CapItulo 40

Domingo por la mañana. Cliffs Landing

 

 

E

ncerrado bajo llave en su dormitorio, con el volumen del televisor bajo, Felix observaba a la pelirroja rabiosa, que atacaba a otro invitado de la CNN que se oponía a la clonación. Felix tenía una hoja impresa con el artículo de Jerome Newton, obtenido de la pagina web del Times. ¿Por qué se había decidido Newton a elevar las apuestas así, con el anuncio de que se clonaba a Jesucristo? No los mencionaba ni a Maggie ni a él, pero Felix sentía cómo el mundo exterior estrechaba su cerco alrededor de Cliffs Landing.

Era probable que Maggie no viese ese programa, si no la avisaban, y él planeaba mantenerla alejada del televisor cuando regresase de la iglesia. Cal celebraba una misa particular para ella de vez en cuando, aunque Felix suponía que en Cliffs Landing, a esas alturas, todo serían rumores sobre su embarazo. No obstante, no tenían por qué abrigar sospechas sobre la identidad de la criatura.

¿Qué había fallado?

Necesitaba tiempo para hablar de ello con Sam, pero no contestaba al móvil. Seguro que volvería a tiempo de sacar a Maggie antes de que llegase Jerome Newton para su entrevista. ¿Querría nuevas concesiones de alguna clase, tras asustarles con su segundo artículo?

Maggie nunca había oído hablar de Newton, que Felix supiese, sólo una vez, unos instantes en la CNN, antes de venir a Landing. Eso había que agradecérselo a Frances. Felix sólo tenía la seguridad de verla en domingos alternos cuando Sam y Maggie partían a Nyack. Entonces Frances se ponía un disfraz de embarazada, que habían adquirido a una compañía de teatro, y se dejaba fotografiar por Newton.

Felix sintonizó los diferentes canales uno tras otro. Todos los programas dominicales de debate importantes trataban sobre el artículo de Newton en el Times. Si la clonación misma ya era objeto de controversia suficiente, ¿qué sería la clonación de los muertos?

Felix había dejado que demasiadas cosas escapasen a su control. ¿Dónde estaba Frances? No lo sabía. ¿Dónde estaba Sam? No lo sabía. No sabía lo que Maggie comía cada día. Felix había estado casi aislado por completo durante siete largos meses, su trabajo habitual arrinconado, sin apenas contacto con Frances, totalmente desconectado de Adeline, y Maggie se pasaba su tiempo libre sola o con Sam.

En su aislamiento, a Felix le asaltaban fútilmente de nuevo viejas dudas. ¿Era errónea su fe en que las células eran todavía divinas y que el bebé clonado sería Cristo? Los clones eran como los gemelos idénticos, que, según revelaban los estudios, tenían igual un 70% de su inteligencia y un 50% de los rasgos de la personalidad. Como todos, Jesús era un producto de su entorno, no sólo de sus genes.

¿Había manipulado correctamente el ADN? Las células son tan diminutas que un estornudo podía acarrear el resultado de clonarse a uno mismo. Por ese motivo, los laboratorios de la policía eran siempre criticados con dureza en los tribunales. Un estornudo, la caída de una célula de la piel, la caspa, todo eso ponía en tela de juicio las muestras de los sospechosos. El sudario mismo podría contener impurezas. Alguien podía haberlo tocado con un dedo herido, depositando así sus neutrófilos. Era concebible que Maggie llevase un nuevo padre Bartolo en su seno.

Incluso al margen de tales problemas, la mitocondria de cada célula del cuerpo del clon procedía de Maggie. La hélice sencilla de ADN sólo contenía 50 genes, pero ¿qué efectos produciría?

Maggie había ganado en confianza desde que él llevó a cabo el implante. Sin embargo, a pesar de sus oraciones, la de Felix había disminuido.

Durante días, semanas, estudió el ADN restante, experimentó con él, para tranquilizarse, pero no lo consiguió. Sólo había un hecho indiscutible. Maggie albergaba un clon del Sudario de Turín. Eso era explosivo y no tenía vuelta atrás.

Felix había creado aquella situación y de algún modo tenía que recuperar el control. En primer lugar decidió oír los mensajes de casa con regularidad. No sabía con qué frecuencia lo hacía Frances. Si alguien descubría su identidad, sería allí al primer sitio al que llamaría. Marcó su número de Nueva York e introdujo el código de acceso. Frances había quedado en ocuparse del correo, lo que implicaba que las facturas se pagaban y que se contestaba la correspondencia. Habría pocos mensajes.

Tenían seis. Toda una sorpresa.

Uno era de su sastre, acerca de un traje que Felix había olvidado. Los otros cinco eran todos de alguien que se llamaba Sharmina, cada uno en un tono más estridente que el anterior. Oyó el último dos veces seguidas:

«Doctor Rossi, puede esquivarme todo lo que quiera. Voy a volver a llamar aquí todos los días, dos veces al día, hasta que sepa algo de Maggie Johnson. Ella me dijo que iba de vacaciones un ratito con la familia de usted. Siete meses no son ningún ratito. Si no se pone al teléfono antes del lunes, llamaré a la policía».

Sería la amiga de Maggie. ¿Se había olvidado Adeline de echar las postales al correo? Llevaba tanto tiempo sin saber nada de ella. Y, ya puestos, ¿dónde estaba Maggie? Ya debía de haber vuelto de la iglesia. Felix dejó una nota por si volvían Frances y Sam, luego se montó en el Range Rover y condujo por Lawford Lane, escudriñando la carretera por si Maggie caminaba ya de vuelta. Llegó a la iglesia y le alegró no ver coches en el aparcamiento.

Felix aparcó y cruzó a pie el césped de forma semicircular que conducía a la entrada lateral. La puerta estaba abierta, así que pasó hacia la sacristía. Se detuvo cuando oyó que Cal rezaba y Maggie respondía, «amén».

Rezaban con el televisor encendido.

Felix recorrió el vestíbulo de puntillas y atisbo desde detrás de la puerta semiabierta. Maggie estaba de rodillas sobre la alfombra, Cal tenía la mano posada sobre la cabeza de ella. En la pantalla del televisor vio que una pequeña multitud se había concentrado en la gran pradera del Central Park, al norte de Turtle Pond. Una pintada de spray rezaba «Jesús vive».

—No tengas miedo —dijo Cal—. Esto debe ser la voluntad de Dios. Seguro que todos los cambios, todos los sueños provienen de Dios.

¿Qué cambios? ¿Qué sueños?

Molesto de que ella confiase en Cal y no en él, ni siquiera en Sam, Felix se alejó de puntillas y regresó, diciendo en voz alta:

—Maggie, ¿estás aquí?

Oyó el clic del televisor al apagarse cuando entraba.

—Hola, Cal —dijo—. ¿Pasa algo?

Maggie no lo miró.

—Ah, Felix —dijo Cal—, justo a tiempo de llevarte a Maggie a casa.

—Bien, entonces, vámonos, Maggie.

La tomó por el brazo y le dijo a Cal:

—Ya no es seguro que ella venga aquí. La gente se dará cuenta y empezará a preguntarse quién es el padre.

Cal y Maggie se rieron.

—Es demasiado tarde —dijo Cal—, todo el mundo en Cliffs Landing sabe que Maggie está embarazada. Saben que está bajo tu protección y la mía.

—Entonces, deberíamos irnos de aquí.

—No, no. Creo que deberíais quedaros. ¿Estoy seguro de ello? No, pero mi cuerpo me dice que os quedéis. Sea cuál sea vuestra decisión, espero que Dios os bendiga a ambos.

—¿Tú crees? —preguntó Felix sorprendido.

Cal cerró los ojos como si buscase orientación divina.

—Digamos simplemente que no soy incrédulo.

Se miraron con fijeza. Felix sentía envidia ante la sencilla fe de Cal. Se preguntó si esa fe era el resultado de servir a Dios, o si era anterior y era la causa que llevaba a hombres como Cal y Bartolo a convertirse en vicarios, rabinos, sacerdotes.

—¿Qué sacas de todo esto? —preguntó Maggie, cuando volvían en el coche—. ¿Quién es ese periodista? ¿Cómo ha descubierto tanto? ¿Es el mismo que intentó sobornar a Sam cuando volviste de Turín?

—Es un conocido, eso es todo. No te preocupes, no le dejaremos acercarse a ti.

Caminaron por la senda de piedras planas redondas hasta la casa.

—Me pareció oírte mencionarle sueños extraños a Cal —dijo él—. ¿Hay algo que te preocupe?

Felix abrió la puerta para que Maggie entrara.

En la entrada había dos bultos del equipaje de Frances. Era la una menos cuarto. Newton llegaría al cabo de una hora. Todavía no había llegado Sam.

—Maggie, si suena el timbre de la puerta, no contestes. ¿Comprendes?

—¿Con todo esto en las noticias? No te preocupes, no pienso atender ninguna puerta.

Felix fue a la habitación de Frances, llamó y abrió la puerta. Ella llenaba otra maleta.

—Frances, ¿por qué haces esto?

Empecinada, mientras hacía la maleta, respondió:

—¿Has visto la televisión hoy, por casualidad?

—Sí ¿Y?

—Vigilias de oraciones. ¿De dónde salen? Sam nos avisó, ¿no? Esto se ha puesto peligroso. No, lo que has hecho es escandaloso.

—No lo puedo deshacer, Fran.

Ella lo miró con severidad.

—De hecho, sí que puedes. Antes de que sea demasiado tarde, podrías dormirla y hacer lo que tengas que hacer. No tiene por qué saber nunca que no fue un aborto espontáneo. No es como si fuese un hijo real. Es un producto de laboratorio. Es un monstruo.

Aturdido, Felix se sentó en la chaise longue Art Déco junto a la cama. Su hermana tenía razón. Todavía tenía una salida a sus dudas y ante aquella locura creciente. Analizó con rapidez la logística que tenía en mente. Podía administrarle a Maggie algo que le ocasionase calambres, luego diría que la criatura tenía problemas, para practicarle un aborto alumbramiento parcial. Primero, dilataría su cérvix, luego la dormiría. Por medio del fórceps extraería el bebé por los pies y, antes de sacar la cabeza, perforaría el cráneo y succionaría los sesos.

Cuanto más claro lo imaginaba, más frío se sentía, como si se formase un glaciar en su interior.

—No puedo hacerlo.

Frances había observado su cara. Reanudó el proceso de llenar la maleta.

—Adeline tenía razón. Me reúno con ella en Grecia.

Felix se puso en pie, animado.

—¿Sabes dónde está? ¿Por qué no me lo dijiste? Tengo que hablar con ella.

—Vamos a hacer un crucero por el Mediterráneo y, ¿sabes lo que te digo? —Frances se enderezó y lo miró imperturbable—. He oído que habrá cierta cantidad de hombres elegibles a bordo, y ninguno de ellos es portero. Deberías sentir preocupación de que tu novia se enamore de uno de ellos y se case con él.

—Yo la quiero. Adeline lo sabe, ¿no?

—¿Y cómo lo va a saber ella, Felix? ¿Cómo? Si yo fuese ella, igual volvía siendo la señora de alguien. Si conozco al señor correcto puede que le diga al capitán del barco que nos case a bordo. Y cuando finalice el crucero, hacemos una parada en Italia durante nuestra luna de miel para ver al tío Simone y conocer al resto de nuestros familiares. ¿Te recuerdo por qué, Felix?

Felix se sentó.

—Supongo que vas a recordármelo.

—Porque allí es a donde pertenecemos. Con nuestra familia, nuestros familiares, nuestra sangre —Frances levantó la voz—. ¡No con nuestra criada, Felix! ¡No con nuestro portero! ¡Por tu culpa, soy una invitada en mi propia casa!

El no comprendía qué le había puesto tan furiosa.

—Fran...

—¿Qué te creías? ¿En qué estarías pensando? Maggie es ahora tu dueña. Te dirige. Ella y Sam. Si te crees que controlas la situación, te equivocas. ¡En cuanto le metiste ese clon, se adueñó de ti!

Felix suspiró.

—¿Control? Sí, eso tiene gracia. Una amiga suya ha telefoneado. Sharmina. Yo creía que se estaban ocupando de ella pero, por lo visto, no es así. Debe creer que he secuestrado a Maggie. Newton anda fraguando algo. Sam no está aquí. A Maggie le ha pasado algo y no me lo cuenta. Te necesito, Fran. Ahora más que nunca. No puedes abandonarme.

Ella mantuvo su expresión helada, por lo que él continuó:

—Estoy seguro de que yo también amaré a nuestros familiares cuando llegue a conocerlos. Es el momento el que es improcedente. Sólo es eso.

—¡Felix!

Ella metió la mano en la maleta.

—¿Cuándo me ibas a hablar de esto?

Sacó una foto. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

Felix la reconoció al instante. Una pareja de amantes estaban de pie bajo una rosaleda. Su padre llevaba un yarmulke, su madre un pañuelo largo, de encaje negro. Él era atractivo, ella era preciosa. Eran jóvenes y estaban enamorados. Tras ellos se alzaba su regalo de boda: una pequeña villa italiana de estuco amarillo y ladrillo. Bajo la villa resplandecía el lago Maggiore. En la orilla estaba la casita del embarcadero que tenía una ancha terraza, en la que la pareja de la fotografía había dormido al raso, y un porticiollo para el barquito en el que navegaban, una playa privada donde hacían hogueras y se sentaban, con los brazos entrelazados, bajo las estrellas.

—¡A cambio de esta foto, Flix, te habría dado mi mitad de toda esta casa, suponiendo que alguna vez la recuperemos de Maggie! ¿O es que vas a dejar que se la quede?

Frances lloraba.

Felix se había olvidado de mostrársela. Había olvidado de que aquella fotografía era de su hermana tanto como suya.