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HEIDELBERG[219]
(1816)
ESTA CIUDAD, en tantas facetas notable, interesa y deleita al visitante por más de un motivo. Sin embargo, para cumplir nuestro propósito, el camino nos ha de llevar a la colección de antiguas pinturas que fue traída aquí desde el Bajo Rin[220] que ha sido durante varios años el principal ornamento de esta población.
Cuando ahora observo por segunda vez la colección Boisserée, después de un intervalo de un año, y penetro más profundamente en su sentido y sus intenciones, y especialmente ahora que no estoy reticente a emitir un juicio sobre ella, me sobrevienen dificultades que ya había previsto. Todas las ventajas de las artes plásticas consisten en que lo que representan puede ser descrito pero no expresado por palabras, y el observador sensible sabe que está afrontando algo imposible si no acierta a contenerse a sí mismo en sus valoraciones y sus objetivos. Entonces, reconocerá que la mejor y más pura contribución que se puede hacer es de tipo histórico; concebirá el plan de hacerle los honores a tan bien presentada y bien ordenada colección dando cuenta no tanto de los cuadros mismos cuanto de la relación que guardan entre sí; se cuidará de hacer comparaciones con obras ajenas a la colección, aunque tenga que derivar el periodo que se discute de actividades artísticas remotas en el tiempo y el espacio. De esta manera situará estas magníficas obras en el lugar que se merecen y tendrá con las mismas un trato tal que el historiador podrá otorgarles un puesto en el gran reino del mundo del arte.
Como introducción, y para que las peculiaridades de esta colección queden de relieve, debemos considerar sus orígenes. Los hermanos Boisserée que actualmente son, junto a Bertram[221], dueños de la misma y que comparten el disfrute de ésta con otros aficionados al arte, fueron primero comerciantes y estudiaron tanto en casa (en Colonia) como en otras ciudades comerciales. Al mismo tiempo quisieron satisfacer su deseo de logar una formación más elevada y tuvieron buenas oportunidades para ello, pues en la recientemente fundada escuela de Colonia fueron llamados a la docencia alemanes preferentemente[222]. De esta manera obtuvieron una formación poco común por aquellos lares. Y aunque nacieron y fueron instruidos en el disfrute de las obras de arte y el amor a éstas, pues desde su juventud estuvieron rodeados de obras antiguas y modernas, fue una casualidad que se les despertara la inclinación a poseerlas y que se les presentara la ocasión para su loable empresa.
Uno se acuerda del joven que encontró un escálamo en la playa y se sintió tan contento por el hallazgo de este simple instrumento que adquirió un remo, un bote, un mástil y una vela y, después de una navegación en prácticas junto a la orilla, se aventuró mar adentro y, yendo cada vez en barcos más grandes, se convirtió en un rico y afortunado navegante. Los hermanos Boisserée nos lo recuerdan, pues por casualidad adquirieron, en un baratillo y a un mínimo precio, una pintura que había sido desechada en una iglesia y posteriormente adquirieron otras. Al mismo tiempo que, por la posesión y la restauración de estas obras, iban valorando cada vez más las mismas, el interés se transformó en pasión la cual, junto al conocimiento, fue aumentando con la adquisición de nuevas obras. De esta manera no les pareció ningún sacrificio emplear parte de su fortuna y todo su tiempo en caros viajes, nuevas adquisiciones y otras actividades necesarias para la realización del proyecto que habían emprendido.
Aquel deseo de rescatar del olvido el arte alemán antiguo, de presentar lo mejor en toda su pureza y de esta manera enjuiciar la decadencia de esta forma de arquitectura, fue igualmente vigoroso. Cada uno de los esfuerzos avanzó codo a codo con los otros y en este momento están en condiciones de publicar un magnífico libro de arte de tipo poco común en Alemania[223] y de exhibir una colección de doscientos cuadros difícilmente igualable en variedad, autenticidad, buena conservación y restaución y, especialmente, en el depurado orden histórico que siguen sus piezas.
Pero para aclararnos tanto como nos lo permitan las palabras, debemos remontarnos a tiempos anteriores, como aquel que tiene que confeccionar un árbol genealógico y debe penetrar lo más posible yendo desde las ramas hasta las raíces. A tal efecto siempre presupondremos que el lector está viendo la colección ya sea de hecho o con la imaginación, que por supuesto conoce las obras que mencionamos y que quiere ser instruido con ánimo sobrio y seriamente.
El Imperio Romano llegó a tal degradación y confusión por los desastres militares y políticos que todo un conjunto de buenas instituciones y prácticas artísticas desapareció de la faz de la tierra. El arte, que unos pocos siglos antes había logrado un gran nivel, se había perdido entre tanto disturbio bélico y militarista, tal y como podemos verlo en las monedas de esta época deprimida en la que un sinnúmero de emperadores y emperadorcillos no tuvo rubor de aparecer caricaturizado en las peores monedas de cobre posibles y de pagar a sus soldados, en lugar de con dignos sueldos, con limosnas de miseria como si fueran mendigos.
Por otra parte le debemos a la Iglesia cristiana la preservación del arte, aunque sólo actuara como las chispas entre las cenizas. Pues si bien la nueva doctrina, íntima y moralmente apaciguadora tenía que mantenerse distante, si no destructiva, frente a aquel arte extrovertido y poderosamente sensual, también es cierto que en el carácter histórico de aquélla había una semilla de variedad como no la ha habido en ninguna otra religión y que esta semilla era tan propia de la naturaleza de las cosas que surgió un arte incluso sin la voluntad y el apoyo de los nuevos creyentes.
La nueva religión reconocía un Dios supremo, no concebido con tanta realeza como Zeus, pero más humano, pues es Padre de un misterioso Hijo que debía presentar las cualidades morales de la divinidad en la tierra. A estos dos estaba unida una paloma que revolotea inocente formando una tríada milagrosa alrededor de la cual se reúne el coro de los espíritus de los justos que cuenta con innumerables gradaciones. La Madre de aquel Hijo puede ser alabada como la más pura de las mujeres, pues ya en la antigüedad pagana era concebible la virginidad con la maternidad[224]. Está acompañada de un anciano, y desde las alturas se permitirá un matrimonio no consumado, de tal manera que al Dios recién nacido no le falte un padre terreno para guardar las apariencias y para su manutención.
El atractivo que este ser humano y divino ejerció, en su edad adulta y en su actividad terrena, nos lo demuestra la cantidad y variedad de discípulos y seguidores de ambos sexos y de todas las edades y caracteres que se reunieron en torno a él: los apóstoles que destacaban de entre la masa, los cuatro evangelistas, los fieles de todo tipo y condición y una serie de mártires que comenzó con san Esteban.
Esta Nueva Alianza estaba además basada en la Antigua cuyas tradiciones se remontan a la Creación del mundo y es más histórica que dogmática. Fijémonos en nuestros primeros padres, en los patriarcas y los jueces, en los profetas, los reyes y los reformadores. Viendo que cada uno de ellos son personas distinguidas y notorias, comprenderemos lo natural que fue que el arte y la Iglesia se unieran íntimamente y que uno no pudiera existir sin la otra.
De aquí que si el arte griego comenzó por lo general y sólo muy tarde se perdió en lo particular, el arte cristiano tuvo la ventaja de empezar con innumerables características individuales y ascender poco a poco a lo general. Sólo es necesario echar una ojeada a la gran lista de figuras históricas y míticas, sólo es necesario recordar que de todas ellas se han dicho conocidas e importantes historias, que además la Nueva Alianza se empeñó en justificarse descubriéndose a sí misma simbólicamente en la Antigua y que nos puso miles de ejemplos de esto ya fueran históricos y terrenos ya fueran celestiales y espirituales. Entonces se comprenderá por qué las artes plásticas de los primeros siglos del cristianismo nos han dejado bellos monumentos.
Pero el mundo estaba demasiado trastornado y oprimido; el creciente desorden alejó de occidente a la cultura, y sólo en Bizancio la Iglesia y su arte encontraron un lugar seguro.
Sin embargo en este periodo la situación del arte en oriente era tenebrosa, no surgieron a la vez todas las individualidades que ya hemos citado, pero sí impidieron que un estilo arcaico, rígido y momificado perdiera toda su preponderancia. Las figuras se distinguían entre sí, pero, para que se apreciaran estas diferencias, cada uno de los nombres se escribía en las pinturas o debajo de las mismas, de tal manera que, cuando los santos y los mártires se fueron haciendo más y más numerosos, no se venerara a uno en lugar de otro, sino que se garantizara a cada uno sus derechos. Así la pintura se fue convirtiendo en una tarea de la Iglesia y esto se hizo de acuerdo con prescripciones exactas bajo supervisión clerical, más tarde las imágenes, tras consagraciones y milagros, fueron adoptadas para el culto. De esta manera, hasta el día de hoy los iconos venerados tanto en casa como de viaje por los fieles de la Iglesia Griega son fabricados bajo vigilancia sacerdotal en Susdal, una ciudad situada en uno de los veintiún distritos administrativos de Rusia, por eso se generó y se mantuvo una gran similitud.
Si volvemos a Bizancio, al periodo mencionado, veremos que la religión misma fue adquiriendo un carácter diplomático y pedantesco y las fiestas religiosas fueron tomando la condición de fiestas cortesanas y estatales.
Estas limitaciones y esta obstinación se deben también a que la iconoclastia no le reportó ningún beneficio al arte, pues las imágenes restauradas por la facción mayoritaria debían ser idénticas a las antiguas para así reivindicar los derechos de estas últimas.
Le corresponde investigar a la historia del arte de aquella época cómo se introdujo la más lastimosa de todas estas innovaciones: que, probablemente por influencia egipcia, etíope o abisinia, la Madre de Dios fuera pintada negra y que la cara del Salvador impresa en el sudario de la Verónica era del color de la de un moro [figura 18.1]. Pero todo apunta a una situación que iba poco a poco degenerando y que se resolvió mucho más tarde de lo que se hubiera pensado.

FIGURA 18.1. Santa Verónica con el sudario, grabado aparecido en Über Kunst und Altertum
Aquí trataremos de aclarar qué grandes méritos lleva consigo la escuela bizantina, de la que hasta ahora hemos podido decir poco bueno. Estos méritos llegaron a aquélla procedentes de la gran herencia de sus antecesores griegos y romanos, aunque sólo fueron conservados en un ámbito estrecho y gremial.
Pues si, anteriormente, y no de forma injustificada, la llamamos momificada, debemos darnos cuenta de que incluso en un cuerpo vaciado, en los músculos resecos y endurecidos, se afirma la forma del esqueleto. Y esto fue lo que ocurrió en este caso tal y como veremos con más detalle.
La tarea suprema de las artes plásticas es decorar un espacio determinado o situar un adorno en un espacio indeterminado, de esta exigencia surge todo aquello que llamamos composición artística y en esto los griegos y luego los romanos fueron grandes maestros.
Por ello todo lo que se nos presenta como un ornamento debe estar articulado y lo ha de estar de la forma más excelente: compuesto de partes relacionadas entre sí. A este efecto, es esperable que tenga un centro, una parte superior y una inferior, un aquí y un allí que genere primero esta simetría que, si es plenamente comprensible para el entendimiento, puede ser llamado el grado de ornamentación más bajo posible. Cuanto más variados se hacen los elementos y cuando la citada primera simetría, ahora complicada, oculta y modificada por contraposiciones, se revela ante nosotros como un secreto descubierto, más agradable resulta la decoración y es casi perfecta cuando nos olvidamos de sus principios y nos sentimos atónitos como si estuviéramos ante un producto de la arbitrariedad y la casualidad.
La escuela bizantina persistió en aquella estricta y seca simetría y, aunque sus pinturas resultaban rígidas y desagradables, se dieron casos en los que el cambio de postura en algunas figuras que estaban frente a otras dieron cabida a la gracia de la composición. Y esta ventaja, unida a la anteriormente mencionada variedad de figuras de las tradiciones del Antiguo y el Nuevo Testamento, hizo que los artistas y artesanos de oriente se asentaran por toda la cristiandad.
Lo que pasó en Italia es bien conocido. El talento práctico había casi desaparecido y todo lo que debía ser construido dependía de los griegos. Las puertas del templo de San Pablo extramuros fueron llevadas a Constantinopla en el siglo XI y allí fueron horriblemente decoradas con figuras en relieve. En esta misma época las escuelas griegas de pintura se extendieron por Italia, Constantinopla mandó arquitectos y músicos y todos ellos recubrieron con su mísero arte el destruido occidente. Pero, cuando en el siglo XIII volvió a despertarse una sensibilidad hacia la verdad y la hermosura, los italianos adoptaron inmediatamente los méritos de los bizantinos: la composición simétrica y la diferencia de los caracteres. Esto se llevó a cabo a medida que un sentido de la forma iba emergiendo, pues éste no había sido totalmente abandonado. Los espléndidos edificios de la antigüedad habían permanecido durante años ante sus ojos y los restos de los mismos que estaban en ruinas o destruidos fueron utilizados para el uso eclesiástico o público. Las estatuas más magníficas evitaron el expolio como los colosales domadores de caballos que nunca fueron enterrados[225]. Así todas las ruinas conservaron su forma. El romano en especial no podía pisar el suelo sin entrar en contacto con algo valioso, ni cultivar su jardín y su campo sin sacar a la superficie los objetos más preciosos. No hace falta detenernos en lo que estaba pasando en Siena o Florencia, pues todo amante del arte puede informarse con el mayor detalle posible acerca de esto en la valiosa obra del Señor d’Agincourt[226].
Sin embargo, la observación de que los venecianos, como habitantes de la costa y de las tierras bajas, pronto percibieron un sentimiento del color que se desarrollaba libremente en ellos, es importante, pues nos permite trasladarla a los holandeses en los que vemos la misma cualidad.
Y de esta manera nos vamos aproximando a nuestro objetivo, el Bajo Rin. Para llegar al mismo, no nos ha preocupado hacer estos grandes rodeos.
Recordemos brevemente cómo las orillas de este magnífico río fueron recorridas por los ejércitos romanos que las fortificaron y luego propiciaron que se poblaran y se desarrollaran mucho. El hecho de que incluso la más importante colonia de aquellos lugares recibiera el nombre de la mujer de Germánico[227] nos hace estar seguros de que en este época se llevaron a cabo grandes empresas artísticas, pues los artistas trabajaban en conjunto: los arquitectos, los escultores, los ceramistas y los acuñadores colaboraban, tal y como nos lo muestran los muchos restos de las excavaciones que se han hecho y se siguen haciendo. En qué medida, en una época posterior, participó en esto la madre de Constantino el Grande y mujer de Otto es algo que les corresponde dilucidar a los investigadores[228]. Nuestro propósito es acercarnos más a la historia y discernir en o detrás de la misma su sentido universal.
Una princesa británica, Úrsula, y un príncipe africano, Gereón, llegan a Colonia vía Roma, aquélla rodeada de un séquito de nobles vírgenes, éste de un coro de héroes. Los observadores agudos, capaces de penetrar en las oscuridades de la tradición nos dicen lo siguiente sobre ésta: cuando en un imperio surgen dos facciones y se separan mutua e irrevocablemente una de otra, la más débil tenderá a alejarse del centro y a buscar la periferia donde hay cabida para las facciones y no es sentido de inmediato el poder del tirano. Allí un prefecto o un gobernador se hace fuerte con la ayuda de los desafectos, pues tolera, promueve e incluso comparte sus sentimientos y opiniones. Esta idea me atrae mucho, pues hoy en día hemos sido testigos de un espectáculo idéntico que ha tenido lugar más de una vez en oscuros tiempos pasados[229]. Imaginémonos un grupo de los más nobles y más valientes emigrantes cristianos. Uno tras otro llenan a la famosa y bellamente asentada Colonia Agripina donde, bien recibidos y protegidos, disfrutan de una vida serena y piadosa, hasta que son indignamente sometidos a las opresivas reglas del partido contrario. Si nos fijamos en el tipo de martirio que sufrieron Ursula y sus seguidores, no encontramos repetida esa absurda historia según la cual en la bestial Roma los tiernos, inocentes y cultivados fueron martirizados y masacrados por verdugos y animales para el regocijo de una plebe enloquecida. No, en Colonia vemos la masacre de un partido por otro para eliminarlo lo antes posible. La muerte de estas vírgenes es parecida a la Noche de San Bartolomé, o a la masacre de septiembre[230] y Gereón y los suyos parece que cayeron de la misma forma.
Cuando, al mismo tiempo en el alto Rin, la legión tebana fue degollada, nos encontramos en una época en la que el partido dominante no tenía ya que reprimir una oposición creciente, sino extirpar una ya totalmente desarrollada.
Todo lo que hemos planteado es esencial para hacernos una idea de la escuela holandesa. La escuela bizantina de pintura, en todas sus ramas, había dominado en todo el oeste, incluido el Rin y había formado a aprendices nativos y artesanos de todo upo para las obras eclesiásticas. De ahí que se encontraran tantas obras sin gracia, totalmente similares a las de aquella mísera escuela, en Colonia y en sus alrededores. Pero quizás el carácter nacional y el influjo climático no se presentó tan claramente en ningún sitio como en el Rin, por eso debemos desarrollar con mucho cuidado este punto y pedir que se preste amable atención a nuestro discurso.
Pasaremos por alto la época en la que Carlomagno pobló con una serie de residencias la orilla izquierda del Rin, desde Maguncia hasta Aquisgrán, porque la cultura que de allí surgió no tuvo ninguna influencia sobre la pintura de la que estamos hablando. Pues, incluso en esta área, aquella mísera rigidez oriental no se relajó hasta el siglo XIII. Entonces surgió repentinamente un alegre sentimiento natural, no precisamente como imitación de los rasgos individuales de lo real, sino que el placer de ver se extendió a todo el mundo sensible en general. Caras de niños redondas como manzanas, rostros de hombres y mujeres con forma de huevo, ancianos adinerados de barbas onduladas o rizadas, y toda esta ralea bonachona, piadosa y saludable y todos ellos, aunque con suficientes rasgos individuales, pintados a base de pinceladas tiernas, incluso débiles. Lo mismo ocurre con los colores. Éstos también son alegres, claros fuertes, no exactamente armoniosos, pero tampoco llamativos y sí plenamente agradables para el ojo.
Los rasgos característicos materiales y técnicos de la pintura que aquí estamos describiendo son el fondo dorado con un halo alrededor de la cabeza de la Santa donde se puede leer su nombre [figura 18.1]. También la superficie de metal brillante está, como el papel pintado, estampada con maravillosas flores o parece transformarse, por sus contornos marrones y sus sombreados, en una obra de tracería dorada. Que se pueda adscribir al siglo XIII estas pinturas nos lo demuestran las iglesias y capillas donde están todavía en sus posiciones originales. Pero la prueba más decisiva es que los claustros y otras áreas de muchas iglesias y muchos conventos fueron decorados en la época de su construcción con pinturas que mostraban las mismas características.
Entre las pinturas de la Colección Boisserée una Santa Verónica [figura 18.1] es probablemente la más importante, pues puede ilustrar muchos aspectos de lo dicho hasta ahora[231]. En el futuro probablemente se descubrirá que, en lo referente a la composición y el dibujo, dicha pintura está basada en un modelo bizantino. La tez de Cristo de color marrón oscuro bajo la corona de espinas, probablemente más oscurecida con el paso de los años, tiene una expresión extraordinariamente dolorosa pero noble. Los extremos del sudario son sostenidos por la Santa cuyo tamaño es un tercio del natural. Ella se encuentra detrás del sudario cubierta por éste hasta el pecho. Los ademanes y los gestos están llenos de gracia, el extremo inferior de su túnica llega al suelo que se intuye está debajo de ella. Sobre éste en los extremos del cuadro y en cada uno de los lados hay tres pequeños ángeles que cantan (si se levantaran no medirían más de un pie). Éstos están agrupados de forma tan bella y artística que consiguen satisfacer todas las exigencias de una buena composición. La concepción global de la obra demuestra que se ha llevado a cabo con un arte tradicional, reflexivo y muy trabajado, pues hace falta un gran sentido de la abstracción para representar las figuras en tres dimensiones y conferirle carácter simbólico al conjunto. Los cuerpecitos de los ángeles, especialmente en las cabecitas y las manitas, están tan bien trazados y articulados que nada parece haberse dejado al azar. Aunque ésta es la base de nuestra atribución de un origen bizantino, la gracia y la dulzura con la que la Santa está pintada y con la que los niños están representados, nos obligan a situar la pintura en ese período bajo-renano que ya hemos descrito extensamente. Por reunir en sí mismo el doble elemento de un pensamiento estricto y una ejecución agradable, tiene un efecto increíble sobre el espectador, un efecto al que contribuye no poco el contraste del horrible rostro de Cristo similar al de la Medusa con la bella virgen y los graciosos niños.
Hay unas tablas más grandes en las que, por medio de pinceladas suaves y agradables de colores alegres y vivos, aparecen pintadas figuras de los Apóstoles y los Padres de la Iglesia cuyo tamaño es de la mitad del natural. Éstas, que se encuentran entre pináculos dorados y otros adornos arquitectónicos pintados, dan pie a similares observaciones, pero al mismo tiempo a condiciones nuevas[232]. A finales de la llamada Edad Media la escultura había avanzado en Alemania más que la pintura, pues el uso de aquélla era más irrenunciable para la arquitectura, y también era más apropiada para la sensualidad de la época y más cercana al talento del local. El pintor, cuando, mediante su visión personal del mundo, quería escapar de lo más o menos amanerado, podía elegir dos posibilidades: la imitación de la naturaleza o la recreación de obras de arte ya disponibles. No queremos negar el mérito de los pintores holandeses de esta época cuando preguntamos si estas figuras sagradas, pintadas con suavidad y dulzura, con vestimentas ricas pero holgadas, no son copias de imágenes talladas que, ya fueran polícromas o no, eran situadas en nichos y hornacinas de tipo similar, dorados y excavados en los edificios. Esta hipótesis parece especialmente sustentada por las calaveras que aparecen pintadas a los pies de los santos, de lo que deducimos que estas pinturas son copias de un relicario con las mismas figuras y adornos. Esta pintura produce un efecto más agradable a medida que se distingue en la misma el tratamiento amable de cierta compostura, que es más propia de la escultura que de la pintura. Todo lo que ahora afirmamos podrá constatarse con más exactitud de aquí en adelante cuando los restos casi destruidos de arte sacro antiguo sean estudiados sin prejuicios.
Si, al principio del siglo XIII, Wolfram von Eschenbach decía proverbialmente en su Parzival que los mejores pintores de Alemania eran los de Colonia y los de Maastricht, a nadie le extrañará que hayamos elogiado tanto las pinturas antiguas de esta época. Pero ahora una nueva época, el comienzo del siglo XV, requiere toda nuestra atención si queremos conocer de la misma forma sus características peculiares. Antes de continuar y de hablar del estilo que ahora emerge, volvamos a los motivos que solían pintar los artistas del Bajo Rin.
Ya hemos señalado anteriormente que los principales santos del área eran vírgenes y jóvenes y en sus muertes no se dieron las repugnantes circunstancias que hicieron de la representación de otros martirios algo desagradable. Pero, uno de los más felices sucesos para los pintores del Rin fue que se llevaran los huesos de los tres Santos Reyes de Milán a Colonia[233]. En vano hemos buscado entre las historias, fábulas, tradiciones y leyendas, intentando encontrar un motivo más favorable, rico, fácil de manejar y agradable que éste. Entre unos muros derruidos y bajo un escuálido techo, un niño recién nacido pero ya plenamente consciente es cuidado por su madre que lo apoya en su regazo, bajo la mirada de un hombre viejo. Ante él se postran los grandes y nobles del mundo, la infancia subyuga a lo venerable, la pobreza a la riqueza, la humildad a la corona. Un nutrido séquito observa atónito el extraño objetivo de un largo penoso viaje. Los pintores holandeses están en deuda con este motivo y no asombra que no se cansaran de repetirlo durante siglos. Ahora llegamos al gran avance que hizo el arte renano en el paso del siglo XIV al XV. Los artistas ya sabían de la diversidad de la naturaleza por los muchos caracteres de la misma que tenían que representar, pero se habían quedado contentos con la expresión general de los mismos, aunque de vez en cuando reconocemos intentos de hacer retratos. Ahora el maestro Guillermo de Colonia es expresivamente citado como incomparable en la imitación de los rostros humanos. Esta cualidad aparece de la forma más digna de alabanza en el retablo del altar de la catedral de Colonia que puede ser considerado el eje de la historia del arte del Bajo Rin[234]. Sólo hay que esperar que su auténtico mérito siga siendo reconocido histórica y críticamente, pues en la actualidad es objeto de tal adulación que me temo pronto aparecerá ante el ojo del espíritu tan oscurecido como lo estaba antes por las lámparas y las velas ante el ojo del cuerpo. Consta de una pintura central y de dos tablas laterales y en las tres se mantiene el fondo dorado como en las pinturas anteriormente descritas. Además el tapiz que hay detrás de María está estampado y es de colores brillantes. Por lo demás este método tan común es desdeñado, pues el pintor es consciente de que el brocado y el damasquinado y todo aquello que es multicolor y tiene un aspecto brillante puede ser producido por su pincel y no hay necesidad para ello de medios mecánicos auxiliares.
Las figuras de la pintura central, así como las de las tablas laterales miran al centro, simétricamente, pero con una gran variedad de contrastes significativos en forma y movimiento. El usual precepto bizantino sigue siendo la regla, pero ésta es observada con libertad y flexibilidad.
Todo el séquito de vírgenes y caballeros que rodean respectivamente a Santa Ursula y a San Gereón tienen caras orientales que parecen máscaras, pero los dos reyes arrodillados son retratos y podemos decir lo mismo de la Santa Madre. No diremos nada más de esta rica composición y de sus méritos pues el Taschenbucb für Freunde altdeutscher Zeit und Kunst nos ofrece una muy bien recibida reproducción de esta sobresaliente obra y añade una descripción en la que agradecemos sinceramente que no se haya empleado una mística entusiasta que tanto impide el desarrollo del arte como el del conocimiento[235].
Esta pintura presupone una gran destreza por parte del maestro y es necesario que de aquí en adelante se haga una búsqueda más precisa en el futuro para recuperar arte de esta época, pues cuando el tiempo no lo ha destruido, la superposición de arte de estilos posteriores lo ha desfigurado. Para nosotros éste es un documento muy importante de un paso decisivo que nos | libera de la realidad estereotipada y de la pintura de rasgos de la cara según un patrón nacional y nos lleva a la perfecta realidad del retrato. Estamos convencidos, según esta evolución, de que este artista, cualquiera que fuese su nombre, debió haber sido de origen y espíritu auténticamente alemanes, de tal manera que no es necesario aludir a influencias italianas para justificar sus méritos.
Como esta obra fue pintada en 1410, aparece en la época en la que Jan van Eyck florece como artista decisivo[236] y de esa manera nos es útil para explicar la incomprensible perfección de Eyck, pues nos muestra qué tipo de contemporáneos tuvo este excelente hombre. Consideramos al retablo de la catedral el eje que permite el giro del antiguo arte holandés al moderno y la obra de Eyck ha de verse en el momento de la completa transformación de este arte. Ya en las primeras pinturas bizantinas y bajo-renanas encontramos los tapices estampados tratados en perspectiva, pero de forma incompetente. En el retablo del altar no hay perspectiva porque el fondo dorado no permite esa posibilidad. Eyck elimina completamente todos los estampados y los fondos dorados; emerge un espacio libre en el que no sólo las figuras principales, sino también las secundarias son retratadas con sus propios rostro, estatura y vestimenta e igualmente todo accesorio es reflejado fielmente.
Con todo lo difícil que es dar cuenta de un hombre tal, nos arriesgaremos a intentarlo con la esperanza de no inhibir en el lector el deseo de ver sus obras. No dudamos de que nuestro Eyck pertenece al primer rango de los favorecidos por la naturaleza con el don de la destreza pictórica[237]. Al mismo tiempo tuvo la suerte de nacer en una época en la que el arte había evolucionado técnicamente, se había extendido en general y había llegado a un grado de calidad media considerable. A esto hay que añadir el uso que hizo de una importante ventaja, la más importante de todas en pintura. Dígase lo que se diga acerca de la invención de la pintura al óleo, Eyck fue el primero que mezcló los colores con las sustancias oleaginosas que se utilizaban para recubrir las pinturas acabadas y que seleccionó los óleos que más rápidamente se secaban y los pigmentos más claros y menos opacos para que los fondos claros o blancos lucieran a través de los colores en la medida deseada[238]. Como la plena luz del color, que por naturaleza es oscuro, no es provocada por lo que se refleja sobre éste, sino por la luz que lo traspasa, este descubrimiento respondió a las supremas demandas físicas y artísticas[239]. Pero, como neerlandés Eyck tenía un don natural para los colores. El poder de los colores era conocido tanto para él como para sus contemporáneos y llegó a tal dominio del mismo que el efecto que producían la vestimenta y los tapices (por sólo mencionar éstos) era más intenso que el de la realidad. Esto es propiamente lo que el auténtico arte debe lograr, pues la visión real está condicionada por innumerables accidentes del ojo y del objeto. Por el contrario el pintor trabaja siguiendo reglas que separan los objetos mediante la luz, los sombreados y el color, y los presentan en su óptima visibilidad, como deben ser vistos por un ojo sano y joven. Además Eyck dominaba el arte de la perspectiva en la representación de paisajes y de grandes edificios que ahora aparecían en lugar de aquellos míseros fondos y tapices dorados.
Pero ahora podría parecer sorprendente que digamos que él, desechando las imperfecciones mecánicas y materiales de un arte anterior, también renunció a una perfección técnica que, reservadamente, se había cultivado hasta entonces, en concreto la composición simétrica. Pero esto era propio de la naturaleza de una mente extraordinaria que cuando rompía la cáscara de las circunstancias materiales nunca creía que alrededor de él había todavía una barrera intangible intelectual contra la que luchaba en vano, a la que debía someterse o adaptar a sus propósitos. Las composiciones de Eyck son por lo tanto de una suprema verdad y dulzura, pero al mismo tiempo no satisfacían las más estrictas de las demandas del arte. Parece como si, de forma deliberada, hubiera evitado utilizar lo que sus predecesores hubieran conocido y practicado. En los cuadros que conocemos de él no hay ningún grupo que pueda compararse a los ángeles situados junto a Santa Verónica. Pero como ningún objeto nos puede atraer sin simetría, él, hombre con gusto y sensibilidad, la produjo a su manera y logró algo más atractivo que aquello, que siendo conforme a las reglas del arte, está falto de espontaneidad y sólo satisface a una mente calculadora.
Supongamos que hasta ahora se nos ha escuchado pacientemente. Supongamos que los expertos están de acuerdo con nosotros en que todo paso que se iba apartando de un arte rígido, anticuado y artificial y se acercaba a la verdad natural llevaba consigo una pérdida que sólo se reparaba poco a poco y con frecuencia en épocas posteriores. Entonces podremos estudiar lo peculiar de nuestro Eyck, pues estaremos en disposición de hacerle honores sin reservas a su individualidad. Los pintores holandeses antiguos ya estaban inclinados a representar todos las episodios tiernos que se encontraban en el Antiguo Testamento en cierto orden. Esto lo encontramos en la gran obra de Eyck de esta colección, que consta de una pintura central y dos tablas laterales, y en la que el reflexivo artista se ha propuesto representar una trilogía sucesiva con gran sensibilidad y buen juicio. A nuestra izquierda un joven angelical le anuncia a la Virgen, que tiene aspecto de niña, un suceso extraordinario (figura 18.2). En el centro la vemos como madre feliz, maravillada y absorta en el cuidado de su Hijo y a la derecha aparece llevando a su niño al templo para que sea consagrado, ya casi como una matrona que tiene una seria premonición de la admiración con la que acogerá al niño el sumo sacerdote. La expresión de sus tres caras y sus posturas, primero arrodillada, en segundo lugar sentada y luego de pie son atractivas y dignas. La relación entre las figuras en las tres pinturas demuestra una muy delicada sensibilidad. En la Presentación en el Templo hay también cierto tipo de paralelismo, conseguido sin tomar como referencia un centro, mediante la oposición de las figuras: se trata de una simetría espiritual tan sentida y reflexionada que nos sentimos atraídos y subyugados por la misma.

FIGURA 18.2. Rogier van der Weyden, Anunciación, ala del tríptico del altar de Santa Coloma [atribuida por Goethe a Jan van Eyck], Antigua Pinacoteca, Munich.
Del mismo modo que Jan van Eyck, como artista eminentemente reflexivo y sensible, ha sido capaz de conseguir una gran variedad en sus principales figuras, ha tenido mucho éxito en el tratamiento de los fondos. La Anunciación tiene lugar en una habitación cerrada y estrecha pero alta e iluminada a través de un ventanal situado en una de las alas. Todo en ésta es puro y agradable, como es propio de la inocencia que sólo sabe de sí misma y de su entorno más próximo. Los bancos junto a la pared, el reclinatorio, la cama, todo es elegante y pulcro. La cama con una colcha roja y su colgadura, al igual que el brocado de la cabecera, están maravillosamente pintadas. Por otra parte, la tabla central nos presenta un dilatado panorama, pues la noble pero derruida capilla del centro enmarca más que tapa los diversos objetos. A la izquierda del espectador, hay a cierta distancia una ciudad con muchas calles y casas, llena de movimiento y que aparece al fondo del cuadro dejando espacio al campo abierto. Éste, que está adornado con varios objetos rurales, acaba en una lejana extensión de agua. A la derecha del espectador aparece en la pintura un fragmento de un templo de planta redonda con varios pisos. El interior de esta rotonda se ve a través de los batientes de la puerta y presenta un magnífico contraste por su altura, amplitud y claridad con el pequeño cuarto de la Virgen. Si repetimos que todos los objetos de las tres pinturas han sido ejecutados con precisión magistral, el lector se podrá hacer una idea de la excelencia de esta bien preservada obra. Desde el conjunto de gastadas y desmoronadas ruinas, desde la hierba que crece en el techo derruido a la copa dorada llena de joyas, desde la vestimenta hasta los rostros, desde el primer plano hasta el fondo, todo es tratado con igual cuidado y no hay ningún fragmento de estos paneles que no gane al ser examinado con una lupa. Lo mismo se puede decir de una tabla aislada en la que Lucas esboza un retrato de la Santa Madre amamantando a su Hijo[240].
Y aquí aludimos al importante hecho de que el artista ha logrado en la composición la simetría que tan perentoriamente j exigimos y ha sustituido el neutro fondo dorado por una serie de medios de expresión artísticos. Aunque sus figuras no se mueven muy artísticamente en este espacio ni están relacionadas entre sí hay una disposición reglada que les prescribe unos límites determinados por medio de los cuales sus movimientos naturales y causales parecen estar controlados y resultan muy agradables.
Pero todo esto, a pesar de la exactitud y la concreción con que hemos intentado expresarlo, son palabras vacías si no se ven propiamente las pinturas. Sería muy deseable que de estos cuadros su dueños publicara grabados de tamaño medio fieles al original. Gracias a éstos cualquiera que no tuviera la suerte de ver las pinturas mismas podría examinar y enjuiciar lo que hemos dicho hasta ahora[241].
Al expresar este deseo tenemos aun más razones para lamentar que haya muerto muy pronto un hombre joven y lleno de talento que fue formado por esta colección. Su nombre, Epp, es todavía valioso para aquellos que lo conocieron, especialmente para los aficionados que poseen copias de obras antiguas que realizó de la forma más honesta posible, con fidelidad y esfuerzo. De todas formas no debemos desesperarnos, pues un artista muy capaz, el señor Kóster, se ha unido a los dueños apoyándolos en la conservación de esta importante colección. Como mejor demostraría su fino y consciente talento sería realizando y publicando los grabados que antes mencionamos. Si estuvieran al alcance de todos los aficionados, podríamos decir mucho más, lo cual en este momento, como ocurre habitualmente con la descripción oral de cuadros, llevaría a la confusión.
Acabo a disgusto aquí, pues hay mucho encanto y gracia en lo que se podría señalar a continuación. Poco más se puede decir del propio Jan van Eyck, pues siempre volveremos a él cuando hablemos de artistas posteriores. En los siguientes, al igual que en él, no necesitamos presuponer la influencia de extranjeros. Es una pobre ayuda para la comprensión de un talento extraordinario el intento de saber de dónde proceden los grandes avances que lograron. Al hombre que ha visto la naturaleza desde su niñez no le parece que esté pura y desnuda a su alrededor, pues la divina fuerza de sus antecesores ha creado un segundo mundo dentro del mundo. Está tan inmerso en hábitos impuestos, usos tradicionales, costumbres predilectas, valiosas tradiciones, preciados monumentos, útiles leyes y tal variedad de espléndidos productos del arte, que no puede distinguir lo que es original y lo que es derivado. Toma el mundo tal como le parece y está en su perfecto derecho.
Por lo tanto se puede considerar original al artista que trata los objetos que le rodean de manera individual, nacional y en última instancia tradicional y los constituye en un todo armónico. Cuando hablamos de alguien de este tipo es nuestro deber examinar su capacidad y su formación, luego su ambiente próximo, pues éste le ofrece objetos, habilidades y sentimientos y finalmente hemos de dirigir nuestra mirada hacia el exterior e investigar no tanto la cantidad de arte extranjero que conoció como la forma en que lo utilizó. Y es que el aliento de lo bueno, placentero y útil frecuentemente está presente en el mundo muchos siglos antes de que se pueda sentir su influencia. A menudo nos admira el lento progreso de las capacidades puramente mecánicas. Los bizantinos tuvieron ante sus ojos las inestimables obras del arte griego sin ser capaces de escapar del tedio de sus insulsas pinceladas. ¿Es noticiable que Alberto Durero estuviera en Venecia? Este excelente hombre sólo puede ser explicado por sí mismo.
Por ello espero encontrar el patriotismo al que tiene derecho todo Estado, país, provincia y hasta ciudad, pues si valoramos el carácter del individuo que no se deja llevar por las circunstancias externas, sino que las domina y las doblega, igualmente le reconocemos a todo pueblo y a todo grupo un carácter que se manifiesta en cada artista u hombre notable. Así se ha de actuar preferentemente cuando hablamos de valiosos artistas como Memmling, Israel van Meckenen, Lucas van Leyden y Quentin Massys entre otros[242]. Éstos se mantuvieron en sus círculos locales y nuestro deber es rechazar influencias extranjeras en sus características principales. Entonces aparecen Scorel, Heemskerk el joven y otros que desarrollaron su talento en Italia pero que no podían negar que eran holandeses. En ellos pudieron haberse reflejado las enseñanzas de Leonardo da Vinci, Correggio, Tiziano, Miguel Ángel, pero el holandés sigue siendo un holandés. La peculiaridad nacional es tan dominante en él que vuelve a encerrarse en su círculo mágico y rechaza toda influencia externa. De esta manera Rembrandt desarrolló un talento artístico supremo valiéndose exclusivamente de los materiales y las oportunidades que le ofrecía su entorno inmediato sin tener la menor idea de lo que fueron en el mundo los griegos y los romanos[243].
Si quisiéramos tener éxito en esta exposición, tendríamos que ir al Alto Rin y allí, tanto en Suabia, como en Franconia y Baviera, conocer las peculiaridades y particularidades de la escuela de la Alta Alemania. Aquí también sería nuestro deber preferente poner de relieve la contraposición entre ambas para conseguir que una escuela valore a la otra, que los extraordinarios hombres de una y otra se reconozcan entre sí, que no nieguen los avances ajenos y que emerja todo lo bueno y noble de ese sentimiento compartido. De esa manera le haremos los honores al arte alemán del siglo XV y XVI e irá desapareciendo lentamente toda la palabrería y exagerada alabanza que tan repugnantes le parecen al experto y al aficionado. Y es que podemos mirar con confianza más hacia el este y el sur y unirnos con gusto a nuestros vecinos y colegas.