquello que sucedía era lo único que para ellos tenía valor, así como para nosotros sólo parece tenerlo en algún grado aquello que se piensa o se siente[145].
Del mismo modo vivía el poeta en el mundo de su imaginación que el historiador en el de la política y el investigador en el de la naturaleza. Todos se atenían firmemente a lo próximo a lo verdadero, a lo real, e incluso las imágenes de su fantasía tenían huesos y médula. El hombre y lo humano se estimaban como lo más valioso, y todas sus relaciones internas y externas con el mundo se describían con tan gran sentido como se contemplaban. Aun así el sentimiento y la atención no habían llegado a fraccionarse, todavía esa apenas curable escisión no se había operado en la sana fuerza del hombre.
Pero no sólo el gozar de la dicha, sino también el soportar la desdicha eran dones propios en alto grado de aquellas naturalezas. Pues así como la fibra de calidad resiste al mal y tras cada ataque morboso se repone en seguida, así también aquel sano sentido peculiar era capaz de reaccionar rápida y fácilmente contra todo accidente de dentro o de fuera. Pues una naturaleza así, antigua en cuanto eso puede predicarse de un contemporáneo nuestro, reapareció en Winckelmann. Desde el principio mismo él fue superando una ingente cantidad de pruebas. Tras treinta años de humillación, contrariedades y tribulaciones no lograron domarlo, apartarlo de su camino, ni mellarle el ánimo. No bien consiguió él conquistarse una libertad conforme a sus necesidades, aparece ya entero y realizado, en pleno sentido antiguo. Destinado a la actividad, goce y privación, júbilo y pesar, posesión y pérdida, elevación y abatimiento, y en tales singulares alternativas siempre contento con la hermosa tierra en que tan voluble sino nos visita.
Ahora bien, si en la vida su espíritu fue verdaderamente clásico, también se mantuvo fiel a él en sus estudios. Al tratar las ciencias en toda su amplitud los antiguos se encontraban ya en una posición incómoda, pues para la aprehensión de los múltiples y extrahumanos objetos de las mismas es casi inexcusablemente un fraccionamiento de las potencias y facultades, una desarticulación de la unidad. Más aventurada resulta aun en semejante caso la situación de un moderno, ya que corre peligro de dispersarse en la elaboración aislada de lo múltiple y de perderse en conocimientos incoherentes, sin gozar como los antiguos del don de compensar lo inasible con lo completo de su personalidad.
Así también Winckelmann merodeó muchas veces por lo cognoscible y lo digno de ser conocido, en parte por gusto y amor, en parte por necesidad. Sin embargo más tarde o temprano, siempre volvía a la antigüedad, sobre todo a la griega, de la que tan afín se sentía y con la que tan venturosamente, en sus mejores días, se había de unir.
Pagano [146]
Esa descripción de lo antiguo, del sentido orientado hacia aquel mundo y sus productos nos conduce de modo inmediato a la consideración de que tales ventajas sólo son compatibles con un sentir pagano. Esa fe en sí mismo, ese actuar en el presente, la pura veneración de los dioses como antepasados, la admiración a ellos casi exclusivamente como obras de arte, la sumisión a un sino todopoderoso, ese futuro que, en alto valor de la misma fama postuma, mira nuevamente a este mundo, forman un todo inseparable. Y es que, al constituirse en una realidad del ser humano deseada por la naturaleza, tanto en los momentos más elevados del placer como en los más profundos del sacrificio y la caída mantenemos una salud inquebrantable.
Ese sentir pagano irradia de los actos y los escritos de Winckelmann y se expresa, sobre todo en sus primeras cartas, en que aún se debatía en el conflicto con las nuevas ideas religiosas. En su modo de pensar, ese alejamiento de toda mentalidad cristiana, esa animadversión contra ella, deben tenerse en cuenta si queremos juzgar acerca de su llamada conversión[147]. Los partidos en los que la religión cristiana se dividió le eran absolutamente indiferentes, pues con arreglo a su naturaleza jamás perteneció a ninguna de las iglesias a los que aquéllos se subordinaron[148].
Amistad
Pero si eran los antiguos, según nosotros los ponderamos, hombres verdaderamente integrales, por fuerza, en cuanto se sentían a sí mismos y sentían el mundo con placer, habían de procurar conocer las fusiones de las esencias humanas en toda su amplitud, y debían no estar privados de ese encanto que se deriva de la unión de los seres afines.
Aquí también se acusa una notable diferencia entre la época antigua y la moderna. La relación con la mujer, que entre nosotros se ha vuelto tan tierna y espiritual, apenas se eleva entre ellos sobre los límites de la necesidad más vulgar. La relación de los padres con los hijos parece haber sido hasta cierto punto más tierna. Pero por encima de todos esos sentimientos descollaba entre ellos, la amistad entre personas del sexo masculino, aunque también Cloris y Tyia, aun en el Hades, se muestran como inseparables amigas.
El cumplimiento apasionado de los deberes amorosos, el goce de la inseparabilidad, la entrega del uno al otro, la elección explícita para toda la vida, la necesaria compañía en la muerte, son cosas que nos llenan de asombro en la unión de dos efebos, y sentimos hasta sonrojo cuando poetas, historiadores, filósofos y oradores nos abruman con fábulas, sucesos, sentimientos e ideas de semejantes fondo y contenido.
Winckelmann se sentía nacido para una amistad de esa clase[149], y no sólo se consideraba capaz de ella, sino que, necesitándola en grado sumo, sólo percibía su propio yo en la forma de la amistad, sólo se reconocía en la imagen del todo que se completa con un tercero. Ya desde muy temprano se sometió a un objeto acaso indigno de esa idea, se consagró a él, a vivir y sufrir por él, y para él encontró en su pobreza medios de ser rico, de dar y sacrificarse. Sin vacilación alguna, empeñó su existencia, su vida. Aquí es donde Winckelmann, aun en medio del agobio y la necesidad, se siente grande, rico, pródigo, feliz por poderle dar algo a quien ama sobre todas las cosas y a quien incluso, como supremo sacrificio, tiene que perdonarle su ingratitud.
Tan pronto como cambian los tiempos y las circunstancias, Winckelmann, fiel a su condición, se hace amigo de todo lo digno que se le acerca. Y si muchas de esas imágenes se le borran pronto y fácilmente, su buena disposición conquista para él el corazón de lo excelente y tiene la suerte de entablar las más estrechas relaciones con los mejores de su época y su círculo.
Belleza
Pero si esa profunda necesidad de amistad se crea y se elabora ella misma su objeto, sólo le proporcionaría al hombre de mentalidad clásica un bienestar unilateral, moral; poco sería lo que al mundo exterior le ofreciese si no se revelase felizmente una igual y afín necesidad y un objeto que la satisficiese. Nos referimos a la exigencia de lo bello sensible y lo bello sensible mismo, ya que el último fruto de la naturaleza, siempre ascendente, es el hombre bello. Cierto es que sólo raras veces lo produce, porque a sus ideas se oponen muchos condicionantes, y aun a su omnipotencia le resulta imposible perdurar mucho tiempo en lo perfecto y dotar de perfección a lo bello engendrado. Pues, hablando con exactitud, puede decirse que sólo hay un momento en que sea bello el hombre bello.
Frente a ello entra en escena el arte, pues mientras el hombre está situado en la cúspide de la naturaleza, vuelve a verse de nuevo como una naturaleza integral, que ha de producir en sí misma algo supremo. A tal fin se eleva penetrando en todas las perfecciones y virtudes, apelando a la selección, armonía e importancia y remontándose finalmente hasta la producción de la obra de arte, que viene a ocupar un lugar brillante junto a sus demás actividades y obras. Una vez que ella ha sido producida y se enfrenta, en su realidad ideal, al mundo, surte un perdurable efecto: el supremo. Y es que, desarrollándose espiritualmente a partir de la totalidad de las fuerzas, absorbe en sí y eleva todo lo magnífico y digno de admiración y aprecio. Igualmente, dotando de espíritu a la figura humana, encumbra al hombre más allá de sí mismo, completa el círculo de su vida y acción y lo diviniza para el presente en que pasado y futuro se reúnen. De tales sentimientos quedaban poseídos quienes contemplaban el Júpiter olímpico, según lo que podemos inferir de las descripciones, noticias y testimonios de los antiguos[150]. El dios se había convertido en hombre, a fin de elevar al hombre a la altura de un dios. Se contemplaba la dignidad suprema y se recibía la inspiración de la suprema belleza. En este sentido bien puede dársele la razón a aquellos antiguos que, con plena convicción, decían que era una desgracia morir sin haber visto esta obra.
De esta belleza era capaz Winckelmann por su propia naturaleza, pues si por primera vez la había percibido en los escritos de los antiguos, le llegó a él personalmente de las obras de la escultura que es donde entramos en contacto con ella, para luego discernirla y apreciarla en las creaciones de la naturaleza viva.
Cuando esas dos necesidades de amistad y de belleza encuentran alimento al mismo tiempo en un objeto, parece como si la alegría y la gratitud del hombre se elevasen sobre todos los límites y todo cuanto él poseyese lo daría de buen grado, como débil testimonio de su adhesión y su respeto.
Así encontramos a Winckelmann a menudo en relación con bellos jóvenes y en ningún momento parece más animado y amable que en esos instantes pasajeros[151].
El catolicismo
Con tales ideas, necesidades y anhelos, Winckelmann se entregó durante mucho tiempo a finalidades ajenas. No encontró en su entorno la menor esperanza de ayuda y asistencia.
El conde de Bünau[152], al que como particular le hubiera bastado destinar lo que gastaba en uno de sus curiosos libros a abrirle a Winckelmann el camino de Roma, y como ministro gozaba de bastante influjo como para sacar a aquel hombre excelente de todos sus apuros, no se avenía de buen grado a prescindir de él como servidor diligente o no tenía la menor noción del gran logro que supone abrir paso en el mundo a un hombre valioso. La Corte de Dresde, de la que en todo caso cabía esperar una protección suficiente, se declaró católica[153], y para lograr allí favor o merced no había otro camino que valerse de los confesores y demás miembros del clero.
El ejemplo del príncipe obra poderosamente en su entorno y obliga con secreta violencia, a todo ciudadano, a llevar a cabo acciones del mismo tipo en su vida privada, preferentemente en sus costumbres[154]. La religión del príncipe es siempre, en cierto sentido, la dominante, y la religión romana, como un remolino en continuo movimiento, arrastra hacia sí y su círculo las olas que, plácidas, pasaban ante ella.
Winckelmann también debía de sentir que para ser un romano en Roma, para compenetrarse íntimamente con aquella vida y gozar de la confianza en el trato, era menester agregarse a aquella comunidad, adoptar su fe, allanarse a sus costumbres. Y el éxito vino a demostrar que sin esta previa resolución no habría podido alcanzar plenamente su objeto. Esa resolución se le hizo sumamente fácil por el hecho de que para él, por haber nacido pagano, no había sido suficiente el bautismo protestante para cristianizarlo.
Sin embargo aquel cambio de estado no lo obtuvo sino con una fuerte lucha. Según nuestra convicción y según razones bastante ponderadas, podemos finalmente adoptar una resolución que armoniza en todo con nuestros deseos, voluntad y necesidades, y que hasta parece indispensable para la conservación y progreso de nuestra existencia, de suerte que lleguemos a estar de acuerdo con nosotros mismos. Pero puede que tal resolución esté en pugna con el modo general de pensar, con la convicción de muchos hombres, y entonces da principio a una nueva lucha, que, realmente, no provoca en nosotros ninguna incertidumbre, pero sí cierto malestar y un fastidio intranquilizador de manera que fuera, acá y allá, tropecemos con fracciones donde por dentro creemos encontrar un número entero.
Y así aparece también Winckelmann, en ese deliberado paso, inquieto, angustiado, dolorido y con una apasionada emoción cuando piensa en las consecuencias de esa decisión, en el efecto que le hará sobre todo a su primer mecenas, el conde. ¡Qué bellas, profundas y honradas son sus manifestaciones confidenciales sobre el particular!
Porque, ciertamente, todo aquel que cambia de religión viene a quedar marcado por una especie de mácula, de la que parece imposible limpiarse. Por donde se ve que los hombres aprecian por encima de todo la voluntad tenaz, y tanto más la estiman cuanto que todos ellos, divididos en partidos, tienen constantemente a la vista su propia seguridad y perduración. Aquí no hay que hablar de sentimientos ni de convicciones. Debemos perseverar allí donde nos puso más el destino que la elección. Adherirse y permanecer junto a un pueblo, a una ciudad, a un príncipe, a un amigo, a una mujer, referirlo todo a eso, hacerlo todo por ello, renunciar a todo y soportarlo todo, he ahí lo que se estima, por el contrario la deserción es odiosa y la vacilación ridicula.
Pero si esta cara de la cuestión es áspera y sumamente seria, aún es posible contemplar ésta desde otra aspecto, por donde puede resultar más alegre y liviana. Ciertos estados del hombre que en modo alguno aprobamos, ciertas manchas morales en terceros, tienen para nuestra fantasía un encanto especial. Si se nos permite un símil, diremos que ocurre con eso lo que con la caza, que para un paladar fino resulta más sabrosa cuando ya presenta leves indicios de putrefacción que si es asada cuando está todavía fresca. Una mujer divorciada, un renegado nos provocan una impresión particularmente seductora. Personas que quizá en otro caso no habrían pasado de parecemos notables y simpáticas, se nos antojan maravillosas, y no hay que negar que la conversión de Winckelmann realza notablemente ante nuestra fantasía lo romántico de su vida y su persona.
Pero para el propio Winckelmann no tuvo la religión católica nada de atrayente. Sólo vio en ella el disfraz que había de ponerse y se expresa acerca de ella en términos bastante duros. Más tarde parece que no se atuvo lo suficiente a lo que en ella es común, y hasta se hizo sospechoso por su modo libre de hablar a los ojos de los creyentes fervorosos. Por lo menos de vez en cuando, es visible en sus escritos un ligero temor a la Inquisición.
El encuentro con el arte griego
Es difícil, por no imposible, la transición de lo literario de lo que trata con la palabra y el lenguaje, de la poesía y la retórica, a las artes plásticas. Esto ocurre incluso con lo más elevado, pues, entre ambos hay un abismo inmenso, que sólo puede salvarse mediante una naturaleza especial. Hoy contamos con documentos suficientes para juzgar hasta qué punto logra esto Winckelmann.
Lo que le orientó primero hacia los tesoros artísticos fue la alegría del goce; pero para el aprovechamiento, para el juicio de los mismos, necesitaba todavía de los artistas como intermediarios, cuyas opiniones más o menos válidas él sabía comprender, redactar y exponer y con las que compuso esa obra que aún se edita en Dresde, Sobre la imitación de las obras griegas en pintura y escultura[155], con dos apéndices.
Por más bien encauzado por el verdadero camino que aparezca aquí Winckelmann, por más valiosos pasos que contengan esos escritos suyos y por más exactamente indicada que resulte en ellos la finalidad última del arte, son, sin embargo, tanto en su materia como en su forma, tan barrocos y peregrinos, que en vano pretendería uno sacarles algún sentido, de no estar previamente enterado más a fondo de la personalidad de los entendidos y críticos de arte, reunidos por aquel tiempo en Sajonia; de sus aptitudes, opiniones, tendencias y caprichos. Por lo tanto esos escritos habrían quedado como un libro cerrado para la posteridad si unos instruidos aficionados al arte, que tuvieron más presentes aquellos tiempos, no se hubieran decidido a hacer o a provocar que alguien hiciera una descripción de las circunstancias de entonces hasta donde es todavía posible.
Lippert[156], Hagedorn[157], Oeser[158], Dietrich[159], Heinecken[160] y Oesterreich[161] amaban, impulsaban y fomentaban el arte. Eso sí, cada uno de ellos a su modo. Sus fines eran limitados, sus máximas unilaterales y hasta con frecuencia extravagantes. Intercalaban historias, anécdotas, cuya profusión no sólo estaba llamado a entretener a la buena sociedad, sino también a instruirla. De tales elementos surgieron aquellos escritos de Winckelmann, de cuya deficiencia no tardó él mismo en darse cuenta, según les confiaba a los amigos.
Pero a pesar de todo finalmente, si no lo bastante preparado, sí ejercitado en cierto modo, atinó con su camino y arribó a ese país donde para todo espíritu receptivo comienza la verdadera época formativa, que por todo su ser se difunde y tales efectos produce, que han de ser tan reales como armónicos, porque en lo sucesivo habrá de acreditarse poderosamente como un firme lazo entre los hombres más diversos.
Roma
Winckelmann ya estaba en Roma[162], y ¿quién más digno de sentir los efectos que esa gran circunstancia puede obrar sobre una naturaleza receptiva? Ve colmados sus anhelos, cimentada su dicha y más que satisfechas sus esperanzas. En torno a él se materializan sus ideas. Él vaga asombrado por las ruinas de una época de colosos. Lo más magnífico que ha producido el arte se le muestra al aire libre. Perplejo, como si mirara a los astros del firmamento, levanta sus ojos a tales obras prodigiosas y cada tesoro cerrado se le abre y tiene reservado un pequeño don para él. El recién llegado merodea por aquí y por allá, inadvertido como un peregrino; llega de cerca a lo más magnífico y sagrado, vestido con una indumentaria opaca; no deja que en él penetre nada aislado; el conjunto obra en él como una diversidad infinita, pero ya siente la armonía que ha de surgir para él de esos múltiples elementos, muchas veces al parecer antagónicos. Lo contempla y lo considera todo, y para que su ventura sea más completa, es considerado un artista al que al fin se puede admirar con gusto.
En vez de prolijas consideraciones, comunicaremos al lector el poderoso influjo que esa circunstancia ejerce según un amigo[163] nos la describe ingeniosamente:
Roma es el lugar donde, en nuestra opinión se aúna concentrada toda la Antigüedad, y cuanto en los poetas antiguos y en las antiguas constituciones políticas sentimos, creemos en Roma, más que sentirlo, verlo. Así como no cabe comparar a Homero con los demás poetas, así tampoco cabe comparar a Roma con ninguna otra ciudad, ni a los alrededores romanos con ninguna otra región. Desde luego que esta impresión es más nuestra que producida por el objeto; pero no se trata simplemente de la idea sentimental de que estamos donde estuvo este o aquel gran hombre, sino la potente atracción de un pasado que, aun suponiendo que sea por efecto de un espejismo fatal, se nos aparece como más noble y sublime; un impulso al que, ni aunque se quisiera, podría resistirse, porque el abandono en que sus actuales habitantes dejan al país y la increíble cantidad de ruinas atraen ya de por sí a los ojos. Y como ese pasado se le parece al sentido íntimo tan grandioso queda excluida toda envidia. De este pasado nos sentimos enormemente dichosos de participar, aunque sólo sea con la fantasía. Y es que no es concebible otro tipo de participación. Y luego al mismo tiempo, el encanto de las formas, la grandeza de las figuras, la nitidez de los contornos en el claro ambiente, la belleza de los colores y la riqueza de la vegetación que, sin embargo, no llega a ser exuberante, como en tierras más meridionales, dotan al sentido externo de una claridad diáfana. El goce artístico de los colores, el goce de la naturaleza es aquí por todo ello, más puro, de un deleite artístico, alejado de toda necesidad. En cualquier lugar, por lo demás, surgen ideas de contraste, y éste resulta elegiaco y satírico. Pero, a decir verdad, esto es también así sólo para nosotros. A Horacio le parecía Tibur más moderno que a nosotros Tívoli. Así lo demuestra su “Beatus ille qui procul negotiis”[164]. Como también sería pura ilusión que deseáramos ser habitantes de Atenas o Roma. La Antigüedad se nos debe mostrar sólo de lejos, separada de toda comunidad, sólo como pasado. Ocurre con eso lo que ocurre con las ruinas o por lo menos lo que a nos ocurre a mí y a un amigo mío[165]. Siempre sentimos enojo cuando excavan alguna medio sepultada, pues eso puede, a lo sumo, rendir algún provecho a la erudición, pero a costa de la fantasía. Sólo existen dos cosas igualmente horribles para mí: el que edifiquen en la Campagna di Roma y el que se empeñen en hacer de Roma una ciudad vigilada por la policía, en la que ningún hombre lleve puñal. Como nos toque en suerte un papa tan rigorista —ojalá nos libren de él los setenta y dos cardenales— me voy de aquí. Sólo reinando en Roma tan divina anarquía, y en torno a Roma una desolación tan celestial, queda lugar para esas sombras de las que una sola vale por toda la humanidad.
Mengs[166]
Pero Winckelmann habría merodeado largo tiempo por los amplios círculos de las vestigios clásicos persiguiendo los objetos más valiosos y dignos de consideración, de no haber tenido en seguida la suerte de tropezar con Mengs. Éste, cuyo gran talento se orientaba a las obras de arte antiguas y sobre todo bellas [figura 14.1], puso a su amigo inmediatamente en contacto con lo más excelente que puede merecer nuestra atención.
Allí aprendió éste a apreciar la belleza de las formas y el modo de tratarlas y sintió en seguida el impulso de emprender una obra: Del gusto de los artistas griegos [167].

FIGURA 14.1. Antón Raphael Mengs, Apolo en el Parnaso, Ermitage, San Petersburgo.
Como no es posible poner largo tiempo la atención en obras de arte sin descubrir que no sólo proceden de diversos artistas, sino que también de diversas épocas, y que se deben plantear al mismo tiempo observaciones generales del lugar, época y mérito individual, ocurrió que también Winckelmann hubo de intuir, con su exacto sentido, que en eso estribaba el eje de todo el conocimiento artístico. Él se atuvo en un principio a lo más noble, y pensaba exponerlo en un ensayo: Del estilo de la escultura en la época de Fidias[168]. Sin embargo no tardó en remontarse de las individualidades a la idea de una historia del arte, y descubrió así, como un nuevo Colón, un país ya hacía mucho tiempo presentido, el cual había sido descrito y del que se había hablado, y aun podríamos decir que era ya de entonces conocido y vuelto a perder.
Es triste siempre pensar cómo primero, a través de los romanos, y luego por la penetración de los pueblos nórdicos y la confusión de ella derivada, el género humano vino a encontrarse en una situación tal que toda verdadera y pura cultura hubo de quedar cohibida en sus progresos por largo tiempo y hasta casi imposibilitada para todo tiempo futuro.
Se puede observar cualquier arte o ciencia que se desee, y se verá que, ya en sentido recto y exacto, habían quedado al descubierto para el observador antiguo muchas cosas. Éstas, debido a la subsiguiente barbarie y al bárbaro modo de defenderse de esa barbarie, quedaron convertidas en un misterio y para el vulgo seguirán siéndolo por mucho tiempo, ya que de la cultura refinada de la era moderna sólo puede surtir lentamente una acción general.
No se trata aquí de lo técnico de lo que, afortunadamente, se sirve el género humano, sin preguntarse de dónde viene ni adonde va.
Nos han dado pie para estas consideraciones algunos pasajes de autores antiguos en que ya se apuntan barruntos y hasta indicaciones de una posible y necesaria historia del arte.
Veleyo Patérculo observa con gran interés el análogo ascenso y caída de todas las artes[169]. A él, como hombre de mundo, le preocupaba especialmente la cuestión de que sólo por breve tiempo aciertan a mantener las artes la cota más alta que pueden alcanzar. Desde su punto de vista, no le fue dado considerar todo el arte como un ser vivo (zoon), que por fuerza debe representar un imperceptible origen, un desarrollo lento, un instante brillante de plenitud y un gradual descenso, como todo ser orgánico, pero en varios individuos. Sólo existen por ello causas morales que, por supuesto, no pueden ser pasadas por alto, pues tuvieron su repercusión, pero que no satisfacían su gran perspicacia, pues siente claramente que aquí está en juego una necesidad que no puede consistir en elementos libres.
Todo aquel que rastrea los testimonios de los tiempos hallará que todo lo que ocurre con los oradores, también ocurre con los gramáticos, pintores y escultores; la excelencia del arte siempre queda encerrada en el período temporal más breve. Ahora bien ¿por qué muchos hombres afines, capaces, se reúnen en cierto ciclo de años y se aplican al mismo arte y a su progreso? Esto me lo he preguntado siempre, sin atinar con razones que pudiera estimar verdaderas. Entre las probables considero principales las siguientes. La emulación nutre los talentos: ya la envidia, ya la admiración, mueven a la imitación, y rápidamente se eleva lo fomentado con tan gran admiración a su más alto grado. Luego permanece con dificultad en lo perfecto, y lo que no puede avanzar retrocede. Y así nosotros, al principio, tratamos de seguir a nuestros predecesores; pero luego, cuando desesperamos de superarlos o alcanzarlos, la aplicación flaquea al igual que la esperanza, no se persigue ya lo que no puede alcanzarse y se deja de luchar por la posesión de lo que otros ya lograron, se vuelve la vista hacia algo nuevo, y así dejamos en paz aquello dentro de lo cual no podemos brillar y buscamos otra finalidad a nuestro esfuerzo. De esta inestabilidad se deriva a mi juicio, el mayor obstáculo para producir obras perfectas.
También merece señalarse un pasaje de Quintiliano[170] como recuerdo de importancia al respecto que encierra un compendiado esbozo de historia del arte clásico.
Quintiliano pudo advertir, merced a su trato con los aficionados romanos al arte, una notable semejanza entre el carácter de los artistas plásticos griegos y el de los oradores romanos. Y por eso pudo informarse más a fondo por los entendidos y amigos del arte, de tal forma que, en su exposición simbólica, se ve obligado a trazar una historia del arte sin haberlo pretendido, ya que siempre el carácter del arte coincide con el de la época.
Dicen que los primeros pintores célebres cuyas obras se visitan, no sólo por su antigüedad, son Polignoto y Aglaofón. Su sencillo colorido encuentra aún amantes fervorosos que prefieren los toscos trabajos y rudimentos de un arte en formación a los más grandes maestros de la época, guiados, a mi juicio, de su sentido personal.
Luego Zeuxis y Parrasio, que vivieron en tiempos no muy distantes, aproximadamente en la época de la guerra del Peloponeso, dieron gran impulso al arte. El primero pasa por haber descubierto las leyes de la luz y la sombra, y el otro, por haberse consagrado a una exacta indagación de las líneas. Zeuxis además, dio más enjundia a los miembros y los hizo más plenos y decorosos. En lo cual siguió, según se cree, a Homero, que se placía en dotar de la forma más poderosa incluso a Jas mujeres. Pero Parrasio lo determinó todo de tal manera que le apellidan el Legislador, porque los modelos de dioses y héroes que nos legó han tenido forzosamente que seguirlos y dejarlos intactos los demás.
Así floreció la pintura desde los tiempos de Filipo hasta los sucesores de Alejandro, pero con diversidad de talentos. Pues no hubo nadie que superase a Protógenes en minuciosidad, a Pánfilo y Melantio en ponderación, a Antifilio en levedad, a Teón el de Samos en invención de raras concepciones, y en lo que se llaman fantasías, y finalmente, en espiritualidad y gracia a Apeles. A Eufranor se le admira porque, en relación con las exigencias artísticas en general, se le debe contar entre los mejores, y al mismo tiempo fue excelente en las artes de la pintura y de la escultura.
Se observa una diferencia también en la escultura. Pues Kalón y Hegesias trabajaron con más vigor y de modo parecido al de los toscanos, mientras Calamis lo hacía con menos energía y aún con menos Mirón.
En esfuerzo y delicadeza no hay quien supere a Policleto. Muchos le conceden la palma; pero para rebajarle un tanto piensan que le falta ponderación. Pues al hacer la forma humana más ornamental de lo que en la naturaleza se muestra, parece no colmar plenamente la dignidad de los dioses y hasta eludir la edad más grave y no atreverse a salir de las mejillas tersas.
Pero lo que a Policleto le escamotean, se lo reconocen a Fidias y Alcámenes. Fidias pasa por haber representado a dioses en la forma más perfecta y haber superado, sobre todo en el marfil, a sus émulos. Esto lo juzgaba cualquiera, aunque sólo hubiese hecho la Minerva de Atenas o el Júpiter olímpico de Elis[171], cuya belleza, según dicen, contribuyó a fomentar la religión vigente, pues la majestad de la obra se equiparaba al dios.
Lisipo y Praxíteles, según la opinión general, fueron los que más se aproximaron a la verdad; pero a Demetrio le critican por haberse excedido en ese terreno y haber preferido el parecido a la belleza.
Carrera literaria
El hombre no suele ser lo bastante afortunado como para encontrar suficientes recursos para obtener su formación superior de manos de mecenas totalmente desinteresados. Incluso quien cree desear lo óptimo sólo puede fomentar aquello que ama y conoce, o más bien aquello que le aprovecha. Y así tuvo también la cultura literario-bibliográfica el mérito de haberle servido de recomendación a Winckelmann, primero ante el conde de Bünau, y después ante el cardenal Passionei[172].
Un conocedor de libros es bien acogido en todas partes, y todavía lo era más aquel en que la afición a coleccionar libros curiosos era más viva y el negocio bibliotecario estaba aún más limitado en sí mismo. Una gran biblioteca alemana tenía un aspecto similar a otra gran biblioteca romana. Podían competir entre sí por la posesión de los libros. El bibliotecario de un conde alemán era para un cardenal un deseable huésped y éste podía encontrarse allí como en su casa. Las bibliotecas eran verdaderas cámaras del tesoro, en vez de lo que son ahora, que debido a los rápidos progresos científicos y el hacinamiento, con finalidad o sin ella, de impresos, se las considera útiles cámaras de repuestos y al par como cuartos trasteros inútiles, de suerte que un bibliotecario alemán debe poseer conocimientos que para el extranjero serían letra muerta.
Pero sólo por breve tiempo, mientras le fue preciso para procurarse una parca subsistencia, Winckelmann se mantuvo fiel a su inicial ocupación literaria. Poco después también perdió el interés por lo referente a investigaciones críticas y dejó de estar dispuesto a cotejar manuscritos o entrar en diálogo con los eruditos alemanes que le consultaban sobre múltiples asuntos.
Pero ya antes le habían servido sus conocimientos de recomendación provechosa. La vida privada de los italianos, en general, y la de los romanos, en particular, tiene por muchas razones algo de misterioso. Ese misterio, ese retraimiento, podemos extenderlo, si queremos también al dominio de la literatura. Más de un erudito consagraba en silencio su vida a una labor principal, sin querer o sin poder darla nunca a la luz. También se encontraban allí, más que en parte alguna, hombres que, poseyendo múltiples conocimientos y puntos de vista, no había quien los decidiera a comunicarlos manuscritos o impresos. El acceso a tales individuos se le allanó muy pronto a Winckelmann. De éstos él menciona con preferencia a Giacomelli[173] y Baldani[174], y hace constar con satisfacción el incremento progresivo de sus conocidos y su creciente influjo.
El cardenal Albani [175]
Contribuyó sobre todo a sus progresos la suerte de ser huésped del cardenal Albani. Éste era un resuelto aficionado al arte desde su juventud y, con su gran patrimonio y su considerable poder, había estado en las mejores condiciones para satisfacer su afición y gozar como coleccionista afortunado hasta extremos maravillosos. En sus últimos años hubo de encontrar su mayor placer en la ocupación de instalar dignamente sus colecciones y rivalizar así con aquellas familias romanas que primero se dieron cuenta del valor de aquellos tesoros, y también cifraba tanto su gusto como su recreo en atestar el espacio destinado a ese fin, tal y como hacían los antiguos. Se apretujaban edificio contra edificio, sala contra sala, vestíbulo contra vestíbulo. No faltaban ni en el patio ni en el jardín fuentes y obeliscos, cariátides y bajorrelieves, estatuas y vasijas, pues los cuartos grandes y chicos, galerías y gabinetes estaban abarrotados de los más notables monumentos de todas las épocas.
Hemos insinuado de pasada que igual hacían los antiguos con sus recintos. Así hacinaban los romanos su Capitolio hasta el punto de que cuesta trabajo creer que en él hubiese sitio para todo. Así estaban de sobrecargados la Vía sacra, el Foro y el Palatino de edificios y monumentos. Por ello apenas la fantasía encuentra lugar en esos espacios para colocar aún una masa humana si no viniese en su ayuda la realidad de las ciudades excavadas y no se pudiese ver con los propios ojos lo estrechos, lo pequeños que son en su disposición sus edificios, como si sólo fuesen modelos de edificio. Esa observación se le puede hacer incluso a la villa de Adriano, en cuyo solar había espacio y capacidad suficiente para lo grandioso.
En ese estado de gran plenitud dejó Winckelmann la villa de su señor y amigo, el lugar de su más plena y satisfactoria formación. Y así permaneció la villa aún mucho tiempo después de la muerte del cardenal para deleite y admiración del mundo, hasta que en la época que todo lo conmovió y dispersó se vio despojado del conjunto de sus ornamentos[176]. Sacaron las estatuas de sus hornacinas y emplazamientos, arrancaron los bajorrelieves de sus muros y embalaron para su transporte todo aquel inmenso tesoro. Pero en virtud del más raro cambio de cosas, aquellos tesoros no pasaron del Tíber. En poco tiempo le fue devuelta a su dueño la mayor parte de ellos salvo algunas pequeñas joyas. Hoy se encuentran otra vez en sus antiguos lugares. Winckelmann podría haber vivido el primer triste destino de aquel Elíseo artístico y su reparación por un caprichoso cambio. Pero, en buena hora para él, ya no vivía para el dolor terreno ni para ese goce que no siempre logra resarcirnos de aquél.
Venturas
Pero también halló mucha ventura externa en su camino. No sólo la de que en Roma se realizaban activa y felizmente excavaciones de antigüedades, sino también la de los descubrimientos de Herculano y Pompeya[177], en parte nuevos y en parte ignorados por la envidia, el secreto y la indolencia. De esta manera logró una cosecha que proporcionó ocupación suficiente a su espíritu y a su actividad.
Da pena cuando tenemos que mirar lo existente como si fuera algo consumado y cancelado. Las armerías, las galerías y los museos a los que no hay ya nada que añadir, tienen algo de sepulcral, de fantasmal: su sentido se encierra en una esfera artística muy limitada, se acostumbra uno a ver dichas colecciones como un todo, en vez de que constantes adiciones nuevas nos hagan recordar que, así en el arte como en la vida, no hay nada que se entumezca cerrado, sino un infinito movimiento.
Winckelmann se encontraba en una situación tan afortunada. La tierra le daba sus tesoros y merced al siempre activo contacto con lo artístico, salían a la luz muchas antiguas posesiones, desfilaban por delante de sus ojos, animaban su afición, movían su juicio y acrecentaban sus conocimientos.
No le fue de escaso provecho su relación con el heredero de los grandes patrimonios de Stosch[178]. Fue a raíz de muerto el coleccionista cuando pudo conocer ese microcosmos de arte y campeó por él, según su criterio y convicción. Es cierto que no se procedió con la misma circunspección con todas las partes de esa colección apreciabilísima, ya que su conjunto habría merecido un catálogo para provecho y alegría de muchos aficionados y coleccionistas futuros. Algunas cosas se desaprovecharon, pero para dar a conocer y facilitar la venta de la excelente colección de piedras preciosas, Winckelmann afrontó de acuerdo con Stosch, el heredero, la preparación de un catálogo. De este asunto —y su, aunque precipitado, siempre sutil manejo— nos queda el testimonio notable de su correspondencia.
En este cuerpo artístico en desintegración, igual que en la colección, Albani siempre en mayor incremento y alcance, se mostró ocupado nuestro amigo, y todo cuanto para ser desperdigado o reunido pasó por sus manos engrosó el tesoro que en su espíritu empezara a juntar.
Obras emprendidas
Ya al acercarse Winckelmann por primera vez más íntimamente al arte y los artistas y presentarse en este ámbito como un novato, era como literato un hombre ya hecho. Había echado una ojeada a la antigüedad lo mismo que a las ciencias, en más de un sentido. Sentía y conocía la antigüedad, así como también lo digno del presente, la vida y el carácter aun en sus estados más profundos. Se había forjado un estilo.
En la nueva escuela en que ingresaba acataba a sus maestros, no sólo como discípulo ávido de instruirse, sino también una vez instruido, asimilaba fácilmente sus conocimientos concretos y empezaba al mismo tiempo a aprovecharse y servirse de todo.
En tan alto escenario como el de Dresde, con el sentido superior que se le había revelado, siguió siendo el mismo. Lo que tomara de Mengs, lo que le sugiriera el ambiente no se lo guardó mucho tiempo para él solo, no dejó que el mosto fresco fermentase y se posase, sino que, confirmado aquello de que enseñando se aprende, enseñó él en bocetos y escritos. Cuántos títulos nos dejó, cuántos temas dejó indicados. Todos ellos debían haber sido seguidos de un libro. Toda su carrera de estudioso de la antigüedad respondió pues a estos comienzos. Siempre le hallamos en actividad, atento al momento, aprehendiéndolo y reteniéndolo de tal manera que el momento pareciera ser completo y satisfactorio, e, igualmente, volvía a dejarse instruir por el momento siguiente. Este criterio sirve para apreciar sus obras.
Que éstas, según quedaron, se fijasen primero sobre el papel, como manuscritos, y luego pasasen a las prensas para la posteridad, dependió de pequeñas circunstancias infinitamente diversas. Sólo un mes más y habríamos tenido otra obra, rica de fondo, precisa de forma, acaso algo totalmente distinto. Y precisamente por ello deploramos su muerte prematura, porque él habría modificado continuamente sus escritos y reflejado en ellos su ulterior y novísima vida.
Y así, todo cuanto nos ha legado es como algo vivo escrito para vivos, no para muertos en las letras. Sus obras, unidas a sus cartas, son una representación de vida, son una vida misma. Asemejan, al igual que la vida de la mayoría de los hombres, sólo un prolegómeno, no una obra, dan motivo a esperanzas, deseos presunciones; quien pretende criticarlas, no tarda en darse cuenta de que él mismo, al poseer acaso un grado superior de conocimiento, podría exponerse a la misma censura, pues la limitación es nuestro sino allá donde vayamos.
Filosofía
Con el progreso de la cultura no se benefician con igual incremento todas las partes del obrar y actuar humanos en que se manifiesta la cultura. Al contrario, según el estado favorable de las personas y las circunstancias, unas prosperan más aprisa que otras y deben despertar un interés más general. De ahí que se dé cierto celoso descontento en los miembros de esa gran familia. Éste es de ramificaciones tan múltiples que, con frecuencia, cuanto menos contacto tienen, tanto más afines son.
Es cierto que la mayoría de las veces se trata de una vana lamentación la que profieren quienes se aplican en esta o aquella arte o ciencia cuando se quejan de que sus coetáneos no prestan la atención debida a su profesión, pues basta que uno se acredite como un animoso maestro para que atraiga la atención general. Si Rafael pudiese surgir hoy nuevamente, seguro que de buen grado le tributaríamos gran abundancia de honor y riqueza. Un buen maestro despierta la existencia de buenos discípulos, y su actividad se ramifica hasta lo infinito.
No obstante, en todo tiempo se han atraído los filósofos la inquina, no sólo de sus afines en ciencia, sino también de los hombres mundanos y de la vida, y puede que más por su posición que por su propia culpa. Pues como la filosofía, debido a su propia naturaleza, encara lo más general y lo más alto, necesariamente ha de mirar y tratar las cosas del mundo como por ella comprendidas y a ella subordinadas.
Aunque tampoco se le niegan expresamente esas desmedidas pretensiones, sino que lejos de eso cada cual se cree con derecho a participar en sus descubrimientos, utilizar sus máximas y valerse de cuanto acierte a lograr. Pero como ella, para ser general, tiene que servirse de palabras propias de combinaciones extrañas y raros preámbulos que no coinciden precisamente con los particulares estados de los ciudadanos del mundo y sus necesidades del momento, por fuerza ha de atraerse el desdén de quienes no pueden atinar con la clave que les permitiría comprenderla.
Pero si, por el contrario, quisiéramos culpar a los filósofos de no saber ellos mismos atinar seguramente con la transición hacia la vida, y de cometer los mayores errores donde pretenden convertir su convicción en acto y obra, menguando con ello su crédito ante el mundo, no faltarán ejemplos variados.
Winckelmann se quejaba amargamente de los filósofos de su tiempo y de su extendido influjo[179]; pero yo pienso que no hay influjo que no pueda eludirse recluyéndose en su propio sector. Es raro que Winckelmann no pasara por la Academia de Leipzig donde, bajo la enseñanza de Christ[180] y sin preocuparse de ningún filósofo del mundo, habría podido instruirse más cómodamente en su estudio principal.
Pero ya que ante nosotros gravitan los acontecimientos de la era moderna, vendrá aquí muy a cuento una observación que podemos hacer en nuestro caminar por la vida: la de que ningún hombre culto puede impunemente apartar de sí, combatirlo o desdeñar ese gran movimiento filosófico iniciado por Kant[181] con excepción quizá de los arqueólogos que, por lo particular de sus estudios, parecen gozar de más privilegios que los demás mortales.
Porque en la medida en que se ocupan únicamente de lo mejor que el mundo ha producido y sólo consideran lo insignificante y lo de menos calidad en relación con lo excelente, sus conocimientos alcanzan tal plenitud, sus juicios tal seguridad y su gusto tal consistencia, que dentro de su propia esfera parecen formados para mover a admiración y aun a la sorpresa.
También Winckelmann logró esa dicha a la que contribuyeron la escultura y la vida con una vigorosa acción.
Poesía
Por más que también consagrara Winckelmann atención en su lectura de los clásicos a los poetas, no descubrimos, sin embargo, en un exacto examen de sus estudios y su vida, ninguna inclinación particular a la poesía, y hasta cabría decir más bien que es aversión a ella lo que acá y allá deja traslucir, pues su predilección por los cantos antiguos y corrientes de la Iglesia luterana y el hecho de que aun en Roma poseyese uno de esos antifonarios auténticos da testimonio de un buen alemán tradicional, pero no precisamente amante de la poesía.
Los poetas clásicos parecen haberle interesado, primero a título de documentos de las lenguas y literaturas clásicas, y después como testimonio para la escultura. Por lo cual es tanto más prodigioso y grato verle salir a escena como poeta a él mismo, y en verdad como capaz poeta, indiscutible cuando en sus últimos escritos describe estatuas. Él mira con los ojos, capta con el sentido obras inefables, y, sin embargo, siente el irrefrenable impulso de abarcarlas con palabras y letras. Lo magnífico perfecto, la idea de donde brotó aquella figura, el sentimiento que su contemplación despertó en él, deben comunicársele al oyente, al lector, y al exhibir ahora toda la gama de sus aptitudes se ve obligado a atacar por su lado más vigoroso y digno lo que tiene delante. Debe ser poeta, aunque no piense en ello, quiéralo o no.
Criterio logrado
Por mucho que en general Winckelmann estimase el prestigio ante el mundo; por mucho que ambicionase una fama literaria, y por más que dotase de calidades a sus obras y las realzara mediante cierta solemnidad de estilo, no era en modo alguno ciego para sus defectos, que al contrario, en seguida advertía, según tenía que ocurrir forzosamente, habida cuenta de su naturaleza siempre progresiva y siempre comprendiendo y elaborando nuevos temas. Ahora bien: cuanto más dogmática y didácticamente se ponía a trabajar en alguna obra y exponía y sentaba esta o aquella explicación de un monumento, esta o aquella interpretación y empleo de un pasaje escrito, tanto más vivamente saltaba a sus ojos el error; y en cuanto, merced a nuevos datos, adquiría la convicción de ello, con tanta más rapidez se sentía inclinado a rectificar, en una u otra forma.
Si aún tenía en su poder el manuscrito, lo rehacía; si ya lo había enviado a la imprenta, lo apostillaba con correcciones y adiciones, y de todos sus escritos de arrepentimiento no hacía ningún misterio con sus amigos, pues la verdad, exactitud, probidad y honradez eran la base de todo su ser.
Obras tardías
Una idea feliz para él, aunque no la vio clara de una vez, sino en el curso de su actividad, fue la de emprender sus Monumenti inediti[182].
Salta a la vista que lo que primero le atrajo fue ese gusto suyo por dar a conocer nuevos objetos, ilustrarlos de un modo afortunado y dilatar así en tan gran medida el conocimiento de la antigüedad; pero luego se agregó a eso el interés de poner a prueba el método ya por él introducido en la historia del arte, aplicándolo a objetos que ponía ante los ojos del lector, pues así finalmente, se desarrollaba el feliz propósito declarado en el ensayo, lanzado por delante, de corregir, depurar, y en parte, suprimir tácitamente la obra sobre historia del arte, que ya quedaba a sus espaldas.
Consciente de anteriores yerros, que el no romano apenas podía rectificarle, escribió una obra en italiano, que también estaba llamada a tener validez en Roma. Y no sólo trabajó con ella con la máxima atención, sino que se buscó también amigos entendidos, con los cuales revisó exactamente su trabajo. Para ello se sirvió con suma habilidad de sus criterios y juicios, con lo que escribió una obra que podrá pasar como legado a todas las edades. Y no sólo escribe, sino que costea, acomete y produce como un pobre editor aquello que habría sido un honor para un editor de sólida base, para los académicos.
El Papa[183]
¿Podríamos hablar tanto de Roma sin mencionar al papa que a Winckelmann, por lo menos de modo indirecto le hizo tanto bien?
La estancia de Winckelmann en Roma se sitúa en su mayor parte bajo el papado de Benedicto XIV. Este Lambertini, además de ser hombre jovial y acomodaticio, más bien dejaba gobernar que gobernaba. Así, los distintos cargos que Winckelmann desempeñó los debió más al favor de su importante protector[184] que al conocimiento de sus méritos por parte del Pontífice.
Nos lo encontramos, sin embargo, una vez en una situación importante en presencia del cabeza de la Iglesia[185]; le fue concedida la especial distinción de leerle al papa unos pasajes de sus Monumenti inediti, y obtuvo también por esa parte el honor supremo que a un escritor cabe hacerle.
Carácter
Si en muchísimos hombres, sobre todo en los eruditos, parece lo más importante aquello que producen, y el carácter apenas si en ello se revela, en Winckelmann se da el caso contrario, o sea que en todo aquello que produce es especialmente notorio y valioso porque su carácter se manifestó en ello. Ya dijimos al principio bajo los epígrafes de “Lo antiguo” y “Pagano”, algo general sobre el sentido de la belleza y la amistad, ahora que nos acercamos al final, llega el momento de tratar lo más particular que cabe decir sobre ese tema.
Winckelmann por naturaleza se expresaba con honradez ante sí mismo y ante los demás; su innato amor a la verdad se desplegaba cada vez más según se iba sintiendo más independiente y dueño de sí, de suerte que en última instancia esa cortés benevolencia para los yerros, que tanto abunda en la vida y la literatura, le llegó a parecer un crimen.
Un temperamento de esa índole podía recogerse holgadamente en sí mismo; pero también encontramos esa clásica propiedad de que siempre anduviese ocupado consigo mismo, sin por ello verdaderamente observarse. Piensa únicamente en sí mismo, pero no acerca de sí mismo; se da cuenta de lo que se propone; se interesa por todo su ser, por todo el alcance de su ser, y abriga confianza de que también se interesaran por ello sus amigos. De ahí que encontremos en sus cartas mencionado todo, desde sus anhelos morales más sublimes hasta las más vulgares necesidades físicas, y hasta llega a decir que le place más hablar de menudencias personales que de temas importantes. De ahí que se mantenga en absoluto como un enigma para sí mismo y más de una vez se asombre de su propio fenómeno, sobre todo cuando considera lo que fue y lo que ha llegado a ser. Pero, en general, a todo hombre se le puede mirar como a una charada de muchas sílabas, de las que sólo deletrea unas cuantas en tanto que los demás descifran la palabra entera.
Tampoco hallamos en él principio explícito alguno; su certero sentimiento, su cultivado espíritu, le sirven tanto en lo moral como en lo estético, de hilo de Ariadna. Ante él gravita como una religión natural en la que, sin embargo, aparece Dios como el camino primordial de lo bello y apenas como un ente que guarde con el hombre otra relación que ésa. Winckelmann se conduce muy bellamente dentro de los límites del deber y la gratitud.
Su velar por sí mismo es comedido y no siempre el mismo en todos los tiempos. Trabaja con el mayor ardor a fin de asegurarse la subsistencia en su vejez. Sus medios son nobles; se muestra en la búsqueda de sus metas honrado, justo, incluso arrogante, y al mismo tiempo listo y tesonero. Jamás trabaja con arreglo a un plan, siempre lo hace a impulsos del instinto y con pasión. Su alegría es violenta ante cada hallazgo y, por tanto, inevitables sus errores, que, no obstante, en su vivo progresar, rectifica tan pronto como los advierte. Aquí también se mantiene esa disposición clásica, la seguridad del punto de que se parte y la inseguridad del fin que se quiere alcanzar, así como lo incompleto e imperfecto del tratamiento en cuanto se alcanza una amplitud considerable.
Sociedad
Si, poco preparado por su primer género de vida, no se encontró al principio muy en su elemento en sociedad, pronto un sentimiento de dignidad vino a suplir la falta de educación y hábito y no tardó en aprender a conducirse según pedían las circunstancias. El gusto al trato con personas distinguidas, ricas y célebres, el gozo de verse estimado de ellas, se trasluce en todos sus escritos, y en cuanto a llaneza en el trato, en ningún otro ambiente que el romano habría podido encontrarse mejor.
Él mismo hace notar que las personas notables de allá, sobre todo los eclesiásticos, pese a lo ceremoniosos que por fuerza parecen, conviven con toda holgura y llaneza con los que habitan en su casa. Sin embargo él no notaba que tras esa llaneza se oculta la relación oriental del señor con el criado. Todos los pueblos meridionales sentirían un tedio infinito si hubieran de mantenerse siempre con los suyos en una constante tensión mutua, según acostumbran a hacerlo los nórdicos. Los viajeros han observado que en Turquía los esclavos se conducen con su señor con mucha más “aisance”[186] que los cortesanos nórdicos con sus príncipes y entre nosotros los subordinados con sus jefes; sólo que, considerada más a fondo la cosa, tales muestras de aprecio a los subordinados van encaminadas a que se acuerden siempre de sus superiores y de cuánto a éstos les deben.
Pero el meridional desea tener sus horas de relajo, y eso redunda en bien de quienes le rodean. Winckelmann describe escenas de esa índole con gran fruición. Éstas le alivian de su restante dependencia y le dan una oportunidad a su sentido de la libertad qué mira con horror cuanto signifique cadena que a él también pudiera amenazarle.
Los extranjeros
Pero si el trato con los indígenas hacía tan feliz a Winckelmann, el trato con los extranjeros le resultaba doblemente penoso y engorroso. Es cierto que no hay nada más horrible que el extranjero corriente en Roma. En cualquier lugar el viajero puede buscar y aun encontrar algo adecuado para él; pero quien no se siente a gusto en Roma resulta un horror para el que verdaderamente se ha compenetrado con ella.
Se les critica a los ingleses que vayan a todas partes con su tetera y que trepen con ella hasta la cumbre del Etna; pero ¿no tiene toda nación su tetera, en la que hasta cuando viaja prepara con agua su paquete de hojas secas traído de casa?
Los extranjeros que juzgan así con arreglo a su estrecho criterio, que no miran alrededor de ellos, precipitados y orgullosos, son más de una vez blanco de los anatemas de Winckelmann. Éste jura no volver a hablarles y, sin embargo, acaba luego por volver a las andadas. Bromea sobre su afición a hacer de profesor, a sentar cátedra, a convencer, pues también con eso, en presencia de personas principales por su rango y sus méritos, se granjea mucho bien. Nombraremos aquí únicamente al príncipe de Dessau, a los príncipes herederos de Mecklemburgo Strelitz y Braunschweig y también al barón de Riedesel, que por su actitud mental ante el arte y la antigüedad, se mostró del todo digno de nuestro amigo.
El mundo
En Winckelmann encontramos un incansable afán de aprecio y consideración; pero desea lograrlos merced a algo real.
Hace por calar a fondo en lo real de los objetos, de los medios y el tratamiento, de ahí que tenga tanta aversión a las apariencias francesas.
Si en Roma tuvo ocasión de tratar a extranjeros de todas las naciones también supo conservar tales relaciones de un modo hábil y activo. Las distinciones de las academias y sociedades eruditas eran muy de su agrado y hasta hacía por obtenerlas[187].
Pero lo que más le estimulaba era ese documento de su mérito que en silencio y con gran asiduidad elaboraba; me refiero a su Historia del arte. Ésta fue inmediatamente traducida al francés, y en virtud de ello alcanzó su nombre gran difusión.
Fue probablemente en el primer momento cuando es apreciado mejor lo que una obra como ésa produce, su eficacia se siente, se percibe vivamente su novedad y los hombres se sorprenden del estímulo que de un solo golpe reciben. Por el contrario, una posteridad fría les hinca acá y allá el diente a las obras de sus maestros y profesores y les formula exigencias que ni siquiera se les habría ocurrido hacerles de no haber producido tanto aquellos a quienes ahora se les pide todavía más.
Y he ahí cómo Winckelmann llegó a ser conocido en las naciones cultas, en un momento en que Roma tenía tanta fe en él como para honrarle con el no insignificante cargo de director de antigüedades.
Inquietud
Pese a esa ventura reconocida y por él mismo frecuentemente celebrada, era siempre presa de torturadora inquietud, que, enraizada profundamente en su carácter, llegaba a manifestarse en múltiples formas.
Él se había bandeado solo, primero con trabajo, luego con ayuda de la Corte, de la generosidad de más de un mecenas, reduciendo siempre al mínimo sus necesidades, para no depender o depender menos. Al mismo tiempo se esforzaba bravamente por asegurarse su subsistencia por sus propios medios para el presente y el porvenir. Le hicieron concebir las más lisonjeras ilusiones de lograrlo la edición realizada de sus grabados en cobre[188].
Sólo que aquel estado de inseguridad le había acostumbrado a buscar su subsistencia tan pronto acá como allá, a cobijarse con escaso provecho en la mansión de un cardenal, en el Vaticano o en cualquier otra parte, para, en cuanto se le presentaba otra perspectiva, dejar alternativamente su puesto y buscar por otro lado y prestar oído a múltiples proposiciones.
Luego, todo el que vive en Roma se halla expuesto a que le acometa el ansia de viajar por todos los países del mundo. Se encuentra en el punto central del mundo antiguo y cerca y rodeado de las regiones más interesantes para el arqueólogo, como quien dice. La Magna Grecia y Sicilia, Dalmacia, el Peloponeso, Jonia y Egipto, todo se le brinda a la par al habitante de Huma, y en todo aquel que, como Winckelmann, haya nacido con el deseo de ver, despierta de vez en cuando una inefable nostalgia, acrecida aún más por tantos extranjeros que a su paso, ya de un modo razonable o sin objeto, hacen preparativos para recorrer aquellos países, o vuelven de ellos y no se cansan de narrar y ponderar las maravillas de la lejanía.
Así también nuestro Winckelmann anhela recorrerlo todo ya a expensas propias, ya en compañía de opulentos viajeros que saben apreciar más o menos el valor de un compañero de ruta culto y talentoso.
Para ese desasosiego y malestar íntimos había otra causa, que hace honor a su corazón, y es la nostalgia irresistible de los amigos ausentes. Parece haberse concentrado aquí la nostalgia de ese hombre que, de otra parte, tanto vivía del presente. Ve a esos amigos delante de sus ojos, conversa epistolarmente con ellos, suspira por abrazarlos y anhela reiterar aquellos días en que convivieron.
Este anhelo, orientado sobre todo hacia el Norte, le había reavivado nuevamente la paz. Quería presentarse ante el Gran Rey[189] que ya antes lo había dignificado reclamando sus servicios y lo había llenado de orgullo. Quería ver de nuevo al príncipe de Dessau, cuya elevada y serena condición le parecía como enviada por Dios a la tierra, rendir sus respetos al duque de Braunschweig, cuyas grandes cualidades sabía estimar cual merecían, elogiar personalmente al ministro Von Münchhausen, que tanto hiciera por las ciencias, admirar su inmortal creación en Gotinga, recrearse de nuevo con el trato vivaz y confiado de sus amigos suizos. Tales atractivos vibraban nuevamente en su corazón y en su fantasía, había tenido esas imaginaciones y había jugado con ellas durante mucho tiempo y finalmente, por desgracia, cedió a su impulso y fue a buscar su muerte.
Ya se había consagrado en cuerpo y alma al ambiente italiano y cualquier otro se le hacía insoportable, y si el paso anterior por ese Tirol montañero y rocoso hubo de interesarle y aun encantarle, él se sentía ahora, de regreso a su patria, como si cruzara una puerta cimérica[190], angustiado y presa de la imposibilidad de seguir adelante.
Marcha
De suerte que desapareció para el mundo, luego de haber alcanzado el grado supremo de dicha que hubiera podido desear. Le esperaba su patria, le tendían ya los brazos los amigos, todas esas muestras de amor que tanto necesitaba; todos esos testimonios de la pública estimación, que tanto valor tenían para él, aguardaban su aparición para colmarle. Y en este sentido debemos reputarle feliz, por haberse remontado desde la cumbre humana de la existencia hasta la mansión de los bienaventurados y haberle arrebatado de entre los vivientes un breve espanto y un dolor fugaz[191]. No tuvo que sentir los estragos de la vejez, la merma de las cualidades psíquicas, ni presenciar con sus propios ojos ese desperdigamiento de los tesoros del arte, que él predijera, aunque en otro sentido. Vivió como hombre y como hombre cabal dejó este mundo. Y ahora goza en la memoria de la posteridad el privilegio de aparecer como eternamente animoso y fuerte, pues en la misma forma con que el hombre abandona la tierra, ambula luego por entre las sombras y así Aquiles se conserva entre nosotros presente como un joven animoso. Que Winckelmann partiera temprano, también nos hace bien. Desde su tumba hace más intenso el soplo de su fuerza y despierta en nosotros el vivísimo impulso de continuar sin descanso, con fervor y amor, lo que él iniciara.