CapItulo 30
Jueves a media tarde.
Puente de George Washington
E
l coche de Sam cruzó el puente de George Washington hacia Nueva York a gran velocidad. El único pesar de Sam era que Maggie no estaba con él. Ella no había cambiado de idea y él no abrigaba grandes esperanzas de que lo hiciese. Lo que sí había hecho era dejarle en malas condiciones.
Sam le había mentido un poco. No se le había pasado por la cabeza que ella fuese algo tan delicioso al tacto. Cuando ella se infravaloró, la besó siguiendo un impulso, sólo porque ella le caía muy bien. Si ella supiese eso, probablemente le odiaría, pero había cosas peores que preocuparse por el sentimiento de alguien.
También había medio pensado que todo eso concluiría si ella ya no fuese virgen. No se esperaba que tener a Maggie entre los brazos resultase tan estupendo. No era un incendio de alarma cuatro como su bailarina, pero estaba al 100% con un hombre, respondiendo a su abrazo, devolviendo besos, caricias, en los sitios correctos, del modo correcto. Dios, había sido difícil contenerse.
¿Por qué se había metido en una jaula, sin poseer a un hombre en toda su vida? ¿Por qué pensaba que era fea? Ciertamente no era una belleza clásica, ni de lejos, pero Maggie era de aspecto agradable o por lo menos a él se lo parecía. Normalmente, cuando una mujer se odiaba a sí misma era porque le había pasado algo. Sam se preguntó de qué se trataría. A ella no la habían violado.
Al final había acatado los deseos de la mujer. Se guardó las manos para sí el resto de la noche, a pesar de que se quedaron levantados y hablaron durante horas. Por la mañana le preguntó de nuevo si tenía la intención de seguir adelante con el proyecto de Rossi. Maggie insistió en que seguiría adelante.
Así que Sam logró que se tomasen algunas medidas. Registró la vivienda en busca de micrófonos. Hizo que Felix adquiriese el mejor sistema de seguridad. Comenzaron la instalación justo antes de marcharse. Solicitó un tratamiento para las ventanas que dificultase observar el interior. Le dijo a Rossi que ejecutase el testamento lo antes posible, como fuese, y sustituyese el nombre de su tía como propietaria de la casa, por el de otra persona, Maggie, por ejemplo, ya que arriesgaba la vida por él.
Rossi le miró de un modo extraño cuando dijo eso. En la siguiente visita, Sam investigaría el significado de aquella mirada.
Frances Rossi iba a ser también un problemilla, y él lo había visto venir desde el principio. Amaba a su hermano pero odiaba lo que hacía. Sus acciones no iban a ser predecibles. Durante la mayor parte de la discusión, parecía desearle la muerte a Sam, pero él supuso que era el tipo de odio que se transforma en lujuria con facilidad. En efecto, por la mañana se las arregló para que Sam tuviese una fugaz visión de ella en un camisón vaporoso y con bata. Puede que no lo hiciese de modo consciente. Las hormonas estaban funcionando. Rossi tenía dos mujeres cautivas, que en lugar de estar allí debían de estar en los brazos de sus hombres.
Cuando se toparon por la mañana, los ojos de Frances habían perforado el frente de sus pantalones con una mirada de rayos X, y luego se había marchado tempestuosamente como si le odiase de nuevo. Tenía un aspecto estupendo en esa prenda vaporosa. Le hizo suponer que aparecería una mujer deseosa por su cama bien pronto.
A Sam se le complicaba la vida.
Según bajaba conduciendo por la Parkway, no observaba el horizonte sobre el agua ni escrutaba el parque de Riverside como solía hacer. Sam pensaba en Brown, quien esperaba una respuesta. Pensó en el peligro que corría Maggie.
Llegó al garaje justo antes de las tres de la tarde. Por primera vez en once años, Sam iba a mentirle al señor Brown. A gran escala, las intenciones de Brown eran buenas e iluminadoras, Sam estaba seguro de ello. Pero eso no impedía que alguien que pasase circunstancialmente por ahí quedara reducido a polvo.
Dejó las llaves en el coche del parque de vehículos y se metió en la Base. La sala común estaba llena. Parecía que todos estaban de servicio, aunque todos observaban a Tiger Woods midiendo un putt imposible con ojos como rayos láser. Tiger se colocó en posición, le dio a la pelota y todos rugieron.
—¿Qué hacéis todos aquí? —dijo Sam, apoyándose en la puerta.
—Es la noche de inauguración de la Feria Invernal de Antigüedades —dijo uno de ellos.
—Bien.
La Feria Internacional Invernal de Antigüedades se celebraba en la Armería del Séptimo Regimiento, que ocupaba la manzana entre la 66 y la 67, en Park Avenue. Los conductores y las limusinas trabajaban de lo lindo las noches que había galas de beneficencia importantes como aquélla, porque asistía la mayoría de los inquilinos que estaban en la ciudad.
A Sam le gustaba el enorme edificio de ladrillo rojo. Todavía conservaba plantas enteras con las habitaciones originales del siglo XIX, diseñadas por Tiffany, Stanford White y otros, pero las goteras habían ocasionado tales daños que algunas habitaciones permanecían cerradas. Aquel día nadie vería las goteras. Tendrían concentrada su mirada en el Patio de Armas, el recinto abierto más grande de la ciudad, y la más antigua de las naves abovedadas del país. A favor de la East Side Settlement House, las entradas llegarían a dos mil pavos por cabeza. A Sam le habría gustado que no se limitasen a hacer fiestas allí, sino que mantuviesen todo el edificio. Era triste ver el enlucido original completamente empapado y caído en habitaciones que eran únicas en su estilo. ¡Menuda manera de cuidar el patrimonio!
Echó una ojeada al horario de las limusinas y se dirigió al ático, pensando que habría visto el nombre de los Rossi para aquella gala si estuviesen donde debían estar, en lugar de intentar traer de nuevo al mundo a Jesús.
El señor Brown tardó un rato en llegar esta vez, por lo que Sam esperaba en la biblioteca entre los estantes. A Brown le gustaba que los visitantes curiosearan. Empezaba conversaciones sobre lo que les interesaba.
Sam encontró una sección completa clasificaba como «Literatura africana» y leyó los lomos de los libros. Todo se desmorona, de Chinua Achebe, Ciudades perdidas de África, de Davidson, y obras escritas por famosos escritores africanos y afronorteamericanos de los que Sam había oído hablar en el colegio. Los libros le hacían sentirse más confiado en cuanto a las entregas secretas de sobres en el consulado, aunque llevaba dos días sin ver un periódico. En el siguiente estante de literatura africana había libros que detallaban los problemas sociales de los negros en ese continente y en otros. Sam se fijó en uno concreto, The bottom rung: African American family life on Southern farms, y se acordó de la historia de Maggie. Memorizó el título y el autor, sin ser tan tonto como para revelarle ese interés al señor Brown.
Estaba sentado en el lugar habitual en el sofá cuando llegó Brown.
—Hola, Sam. Están pasando muchas cosas. ¿Cómo va tu proyecto?
Sam sabía mentir convincentemente, pero Brown sabía cómo extraer la verdad.
—Yo diría que hay un 90% de probabilidades de que sólo sea la exageración de un periodista. En el peor de los casos, podemos lanzar un señuelo y ver quién lo atrapa. Es probable que haya oído un extraño rumor y...
—Dame detalles.
Sam habría preferido no tener que pasar por aquello.
—El periodista es un aristócrata británico que trabaja por amor al arte, pero que quiere hacerse famoso mientras se dedica a esto. Ha escrito historias poco sólidas en dos ocasiones. El Times está a punto de despedirle. No quiso dar nombres, ni fuentes, ni siquiera bajo presión.
Sam había dicho la verdad. Brown permanecía impasible.
—No quiero conjeturas. En esto quiero ese otro 10%.
—Es mejor que una conjetura. Tengo personal bueno en contacto con él. El individuo tiene todo que perder y nada que ganar al mantener la boca cerrada. Me aseguré de ello.
El señor Brown escudriñó el rostro de Sam.
—¿Dónde está ahora?
Sam sintió una sacudida de frío. Brown tendría que haber aceptado su palabra ya. En modo alguno podía decirle que Newton estaba allí.
—Mi gente se reunió con él en Londres, anteanoche.
—Bien. Sigue con ello hasta que estés seguro al ciento por ciento. Si resulta no ser nada, tengo otro encargo que asignarte.
Sam dudó, muy contento de que Brown no supiese a quién estaban clonando, ni que Rossi tenía acceso al sudario. Estaría receloso por la ausencia de Rossi. Brown había dicho que no deseaba que el científico hiciese ninguna estupidez. ¿Qué significaba eso?
—Podría conseguirle una guía sobre quién es quién en el mundo de la clonación y una visión general de lo que se hacía en ese campo.
—¡No! —Brown dejó caer pesadamente sobre el escritorio el libro que tenía en la mano—. Quiero ese 10% restante. Si existe una posibilidad de que alguien clone a Lincoln o a Alejandro Magno o... a quién sea, lo quiero saber y pronto. Mantén al periodista como tu máxima prioridad hasta que estés seguro. Todo lo demás es secundario. Todo.
Algo inquietante pasó como un destello por la mente de Sam: la historia del rey Herodes y su orden de matar a todos los niños varones porque oyó decir que había nacido Jesucristo. ¿Qué diablos le preocupaba a Brown? ¿Por qué se preocupaba por un clon, quienquiera que fuese?
—Entendido —dijo Sam, poniendo una voz voluntariosa. Lamentó no haber hecho más preguntas en los últimos once años.
Brown hizo un gesto con la cabeza y abandonó la estancia. Sam bajó en el ascensor público, deseando que las puertas se abriesen de algún modo y mostrasen a Maggie, donde le correspondía estar, husmeando por ahí.
Si Brown estaba así de preocupado por Alejandro Magno, Sam no quería ni imaginarse cómo estaría si pensase en un clon de Jesucristo.
Tenía que pensar. Tenía que imaginar los diferentes cursos que podían emprender los acontecimientos, para intervenir antes de que los precipitaran por un acantilado. Le pareció que el ejercicio de la lógica y la toma de las mínimas precauciones le correspondía a él. Rossi y Maggie se habían ido a un paraíso religioso. Frances probablemente haría lo que dijera su hermano, aunque no estuviese de acuerdo. Si Newton descubriese dónde estaban los Rossi, podría seguir adelante. Rossi era un personaje público en cuanto a su profesión. La ley no lo protegería de la publicidad, mientras no se contasen mentiras. Proteger a Maggie del mundo exterior sería entonces imposible.
¿Cuándo se había vuelto Maggie tan importante para él? En algún momento durante estos cinco años de verla a diario. Nunca había conocido una mujer tan avispada y alegre como ella que no hubiese explotado sus encantos a partir de trucos y engaños. Pero, Maggie ni siquiera había tenido sexo. Tenía corazón, a pesar de ello, y se lo podían romper. Él lo sabía.
Sam se fue a su piso, se duchó y se vistió de uniforme, deleitándose ante la perspectiva de estar unas horas en la puerta porque eso serenaba su mente. Pensó en llamar a Cliffs Landing pero decidió no hacerlo. No había encontrado micrófonos en su casa porque Brown confiaba en él, pero si empezase a sospechar, Sam no se hacía ilusiones de que no le acabaran instalando uno.
A las cuatro y media de la tarde relevó a su sustituto y vio cómo venía la primera limusina para llevar inquilinos a la gala. Poco después, aparecieron el señor y la señora Ámsterdam. Él se había jubilado joven aún, tras ganar millones en el mundo del arte, en especial en el mercado negro, según ciertos rumores.
—Buenas tardes, señora Amsterdam, señor... —dijo Sam, adelantándose a ellos hacia la limusina. Abrió la portezuela.
El señor Amsterdam miró a su mujer, pero caminó con indiferencia hasta el otro lado como si ya hubiese hecho bastante con ponerse un esmoquin, soltar dos de los grandes por una entrada y doblar o triplicar esa cantidad en la adquisición del voluminoso vestido que ella llevaba puesto. El portero tendría que ayudar a su mujer a meterse en el coche.
Uno a uno descendían a sus limusinas, las mujeres resplandecientes en sus atuendos de diseño, aunque ya no iban como mujeres vampiro porque la moda había cambiado. En aquel momento volvía a llevarse estar guapa. Ya no daba la impresión de que durmieran en graneros a la vista de sus peinados. Al día siguiente vería sus fotos en las páginas de sociedad, y un mes después en la sección de fiestas de las revistas de moda.
Sam no envidiaba la espléndida vida que llevaban. Si donasen el coste de los vestidos, los peinados, los trajes de esmoquin, la banda de música, las decoraciones y la comida, la beneficencia multiplicaría como mínimo por cinco la recaudación. Pero eran gente, como él. Podían hacer daño, estar perdidos, tener razón o estar equivocados, deprimirse mucho o sacarle jugo a la vida. O podían ser unos imbéciles integrales como Rossi, capaces de dar realidad a los sueños más extraños, porque eran ricos. La fe que Maggie tenía puesta en él daba miedo. Rossi era peligroso.
Sam levantó la vista hacia el ático y admitió la verdad. Brown también era peligroso.
Sonrió a todos los inquilinos hasta que la última limusina partió y, por fin, se quedó solo, en la puerta. En la oscuridad del atardecer, estaba en la ancha acera de la Quinta Avenida, demasiado elegante como para estar llena. Allí arriba uno podía olvidar que poblaban aquella ciudad siete millones de personas.
Se imaginó situaciones que podían producirse en Cliffs Landing. Sólo Jerome Newton suponía una amenaza inmediata. Por el momento, Brown no tenía modo alguno siquiera de adivinar nada de los Rossi, a no ser que descubriese que Newton era el periodista que había estado allí. Aunque Brown parecía haberse olvidado de eso.
El futuro lejano parecía peor, en especial para Maggie, fuese cual fuese la situación que eligiese. En ninguna de ellas él podría vivir gozando de mucho sexo. Posdata, tendría que estar en Landing, cuando no estaba en el trabajo, intentando convencer a Maggie de parar aquel asunto y, si fracasaba, velar por ella, puesto que algún día alguien acabaría por enterarse.
Afortunadamente, él siempre pasaba los ratos libres lejos del edificio, bebiendo con sus amigos en el Molly Malone y disfrutando de Manhattan. Podría irse al Landing sin despertar las sospechas de Brown.
Cuando un taxi se detuvo junto al toldo, Sam fue hasta el bordillo y se dispuso a abrir la puerta, pero una ventanilla se abatió y allí estaba Jerome Newton, ataviado con esmoquin.
—¿Colorado, eh? —dijo Newton, riéndose entre dientes.
Sam abrió la boca, como asombrado.
—¿No consiguió encontrarles?
—No, y no me creo que esté sorprendido, ni por un instante.
—¿Qué pasó?
—No se moleste en parecer sincero, no le creería. ¿Cuándo me va a devolver mi dinero?
Sam se encogió de hombros.
—¿Vale ahora?
Rebuscó en su billetera y le devolvió los mismos quinientos dólares que le había dado.
—De todos modos, ¿cómo se llama? —dijo Newton.
—Hickock. Walter Hickock.
—Es Hickock, ¿no? —Newton hizo un gesto de desaprobación con los labios—. Bueno, Hickock, no creo que le vea en la Feria Invernal de Antigüedades. Yo estaré allí con la mayor parte de la gente para los que usted trabaja, me imagino. Una pena que no pueda asistir.
Newton subió la ventanilla y el taxi se alejó.
Sam se quedó mirándolo, más preocupado que antes. Newton debía tener un enfado enorme, y no lo tenía. No cuadraba que estuviese un poco picado. Sam tenía que averiguar por qué Jerome Newton no estaba enfadado.