CapItulo 33

Domingo al mediodía. Piso de Sam

 

 

S

am estaba tumbado en la cama, con periódicos y libros extendidos a su alrededor, y pensaba sobre lo que había aprendido con toda la lectura efectuada, sobre África, los africanos y sobre los granjeros negros del sur.

Mientras pensaba en la historia de Maggie y en los niños africanos muertos que había visto en el periódico, ambas cosas se habían conectado entre sí en su cerebro.

Para Sam todo eso era preocupante porque no era un convencido de la teoría de las conspiraciones. El no pensaba que un club clandestino de malvados orquestaba secretamente la historia. Hombres como Brown habían existido siempre, por lo que Sam sabía, y durante un tiempo, su poder servía para el mantenimiento del orden, agradablemente o de otro modo, hasta que era demolido por el siguiente hecho histórico importante. Una plaga. Un volcán. Un puñado de individuos con dagas, metiéndole puñaladas a uno a través de la toga. El invierno ruso. Un aeroplano llamado Enola Gay, que le voló dos de sus ciudades a uno. Sam no creía en una historia construida sobre la conspiración, porque los grandes planes demasiado a menudo se iban al garete. Como los aristócratas británicos, que habían apoyado a Hitler y luego habían huido, despavoridos, de las bombas que les arrojó sobre Londres, con la Blitzkrieg. Como nuestra ceguera ante el odio que suscitamos en la mitad de la población de Oriente Próximo. Mientras los terroristas se entrenaban para secuestrar nuestros aviones y lanzarlos como misiles al corazón de Estados Unidos, nosotros estábamos revolviendo nuestra casa con un «Clintongate», disponiéndonos a heredar el viento. Cada MacArthur tiene su Traman, cada Bill Clinton tiene su Kenneth Starr, y cada proceso injusto a un alto cargo tiene su Larry Flint.

Aún así, Sam sabía lo que el poder era capaz de hacer, aunque sólo fuese durante algún tiempo. Podía cambiar de política, alterar los acontecimientos. Podía matar.

Puso a un lado el libro de granjeros negros en el sur. El departamento de agricultura de Estados Unidos había puesto en marcha un programa de asistencia a granjeros supuestamente diseñado para ayudarles, pero los fondos eran distribuidos por gente local que todavía estaba molesta por la cuestión de los derechos civiles. El gobierno le había pasado el gallinero al zorro, a los que odiaban a los negros y ansiaban sus tierras. ¿El resultado? El 90% de los granjeros negros había perdido su granja. Uno de ellos era el padre de Maggie.

Algo que sucedía paralelamente a las actividades de Brown en África le preocupaba a Sam. Altos directivos de empresas que hacían negocios en África visitaban a menudo a Brown. ¿Había traspasado el gobierno de Estados Unidos, a través de su tímido secretario de Estado, otro gallinero al zorro? Unos cuantos de los que visitaban a Brown probablemente no estarían en contra de un descenso drástico de la población africana, que les dejase más porción de África. ¿Era la teoría de Brown sobre la lenta extinción una creencia loca, o bien era el objetivo de esos hombres? Había buscado información relativa a los dos países en guerra. Los infectados por el SIDA alcanzaban una tasa del 35%, en su mayoría adultos en edad de procrear. Sin excepción, a cada entrega de sobre que hacía Sam en el consulado, había seguido una carnicería llevada a cabo por los receptores del sobre. La caballería no se ponía en camino, ni por el SIDA ni por la guerra.

Sam se daba cuenta de que sus razonamientos estaban afectados por el peligro que corría Maggie. Debido a ello, no dejaban de recorrer su mente extrañas explicaciones del comportamiento de Brown: un hombre poderoso codiciaba partes de África, el mismo hombre temía la clonación de los grandes, una mujer afronorteamericana planeaba llevar en su seno el clon de Cristo. Las otras especulaciones de Sam eran igual de raras.

Tal vez fuesen especulaciones sin fundamento, pero la noche anterior Sam no pudo dormir.

El problema de sus relaciones con las mujeres no le ayudaba en absoluto. En aquel momento no tenía tiempo material de buscarse compañía femenina. Frances Rossi parecía ofrecerse voluntaria. Cada vez que la veía, ella le enviaba tantas feromonas que él no sabía cuánto tiempo más podría esquivarla. Se daba cuenta de que ella no pretendía enviarlas, la naturaleza se imponía. O tal vez era él, quien se las lanzaba a ella. En cualquier caso, era la primera vez que una dama de sociedad sentía lujuria por su trasero irlandés del bajo lado este. Ni eso había evitado que añorase a la bailarina, y una repetición de la actuación estelar en la cocina de la sala de bailes. Por si eso no fuese suficiente, cada vez que paseaba con Maggie, quería saltar sobre ella, reventarle esa cereza que conservaba desde hacía demasiado tiempo, disponer de sus dulces besos de nuevo. Sam era un perro. Lo sabía y disfrutaba de ello. Pero Maggie era alguien a quien no querría hacer daño.

También había dejado para más adelante el visitar de nuevo al señor Brown. Habían pasado ya tres días desde que le dijo a Brown que había encontrado al periodista y le había apretado las tuercas. Si se demoraba más, Brown pediría explicaciones.

Sam se levantó de la cama, se duchó y se afeitó. Tomó la colonia acostumbrada y luego la dejó a un lado. Luego iría a Landing, y sus feromonas surtían efecto suficiente sin necesidad de ayuda adicional. Se vistió y tomó el ascensor. El señor Brown estaba en la biblioteca.

—¿Qué sabes? —dijo Brown sin saludarle.

Sam suspiró y se sentó.

—Se ha puesto mucho más difícil manipularle a éste. Quiero decir, ¿cómo probamos que va de farol? Los abogados no pueden iniciar un proceso que le asuste de verdad, porque él sabe que al final lo ganará y su familia es lo bastante rica para batallarlo. Ha decidido no hacernos ni caso.

Mientras Brown pensaba ahí sentado, Sam decidió que era el momento justo de justificar la ausencia de los Rossi, por si acaso. Debería ser fácil. Los inquilinos de la sexta planta llevaban dos semanas fuera. Los de la cuarta se fueron después de Navidades y no regresarían hasta la primavera. Pensó cómo solucionar el tema hasta final de abril. Para después tendría que pensar en otra cosa.

—Oh —dijo—, estoy tan ocupado con el tema de la clonación que no se lo comenté. Los Amsterdam se van a Tahití mañana. Los Rossi se fueron a Banff, Canadá, a esquiar. Están de un sitio a otro y harán un crucero de esos alrededor del mundo después. Eso quiere decir que sólo están ocupadas cuatro plantas.

Brown levantó la vista.

—Bien. Menos cosas por las que preocuparse. Sam, en cuanto al periodista...

—¿Sí?

—¿Por qué no ponerse un poco más duro?

Sam se irguió en su asiento. Antes, sólo había recibido una orden parecida en una ocasión, y era en relación con un desgraciado al que le gustaba pegar a su mujer. Sam disfrutó al aplicarle un correctivo.

—Es que, como probé a emplear la ley en primera instancia, la violencia podría ensuciar la reputación de mi joven letrado, inutilizándolo para futuros trabajos.

Brown se puso en pie.

—Inutilízale, entonces.

Sam sintió como se le revolvía el estómago.

—¿Quiere decir...?

—Si tienes que romperle los lapiceros al periodista, rómpeselos.

Sam se dio cuenta, tras unos latidos de su corazón, que Brown había terminado y que era hora de marcharse. Mientras iba hacia Landing a pasar revista a Maggie y los Rossi, se preguntaba qué demonios iba a hacer. Brown confiaba en él. Sam no podía permitir que se sintiese insatisfecho y recurriese a otros. Como Brown sólo le contaba a sus empleados lo que cada uno precisaba saber, podría haber algunos que estuviesen acostumbrados a romperle los lapiceros a la gente. Bajo coacción física directa, Newton lo diría todo. El siguiente informe de Sam tenía que ser convincente para que Brown no siguiese tras Newton.

Se metió en el camino de entrada y tomó la decisión de aparcar detrás, a partir de entonces, como hacía Rossi. Siguió el camino hasta la verja del jardín de Maggie, y se acordó de cómo había escalado los muros la primera noche. Las puertas acristaladas estaban cerradas. Le agradó no ver el interior de su habitación. Cuando llamó con los nudillos, Maggie preguntó:

—¿Quién es?

—Soy yo, Sam.

Tenía que gritar para ser oído.

—Oh. Estoy echada. No me hagas levantarme, por favor. Vete a la parte delantera y usa tu llave para entrar en la casa, ¿vale?

—¿Qué pasa, Maggie, estás mala?

Acercó la cara al cristal y vio la sombra de una silueta en la cama.

—Simplemente vete a la puerta principal y usa tu llave, Sam.

—De acuerdo, Maggie.

Sam se fue apresuradamente a la puerta principal, entró y bajó las escaleras. Probó la puerta que daba a la habitación de Maggie desde la lavandería, pero estaba cerrada con llave.

—Sam, ya te he dicho que estoy echada —dijo en voz alta Maggie.

Probó la puerta que daba a la zona de obstetricia, pero también estaba cerrada.

—Soy Sam —dijo, y dio un golpe con los nudillos.

Oyó susurros y luego la voz de Frances:

—No puedes pasar, Sam, estamos trabajando. Hemos de mantener las condiciones de esterilidad.

—Sólo dejadme entrar en la habitación de Maggie. Venid y abridme la puerta bajo las escaleras.

—¿Te importaría esperar un rato? No se encuentra bien —dijo Felix.

Sam volvió a la lavandería y levantó la voz:

—Maggie, voy a entrar.

Aplicó el hombro contra la puerta, que se abrió de golpe.

Maggie gritó:

—Frances, Felix, sólo es Sam, echando la puerta abajo e irrumpiendo como de costumbre.

—¿Qué te sucede?

Ella no respondió. Estaba tumbada de lado, con las manos apretadas sobre el estómago.

—Si no me lo dices, Maggie —señaló la puerta de obstetricia—, irrumpiré allí también y se lo preguntaré a ellos.

Maggie cerró los ojos.

—Felix me extrajo los óvulos hace un rato. La aguja me ha dejado dolorida de cintura para abajo, por lo que tengo que estar tumbada en la cama, ¿vale?

—¿Ya lo ha hecho? Creí que me lo ibais a decir. Pensé...

Se arrodilló y le pasó la mano por la frente.

—Te reventaron, ¿no?

Maggie apartó la mirada. Antes de que respondiese les interrumpió un sonido que rara vez oían. El timbre de la puerta. Sonaba de una manera molesta hasta en la habitación de Maggie. El sólo lo había oído una vez, cuando el abogado de los Rossi llevó unos documentos a la casa. Oyó cómo se abría la puerta del laboratorio, y vio sorpresa en la cara de Maggie.

—Ahora vuelvo —dijo, salió y se encontró con Felix y Frances en delantal quirúrgico, al pie de la escalera, mirando hacia arriba.

—¿Esperáis a alguien? —preguntó.

Felix se bajó la mascarilla.

—No, no espero a nadie.

Siguieron a Sam escaleras arriba, a la entrada. Por los paneles de cristal traslúcido que había a ambos lados de la puerta principal vieron a un hombre que se paseaba ante la misma. Se quedaron todos mirando, luego Sam y Felix se miraron el uno al otro, como si los dos tuviesen una terrible sospecha.

—No puede ser —dijo Sam. Dio un paso adelante y abrió la puerta.

Allí estaba Jerome Newton, del London Times.