CapItulo 32
Domingo por la mañana. Cliffs Landing
-¿M
aggie? ¿Cuánto tiempo llevas despierta?
Felix se había sorprendido al oírla cantar en la cocina:
—Jesusito de mi alma, te obligaron a nacer en un pesebre. Dulce niño de María, no sabían quién eras.
Aquel día, Felix lo tomó como otra señal.
Ella bajó el trapo con el que le sacaba brillo a la nevera de acero inoxidable y se inclinó junto a la puerta resplandeciente.
—¡Toda la noche!
—¡Ay, no! Debes de estar agotada.
—Estoy agotada, y hoy más que nunca. Ya sé que Sam dice que tenemos que ser cuidadosos con lo de la seguridad, pero ¿no podríamos ir a misa, hoy nada más? Me haría mucho bien. Si no puedo comer...
—No has comido, ¿verdad?
—Usted me dijo que no comiera hasta después de las doce de la noche, pero ya sabe el viejo dicho: «Si no puedes dormir, come. Si no puedes comer, duerme». Y como yo no puedo hacer ninguna de las dos cosas, al menos podría aliviar mi alma.
Felix tampoco había dormido bien. Aquella misma tarde, o se traían entre manos un proyecto fallido o los preembriones de Cristo en una bandeja de cultivo. Fue hasta donde estaba Maggie y le desató el delantal, intentando sonreír animosamente. Todo el tiempo había sido una colaboradora valiente, pero aquel día iba a ser difícil para ella. La tomó de la mano y salieron por la puerta de la cocina a caminar en silencio por Lawford Lane, ocultos en la neblinosa mañana.
Llegaron al camino principal donde estaba la iglesia, aún de la mano como una pareja, porque aquel día en cierto modo lo eran. Pronto estuvieron en la pradera semicircular que se extendía frente a la iglesia presbiteriana, casi idéntica a como estaba en 1863, cuando fue construida. A la derecha, una picea extendía sus ramas. A la izquierda se mantenía bien erguido un roble, con el tronco plagado de cicatrices y las ramas insólitamente enroscadas de aquella forma extraña en que lo hacen los robles en el valle del río Hudson. En su juventud, Felix había escalado aquel árbol, huyendo en juegos del centauro sin cabeza.
Por el sendero de gravilla que bordeaba la pradera, los parroquianos llegarían al cabo de tres horas para la primera misa. Felix acudía allí en raras ocasiones, pero le encantaba aquella pequeña iglesia blanca, con su desproporcionado tejado a dos aguas cubierto de guijarros de pizarra, cuatro ventanas abuhardilladas a cada lado y la aguja del campanario sobresaliente del tejado frontal sobre columnas. Bisagras de hierro originales o copias decorativas soportaban la doble puerta gótica arqueada del nártex. Las puertas estaban cerradas.
—Aquí no hay nadie —dijo Maggie.
—Verás como sí.
Felix marcó el camino hasta una puerta lateral. De niño había hecho aquel camino muchos domingos por la mañana, para visitar al reverendo Calvin Prickett, quien llegó a ser una gran amigo a causa de un vergonzoso accidente. Felix se había dejado atraer por una niña a jugar bajo su vestido el verano en que él tenía catorce años, pese a la culpabilidad que sentía. El pastor los pilló. No se lo dijo nunca a nadie, pero los invitó a ir por allí los domingos por la mañana. En su despacho, les contaba historias hermosas y sabias de la Biblia.
Felix y Maggie entraron a un pequeño pasillo alfombrado diciendo:
—¿Hola? ¡Hola!
—Aquí atrás —gritó una voz.
Encontraron al viejo Cal en su despacho, con el mismo aspecto que tenía cuando Felix era joven: pantalones color caqui y camisa a cuadros. La única diferencia eran las arrugas y el pelo gris. Él se levantó cuando entraron.
Le siguieron y entraron en el coro y el presbiterio, dejaron el órgano a la izquierda y tres bancos de coro con cojines rojos, a la derecha. En el centro había una sencilla mesa de madera con dos candelabros que flanqueaban una cruz plateada. La tenue luz que se filtraba por las vidrieras dejaba a oscuras las diez filas de bancos de madera acolchados. Felix oyó que Cal apretaba un interruptor y se hizo la luz en la habitación. Los tubos del órgano brillaban escandalosamente.
—Tenemos gente del teatro en la congregación, ¿sabe usted? ¿A que es bonito?
Maggie asintió con la cabeza y se sentó en una de las sillas del coro con respaldo de mimbre, mientras Cal llevó a Felix a tomar asiento. Seguían siendo amigos, como lo era la gente en Landing, desde una distancia respetuosa pero con amabilidad. Felix vaciló, pero la ansiedad en el rostro de Maggie era innegable. Necesitaba sentirse bendecida y él también.
—Cuéntame lo que sea, Felix —dijo Cal, con la intuición del pastor—. No saldrá de esta habitación, ya lo sabes.
—¿Lo que sea? —preguntó Maggie.
Felix asintió y tomó asiento.
—He hecho una cosa imposible, Cal. Algo que sorprendería mucho al mundo de la ciencia, me garantizaría publicaciones en los medios más prestigiosos, y me haría ganar premios y galardones si los quisiera. He obtenido un 50% de éxito en clonar embriones sanos de diversos mamíferos. He conseguido ADN antiguo y lo he cultivado con éxito. Tengo las células vivas aquí, en mi laboratorio.
Se hizo el silencio entre los tres.
—¡Enhorabuena, Felix! Suena a que has hecho un verdadero avance. ¿Estoy sorprendido? Pues no. Todos nosotros aquí en Landing sabemos que eres brillante.
De nuevo hubo una pausa.
—Es un ADN humano, Cal. Hoy voy a realizar el cultivo de los óvulos de Maggie, extraerles el núcleo y sustituirlo con una célula que contiene ADN antiguo. Voy a hacer varios de hecho, con la esperanza de que uno al menos sobreviva cinco días. Después lo trasladaré al útero de Maggie. Al cabo de otros siete días, quizá diez, sabremos si está embarazada. En caso afirmativo, estará gestando un clon humano.
Felix oyó resoplar a Cal, mientras se levantaba de su asiento.
—Ya entiendo, es increíble —se detuvo con incertidumbre en el presbiterio—. Increíble. ¿Estoy sorprendido? Sí, un poco ahora, la verdad —se detuvo frente a Maggie—. ¿Usted va a ser la madre del primer clon de... de una persona antigua? —miró a Felix—. No es peligroso, ¿verdad?
—Puede que un poco, pero estamos preparados —dijo Felix.
Cal reanudó el paseo.
—Es extraordinario. Pero deberíamos hablar de las cuestiones éticas, claro está... —entonces, se interrumpió—. ¿Qué antigüedad dices que tiene el ADN?
—Es muy antiguo.
—¿No será un hombre primitivo o algo así?
—No, no. No es eso.
Felix se sintió más seguro de que Cal fuera la persona indicada, aunque sólo fuera porque necesitaban alivio espiritual y oraciones. Desde la primera historia que contaron en la CNN, Felix supo que sus posibilidades se habían visto reducidas. No habían llegado a decir su nombre, pero algún día los periodistas le encontrarían. Tomó la llegada de Sam como la primera respuesta a las oraciones diarias de Maggie y de él. Tal vez, Cal fuera la segunda.
—¿Cal, tú crees realmente en Jesucristo? —miró la cara del sacerdote—. ¿Crees que vivió en realidad, que nació de la virgen, fue crucificado y al poco tiempo resucitó?
—Ah —dijo Cal, como comprendiendo aunque Felix sabía que no comprendía—. ¿Es preciso que respondamos a esas preguntas para tener la experiencia de Cristo en nuestro corazón? Cristo es también un paradigma.
—¿Un paradigma? —dijo Maggie.
—De amor, de amor a la comunidad. De ayuda a los desamparados y los pobres, de compartir. De amar a los otros como nos amamos a nosotros mismos.
—Cristo fue también un hombre —dijo Felix—. Tú eso lo crees, ¿no?
—Sí, yo creo que fue un hombre. Un hombre extraordinariamente lleno de amor.
Felix entrelazaba las manos, con ganas de hablar pero con miedo de hacerlo. Miró a Maggie, ya sin valor y le susurró:
—Cuéntaselo tú si quieres.
Maggie miró detrás del altar la cabeza de un ángel en una vidriera.
—Cristo va a volver.
Cal se sonrió.
Sí, volverá. La Biblia dice que...
Felix lo interrumpió.
—Tengo ADN del Sudario de Turín, que es la tela de su mortaja. Procede de células sanguíneas blancas que se formaron cuando el cuerpo de Cristo luchaba por curarse a sí mismo durante la crucifixión. Es eso lo que estoy clonando.
Lo restableceré a partir de las heridas que le causaron la muerte. Es de Cristo de quien ella va a ser madre.
Cal estalló en una risa nerviosa.
—Bueno, casi va a ser mejor que me monte en mi caballo blanco.
Cuando vio que ninguno de los dos se reía, se calló, con perplejidad en la mirada.
—Es verdad —dijo Maggie—. Vamos a traerle de vuelta.
Cal se llevó las manos a la cabeza, con los ojos como platos.
—¿Es posible? Eso no es posible.
—Sí que es posible.
Cal se golpeó el muslo con decisión.
—Entonces no podéis hacerlo. No debéis. Es... es un sacrilegio. No podéis crear artificialmente una Segunda Venida. ¿Estáis seguros de que el sudario es real? ¿Estás seguro tú? Por supuesto que no.
Felix dijo:
—Es real. Yo lo sé.
—Dios puede hacer lo que quiera sobre la Tierra —dijo Maggie—. ¿Por qué no va a utilizarnos para volver a traer a Jesucristo?
Cal se quedó de pie.
—¿Qué piensa vuestro papa de esto? ¿No es suyo el sudario?
—Estoy en contacto con un sacerdote católico de Turín que se llama padre Bartolo, pero no sabe nada de esto.
—Ya me imagino —dijo Cal—, de lo contrario habría tenido algo que decir, eso seguro. Felix, si esto es una broma...
—No es ninguna broma. Yo nunca haría eso.
—¿Rezará usted por nosotros? —dijo Maggie—. Por favor, ¿rezará usted por nosotros? —Se arrodilló sobre la alfombra roja con las manos juntas—. Denos su bendición, Cal.
Cal los miró a los dos fijamente.
Felix se sentó al órgano y lo encendió. El órgano lanzó un suspiro mientras los tubos se llenaban de aire. Puso el registro de flauta y tocó una acorde en el modo manual del coro, la parte más grave del teclado.
—Tú me conoces hace mucho tiempo, yo no te mentiría.
Cal dijo:
—¿Debo entender que no os puedo hacer cambiar de opinión? ¿No puedo entreteneros hasta que me lo contéis todo bien? ¿Vais a hacerlo hoy pase lo que pase?
Felix tocó las primeras notas del Ave María, y luego susurró:
—Sí.
Se inclinó sobre el teclado, rozándolo con suavidad mientras se acordaba de su juventud, cuando era monaguillo en Nueva York. Se le inflamó el corazón al tocar el Ave María. Dios te salve María. Ave María. Dios te salve María. No era de extrañar que aquellos recuerdos vinieran a su mente. Vio que Cal se acercaba a Maggie, con una expresión difusa de preocupación en el rostro. Observó cómo se arrodillaba a su lado y juntaba las manos para rezar. Ave María. Dios te salve María. Ave María.
Cuando Cal caminó con ellos hasta la pradera, la neblina de la mañana los envolvía, lo mismo que el ambiente de religiosidad que se había creado en la capilla mientras Cal y Maggie rezaban. Felix sabía que Cal no estaba muy convencido, pero que había rezado por si acaso era cierto.
Estrechó la mano de Felix.
—¿A qué hora lo vas a hacer?
—Al mediodía. Si todo va bien, media hora después tendremos por lo menos un preembrión.
Cal le puso a Felix la mano en el hombro.
—Hasta entonces rezaré por vosotros dos y por todos nosotros.
* * *
Ya de vuelta en la casa, Maggie y Frances fregaron la sala de obstetricia, mientras Felix esterilizaba el instrumental y limpiaba el laboratorio. Frances había hecho un último intento por disuadirlos, pero no había funcionado.
Hacia las doce, Felix y su hermana se pusieron los guantes quirúrgicos, y Maggie, un camisón limpio blanco. Todos llevaban mascarillas y gorros asépticos para evitar las infecciones y la contaminación. Felix se lavó las manos; tres minutos frotándoselas con un cepillo y luego tres minutos enjuagándoselas. A continuación, metió los brazos en una bata quirúrgica limpia que le sujetaba Frances, y las manos en los guantes que ella le abría.
Bajo la parte frontal de la camilla obstétrica habían puesto una bandeja fija. Maggie se tumbó en la cama, mirando con nerviosismo el espéculo con el que se realizaría su petición.
Felix estaba tranquilo, preparado y confiaba en que ella también.
—Maggie, ¿estás segura? Puedo probar con el espéculo virginal si lo prefieres.
—Estoy segura, siga adelante y sáquelo de ahí.
—Frances, ¿te importaría tomarle de la mano a Maggie?
Maggie se rió.
—Gracias, Felix, pero no me veo sujetando la mano de una mujer cuando me van a romper el himen si no os importa.
Felix sintió ganas de reírse con ella, pero sabía que durante unos segundos iba a resultar doloroso, quizá durara más tiempo. Volvió a poner el espéculo sobre la bandeja.
—Maggie, por favor, déjame que te haga primero una incisión, ¿de acuerdo? Así será más fácil.
—No, ya se lo dije. Hágalo directamente. Estoy preparada. Siga adelante.
Mientras Maggie se agarraba a la barandilla de la cama con las dos manos, Felix hizo una respiración profunda e insertó el espéculo todo lo que pudo mientras entró sin dificultad. Maggie aguantó sin rechistar, tal como él esperaba.
—Ahora empieza a hacer respiraciones profundas, respiraciones profundas. Vas a sentir un dolor agudo y luego un malestar cuando se te dilate. Intenta relajarte. Será mucho más fácil, mucho menos doloroso si consigues relajarte.
—Usted siga, de verdad se lo digo —dijo ella, con impaciencia en la voz aunque él sabía que se trataba de miedo.
Maggie estaba demasiado tensa, pero se les empezaba a acabar el tiempo. Felix comprobó la posición del espéculo y empujó.
Maggie gritó entonces con tal angustia que Felix se detuvo. Si Sam hubiera estado allí, habría irrumpido en la habitación y habría disparado a alguien. Pero Felix sólo vaciló un momento, sabiendo que si se retrasaba sería aún peor. Insertó el espéculo por completo y soltó el muelle que abría la mordaza de plástico.
Maggie dio un grito de dolor. Ya estaba.
—Que Dios te bendiga, que Dios te bendiga —susurró él, al tiempo que enjuagaba la vagina de Maggie de la que salían restos de sangre que caían en la bandeja de debajo. Felix vio que las manos de Maggie temblaban, sujetas a la barandilla de la cama.
—¡Ay, Felix! ¿No podemos hacer nada? —suplicó Frances.
—Aguanta, Maggie, aguanta —dijo él—. Ya estamos en la mitad.
Tomó una jeringuilla y le durmió el cuello del útero con un pinchazo de xilocaína. Después tomó el ultrasonido vaginal, con una aguja sobre un soporte lateral alargado, y se lo insertó. Sin dejar de mirar al monitor, guió la aguja a través de la carne rosácea de la pared vaginal superior de Maggie, apretando los dientes cuando la oyó gritar otra vez. Ella estaba en lo cierto. El trabajo así era mucho más sencillo para él. Con una suave succión, extrajo líquido de un folículo hinchado, después de otro y de otro, entusiasmado por la cantidad de ellos que había. Dejó la jeringuilla con cuidado sobre la bandeja y llenó una segunda.
—¿Estás preparada, Maggie? Ahora te lo voy a sacar.
Él la vio agarrar la barandilla con más fuerza y asentir con la cabeza.
En un solo movimiento contrajo las pinzas y sacó el espéculo. Esta vez Maggie tembló, pero no hizo ningún sonido.
Felix tomó la otra jeringuilla.
—Maggie, esto es antibiótico. Es nada más que por precaución, para evitar infecciones.
Ella tragó saliva.
—Creo que ni lo voy a sentir.
Cuando él hubo terminado, sujetó la mano de Maggie y se la besó con regocijo. Ella tenía la cara bañada en lágrimas.
—¿Tú sabes lo valiente que eres?
—No —dijo ella—. Venga, ahora siga y llévese mis óvulos al laboratorio.
Nerviosos, todos se rieron.
Felix dijo:
—Empuja un poco la cama, Frances, para que las dos podáis ver bien la pantalla del monitor.
Él se fue al laboratorio y, en lo que parecieron sólo momentos, separó los óvulos de Maggie del líquido que los rodeaba. No había producido entre ocho y doce. Había por lo menos veinte, lo cual aumentaba las posibilidades de éxito. Eran óvulos maduros, no infradesarrollados. Si hubieran pasado unas cuantas horas más, los habría ovulado.
Todo había salido bien.
Felix les hizo gestos desde las ventanas de cristal del laboratorio. Con el microscopio, sirviéndose de los controles del micromanipulador, separó los núcleos de diez de los óvulos de Maggie. Guardó otros diez para un segundo intento si éste fallaba. Mientras esperaba, preparó un medio de cultivo secuencial especial, que simularía el entorno nutritivo en el que se desarrolla normalmente un óvulo fecundado.
Sacó de la incubadora las células del sudario y las trasladó a una bandeja en la que estaban los óvulos de Maggie. Un electrodo diminuto estaba acoplado a la bandeja. Tuvo que repetir la misma operación con cada óvulo.
Ya estaba. Ya había llegado el momento por el que Maggie había soportado tanto dolor. Si mantenía el índice de éxitos de sus experimentos anteriores, la mitad de los preembriones que estaba a punto de crear sobrevivirían los cinco días necesarios. ¿Los implantaría todos, partiendo del supuesto que la mayoría se morirían, aun arriesgándose a que nacieran quintillizos? ¿Haría después una reducción del embarazo? ¿O utilizaría únicamente uno y destruiría todos los demás? No había hablado de aquellas cosas con Maggie, si bien Frances no dejaba de mencionarlas. Aquéllas eran sus cargas morales, y sólo él las llevaría. Lo que hiciera, Maggie nunca lo iba a saber.
Felix levantó la vista. Frances tenía la nariz pegada al cristal con expresión de preocupación por la espera. Maggie había levantado la cabeza de la cama todo lo que podía, miraba el monitor, con las palmas de la mano juntas, los dedos extendidos y apretándose los labios.
Por un momento, Felix se vio a sí mismo después del accidente, cuando tenía nueve años; su cuerpo estaba inerte sobre una cama de hospital junto a su madre, que lloraba. Cerca, el hombre más maravilloso que jamás había visto le dijo:
—No tengas miedo, Felix. Voy a traerte de nuevo a la vida.
Hablando entre susurros, Felix comenzó a rezar:
—En el nombre del Hijo —contuvo la respiración y conectó el electrodo a la fuente de energía. Miró hacia el monitor en el que se visualizaban las células aumentadas de tamaño. Por unos instantes no ocurrió nada. Después las células iniciaron un increíble ballet. Felix se maravilló como microbiólogo al ver que una célula de óvulo y la célula del sudario se aproximaban la una a la otra. Sus membranas se abrieron al convergir. La célula del sudario se unió al óvulo desnucleizado de Maggie. Después, las membranas se cerraron.
Por un momento, estaba demasiado aturdido para comprender. A pesar de los obstáculos que tenían aún por delante, Felix levantó los brazos por encima de la cabeza y susurró:
—¡Ha resucitado!
Con los brazos aún en el aire, empezaron a rodarle por las mejillas unas inesperadas lágrimas. Fue hasta la ventana y llamó a Maggie y a Frances:
—¡Ha resucitado! ¡Ha resucitado!
Lo dijo una y otra vez, hasta que el campanario de la iglesia presbiteriana comenzó a sonar. Cal nunca tañía las campanas a las doce y media, pero aquel día no paraban de repicar.