CapItulo 14
Viernes a media mañana. Turín, Italia
H
acía una mañana fría en Turín, Italia. El padre Bartolo se subió el cuello del abrigo negro de sacerdote y se levantó, con las huesudas rodillas doloridas. Desde la noche anterior, el cofre de plata reposaba de nuevo tras las verjas de hierro, en el altar de mármol negro del tabernáculo. Los científicos estarían de debate allí unos cuantos días más, pero la vida en el Duomo volvía a la tranquilidad, mientras la iglesia esperaba el resultado de las nuevas pruebas. Más fotografías, más muestras de polen, más pruebas de cualquier tipo, mientras no afectasen la integridad del sudario. Los resultados llegarían en un año. Sabía que no resolverían nada.
Todas las mañanas Bartolo iba allí, a la capilla della Sacra Sindone, que coronaba las escaleras del Duomo. Iba a orar bajo el Sagrado Sudario, y a pedirle a Dios que revelase su secreto. Quería saber la verdad, por medios científicos o por revelación divina, le daba igual. Antes de morir, quería saberlo. ¿Había yacido bajo aquel paño Jesús, El Redentor? ¿Era aquella su imagen? ¿Eran aquellas sus lesiones, sus heridas, su sangre? El día que Bartolo muriese, ¿sería la faz del sudario la que él viese, sempiterna, coronada de gloria, con los brazos extendidos con amor?
Cada mañana, Bartolo lloraba allí, rodeado por los ángeles de Guarini, deseando que fuesen reales. Ansiaba estar donde ellos estaban, allí, con Jesús. Entonces ya no tendría que dar los últimos sacramentos a un niño en cama, dar fuerzas al desconsolado padre, a la madre, porque las palabras ya no les llegarían. No volvería a arrodillarse con un preso, ni a ver caer sus lágrimas demasiado tarde como para salvarle. Sobre todo, no tendría que enfrentarse a las dudas de los que creerían si Bartolo fuese capaz de convencerles de que Dios vive. Que Él nos creó. Sobre sus pies caminamos. En sus brazos nos refugiamos. Suyas son las alas que elevan a los muertos.
Por esa última razón, más que por las otras, el padre Bartolo rezaba para que el Sagrado Sudario fuese auténtico. Quería que los científicos demostrasen que era la mortaja de Cristo. Al principio se sorprendió de sus dudas, de su cautela. Luego quedó profundamente desengañado. Pero, por fin, unos, más audaces, habían tomado la iniciativa y demostraron que las fechas fijadas por el carbono eran erróneas. Entonces la iglesia había reaccionado con dudas y precaución, al no permitir al equipo del doctor Felix seccionar más muestras del sudario. Ese día, su decepción era tan profunda que se quedó en cama, no tomó a nadie en confesión, no asistió a las oraciones, no dijo misa alguna.
Poco a poco bajó las escaleras que llevaban a la capilla. Abajo, en el Duomo, caminó por la nave central de la cruz latina, se arrodilló al fondo y metió los dedos en agua bendita antes de salir.
En la Piazza Castello aguardó a un chico que se acercaba, pedaleando en una bicicleta.
—Buenos días, padre, ¿cómo está? —gritó el chico y le arrojó a Bartolo un ejemplar del London Times.
—¡Buenos días! ¡Muchas gracias! —respondió Bartolo, y miró el hermoso cielo—. Hace un día maravilloso.
—Sí, sí. Adiós, adiós.
—Adiós —dijo Bartolo, agitando el brazo. Luego se metió el periódico bajo el brazo y miró a lo lejos, a los montes nevados prealpinos. Luego se fue a disfrutar de un buen desayuno cocinado por las monjas clarisas de los pobres.