CapItulo 39
Sábado. Piso de Sam
E
n cuanto Sam llegó a su piso, se fue al frigorífico, sacó una cerveza Black and Tan, de McSorley, y se bebió la mitad de un trago. Si hubiese tenido algún licor más fuerte se lo habría tomado. Lo que sabía de Brown era suficientemente escalofriante, pero lo que le alarmaba más todavía era lo que desconocía. ¿Existía en realidad la posibilidad de dejar de estar al servicio del señor Brown? Si no, ¿qué le ocurría a los que lo intentaban?
En los once años que llevaba con Brown pronto notó la existencia de actividades más ocultas que las suyas. Una vez se topó con un hombre alto, de negro, y con otro que llevaba un abrigo largo de cuero, que salían discretamente por el garaje de Brown. Tras una simple ojeada, Sam decidió que sería más feliz si nunca se enteraba de quiénes eran ni de qué hacían.
Ahora en lo único que podía pensar era en sus brutales rostros. En eso y en la pregunta que había dejado a un lado durante once años: ¿incluía la postura del señor Brown, en proyectos importantes, el recurso de partirle la cabeza con un machete a niños pequeños? ¿Incluía no suministrar a África medicamentos contra el SIDA? ¿Incluía el asesinato? Había una pregunta que evitaba desde hacía un año. La mujer del secretario de Estado había pillado a su marido acostado con la hija de ella, que tenía de un matrimonio anterior, y había amenazado, en un arrebato, con sacar a la luz las sucias actividades de éste. Sam se había enterado de todo eso durante una juerga de borrachera llorona en la que el secretario se había venido abajo en el garaje de Brown, cierta noche. Desde entonces, Sam había procurado no pensar si la esposa había muerto a resultas de un accidente de automóvil o si Brown la había matado.
Mientras hacía las maletas, Sam consideró de nuevo su decisión de marcharse. No tenía elección. Si Brown se enteraba de quién era Maggie y decidía que su hijo no debía nacer, sus visitas de fin de semana no bastarían para impedirlo. Maggie necesitaría protección armada las veinticuatro horas, a cargo de alguien a quien no se pudiese comprar. Por desgracia, Brown tenía dinero suficiente para comprar a la mitad de los discípulos y de los santos. Sam era lo único que Maggie tenía.
No podía dejarla desprotegida mientras él se quedaba allí e intentaba superar en estrategia a Brown. Este no era de los que se dejan superar.
Así que Sam se había jugado el único as que tenía: Brown confiaba en él, le caía bien, tenía en cuenta el pasado y permitía que éste influyera en sus acciones y en sus planes. En once años, Sam nunca le había mentido, ni había tomado decisiones por su cuenta. Brown nunca sospecharía que Sam estaba involucrado en el tema del clon. Para Brown, eso sería como si Prometeo no robase el fuego del cielo, como si no cundiese el pánico en la costa este al creer que los marcianos de H.G. Wells ya estaban allí. Sam había conducido la nave, como se esperaba de él, adonde se le había ordenado durante once años. Para Brown, amotinarse no era una de las características de Sam. Pensaría que Sam tenía escrúpulos, como él mismo había manifestado.
Decidió aprovechar el plazo que Brown le daba y esperar una semana más o menos antes de hacer definitiva su renuncia. No tenía sentido acelerar las cosas. De momento, sólo tenía una preocupación, ¿permitía Brown que le abandonasen las personas clave?
Alguien llamó a la puerta y él se quedó helado, a la escucha. Descolgó la pistolera del gancho de la pared y sacó el arma. Se repitió la llamada. Sam reculó hasta la pared, junto a la puerta, y dijo:
—¿Quién es?
—Sam, soy yo —dijo una voz de mujer.
Sam frunció el ceño.
—¿Y quién es «yo»?
—¿Te acuerdas de la cocina de la sala de baile?
Miró al techo y susurró:
—¡Oh, cielos! ¿Por qué ahora?
Abrió la puerta y se quedó donde estaba. Oyó sus tacones antes de verla. Ella entró, diciendo:
—¿Sam?
Él cerró la puerta con el pie, y allí estaba su bailarina. Ella se giró, con la gloriosa melena cayendo como una cascada sobre el brillante impermeable rojo que llevaba ceñido con un cinturón. Hacía juego con los tacones de aguja rojos y con las uñas rojas.
—El señor Brown me indicó que te dijera que soy la zanahoria.
Despacio, se desabrochó la prenda de abrigo y la abrió. Debajo estaba desnuda, su piel resplandecía como la luna bajo la mortecina luz de la habitación, llevaba unos polvos brillantes, que relucían como estrellas, en sus cabellos. Mientras Sam estaba allí de pie, asimilándola, ella se puso a mover el vientre, con gracia, en sentido circular, lo que provocaba que sus asombrosos pechos se elevaran ligeramente y luego botasen, y que su pelvis se moviese arriba y abajo. No demasiado. Sólo lo suficiente para poner a Sam al rojo vivo.
—Nena, ¿cómo diablos te llamas? —dijo, con la voz ya ronca.
—Me llamo Coral y aquí me tienes hasta cuando quieras.
Con la pistola en la mano caminó alrededor de ella.
—Continúa con lo que haces. Deja caer ese abrigo y aléjalo de ti con el pie.
Ella hizo lo que le decía y él registró la prenda en busca de armas, pero no encontró ninguna. Tampoco esperaba hallarlas. Aquella mujer era una prostituta, no una asesina, una puta única en su clase, etiqueta negra, de las que te hacen pedir clemencia. Dejó la pistola a un lado y dio vueltas alrededor de ella, sin tocarla, sólo la observaba mientras se movía. Muy despacio, ella elevó los brazos por encima de la cabeza e hizo que el vientre rodase más profundamente. Sam se puso a gemir. Aún así no la tocó. Deseaba recordar aquella imagen. Ella le sonrió y sacó la lengua entre los dientes, moviendo el vientre, las caderas, los pechos. Cuando Sam estuvo detrás, ella miró hacia atrás, le hizo un guiño, abrió las piernas y se inclinó completamente hacia adelante, doblando la cintura, de modo que barría el suelo con la melena, al tiempo que le ofrecía la visión de algo que había estado tapado por más pelo de color castaño: el sexo más bonito del mundo.
Sam lanzó un gemido y estiró una mano hacia ella, mientras se desabrochaba el cinturón con la otra. Coral se dio cuenta de que él había eyaculado. Se giró en redondo, le acarició y le abrazó, mientras Sam acabó de correrse en los calzoncillos.
—Hacía tiempo que no lo catabas, ¿eh? —dijo ella cuando él dejó de temblar.
Sam pensó en Maggie. Luego cayó en la cuenta de que Brown seguramente sospecharía de él si no se follaba a Coral. No podía ser de otro modo. Tenía que tirársela.
—No te preocupes, cariño, eso era sólo un aperitivo.
La llevó a la cama y tuvo conocimiento carnal de ella en todas las posiciones que pudo imaginarse durante casi una hora. Aquella mujer era una profesional y sabía cómo alargarlo, aunque el sudor corría por la piel de Sam mientras se movía sobre ella, y se miraban a los ojos. Al final, Coral lo premió. Sus pezones se pusieron erectos, y cambiaron a un tono rojo escarlata, y ella se dejó ir, gritando a medida que llegaba. Él la observó con ansia y luego se corrió también.
Mientras Coral yacía amodorrada a su lado, él tomó una horquilla que colgaba de su pelo y la colocó en su sitio.
—¿Diamantes, eh? ¿Es un micrófono? —preguntó.
Ella lo miró con ojos avispados y dijo:
—No.
—¿Si lo fuese, me lo dirías?
Se le dibujaron hoyuelos en las mejillas y dijo:
—No.
Él se rió entre dientes y se dio cuenta de que no sabía nada de ella.
—Es justo pero, cuéntame, ¿cómo te metiste en esto?
Tenían las luces apagadas, las persianas bajadas. Por la inclinación de los escasos rayos de sol que lograban entrar, él adivinó que serían sobre las tres de la tarde.
—¿Toda la verdad y nada más que la verdad?
—Sí, seguro.
—Yo era una tierna jovencita —ella cerró los ojos y acarició con los dedos los pectorales de Sam—. El señor Brown me vio en una revista. Yo no le dejaba que me tocase, sin embargo él, durante tres meses, puso el mundo a mis pies: ropa, dinero, aviones privados, noche inaugural en La Scala, de Milán.
—¿Y luego, qué?
—Desapareció —ella dio un chasquido con los dedos—. Así. Me veo de nuevo en el coro, pobre de mí. Pasan otros tres meses y una noche se presenta su mayordomo entre bastidores con una caja de confección. Dentro hay un vestido de satén negro sin tirantes y unas zapatillas negras. Me pongo todo eso, me lleva hasta una limusina y allí está Brown con unas flores que parecen campanas de satén. Me cuenta que son lisianthus negras, tan singulares como yo. A su lado hay un actor con un Oscar en el regazo. No puedo decir quién es, pero le conoces. Las chicas nos derretimos por él. Al Hambra era entonces el restaurante más de moda. ¿Te acuerdas de las partidas de bingo?
Sam se acordaba. Durante casi dos años, el Al Hambra atrajo a multitudes elegantes. Las limusinas del edificio iban allí cada dos por tres.
—Sí, tenías que conocer a un tío que conociese a un tío que tuviese el número de reserva.
—Nosotros, no. Brown reservó todo el local. Hizo que unos músicos tocaran cítaras en la habitación de al lado. El restaurador mismo, que era el propietario, cocinó y sirvió la comida. Ni el presidente habría podido entrar aquella noche.
—¿Y luego, qué?
—Mientras paladeamos un brandy, más viejo que el país, Brown sacó un collar de esmeraldas y diamantes. Esmeraldas grandes y diamantes. Sólo tenía que permitirle al actor que viera mis pechos.
—Vaya, vaya. O sea, que eso fue todo.
—Sí. Lloré un poco, así que Brown le dijo al tío que si me ponía la mano encima sin mi permiso, lo lamentaría toda su vida. Yo pensé que lo decía en serio, el tío pensó que lo decía en serio.
—¿Se los mostraste, entonces?
—Se los mostró Brown. Abrió la cremallera del vestido, me lo bajó con lentitud y luego me colgó el collar del cuello mientras el tipo miraba embobado. El tío no dijo ni una palabra más.
—Lo más seguro es que no pudiese —Sam acarició un pezón rosáceo que coronaba un pecho perfecto—. ¿Cuándo fuiste, ya sabes, hasta el final por primera vez?
—Seis meses después. En el mismo restaurante. El mismo tipo miraba boquiabierto. Más lágrimas. Me extiende un cheque por diez de los grandes, veinte, cincuenta. Le dejo que me toque las tetas, pero nada más. Pronto me extiende un cheque por cien de los grandes. Cuando volvió el chef, el tío estaba de rodillas, haciéndomelo en la silla.
—¿Brown miraba?
—Desde luego.
—¿Dijo algo?
—Me dijo que me corriese.
Sam le dio unas palmaditas en el hombro—¿Tendría yo que sentir pena por ti, nena?
Coral sonrió con los ojos cerrados aún.
—Hasta hace un rato, había sido el mejor sexo en toda mi vida.
Le acarició la mejilla. Volvió a pensar en Maggie.
—¿Cuáles son, entonces, las instrucciones que te han dado? ¿Qué te dijo el señor Brown?
Coral se acurrucó contra él y abrió un ojo color avellana.
—Te lo he dicho. Yo soy la zanahoria. ¿Funcioné?
—¿Conmigo? Puedes apostar que sí. ¿Para él? —Apartó la vista—. No podrías.
Ella se incorporó en el lecho, sin cubrirse. Si ella era la tentación y lo que habían hecho, pecado, entonces estaba destinado al infierno, no podía evitarlo ni aunque lo intentase. Tenía una sofisticación de la que carecían las putas del muelle, y también tenía toda la desfachatez de aquéllas.
—Supongo que sabrás lo que haces —dijo ella—. El no se enfada de verdad por cosas pequeñas, como aquellos minutillos no autorizados en la cocina. No le molestó tanto. No le puedes contrariar en asuntos grandes, sabes. Yo me imagino que esto es bastante grande porque si no, no estaría yo en el lote.
Sacó la lengua y trazó un círculo con ella.
Sam sonrió.
—¿Ah, sí?
—Me tenía programada para un ayudante de primer ministro esta noche.
Él le dio una palmadita en la barbilla.
—Eso cuadra.
—Sí. Por eso adivino que estás involucrado en algo gordo. Le gustas, ¿sabes?
Sam lo sabía. Le abarcó los pechos con las manos y pensó que él también habría pagado cien de los grandes sólo por tocarlos, como el actor.
—¿Cuánto tiempo tienes para persuadirme?
—Como te dije, yo me quedo hasta que me digas que me vaya. Una vez que me haya ido, no habrá repetición, pero tengo la sensación de que...
—¿Qué?
—De que, si haces lo que dice el señor Brown, puede que consiguieses una recompensa.
Se le habían puesto duros los pezones y se apretó contra las manos del hombre. Eran como pequeños hierros de marcar reses sobre las palmas. Le pedía quedarse más tiempo, quizá toda la noche. Él tenía que aceptar. Deseaba aceptar. Parecía como si volviese a tener las hormonas de la adolescencia.
—Dame un segundo, ¿vale?
Saltó de la cama y, sin dejar de sonreír, tomó el teléfono móvil que había comprado y se lo llevó a la cocina. Ella no debía escuchar su llamada. Abrió el grifo todo lo que daba. Con el teléfono pegado a él, tecleó el número de Felix, y cuando Felix descolgó, le dijo que no volvería allí esa noche, pero que lo mejor sería que él leyese la sección de artículos del London Times y que sintonizase la CNN. Como de costumbre, Sam activó el código de seguridad cuando colgó por si alguien se apoderaba de su teléfono.
Cuando regresó al dormitorio, Coral tenía una sorpresa para él. Yacía con la cabeza a los pies de la cama, la parte superior de su cuerpo cubierta hasta la cintura por sábanas, con la parte inferior destapada. Sus dedos trabajaban entre los muslos. Diablos, sí sabía atraer la atención de un hombre.
Sam se tiró sobre la cama para participar.