CapItulo 62
A
una velocidad de 0,87 Mach, volando sobre el océano Atlántico, a doce mil metros de altura, el piloto comunicó por radio la hora estimada a la que llegarían a su destino. No tenían forma alguna de buscar a Sam. El no habría querido que lo hicieran. Lo que él quería era que Maggie y el bebé estuvieran a salvo. Aterrizaron en el aeropuerto internacional de Turín a las seis de la tarde, menos de dos horas antes de la puesta del sol y del comienzo del sabbat, el sábado judío, pero fiel a su palabra el tío Simone estaba allí. Frances le había llamado con el teléfono móvil de la pareja del Buick y le había dicho que estaban en peligro. El tío Simone había respondido:
—Venid a casa.
Cuando los vio, Simone se frotó las manos y exclamó:
—Baruch Atah Adonai Eloheinu Melech loa-olam, shehecheyanu v'kiyamanu, v'higiyanu la'zman hazeh.
En italiano, le explicó a Felix que era el Shehecheyanu, una bendición que recitaban como alabanza y agradecimiento. Significaba: «Bendito sea el Señor Nuestro Dios, rey del universo, que nos ha protegido y sostenido, y nos ha concedido llegar a este gran día».
En aquel momento, Felix estaba sentado junto a su tío en el coche, mientras éste conducía por las calles de Turín. Frances y Maggie iban en la parte de atrás con el bebé. Maggie estaba bien físicamente, como si nunca hubiera estado embarazada, pero se había pasado todo el vuelo llorando. En cuanto al bebé, no se parecía a ella en nada salvo en una cosa. Maggie tenía una marca de nacimiento con forma de media luna debajo de la barbilla, y el niño, también. Por lo demás, a los ojos de Felix, podría ser hijo de cualquier mujer de Oriente Próximo. No iban a estar seguros nunca de quién era en realidad. Aun así, Felix se sentía en la obligación de bajar la voz cerca del bebé.
Pasaron en coche por la enorme piazza Vittorio, rodeada de soportales, desde la que se veía la cúpula de la iglesia Gran Madre di Dio, imponente sobre la verde colina de detrás. Cruzaron el Po y subieron por detrás de la iglesia la Strada Sei Ville, un camino privado de casas que quedaban colgantes en la ladera color esmeralda, hasta que el tío Simone se detuvo delante de las verjas negras de hierro que describía su padre en aquella carta, e introdujo una tarjeta en la cerradura. Al final de un corto paso de carruajes, llegaron a la gran villa de tres pisos, hecha de estuco, piedra y ladrillo, en la que había nacido su progenitor.
Felix se sentía transportado en el tiempo a un mundo del pasado que había estado esperando su regreso. Subieron por la doble escalera de piedra, y una mujer sonriente les salió al encuentro. Cuando la mujer extendió los brazos, Maggie le dejó que tomara en brazos al bebé y que le dijera mimos en italiano. Era Silvia, la mujer del tío Simone. Plegaron la prima Letizia y otra mujer, y también se entusiasmaron con el pequeño. Maggie sonrió por primera vez desde que salieron de Estados Unidos.
Frances se quedó de pie entre ellas. Felix no le había visto nunca una expresión tal de felicidad en la cara.
—Hay alguien más aquí, Flix —dijo ella—. Le dije que viniera cuando empecé a ver que había problemas.
Junto a la puerta vio una silueta cuya forma le resultaba conocida. Al principio no creía que fuera real. Era Adeline.
—¿Podrás perdonarme? —le dijo Adeline a Felix—. No pude soportarlo.
—Soy yo el que debo pedir perdón —dijo Felix.
Adeline pidió ver al bebé. Le miró el rostro y luego abrazó a Maggie. Entonces Felix la tomó entre sus brazos, y ella volvió a sentir en su alma lo mucho que le amaba.
Los Fubini aplaudieron cuando los dos se besaron, como si asistieran al final de una historia de amor que había comenzado en aquella casa hacía mucho tiempo.
Cuando el tío Simone anunció que debían prepararse para celebrar el sabbat, fueron a lavarse y a cambiarse de ropa, de modo que dieciocho minutos antes de la puesta del sol, comenzó la celebración. Adeline fue a la habitación de Felix. Aquella vez no tuvo que convencerle para que hicieran el amor.
Una vez que toda la familia estaba reunida en el comedor, el tío Simone llevó a la mesa dos paquetes envueltos y los abrió. En uno había un yarmulke azul con delicados bordados en el borde. Había pertenecido al padre de Felix y Frances. En el otro paquete había un pañuelo de un fino encaje negro; era de su madre.
—Felix, Frances, si deseáis llevarlos esta noche, podéis hacerlo. Son vuestros, para que los guardéis de recuerdo.
Felix miró aquella prenda de su padre perdido, el rostro del tío que tanto se parecía a su padre; la misma barba canosa, los mismos ojos redondos. Ya no le importaba si era católico o judío. La familia era la familia. Dios era Dios.
—Lo llevaré, tío.
Silvia era la que debía encender las velas, pero se hizo a un lado y se las pasó a Frances. Por primera vez en su vida, Frances encendió las velas del sabbat, y la emoción se reflejaba en el brillo de sus ojos.
* * *
A la mañana siguiente, en el sótano de la Gran Sinagoga de Turín, en un deslumbrante tempietto al que acudían para asistir a los servicios religiosos cotidianos, Felix se quedó de pie junto a los demás hombres, con su yarmulke azul en la cabeza y sobre los hombros el manto de oraciones al que llamaban taled. El rabino estaba en la magnífica tevah dorada de estilo barroco, en el centro del pequeño anfiteatro. Otro hombre situado también en la tevah sujetaba los enormes rollos decorados de la Torá, que habían traído del arca de oro del templo.
Adeline, Frances y Maggie se quedaron en la galería de las mujeres, en el piso de arriba, donde podían entrar y salir cuando quisieran. Sólo los hombres tenían la obligación de rezar en el templo, según les había explicado el tío Simone. ¿Cómo iba Dios a obligar a una mujer a ir al templo, cuando tal vez tuviera que ocuparse de un hijo enfermo? Aun así, daba la impresión de que estaban allí los mil judíos de Turín.
No había ninguna parte de la sala que pareciera estar prohibida a los niños. Mientras las profundas voces de los hombres se elevaban en las salmodias y las canciones, los niños subían y bajaban por los escalones del anfiteatro, entre sus madres y sus padres. Uno subió hasta la tevah y tiró de la túnica del rabino. Durante el servicio, los hombres tomaban a los niños bajo sus mantos y les bendecían.
Era una ceremonia espléndida, antigua, maravillosa. Cada vez que Felix miraba a la galería de las mujeres, veía el rostro de Frances húmedo por las lágrimas, y a Adeline, radiante, con la mirada vuelta hacia los pequeños. Había estado toda la noche entre sus brazos. Cada vez que veía a Maggie, alguna otra mujer estaba junto a ella con el bebé en brazos.
Cuando volvieron a la casa, todo terminó.
Al poco de haber llegado, sonó el teléfono. Felix no le prestó atención hasta que siguió sonando y nadie contestaba. Simone, Silvia y Letizia continuaron con lo que hacían, como si no lo oyeran.
—¿No deberías contestar? —preguntó Felix.
Simone sonrió.
—No, no. No podemos romper el sabbat. Ya volverán a llamar mañana.
Desde el otro extremo de la habitación, Silvia añadió con una voz alegre:
—Felix, debe de ser uno de sus amigos cristianos. Tiene amigos en todas partes. Supongo que la gente le quiere porque él los quiere. Tu tío conoce a todo el mundo.
Simone se encogió de hombros, como si le agradara aquella reprimenda de su esposa.
El teléfono volvió a sonar. Dos veces, y colgaron.
Esta vez, tanto Simone como Silvia dejaron lo que estaban haciendo y miraron el teléfono.
Volvió a sonar una vez, y colgaron. Silvia dejó sobre la mesa la bandeja de bocadillos que llevaba y se acercó a su marido.
Una vez más sonó el teléfono, y Simone se levantó y fue hacia él con su mujer al lado, y contestó.
—Pronto —dijo. Mientras escuchaba, el rostro se le ensombreció con gravedad.
Colgó, fue donde estaba Maggie y acarició con ternura la cabeza del bebé.
—Ayer, cuando recibí la llamada de Frances diciéndome que una madre y un niño necesitaban esconderse de quienes los perseguían, no me sorprendí. Pero ahora contádmelo, si queréis. ¿Es éste el niño del que hablan en las noticias? ¿Tu hijo es el clon... —Simone miró a Felix—, y mi sobrino es el que lo ha hecho?
Después de que Felix se lo tradujera, Maggie asintió con la cabeza.
El tío Simone lanzó un suspiro.
—Vaya, vaya, entonces es cierto. Nuestro pueblo no creerá en tu hijo, Maggie, igual que los otros. ¿Eres consciente de ello?
—No importa —dijo ella—. Yo sé que Dios lo envió, lo mismo que envió a Moisés y todos los demás, Buda, Confucio y los otros. Jesús dijo que había muchas moradas en la casa de su padre. ¿No sería esto a lo que se refería? Seguramente en nuestros días debe de haber más personas especiales aquí en la Tierra. Ángeles, espíritus benignos, como queramos llamarles.
Ella bajó la vista hacia el bebé.
—Este niño es uno de ellos.
El tío Simone oyó traducir a Felix y luego sonrió.
—Es cierto lo que dices, no importa —dijo Simone. Después se volvió hacia Felix y añadió—: Sobrino, siento tener que decirte que debes ponerte el sombrero.
Felix se preguntó dónde había oído antes esa expresión, entonces se acordó. Era la clave con la que habían advertido a sus padres de que los nazis estaban cerca. Alarmado, Felix preguntó:
—¿Quién ha llamado por teléfono?
—Una de las personas a las que les he pedido que estén atentos. Debes darle las gracias a Adeline. No te guardó el secreto. Estamos preparados —Felix atrajo hacia sí a Adeline, mientras Simone continuaba—. Ya tuvimos nuestro sistema de vigilancia cuando los nazis estuvieron aquí. Los italianos somos buenos en eso. Alguien se ha enterado de que tienes familia aquí y ha estado haciendo preguntas.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Maggie, cuando comprendió lo que contaba Simone—. ¿Voy a tener que huir siempre? ¿No he tenido ya suficientes pérdidas? ¿Por qué no pueden dejarme en paz con mi niño?
El tío Simone acarició la mano de Maggie.
—Si nos dejas te daremos refugio. Te mantendremos escondida y te protegeremos. Nuestra gente sabe cómo hacerlo. Si Frances y Felix están de acuerdo, tenemos un sitio, un lugar perfecto.
—Por supuesto que estamos de acuerdo —dijo Frances.
En el sótano de la casa, Simone abrió una puerta oculta y los llevó por un pasillo polvoriento, al tiempo que les explicaba que estaba permitido romper el sabbat, si había vidas en riesgo. Les dijo que aquel pasillo no había vuelto a utilizarse desde la ocupación nazi. Al final, Simone dio con los nudillos en una pared de madera. Se abrió, y Simone estrechó la mano de un hombre que vivía con su familia en otra casa de la ladera. Entregaron a Simone un juego de llaves, luego volvieron por el pasillo hasta la casa del tío. Al cabo de unos minutos, Felix y los demás iban en la furgoneta del vecino hacia la Strada Sei Ville. Al pasar junto a la casa de Simone, Felix vio las velas del sabbat a través de una de las ventanas, y a una familia sentada a la mesa ante la comida de la celebración. A todos los efectos, los Fubini seguían en su casa.
* * *
A las cinco de aquella misma tarde, Maggie estaba instalada en su nuevo hogar, en un pueblo situado a 115 kilómetros de Turín. Una mujer del pueblo ya había ido a preparar la vivienda, gracias a Simone, y seguía las instrucciones pertinentes respecto a lo que Maggie pudiera necesitar. Felix entregó a Maggie el dinero que le quedaba y se guardó sólo lo imprescindible para volver a Nueva York. Acordó con el tío Simone que ocultarían de alguna manera las futuras transferencias desde su cuenta bancaria a otra que abrieran en el pueblo.
—¿Estará a salvo? —preguntó Frances.
—Confía en nosotros —contestó Simone—. Confía en los italianos. Con el tiempo se darán cuenta de que aquí hay una persona escondida con su hijo, pero si aparece un extraño haciendo preguntas sobre ella, le dirán:
—Se confunde usted, aquí no hay mujeres negras.
Si el extraño insiste, dirán:
—Sí, tiene usted razón. En una época vivió aquí una mujer negra pero se fue, y no sabemos dónde está.
—Entre tanto —continuó Simone—, nos llamarán y nos dirán: «Ponte el sombrero». No te preocupes, sobrina. El 90% de los judíos italianos sobrevivieron a los nazis. En este país sabemos cómo salvar una vida.
Maggie y Felix, con el bebé tumbado en una cunita, pasaron sus últimos momentos a solas aferrados de la mano, casi sin poder pronunciar palabra. Aunque físicamente él la conocía con la intimidad con la que un médico conoce a su paciente, en aquellos instantes Felix se sintió turbado. Ella había cambiado. Parecía menos terrenal, no sabía si por la muerte de Sam o por el nacimiento del niño.
—Sam no te culpa de nada —dijo ella—. Está a salvo. Está aquí, en mi corazón.
Maggie puso la cabeza en el hombro de Felix y lloró mientras él la abrazaba.
—No puedo creerme que me esté despidiendo de ti y del bebé, Maggie, pero tengo que hacerlo. Debo regresar y convencerles de que jamás existió ningún clon. Después, no podré estar en ningún lugar próximo a ti ni al niño. Al menos durante un tiempo. Y Frances tampoco.
Vio en el rostro de ella la valentía que le había visto el día que le pidió ser la elegida.
—¿Crees que podrás convencerles? —fue todo lo que ella acertó a preguntar.
—Cueste lo que cueste, lo haré.
No hablaron más, tan sólo se abrazaron junto al hermoso lago.
Entonces Simone, Silvia y Letizia se alejaron en el coche en dirección sur hacia Turín, mientras Felix, Frances y Adeline se marchaban en dirección norte, en el taxi que habían contratado. Tuvieron suerte con el conductor, que se llamaba Piero, hablaba inglés y conocía bien la ruta por la que le pidieron que fuera. Prestaba poca atención a las señales de «Prohibido el paso» y se las arregló para hacerles reír con sus bromas.
Los llevó directamente a Domodossola, les ayudó a encontrar la casa del sacerdote y el bosque en los que se habían escondido los padres de Felix y Frances, cuando huían de los alemanes, un otto de septiembre de hacía cincuenta años. Los llevó en el taxi por el hermoso valle Vigezzo que recorrieron sus padres escondidos en un camión de heno, y vieron las lomas convertirse en colinas, y las colinas, en montañas, con las cumbres oscurecidas por las nubes. Llegaron a un pueblecito llamado Re, a tan sólo unos cuantos kilómetros de la frontera suiza, y encontraron la pensión en la que pernoctaron sus padres cuando llegaron los alemanes.
Después de un tiempo buscando, encontraron el pequeño cobertizo entre las vías en el que se habían escondido.
De nuevo en el coche, prosiguieron en paralelo a las vías del tren, pasando por colinas, montañas y arroyos. Piero se detuvo cuando le pidieron que lo hiciera, a pocos kilómetros de la frontera suiza, donde el ferrocarril atravesaba una pequeña colina. De lado a lado, un puente de caballete soportaba los raíles. Oyeron el ruido de la corriente del agua que se arremolinaba sobre las afiladas rocas.
Fue Felix el que bajó al pequeño claro del bosque, mientras Adeline y Frances lo observaban desde arriba. Encontró el árbol más alto y se arrodilló ante él. Plantó una estrella de David donde yacía el cuerpecito de su hermano, y rezó la oración del kaddish que le había enseñado Simone. Después regresó junto a las chicas, y cruzaron la frontera en el taxi hasta la ciudad en la que sus padres pasaron aquella terrible noche, cuando perdieron a su hijo y su padre tuvo que darle la espalda a todo lo que había conocido.
Almorzaron en un restaurante que encontró Piero, y Felix se preguntó si también allí habrían comido sus padres y si habrían hecho planes a la desesperada, como en aquel momento hacían ellos.