CapItulo 57
Palisades Parkway
-L
o primero es deshacernos de este coche —dijo Sam, cuando se acercaban a Palisades—. Está a nombre de Maggie.
—¿Y cómo vamos a hacer eso? —preguntó Felix.
—Muy fácil. En el aeropuerto. Alquilaremos algo con uno de nuestros nuevos nombres y dejaremos éste en el aparcamiento de largas estancias. Brown lo encontrará y se creerá que nos hemos ido de la ciudad. El aeropuerto de Teterboro está de camino. Lo haremos allí.
Felix conducía a través de Palisades en dirección a la I-95 e intentaba planificar mentalmente aquel trayecto de unas dos horas de duración. Tomaría la Garden State Parkway hasta la autopista de peaje de Nueva Jersey, pararía en Teterboro y luego seguirían hasta su nuevo hogar, una apartada casa estilo colonial en la isla de Barnegat Beach, en concreto en la ciudad de Bay Head. Se imaginó tranquilos paseos y las posibles vidas de Daniel y Agnes Crawford, y Hetta Price. Chuck O’Malley, la nueva versión de Sam volvería a ocuparse de otros asuntos en cuanto viera que no tenía ningún futuro con ellos. Por el retrovisor vio a Frances que estaba sentada en la parte de atrás, con cara de resignación por haber perdido su identidad. Ya no podría ser Frances Rossi nunca más. Lo mismo que él no podría ser Felix.
La vida que habían llevado hasta entonces se había acabado. Sólo deseó que Adeline lo supiera o que estuviera con ellos.
Maggie iba recostada. Felix se dio cuenta de que no hacía más que cambiar de postura, de estar apoyada en el reposabrazos y el respaldo pasaba a reclinarse sobre Frances. Le pidió a Frances que le masajeara la espalda. Después Felix la oyó quejarse. Había sido un leve susurro, pero lo oyó.
—¿Qué pasa, Maggie?
—Nada. Estoy bien.
Volvió a quejarse.
La carretera de Palisades Parkway no tenía un verdadero carril de desaceleración. Felix redujo y se salió de la carretera al arcén cubierto de hierba. Estaban a unos cinco kilómetros de la I-95.
Sacó su maletín, después abrió la portezuela del lado de Maggie y se montó en la parte de atrás del coche, sin dejar de mirar fijamente a Sam y de decirle que no se entrometiera.
Sam se mantuvo tranquilo, observando a Maggie, que con los ojos cerrados parecía concentrada en respirar.
—¿Qué es lo que te pasa? —preguntó Felix, al tiempo que sacaba del maletín el estetoscopio fetal.
Lo deslizó por debajo del blusón de Maggie y oyó un fuerte latido fetal. Luego notó que la tripa de Maggie se le endurecía bajo la mano.
Sin decir ni una palabra, se miraron el uno al otro, mientras Maggie respiraba tan débilmente que Felix no la habría oído de no estar tan cerca.
—¿Cuánto tiempo hace que te pasa esto?
—¿El qué? —preguntó ella.
—Estás teniendo una contracción.
—No puede ser. Es demasiado pronto. Sólo tengo dolor de espalda.
—¿Estás bien, Maggie? —preguntó Sam.
—Estás teniendo una contracción.
—No, lo que...
Maggie abrió mucho sus ojos de cervatilla, y Felix vio algo en ellos que ningún hombre podrá compartir jamás. Se acercó pero ella, con la boca abierta, lo empujó con la mano y se apartó. Felix fue tras ella; al instante llegaron Sam y Frances. Maggie apoyó las palmas de la mano en el Range Rover y se inclinó, temblorosa. Fue entonces cuando Felix oyó caer un chorro de agua sobre la hierba.
Se sentía asustado como un padre primerizo, no como su médico. Se quedó mirando el líquido hasta que cayó en la cuenta de lo que significaba.
—¡Has roto aguas!
Maggie se apoyó en Frances y se quejó como sólo lo hacen las mujeres de parto.
—Espera —le dijo a Maggie, y agarró a Sam del brazo. Rápidamente lo llevó a un sitio aparte—. ¿Tuviste relaciones sexuales con Maggie ayer por la noche?
El rostro de Sam palideció.
—¡No! Bueno, ella no... Yo, te juro que... Sólo... —dijo Sam, al tiempo que se tocaba el pecho—, la acaricié por aquí y la besé, Felix, te lo juro.
—¡Eres un idiota! La estimulación de los pezones libera oxitocina que puede provocar que el útero se contraiga.
—¡Qué mierda! —Sam dio unos pasos, airado—. ¿Y por qué no todas las mujeres embarazadas...?
—No le pasa a todas las mujeres, Sam, sólo a algunas, como a Maggie, por ejemplo, que tenía riesgo de parto prematuro.
—Felix, lo que me estás contando es una puta patra... —Sam volvió junto a Maggie.
—Viene el bebé, Sam.
Con el aspecto del criminal que Felix veía en él, Sam la sujetó del brazo y la metió en la parte de atrás del coche.
—¡Ve con ella y cuídala! —le dijo a Felix—. Conduzco yo. Tenemos que llegar a la casa.
—¿A la casa? —cerraron las portezuelas una vez dentro del coche—. ¡No vamos a ninguna casa! ¡Vamos al hospital!
—¡No, eso no! —replicó Sam.
—¡Tengo que frenar las contracciones, por Dios! Está sólo de treinta y tres semanas. No puedo arriesgarme a atenderla en una casa vacía.
A Sam le temblaba la mandíbula, pero encendió el contacto y salió a la carretera de Palisades.
—¿No vas a hacer caso de lo que te digo? ¡Soy su médico!
Sam dijo:
—Sí, pero yo soy el responsable de su seguridad. Ya lo he pensado. En el ático de Brown hay un ordenador especial con el que se puede descargar del Pentágono información referente a los efectivos de las tropas. Y con mucha más facilidad, los datos relativos a las mujeres embarazadas admitidas en hospitales del área de Nueva York. Ya sé que no va a saber que Hetta Price es Maggie Johnson, la criada de los Rossi. Lo que sabrá es que Maggie Johnson desapareció hace siete meses. Y lo sabrá antes de que acabe el día. Desde ese mismo momento, comprobará todas las mujeres negras embarazadas que hayan sido admitidas en hospitales de Nueva York. ¿Entiendes? Si va a un hospital hay un 100% de posibilidades de que Brown sospeche, dadas las fechas en las que estamos. Localizará una fotografía de Maggie Johnson y hará comprobaciones. Llevarla a un hospital sería como entregarla a Brown en la misma puerta. La única opción de Maggie, como habíamos planeado, es desaparecer. No iremos a ningún hospital, Felix. Encárgate de ella.
Felix se quedó atónito e hizo lo que le decían. Para Maggie era alarmante pasar de no sentir nada a la ruptura de la membrana y, acto seguido, al ritmo máximo de contracciones. Sam le debía de haber hecho daño cuando tuvieron relaciones sexuales. La otra posibilidad era que Maggie llevara horas sufriendo en silencio un parto prematuro. Distraído por toda la conmoción y las protestas de Maggie, Felix no le había hecho el examen matutino completo. Podía llevar casi dieciocho horas de parto. Y ahora Sam le decía que no podían trasladarla a un hospital.
—¡Idiotas! —farfulló Felix, expresando así su rabia contra los dos, contra Sam y contra sí mismo.
Tenía a Maggie tumbada en el asiento, con las rodillas flexionadas. Arrodillado en las alfombrillas, Felix le colocó el estetoscopio en la tripa. Aquel primer día su piel era perfecta, sin una sola mancha, ahora tenía por todas partes ligeras marcas marrones por el estiramiento de la piel. Felix encontró el latido del bebé. Seguía siendo fuerte, pero tal vez iba más rápido.
—El coche tiene que mantenerse estable unos minutos —dijo.
—Pues estará estable —dijo Sam, y dejó de cambiar de carriles.
Felix rompió los guantes estériles. Un examen manual después de la ruptura de la membrana entrañaba un riesgo de infección, pero no tenía otra elección. Tenía que saber.
—¿Qué tal te sientes, Maggie?
—Estoy bien —musitó ella, sin fuerzas.
Mientras mantenía una mano sobre la tripa, Felix le introdujo los dedos entre los labios de la vulva y se adentró hacia el cuello del útero. Si no había cambiado, tenía la posibilidad de detener o ralentizar él mismo las contracciones. No podía dejar que Maggie diera a luz sin establecer una profilaxis para los ataques. El riesgo para ella y el bebé era demasiado grande. Eso implicaba un goteo de sulfato de magnesio, pero lo único que tenía era una dosis de terbutalina en su maletín.
Maggie gritó antes de que el dedo de Felix llegara a tocarle el cuello del útero.
—¿Qué diablos estás haciendo? —preguntó Sam.
—Por una vez, ¿podrías callarte? Hago todo lo que puedo para no hacerle daño.
Maggie hacía respiraciones profundas.
—Estoy bien, Sam.
De repente, Felix sintió bajo la mano que el vientre de Maggie se endurecía. Ella gimió más fuerte y puso cara de terror.
—¡Felix! ¡Felix! ¡Ay, no! Creo que tengo que ir al baño. ¡No puedo más!
Felix le examinó la cara.
—¿Qué? ¡No! No es eso. Es que tu cuerpo quiere empujar, pero no lo hagas. Es demasiado pronto. ¡No empujes! Respira, Maggie, respira.
Frances llegó por detrás y la tomó de la mano. Con ansiedad en la voz, ella y Sam repitieron:
—¡Respira, Maggie, respira!
La última contracción había sido muy seguida de la anterior. ¿Era hipertónica de modo que se contraía con demasiada rapidez como para que pudiera tolerarlo el bebé? Felix esperó un tiempo y lo volvió a intentar, pero esta vez empujó hasta llegar al cuello del útero. No dio crédito a lo que palpó: lo tenía totalmente borrado, en poco tiempo habría dilatado por completo.
—Maggie está en la segunda etapa del parto —anunció, con un temblor en la voz, al tiempo que se preparaba con rapidez para administrarle la terbutalina subcutánea. Para una mujer con preeclampsia era un fármaco que entrañaba riesgo, pero eran mayores los riesgos de no ralentizar el parto.
—Puede que no nos dé tiempo a llegar a Bay Head. Si no podemos detenernos en un hospital y tampoco podemos volver a Cliffs Landing, donde tengo todo el material, ¿qué vamos a hacer, Sam?
—¡No lo sé! —gritó Sam—. Por primera vez parecía asustado.
—¿No podríais pensar un poco? —dijo Frances—. Vamos a parar en el hotel más cercano, Felix. Llama a George y pídele que traiga el material que necesites.
Mientras localizaba en su maletín un tensiómetro y se lo colocaba a Maggie en la muñeca, Felix pensó en el club universitario que estaba entre la Quinta Avenida y la 54, un palacio italiano renacentista, de mármol, adornos de oro y paredes revestidas de madera, tan sujeto a las normas que en cierta ocasión echaron de allí a la esposa de un presidente por cometer una infracción menor. Exigían ir con chaqueta y corbata para entrar, pero no si te registrabas en una de las habitaciones de invitados. Felix podría colar a Maggie con discreción por una entrada privada, y George le haría llegar unas cuantas cosas.
—No informan de si los miembros están allí o no. ¿No merece la pena que lo intentemos, Sam?
—No sé. Seguro que Brown tiene metidos en el bolsillo a la mitad de los socios de ese club.
Frances añadió:
—Ya me imagino los gritos de Maggie, resonando entre las paredes de mármol. ¿Te has vuelto loco, Felix?
—Algo va mal, ¿no? —dijo Maggie, mirando a Felix.
—No —contestó Felix, mintiendo—. Sólo que estás de parto. Es un poco pronto.
Felix estaba en realidad mirando la tensión de Maggie y se quedó horrorizado: 15,0/9,5. Si le subía, le darían ataques, convulsiones. Tanto el bebé como ella podían morir. ¿Cómo podía tratar simultáneamente a una paciente con eclampsia para la que el parto estaba indicado y a una paciente hipertónica a la que se le tenía que ralentizar el parto?
—Va demasiado rápido, ¿no? —preguntó Maggie—. Dime la verdad.
—¿Sí? —preguntó Sam.
Felix se aclaró la garganta.
—Sí, va rápido.
Sam conducía a más velocidad de la permitida, había tráfico por todas partes, pero el coche estaba silencioso, como si el mundo estuviera vacío y no quedaran más que ellos.
—¿Puedes hacer algo? —preguntó Sam.
Felix miró otra vez en su maletín con la esperanza de que apareciera allí por arte de magia la solución de sulfato de magnesio o al menos una segunda dosis de terbutalina.
—Lo estoy haciendo. Espero que la terbutalina le ralentice las contracciones, pero ya es demasiado tarde para detener el parto.
Los ojos de Maggie se llenaron de miedo.
—¿Y qué pasa si no se ralentizan?
Felix no contestó de inmediato.
—¿Qué pasa si no se ralentizan? —repitió Sam.
—Podrías... —comenzó a decir Felix y no quiso seguir. Si Maggie era hipertónica, si no lograba controlarle la tensión, la única solución sería hacerle una cesárea.
—¿Qué pasa?
—Podrían darte ataques, otros diferentes de los que has tenido. Te podrían dar convulsiones, eso le quitaría oxígeno al bebé y se le podría parar el corazón.
Maggie se levantó el estetoscopio fetal y se lo puso a Felix en la mano.
—Escucha su latido. Sácamelo si corre peligro. Eso puedes hacerlo, ¿no?
—Sí, pero no es seguro para ti.
—De mí olvídate.
—No digas eso, Maggie —dijo Sam.
Ella no lo miró, siguió con los ojos clavados en Felix.
—¿Eso es todo? ¿Toda la verdad?
—No, Maggie, en los ataques tú también podrías morir.
Maggie no se inmutó.
—Si yo me muero antes de que él nazca, ¿se morirá también?
—Muy probablemente.
—¿No estás seguro de que ya es lo suficientemente mayor como para sobrevivir?
—Sí, acuérdate de que le maduré los pulmones.
—Entonces, ¡sácamelo! —gritó Maggie—. ¡Hazlo ya, antes de que corra peligro!
Sam se metió en el arcén a toda velocidad, detuvo el Rover, se volvió bruscamente hacia atrás y aferró a Felix por el cuello.
—¡Nadie, ni tú ni Dios ni Su Hijo, me va a quitar a Maggie. Ni siquiera ella. ¡Te juro que te mataré!
Cuando Felix asintió con la cabeza, Sam le soltó de la garganta y se incorporó otra vez al tránsito de la carretera. Respirando con dificultad, Felix oyó llorar flojo a Frances, en el asiento de delante. Miró a Maggie, recordando cómo estaban los dos dispuestos a morir por el niño. Los ojos de ella brillaban reflejados en los suyos.
Cuando el Range Rover se adentraba en la I-95, Felix le colocó a Maggie el estetoscopio fetal en el vientre y oyó los latidos de Cristo.