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RUYSDAEL, EL POETA[212]
(1816)
JAKOB RUYSDAEL, nacido en Harlem en 1635 y en activo hasta 1681[213], está reconocido como uno de los mejores pintores de paisajes. Sus obras satisfacen todas las demandas que los sentidos externos pueden hacerles a las obras de arte: la mano y el pincel trabajan libremente buscando la más precisa perfección. La luz, las sombras, la composición y el efecto del conjunto no dejan nada que desear. Una mirada es suficiente para convencer de esto a todo aficionado y experto. Pero aquí queremos verlo como un artista pensante, incluso como un poeta, y también en este respecto hemos de decir que le corresponde una alta valoración.
Como base significativa de nuestro argumento nos serviremos de tres cuadros de la Colección Real de Sajonia, en los que son representados con gran sensibilidad diferentes aspectos del mundo habitado, cada uno de ellos cerrado en sí mismo e independiente. El artista ha tenido el admirable buen sentido de comprender las ocasiones en las que la habilidad y el pensamiento puro concuerdan y le ha dado al espectador una obra de arte que es tanto agradable para el ojo como estimulante para la imaginación y el pensamiento y expresa una idea sin que al hacerlo todo se difumine o se torne frío. Tenemos frente a nosotros buenas copias de estos cuadros y por eso podemos hablar de las mismas con detalle y conocimiento de causa[214].
I. El primer cuadro [figura 17.1][215] nos muestra en un solo momento las etapas sucesivas del asentamiento humano en el mundo. Sobre una roca, dominando un estrecho valle, se eleva una vieja torre, junto a ésta hay edificios más nuevos en buen estado. Al pie de las rocas se encuentra la distinguida vivienda de unos terratenientes acomodados. Los ancianos y altos abetos que rodean ésta nos muestran que varias generaciones han disfrutado durante mucho tiempo y pacíficamente de esta heredad. En el fondo, en la ladera de una colina hay un pueblo de buen tamaño que también demuestra la fertilidad de este valle y lo acogedor y habitable que es. En primer plano un torrente corre sobre rocas y delgados troncos de árboles, de esta manera no está ausente este elemento que da la vida a todo y uno se imagina que más arriba y más abajo ésta será aprovechada en molinos de agua y fundiciones de hierro. El movimiento, la claridad y la situación de estas masas le dan una exquisita vitalidad a la calma del resto. Por ello esta obra es denominada La cascada. Satisface a todos, incluso a aquel que no tenga tiempo ni oportunidad de penetrar en el sentido del cuadro.

FIGURA 17.1. Jacob van Ruysdael, La cascada, Colección estatal de arte de Leipzig.
II. La segunda pintura, conocida por el nombre de El convento[216] tiene el mismo objetivo, aun si bien su composición es más rica y atractiva. Este objetivo es representar el pasado en el presente y lo consigue de la forma más admirable posible, uniendo con suma expresividad las visiones de lo vivo y de lo muerto.
A la izquierda el espectador observa un convento en ruinas, sin duda desolado, sin embargo detrás de éste se ven edificios en buen estado de conservación, probablemente la residencia de algún funcionario o recaudador que por aquel tiempo recogería los impuestos y diezmos. Estos edificios no parecen tener otra función vital aparte de ésta.
Frente a este conjunto se ve un círculo de tilos, que fueron plantados hace ya mucho tiempo, para mostrarnos que las obras de la naturaleza tiene una duración mayor que las obras de los hombres, pues bajo estos árboles se han congregado durante varios siglos numerosos peregrinos para descansar después de sus piadosos viajes a celebraciones eclesiásticas y ferias anuales.
Otra señal de que muchas personas afluían aquí y que este lugar fue el escenario de continuas idas y venidas lo muestran los pilares del puente que hay en el agua y junto a ésta y que ahora desempeñan la pintoresca función de obstruir la corriente y crear pequeños rabiones.
Mas la destrucción del puente no puede parar el tráfico vital que busca en todo lugar su camino. Los seres humanos y el ganado, los pastores y los viajantes, cruzan por los vados el río y le dan a su aspecto tranquilo un nuevo encanto.
Estas aguas son ricas en pesca todavía hoy en día como lo fueron en aquel tiempo en que la pesca era necesaria para los días de ayuno cuaresmal, de ahí que los pescadores vadeen el río en busca de sus inocentes habitantes para apoderarse de ellos.
Como la montaña del fondo parece estar poblada de pequeños arbustos, se puede deducir que en este lugar fueron talados grandes bosques y que en estos suaves promontorios creció vegetación joven y matorrales.
Pero en esta orilla un notable grupo de árboles se ha establecido en un suelo erosionado, quebradizo y rocoso. Allí hay una magnífica y vieja haya deshojada, casi sin ramas y con la corteza hendida. Para que no nos deprima, sino para que su tronco, magníficamente pintado, nos gratifique, ha sido rodeada de árboles llenos de vida, que van en ayuda del desnudo tronco con su riqueza en ramas y vástagos[217]. Esta exuberancia es favorecida por la cercana humedad que nos insinúan el musgo, los juncos y las plantas palustres.
Mientras una luz suave se filtra por el convento yendo hacia los árboles y, más allá, parece brillar en el pálido tronco del haya, se refleja en el pacífico arroyo y los rabiones y le da vida a todo, el artista mismo está sentado dibujando junto al agua, dándonos la espalda y esta escena, de la que tantas veces se ha abusado, la vemos aquí empleada de forma adecuada y efectiva. Aquí aparece como el observador, como representante de todos los que en el futuro mirarán la pintura y que se sumergirán voluntariamente en el espectáculo del pasado y el presente tan encantadoramente entreverados.
Esta pintura ha sido felizmente concebida de la naturaleza y felizmente ennoblecida por el pensamiento y como, además de eso, en ésta se hallan ofrecidas y cumplidas todas las expectativas del arte, siempre nos atraerá, mantendrá su bien ganada fama por todos los tiempos e incluso una copia nos dará una idea de los grandes méritos del original.
III. La tercera pintura [figura 17.2], por el contrario, está dedicada al pasado, sin otorgarle ningún derecho a la vida presente. Es conocida por el título de El cementerio[218] y se trata de un cementerio. Las tumbas, con su aspecto ruinoso remiten a un estado más allá del pasado. Son tumbas de sí mismas.

FIGURA 17.2. C. Lieber sg. J. van Ruysdael, El cementerio judío, Museo Nacional Goethe, Weimar (grabado).
En el fondo, envuelta en un aguacero repentino, se ven las pobres ruinas de lo que en otro tiempo fue una enorme catedral que apuntaba al cielo. Un muro de frontón aislado y fusiforme ya no resistirá en pie mucho tiempo. Todos los alrededores del edificio religioso, antes seguramente fértiles, se han asilvestrado y se han cubierto de arbustos y matas e incluso de árboles ya envejecidos y marchitos. Esta vegetación salvaje también ha invadido el claustro de la iglesia, de cuya serenidad piadosa ya no queda rastro alguno. Todo tipo de extrañas e imponentes tumbas, algunas con forma de sarcófago, otras distinguidas con placas de piedra, dan testimonio de la importancia de la diócesis y de qué importantes y pudientes familias descansan aquí. El desmoronamiento mismo de las tumbas parece realizado con un gran tacto y gusto místico y el ojo se detiene con gusto en el mismo. Pero después el espectador queda sorprendido pues a larga distancia presiente —más que ve— edificios de reciente y modesta construcción en los que están ocupados los que están de luto, como si el pasado no nos dejara tras de sí nada más que la mortalidad.
Pero la idea más importante de esta pintura también nos produce la más pintoresca impresión. Un amigable arroyo, por otra parte bien encauzado, ha sido probablemente obstruido y desviado por el colapso de algunos grandes edificios, y está intentando encontrar su camino entre las tumbas. Un rayo de luz, traspasando el aguacero, ilumina a un par de lápidas ya dañadas, a un tronco envejecido y, sobre todo, al caudal de agua que va avanzando, a su fulgor en cascada y a la espuma que produce.
Todas estas pinturas han sido muchas veces reproducidas y los aficionados las tendrán ante sus ojos. Aquel que tenga la suerte de ver los originales llega a tener conciencia de lo lejos que puede y debe llegar el arte.
En lo sucesivo buscaremos más ejemplos en los que el artista, en la pureza de su sentimiento y en la claridad de su pensamiento, se muestra como poeta, alcanza un simbolismo perfecto y, por la salud de sus sentidos externo e interno, al mismo tiempo nos fascina, enseña, descansa y revitaliza.