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SOBRE LAOCOONTE [88]

(1798)

UNA OBRA de arte auténtica, al igual que una obra de la naturaleza, es siempre infinita para nuestra mente. La contemplamos, la percibimos, tiene un efecto, pero no podemos comprenderla realmente y aun en mucha menor medida podemos expresar con palabras su esencia y su mérito. Lo que aquí se ha dicho sobre Laocoonte [figura 11.1] no pretende agotar este objeto; nuestras observaciones están más inspiradas con motivo de dicha excelente obra de arte que planteadas sobre la misma. Ojalá vuelva a exponerse de nuevo al público[89] para que todos los aficionados puedan disfrutar y hablar a su manera de ella.

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FIGURA 11.1. Agesandro y Atenodoro, Grupo escultórico de Laocoonte, Palazzo Belvedere, El Vaticano.

Cuando se quiere hablar de una gran obra de arte es casi necesario hablar de todo el arte, pues obras de este tipo contienen en sí el arte en su conjunto. Cualquiera puede, en la medida en que sus fuerzas se lo permiten, desarrollar un discurso acerca de lo general a partir de un caso particular. Por esta razón comenzaremos con algo general.

Todas las obras de arte bellas representan la naturaleza humana, las artes de diseño tienen una relación peculiar con el cuerpo del hombre; vamos a hablar aquí acerca de éstas. El arte tiene muchos niveles o peldaños, en cada uno de éstos pueden aparecer artistas prominentes; pero una obra de arte perfecta reúne todas las cualidades que normalmente sólo vemos dispersas[90].

Las obras de arte supremas nos muestran:

Naturalezas vivas altamente organizadas. Es exigible sobre todo un conocimiento del cuerpo humano, de sus partes, medidas, fines internos y externos y de sus formas y movimientos en general.

Caracteres. Un conocimiento de la diferencia de forma y efecto de sus partes. Las propiedades se separan entre sí y se presentan aisladas, de ellas surgen los caracteres y de esta manera puede establecerse una relación recíproca entre las diferentes obras de arte, al igual que ocurre cuando las partes de una obra componen a ésta y sus partes guardan una relación significativa entre sí.

El objeto se caracteriza por:

Estar en reposo o movimiento. Una obra o sus partes pueden presentarse o bien subsistiendo por sí mismas y sólo mostrando su existencia de una forma tranquila, o en movimiento, en acción, apasionadas y llenas de expresividad.

Ser ideal. Para alcanzar este punto el artista necesita una profunda y sólida sensibilidad dotada de paciencia, a la que habrá que añadir un noble sentido capaz de abarcar al objeto en toda su extensión, de encontrar el momento más digno de presentación y en consecuencia de hacerle que supere su facticidad limitada y darle en un mundo ideal medida, límites, realidad y dignidad.

La gracia. Pero el objeto y la forma de representarlo están sometidos a las leyes de la sensibilidad artística, concretamente al orden, la perspicuidad, la simetría, la oposición, etc. por medio de las cuales son bellos para el ojo, es decir, están dotados de gracia.

La belleza. Además está sometido a la ley de la belleza espiritual. Ésta surge de la medida, a partir de la cual, el hombre formado para la representación o la producción de lo bello sabe cómo someterlo todo, incluso los extremos.

Habiendo indicado de antemano las condiciones que le exigimos a una obra de arte de alta categoría, puedo decir mucho con pocas palabras si digo que nuestro grupo cumple todas[91]. Tanto es así que podríamos exponer éstas sólo mediante la observación del mismo.

No se espere de mí la prueba de que el artista ha mostrado un profundo conocimiento del cuerpo humano, de que sabe dar cuenta de lo característico de éste, así como concederle expresividad y apasionamiento. En lo que sigue quedará de manifiesto con qué altura e idealidad ha sido concebido el objeto. Nadie que sepa reconocer la medida en que son representados aquí los dolores físico y espiritual extremos dudará de que se puede llamar bella a esta obra.

Pero a algunos les puede parecer paradójico que en este grupo se manifiesta al mismo tiempo la gracia[92]. Acerca de este asunto diré algunas palabras.

Toda obra de arte debe anunciarse por sí misma y esto sólo puede llevarse a cabo mediante lo que llamamos belleza sensual o gracia. Los antiguos, muy alejados de la opinión de los modernos según la cual una obra de arte, siguiendo la apariencia, tiene que volver a convertirse en una obra de la naturaleza, caracterizaban a sus obras por un selecto orden de sus partes. Ellos le facilitaban al ojo la intuición de sus proporciones por la simetría y de esta manera una obra compleja se hacía fácil de comprensión. La simetría y las oposiciones daban como resultado la posibilidad de producir los mayores contrastes mediante diferencias difícilmente perceptibles. El cuidado que demostraba el artista antiguo al oponer diversas masas unas a otras, al dar una posición especialmente regular y recíproca a las extremidades de los cuerpos en los grupos, era algo muy feliz y muy estudiado. Dicho cuidado se ponía en juego para que toda obra de arte, si se abstraía de su contenido y se contemplaba de lejos, pueda aparecer ante el ojo con un aspecto ornamental. Las antiguas vasijas nos ofrecen cientos de ejemplos de este agrupamiento dotado de gracia, y tal vez sería posible presentarle al ojo series de las mejores muestras de composiciones simétricas de las vasijas empezando por el grupo de Laocoonte más tranquilo y acabando por el más agitado. Me atrevo otra vez a repetir que el Grupo de Laocoonte, junto a todos sus otros méritos es a la vez un ejemplo de simetría y variedad, de reposo y movimiento, de contrastes y transiciones paulatinas que se presentan unidas, a veces de forma sensual a veces de forma espiritual, a aquel que lo contempla. Estas cualidades, a pesar del gran patetismo de lo representado, provocan una sensación agradable y suavizan la tormenta de dolor y pasión mediante la gracia y la belleza.

Es una gran ventaja para una obra de arte ser independiente, estar acabada en sí misma. Un objeto sereno sólo se muestra mediante su existencia, es terminado en y por sí mismo. Un Júpiter con truenos que salen de su regazo, una Juno que reposa en su majestad y su pureza, una Minerva absorta en su reflexión, son objetos que no tienen, por así decirlo, ninguna relación con lo que está fuera de ellos, descansan en y por sí mismos y son los prioritarios y preferidos objetos de la escultura. Pero en el bello círculo mítico del arte, ámbito en el que estas figuras aisladas y autónomas habitan y descansan, hay círculos más pequeños en los que las figuras aisladas son concebidas y esculpidas en relación a otras. Por ejemplo cada una de las musas, al igual que su líder Apolo, está concebida para representarse separadamente, pero todas ganan interés en el coro completo y variado de las nueve. Cuando el arte procede a la representación de lo pasional significativo, entonces puede operar de la misma forma: nos muestra un círculo de figuras que mantienen entre sí un vínculo pasional como Níobe y sus hijos, perseguidos por Apolo y Diana[93], o nos muestra en la obra el movimiento junto a su causa. Recordemos aquí tan sólo al joven lleno de gracia que se saca una espina del pie [figura 11.2][94], a los luchadores[95], a dos grupos de faunos y ninfas en Dresde[96] y al dinámico y magnífico Grupo de Laocoonte.

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FIGURA 11.2. El Espinario, Palazzo dei conservatori, Capitolio (Roma).

Con razón la escultura es tenida en tan alta consideración, pues puede y debe llevar la representación a su más alta cumbre al privar en ésta al hombre de todo aquello que no es esencial. Así, en este grupo, Laocoonte es sólo un hombre, los artistas lo han despojado de su sacerdocio, de lo que es nacional y troyano en él, de todas sus referencias poéticas y mitológicas; no tiene que ver nada con aquello en lo que lo convirtió la fábula. Él es un padre con sus dos hijos amenazado por dos animales peligrosos. Éstos no son dos serpientes enviadas por los dioses, son dos serpientes naturales, suficientemente poderosas para acabar con varios hombres, pero en ningún caso, ni en su forma, ni en sus actos, seres extraordinarios, vengativos y punitivos. Conforme a su naturaleza, reptan, se enroscan, oprimen, y una de ellas muerde después de haber sido irritada. Si de este grupo no fuera conocida otra interpretación, yo lo denominaría un idilio trágico. Un padre está durmiendo junto a sus dos hijos, unas serpientes se enroscan al grupo y, al despertarse, se afanan en liberarse de esta red viviente.

Esta obra es extraordinariamente importante por la representación del momento. Cuando una obra de arte ha de moverse realmente ante el ojo ha de ser escogido un momento fugitivo: poco antes ninguna parte habría podido encontrarse en esa posición y poco después todas las partes estarán obligadas a abandonar esa posición; ésta es la razón por la que la obra siempre resultará nueva y viva aunque la vean millones de espectadores.

Para comprender bien la intención del Grupo de Laocoonte, coloquémonos a distancia adecuada con los ojos cerrados ante éste y abramos y cerremos los ojos alternativamente y veremos todo el mármol en movimiento, de hecho, cada vez que abramos de nuevo los ojos presentiremos que todo el grupo haya cambiado su posición. Yo diría que la posición que ahora tiene, es como la de un relámpago fijado, como una ola petrificada en el momento en el que se aproxima a la orilla. Se produce la misma impresión cuando se ve al grupo por la noche a la luz de la antorcha[97].

El estado en el que se encuentran las tres figuras está representado escalonadamente y con sabiduría. El hijo mayor está sólo aprisionado por las extremidades, el menor por más partes de su cuerpo, especialmente por su pecho. Con el movimiento del brazo derecho, intenta liberarse para tomar aire, con el izquierdo mueve suavemente la cabeza de la serpiente para que no vuelva a enroscarse en su pecho. La serpiente está a punto de escurrírsele de la mano, pero de ninguna manera lo va a morder. El padre por su parte quiere liberarse a él y liberar a sus hijos de estas ligaduras con violencia. Él oprime a la otra serpiente y ésta irritada lo muerde en la cadera.

Para explicar la postura del padre tanto en general como conforme a todas las partes del cuerpo, me parece lo más apropiado referirme a la repentina sensación de ser herido como la causa principal de todo su movimiento. La serpiente no lo ha mordido, lo está mordiendo y en una parte débil del cuerpo, ligeramente encima y por detrás de la cadera. La posición de la restaurada cabeza de la serpiente todavía no ha asestado la mordedura, afortunadamente se han conservado los restos de ambas mandíbulas en la parte posterior de la estatua[98]. ¿Qué ocurriría si ahora, con el triste cambio actual, se perdieran otras y no sólo estas importantísimas huellas? La serpiente hiere al desgraciado hombre en una parte de su cuerpo en la que el ser humano es muy sensible a todo estímulo, en la que incluso una pequeña comezón produce el movimiento que vemos aquí provocado por una herida. El cuerpo se desplaza hacia el lado opuesto, el vientre se contrae, el pecho se hincha, el hombro se echa hacia delante y la cabeza se inclina hacia el lado herido. Como además el resto de la situación presente o de la acción se muestra en los pies que están inmovilizados y en los brazos que están en lucha, se produce un juego combinado de pugna y huida, de acción y pasión, de esfuerzo y de resignación que quizá no fuera posible bajo cualquier otra circunstancia. Uno se asombra de la sabiduría del artista cuando intenta imaginarse que la mordedura hubiera sido en otra parte del cuerpo. En ese caso toda la postura cambiaría y de ninguna manera se podría haber pensado un lugar más apropiado. Por lo tanto el principio fundamental es el siguiente: el artista nos ha representado un efecto sensible y nos muestra también la causa sensible. El punto de la mordedura, repito, determina la posición actual de los miembros: el desplazamiento del cuerpo, la contracción del abdomen, el que el pecho se eche hacia delante, la inclinación del hombro y de la cabeza, incluso todos el gesto de la cara parece como si fueran decididos por esta instantánea, dolorosa e inesperada herida.

Está lejos de mí el deseo de separar la unidad de la naturaleza humana, de negar la influencia de la fuerza espiritual de este hombre magníficamente esculpido, de ignorar la lucha y el sufrimiento de una gran naturaleza. La angustia, el miedo, el terror, el sentido paternal parece que corren por esas venas, parecen ascender a ese pecho, parecen abrir surcos en esa frente. Con gusto reconozco que junto al sufrimiento del cuerpo también ha sido representado en su máxima expresión el sufrimiento moral. Sin embargo recomiendo que no se traslade muy vivamente la impresión que nos produce la obra a la misma obra. Especialmente recomiendo que no se vea el efecto del veneno en un cuerpo que en este preciso instante es mordido por los dientes de la serpiente y que no se vea una cercanía a la muerte en un magnífico y sano cuerpo en lucha que apenas está herido. Permítaseme aquí hacer una observación importante para la escultura: la expresión de mayor patetismo que ésta puede representar se halla en el paso de un estado a otro. Véase a un niño lleno de vida que con toda energía y vigor corre, salta y disfruta que, después, inesperadamente malherido en un juego o, de cualquier otra manera, queda muy dañado física o moralmente. Este nuevo sentimiento se extiende como una descarga eléctrica por todos los miembros y dicho tránsito es en gran medida patético, es una contradicción que no se concibe sin experimentarla. En esto tienen su participación tanto el hombre espiritual como el físico. Si queda en este tránsito una huella clara de la situación anterior, entonces surge el más magnífico objeto para la escultura, esto ocurre con Laocoonte, donde la lucha y el dolor están representadas de forma aunada. Así por ejemplo Eurídice, en el momento en el que al pasear alegre por la pradera es picada por una serpiente en el talón, daría lugar a una estatua patética si el doble estado del alegre paseo y la dolorosa parada pudiera ser expresado no sólo por las flores que se la caen de las manos, sino además por la dirección del movimiento de sus miembros y el temblor de sus pliegues.

Habiendo comprendido la figura principal de esta manera, podemos fijarnos con desenvoltura y seguridad en las proporciones, los matices y los contrastes de la obra en su conjunto.

El motivo escogido es uno de los mejores que podría pensarse: hombres en lucha contra animales. Unos animales que no aparecen como masas o como seres violentos, sino que reparten sus fuerzas; unos animales que no oponen una resistencia concentrada, sino que, conforme a su anatomía alargada, son capaces de paralizar más o menos a tres hombres sin herirlos. Por este método de inmovilización se extiende por el conjunto entero cierto grado de reposo y unidad. Se han representado gradualmente las acciones de las serpientes: una sólo se enrosca, la otra es irritada e hiere a su adversario.

Los tres personajes han sido elegidos con extremada sabiduría. Un hombre robusto y de buena constitución pero para el que ya pasaron los años de la mayor energía y que es poco capaz de soportar el dolor y el sufrimiento. Sustituyámoslo por un joven vital y robusto y el grupo hubiera perdido todo su valor. Con él sufren otros dos niños que en proporción a él son muy pequeños; pero, después de todo, son dos seres naturales susceptibles de sentir sufrimiento. El más pequeño hace esfuerzos aunque éstos no pueden tener efecto alguno, está atemorizado, pero no herido; el padre ofrece una poderosa resistencia pero ésta no es efectiva, más bien produce el efecto contrario al deseado: irrita a su adversario y es herido por él. El hijo mayor es el que está más levemente aprisionado; todavía no se siente oprimido ni dolorido, se sobresalta por la herida y el movimiento de su padre y grita, mientras el cabo de la serpiente intenta deslizarse por su pie, él es un espectador más, un testigo que participa en la acción, con él la obra está terminada.

Quiero detenerme particularmente en lo que ya he aludido de pasada: las tres figuras expresan una acción doble que se manifiesta mediante muchos matices. El hijo menor intenta liberarse alzando su brazo derecho y con su mano izquierda echa hacia atrás la cabeza de la serpiente; quiere aliviar el mal presente y evitar el peor; él muestra el más alto grado de actividad que le permite su aprisionamiento. El padre pugna por desembarazarse de las serpientes y el cuerpo se desplaza al sentir la repentina mordedura. El hijo mayor se horroriza ante el movimiento de su padre y quiere liberarse de la serpiente que se ha enroscado ligeramente a él.

Ya he dicho más arriba que uno de los méritos mayores de esta obra es el momento que el artista ha representado y sobre este aspecto añadiré aquí unas palabras.

Hemos supuesto que serpientes reales han aprisionado a un padre y a sus dos hijos mientras dormían, para que los diferentes movimientos de la acción tuvieran un efecto gradual. Los primeros movimientos de las serpientes enroscándose durante el sueño anuncian muchos acontecimientos, pero son irrelevantes para el arte. Quizás se podría haber esculpido cómo se enlazan unas serpientes a un joven Hércules durmiente cuya figura y tranquilidad en el sueño nos hacen adivinar qué podemos esperar de él cuando se despierte.

Vayamos más allá con nuestra imaginación y pensemos en un padre que, sea como fuere, se siente aprisionado por serpientes junto a sus hijos, entonces vemos que sólo hay un momento en el que el interés es máximo: cuando un cuerpo ha sido tan aprisionado que se ha quedado indefenso; cuando el segundo, estando en condiciones de defenderse, ha sido herido; y cuando al tercero todavía le queda una esperanza de huir. En el primer caso está el hijo menor, en el segundo el padre, en el tercero el hijo mayor. ¡Es imposible buscar otra situación!, ¡es imposible repartir los papeles de otro modo!

Pensemos en la acción desde el principio y reconozcamos que éste es su momento culminante. Al imaginarnos los momentos siguientes comprenderemos que todo el grupo tiene que cambiar de postura y que no puede haber un momento de mayor valor artístico que éste. El hijo menor será ahogado por la serpiente o, estando como está indefenso, si la irrita, será mordido. Ambas situaciones son insufribles y al ser extremas no se representan. En lo que respecta al padre, será mordido en diferentes partes, y por ello la postura de su cuerpo, y las primeras mordeduras pasarán desapercibidas para el espectador o, si se muestran, serán repugnantes. La serpiente puede también volverse y atacar al hijo mayor, entonces éste se concentraría en sí mismo, ya no habría nadie interesado en la acción. La última apariencia de esperanza desaparecería del grupo, la representación devendría de trágica a cruel. El padre que ahora manifiesta toda su magnificencia y su sufrimiento se convertiría en una figura secundaria.

El hombre, frente al sufrimiento propio y ajeno, sólo experimenta tres sensaciones, miedo, terror y compasión[99]: el presentimiento receloso de un mal que se aproxima a él, la percepción inesperada de un sufrimiento presente y la participación en uno en curso o ya pasado. Los tres son representados y provocados por esta obra en sus gradaciones más adecuadas.

Las artes plásticas que siempre trabajan para el momento, al elegir un motivo patético, captan aquél que causa terror, por su parte la poesía se detiene en aquellos que provocan miedo y compasión. En el Grupo de Laocoonte el sufrimiento del padre excita terror del máximo grado, con él la escultura ha llegado a su cumbre. Pero, ya sea para recorrer el círculo de todas las sensaciones humanas, ya sea para suavizar la fuerte impresión de terror, provoca la compasión por la situación del hijo menor y miedo por la del mayor, dejando abierta la esperanza para este último. Así los artistas le dieron cierto equilibrio a su obra, disminuían y aumentaban un efecto mediante otros efectos y eran capaces de dar acabamiento a un todo espiritual y sensual a la vez.

En definitiva, podríamos sostener audazmente que esta obra agota su objeto y cumple satisfactoriamente todas las condiciones del arte. Ésta nos enseña que si el artista puede comunicar su sentimiento de la belleza a objetos inertes y simples, este mismo sentimiento se muestra con su mayor energía y con toda su dignidad cuando demuestra su fuerza y sabe moderar y contener las violentas y apasionadas explosiones de la naturaleza humana. En futuros números haremos una descripción de estatuas conocidas bajo el nombre de La familia de Níobe, así como del Grupo del toro Farnesio. Éstas se encuentran entre las pocas representaciones patéticas que nos han quedado de la escultura antigua[100].

Los modernos se han equivocado habitualmente en la elección de los motivos patéticos. Milón, con las dos manos atrapadas en el hueco de un árbol mientras lo ataca un león, es un motivo que el artista nunca conseguirá representar de tal modo que provoque interés[101]. Un dolor doble, unos esfuerzos en vano, una situación desesperada y la decadencia sólo pueden producir aversión, si es que no producen indiferencia.

Finalmente quiero decir algo más acerca de la relación de este motivo con la poesía.

Somos injustos con Virgilio y con la poesía cuando comparamos, aunque sólo sea por un instante, la más acabada obra maestra de la escultura con la forma episódica en la que este motivo es tratado en la Eneida[102]. Cuando el infortunado Eneas narra que él y sus compatriotas cometieron la imperdonable estupidez de haber introducido al conocido caballo en su ciudad, el poeta busca argumentos de disculpa. Todo se dispone a tal efecto y la historia de Laocoonte es sólo un recurso retórico en el que muy bien se puede apelar a la exageración si contribuye al fin que busca el poeta. Unas gigantescas serpientes, con crestas en sus cabezas, vienen del mar, se dirigen presurosas hacia los hijos del sacerdote que había herido al caballo[103]; los aprisionan, los muerden y les inoculan su veneno; después se enroscan al pecho y al cuello del padre, que va en socorro de sus hijos, y elevan sus cabezas en señal de victoria, mientras el infortunado al que oprimen grita en vano pidiendo ayuda. El pueblo horrorizado por este espectáculo, huye; nadie se atreve ya a asumir la defensa de su país; y los oyentes y los lectores, conmovidos por esta imaginativa y horrible historia, consienten en que el caballo entre en la ciudad.

La historia de Laocoonte en Virgilio cumple la función de medio para un fin más elevado; por otra parte, sigue siendo una importante cuestión si este suceso puede ser un motivo adecuado para la poesía.