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OBSERVACIONES ACERCA DE LA CELEBRADA PINTURA DE LEONARDO DA VINCI LA ÚLTIMA CENA[244]

(1817)

La Cena

CONSIDEREMOS ahora el objeto particular de nuestra atención, La última Cena de nuestro Señor[245], que está pintado sobre una pared del Convento delle Grazie de Milán [figura 19.1]. Si el lector tiene la posibilidad de tener ante sus ojos el grabado de Morghen[246] podrá entender nuestras afirmaciones, tanto las referidas al conjunto como a los detalles.

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FIGURA 19.1. André Dutterté sg. Leonardo da Vinci, La última Cena (grabado, detalle).

En primera instancia se debe considerar el lugar donde se pintó, pues aquí se manifiesta plenamente el talento del artista. Es difícil concebir un motivo más apropiado y noble para un refectorio que una cena de despedida a la que todo el mundo acabaría considerando santa.

En nuestros viajes vimos el refectorio hace ya algunos años, cuando todavía no estaba destruido. Frente a la entrada y al fondo, en la parte estrecha de la sala, estaba la mesa del prior, a ambos lados las mesas de los frailes, elevadas, al igual que la del prior, un escalón por encima del nivel del suelo, y entonces, cuando el visitante se volvía, veía en la cuarta pared, sobre una puerta no muy alta, una cuarta mesa a la que estaban sentados Cristo y sus discípulos como si formaran parte de la compañía. A la hora de la comida debía resultar interesante ver las mesas del prior y de Cristo en oposición mutua y, encerrados entre ambas, a los frailes comiendo. Por esta razón fue un acierto del pintor tomar como modelo las mesas de los frailes y tampoco hay duda de que el mantel con sus pliegues, las rayas de su estampado, y sus extremos abotonados procedían de la lavandería del convento. Las fuentes, los platos, los vasos y demás vajilla eran probablemente copia de los que utilizaban los frailes.

Por eso no era el propósito aquí el acercamiento a unas vestimentas antiguas y no del todo. En este lugar hubiera sido inapropiado que la santa compañía hubiera estado sobre almohadones. No. Había que acercarla al presente. Cristo tenía que celebrar su Cena junto a los dominicos de Milán.

También en otros aspectos la imagen debía producir un gran efecto. Las trece figuras estaban a una altura de diez pies sobre el nivel del suelo, superando en medio cuerpo el tamaño natural y ocupando veintiocho pies de longitud según la medida parisina. Sólo dos de ellas se ven de cuerpo entero en los extremos opuestos de la mesa, las otras son figuras de medio cuerpo, pero también aquí el artista sabe hacer de la necesidad virtud. Toda expresión moral se refleja sólo en la parte superior del cuerpo, en este caso los pies sobran. Aquí el artista produce once figuras cuyos regazos y rodillas están cubiertos por la mesa y el mantel y los pies que están debajo apenas deben ser visibles a una tenue luz.

Pero ahora trasladémonos al lugar, piénsese en la decorosa calma externa que reina en el refectorio monacal, entonces admiraremos al artista que supo cómo inspirarle a esta obra una poderosa emoción y una vida activa, y, al mismo tiempo que aproximó lo más posible la obra a la naturaleza, la puso en contraste con la más cercana de las realidades.

El estímulo que emplea el artista para que se agite en la mesa la santa y tranquila compañía son las palabras del Maestro: “Uno de vosotros me entregará”. Las palabras han sido proferidas y toda la compañía está desolada, pero Él tiene la cabeza inclinada y la mirada hundida, la actitud, el movimiento de los brazos, de las manos, todo parece repetir con celestial resignación las tristes palabras que el silencio mismo refuerza: “En verdad os digo que uno de vosotros me entregará”.

Antes de continuar debemos analizar otro gran medio por el que Leonardo le da vida a su pintura: el movimiento de las manos. Éste sólo puede ser percibido por un italiano. En su nación todo el cuerpo tiene vida: todas sus partes participan en la expresión de los sentimientos, de la pasión, del pensamiento. Por medio de diversas posiciones y movimientos de las manos el italiano da a entender frases como: “¡A mí que me importa!”, “Vamos, hombre”, “Éste es un picaro, cuidado con él”, “Ya no vivirá mucho”, “Ahí está”, “El que oiga que me atienda”.

Tal peculiaridad nacional tenía que atraer el interés del estudioso Leonardo que era extremadamente sensible a todo lo característico. En este aspecto esta pintura es única y nunca se le prestará suficiente atención. Cada gesto de la cara está perfectamente armonizado con cada movimiento del cuerpo, al mismo tiempo es fácilmente visible un admirable contraste entre la contención y la agitación de todos los miembros.

Las figuras a ambos lados del Señor deben ser contempladas de tres en tres y en conjunto, y así aparecerán como unidades que guardan cierta relación con las más cercanas. Junto a Cristo y a su derecha están Juan, Judas y Pedro.

Pedro, el más lejano, conforme a su vehemente carácter, se levanta rápidamente y se sitúa detrás de Judas. Éste, aterrado y mirando hacia arriba, se apoya en la mesa y aprieta fuertemente con la mano derecha su bolsa de monedas. Mientras, con la izquierda, hace un movimiento involuntario como si quisiera decir “¿qué significa esto?, ¿qué va a pasar?”. Entretanto Pedro posa su mano izquierda en el hombro derecho de Juan que está apoyado sobre él y señalando a Cristo parece decirle al discípulo amado que le pregunte quién es el traidor. De manera involuntaria apoya el mango de un cuchillo en las costillas de Judas lo que provoca, con un efecto artístico muy afortunado, el brusco movimiento de Judas hacia delante que incluso hace que caiga un salero. Este grupo puede ser considerado como el primero que se concibió para la pintura. Es el más perfecto.

Mientras que a la derecha parece ser tratado con cierto grado de emoción la venganza inmediata, a la izquierda parece quedar de manifiesto la más viva repugnancia y el rechazo de la traición. Santiago el mayor se echa hacia atrás, abre los brazos, se queda inmóvil, con la cabeza inclinada, como alguien que ya ve con los ojos la monstruosidad que sus oídos han escuchado. A Tomás se le ve por detrás de su hombro y avanzando hacia el Salvador eleva el índice de la mano derecha en dirección a su frente. Felipe, el tercero del grupo, completa éste de forma encantadora. Se ha levantado, se ha inclinado hacia el maestro, y pone la mano sobre su pecho como si dijera con claridad: “Señor, yo no soy. Tú lo sabes. Tú ves la pureza de mi corazón. Yo no soy”.

Y ahora las tres últimas figuras de este lado nos ofrecen materia para la contemplación. Discuten sobre la horrible nueva escuchada. Con un movimiento brusco, Mateo vuelve la cara hacia sus dos compañeros y con rapidez extiende las manos hacia el Maestro y así, con este admirable procedimiento artístico, une su grupo al anterior. Tadeo muestra la sorpresa, la duda y el recelo más vivos, ha posado la mano izquierda abierta sobre la mesa y ha elevado la derecha de forma tal que pareciera estar a punto de golpear con el dorso de ésta en la izquierda. Este movimiento se ve a veces en la vida cotidiana cuando ante un suceso inesperado un hombre dice: “No ves cómo lo había dicho”, “Ya me lo temía”. Simón está sentado con gran dignidad a un extremo de la mesa, por ello vemos su figura completa. Él, el más viejo de todos, está vestido con una rica túnica, su cara y sus gestos muestran que está afectado y pensativo, no agitado ni atemorizado.

Si llevamos la vista hasta el extremo opuesto de la mesa, vemos a Bartolomé sobre su pie derecho. Tiene el izquierdo plegado, su cuerpo está inclinado hacia delante y las manos sobre la mesa le sirven de apoyo. Está atento como si quisiera oír lo que el Señor le va a decir a Juan, pues, en definitiva, de este lado de la mesa parecen partir todas las incitaciones al discípulo predilecto. Santiago el menor, que está junto a Bartolomé pero detrás de él, apoya la mano izquierda sobre el hombro de Pedro, como Pedro sobre el hombro de Juan, pero mientras que Santiago lo hace con dulzura sólo pidiendo información, Pedro ya amenaza con la venganza.

Y al igual que lo hiciera Pedro detrás de Judas, Santiago el menor extiende sus manos detrás de Andrés. Éste, una de las figuras más importantes, tiene los brazos parcialmente levantados y las palmas de las manos extendidas, como viva expresión de sorpresa. Esta expresión sólo aparece una vez en el cuadro, mientras que es desafortunadamente repetida en muchas otras pinturas compuestas con menos ingenio y reflexión.