CapItulo 27

Cuatro menos cuarto de la tarde.
Palisades Parkway

 

 

E

n un coche Lincoln Town que tomó prestado del parque de vehículos del edificio, Sam cruzó la frontera del estado de Nueva Jersey al de Nueva York y se detuvo en la primera gasolinera, ya en las Palisades. Estaba en una isleta central que dividía el tráfico en dirección norte y sur. Se compró un mapa del condado de Rockland y lo extendió sobre el asiento del coche. Tardó un rato en encontrar Cliffs Landing. Se lo había dejado atrás hacía ya unos cuantos kilómetros.

Logró enterarse de que los Rossi no se habían ido en avión aquel día y, al principio, no encontró ninguna prueba de que tuvieran una segunda residencia. Estaba a punto de rendirse y esperar hasta que hubiera algún movimiento de tarjetas de crédito, cuando se acordó que los Rossi tenían una tía que había muerto hacía poco. Llamó a la iglesia de santo Thomas More y se enteró del nombre de la tía: Enea Evans. Unas cuantas pesquisas más y había acabado por llamar al Registro de la propiedad del condado de Rockland. Y Sí, Enea Evans era la propietaria de una finca de una hectárea y media con vivienda, situada en el número 200 de Lawford Lane, en Cliffs Landing. Antes de salir, se ató al hombro la funda de la pistola bajo la chaqueta negra de cuero.

Una cosa que había aprendido de ser detective privado era que nunca debía acercarse desarmado a lo desconocido.

Sam dobló el mapa y se dirigió hacia el sur, llegó a la salida de la autopista, la tomó y se dio cuenta de que estaba perdido. En Cliffs Landing no había prácticamente ninguna señalización de las calles, y los pocos nombres que conseguía ver no aparecían en el mapa. No tenía tiendas ni gasolineras ni edificios públicos de ningún tipo, sólo una iglesia con las puertas cerradas y ni un solo coche en el aparcamiento.

Lo demás eran residencias privadas. La mitad debían de haber costado un brazo, una pierna y una sección del torso. Las otras eran de tamaño modesto. Sam se imaginaba que los propietarios de aquellas casas y sus antepasados llevarían viviendo allí tanto tiempo que no venderían con facilidad.

Lo que más le sorprendía de aquel lugar era la sensación de aislamiento. Había sólo carreteras de una sola dirección que giraban a un lado y a otro. Árboles cargados de musgo extendían sus ramas, y sus arrugados troncos parecían tan viejos como el campo que los rodeaba. No había nada en Cliffs Landing que diera la bienvenida al recién llegado. Nada decía: «Que vuelva pronto». Lo que Landing decía era: «Aléjese de aquí, éste no es su hogar, si se ha perdido, dé la vuelta y váyase». Una enorme vivienda tenía vallas todo alrededor y un gran cartel que advertía que había perros peligrosos. En la mayoría no había ni vallas. La falta de letreros que indicaran los nombres de las calles o los números visibles de las casas, las estrechas carreteras sin aceras, los imponentes árboles, el mismo aire de Cliffs Landing los protegía. Vivir allí sería probablemente delicioso; ir de visita, no.

El coche Lincoln Town de Sam llamaba la atención, dando vueltas y vueltas pesadamente, de delante hacia atrás, y vuelta a empezar, hasta que inesperadamente vio un cartel en el que ponía: «Lawford Lane».

Se adentró por esa calle, mientras se preguntaba cómo iba a encontrar el número 200 de Lawford Lane entre todos aquellos árboles y residencias ocultas.

Estaba oscureciendo. Se sentía rígido de ir sentado en el coche. Tenía hambre y necesitaba orinar. Sin saber qué hacer, condujo hasta el final de Lawford Lane y aparcó en la hierba, detrás de un muro. Salió del camino y vio que un denso bosque se extendía tras el muro. Un sitio perfecto para aliviarse. Sam no sabía por qué a la mayoría de los hombres les gustaba orinar al aire libre. Tal vez fuera un instinto latente para marcar territorio. Después siguió la dirección del río Hudson, sabiendo que debía de estar colina abajo, entre aquellos árboles. El camino se hacía cada vez más empinado. Oyó el sonido del agua que caía. Justo en ese momento se acordó de por qué le llamaban a aquel paseo los Palisades.

Sam se detuvo a tan sólo unos metros de lo que bien podía ser un muro de acantilado de unos noventa metros de caída. No le costó trabajo encontrar la cascada que había oído. Caía en cortinas de agua sobre las orillas y se encauzaba después por el Hudson; el tipo de lugar que conocerían todos los niños de Cliffs Landing y al que irían a menudo.

Sam se habría quedado allí, descansando, disfrutando de la cascada y de los rayos de luz que atravesaban el río de no haber sido porque necesitaba averiguar si Maggie estaba allí y por qué.

Sabiendo que la casa debía de estar cerca, fue hacia el norte por el acantilado hasta que vio un muro de piedra entre los árboles, demasiado simétrico para ser natural. Con los prismáticos vio que era una de esas casas de piedra, madera y cristal que siempre le habían maravillado. Silbó con suavidad. No había nada artificial a la vista. Era el tipo de casa que construiría un fanático de la naturaleza, siempre que estuviera forrado de dinero. Sam se preguntó si habría entrado algo de plástico en aquella casa, quizás un cepillo de dientes, un cartón de zumo de naranja, pero nada más.

El sitio era fantástico. Era el tipo de lugar que poseerían los Rossi. Pero ¿por qué la gente que construía casas con paredes de cristal no se preocupaba de que otros pudieran ver lo que había dentro? Sam se acercó poco a poco y exploró lo que parecía ser el salón. Había allí una mujer con una revista en la mano e iba pasando las páginas, se levantó y se fue. Parecía Frances Rossi, pero no estaba seguro.

Dio la vuelta hacia la parte de atrás por la casa de la izquierda y llegó a lo que era probablemente un jardín. La hiedra subía por la pared que lo cercaba. Sam pensó que era lo suficientemente espesa como para taparle. Se metió dentro, se agachó y miró a través de la hiedra a un estanque de peces que estaba rodeado de guijarros blancos. Unas puertas acristaladas daban al jardín. Ni siquiera con los prismáticos conseguía ver el interior. Una mujer estaba sentada sola, viendo la televisión. Al principio, no lograba ver quién era. Esperó, necesitaba confirmar que aquél era el sitio y, si podía, ver lo que pasaba. Después, ya supo lo que decir cuando llamó a la puerta principal.

Vio una figura en la puerta, un hombre. Cuando encendió la luz, Sam reconoció a Felix Rossi.

—Los has encontrado, Flanagan —se dijo Sam a sí mismo, felicitándose.

Felix llevaba encima una bata de laboratorio y guantes quirúrgicos y sujetaba una bandeja con una tapa. Sam reconoció a Maggie sobre el sofá floreado. Iba en zapatillas, pijama y una bata. ¿Qué se traería Rossi entre manos? ¿Con qué derecho entraba así como así en el dormitorio de ella?

Sintiendo por dentro que la irritación iba en aumento, vio que Rossi ponía la bandeja sobre la mesa, le metía a Maggie un termómetro en la boca, y después miraba algo que tenía ella sujeto a la muñeca. Tal vez Maggie sólo tuviera un resfriado o la gripe.

Esa falsa ilusión se desmoronó con lo que ocurrió a continuación. Rossi se sentó junto a ella; Maggie se quitó la bata. El doctor destapó la bandeja, cogió una jeringuilla y la rellenó. Luego Maggie se bajó el pantalón del pijama, se levantó la parte de arriba y dejó al descubierto la parte baja de la espalda. Él le limpió la piel con un algodón y le inyectó el contenido de la jeringuilla, después tapó el sitio donde la había pinchado con una tirita redonda. Fuera lo que fuera lo que estaban haciendo, él la trataba de forma mecánica, como si no fuera una persona.

Mientras Maggie se estiraba la ropa, Rossi depósito la jeringuilla en la bandeja y dejó caer la cabeza como si estuviera deprimido.

Sam observaba, enrabiado, cómo Maggie lo consolaba. Por las actitudes que veía, no podía decirse que Rossi intentara tirársela. Eso Sam lo podría comprender y perdonar. Ella no era para él más que un conejillo de Indias. En lugar de preocuparse por Maggie, estaba allí, gimoteando como un pelele.

Sam intentó dominarse. ¿Qué demonios hacía allí escondido, entre la hiedra? Pero no podía apartar la vista de ellos. ¿Dónde estaba la sensata rudeza de Maggie? Ella no permitía nunca que nadie le pusiera la mano encima, y eso le incluía a él, así que ¿qué estaba pasando?

En cualquier caso no era asunto suyo. Maggie era una adulta y podía tomar sus propias decisiones. Pero era una mujer, y Sam era un hombre. Ella no podía saber lo que él había hecho. Hombres había sólo de dos tipos: los que hacen todo lo que pueden por proteger, o al menos por no herir, a los indefensos, y los mequetrefes cabroncetes que son un peligro para todo el que conozcan. Siempre que Sam había salido a navegar, había habido a bordo algún cobardica sabelotodo que había estado la mitad del tiempo a punto de hundir el barco. Era evidente que Rossi era uno de ésos.

Si a Maggie le ocurría algo por culpa de ese gilipollas, Sam se sentiría responsable, como si la tuviera que haber protegido, haberle ayudado a mantener su rudeza.

Parecía que Maggie le suplicara algo a Rossi. Se había puesto de rodillas e intentaba levantarle la cabeza.

Sam no podía aguantar más. Le hervía la sangre, como le hervía cuando era joven en los bares de marineros, por una mujer, una apuesta o incluso por una palabra más alta que otra, salvo que esta vez no iba borracho y se trataba de Maggie, su amiga. Saltó por encima del muro, atravesó corriendo los guijarros blancos y golpeó las puertas acristaladas.