CapItulo 46
Martes por la noche. Central Park
-A
llí están —dijo Sam.
Ella observó como él se subía al banco en el que estaban sentados y agitaba los brazos. Momentos después todos estaban juntos.
Felix se acercó a ella, presuroso:
—Maggie, nunca...
—Sí, ya se lo he dicho, ya se lo he dicho —dijo Sam—. Vamos a darnos una vuelta para verlo y luego nos largamos.
Ayudó a Maggie a levantarse del banco.
Felix la tomó del brazo.
—Quédate entre nosotros dos, Maggie, ¿de acuerdo? Sam, agárrate a ella del otro brazo, si puedes. Todo el tiempo —la miró—, caminaremos detrás de los demás.
En otra situación, Maggie se habría reído de Felix, pero pasó los brazos entre los de ellos sin quejarse. Incluso entonces no se sintió protegida al fundirse con la corriente de personas que afluían por lo que Felix denominaba la Puerta de los Cazadores. Durante años y años, ella nunca había asistido a ninguna actuación ni ningún concierto en el parque, aunque solían ser gratuitos. Deseaba haber ido pero año tras año había evitado todo acontecimiento, allí o en cualquier otro lugar, si atraía a grandes multitudes. Se había perdido los conciertos de James Brown y de Sun Ra cuando fueron a SummerStage. Se había perdido todas las representaciones de Shakespeare en el parque, en el Delacorte Theatre, que estaba ubicado al sur del lugar adonde se dirigían. Maggie no estaba muy familiarizada con Shakespeare, pero habría asistido alguna vez si no hubiese tenido miedo.
—Así que ahora veré vuestro gran Central Park —dijo Bartolo.
Él caminaba junto a Cal, delante de los demás.
—Sí, padre —respondió Felix.
A medida que éste le describía cosas a Bartolo, Maggie se fue metiendo en su propio universo. Ella no conocía el sendero que habían tomado al entrar en el parque. Se separaba de la carretera principal, más iluminada, y bajaba en pendiente. Ante ellos, las farolas que había en los serpenteantes senderos del parque llenaban la noche de puntos luminosos, como estrellas caídas. Los halos de luz que proyectaban hicieron que Maggie se fijase más en la oscuridad circundante, los árboles en sombras, los afloramientos del antiguo lecho de roca, los numerosos puentes y arcos del parque, rústicos y románticos a la luz del día, pero ahora siniestros.
Delante de ella y a su alrededor, la gente fluía, entraba y salía de las zonas iluminadas por las farolas, y Maggie temblaba cada vez más asustada. Pasaron delante de un terreno de juego. Felix decía que arriba, más adelante, se alzaba el Winterdale Arch. Pasarían por debajo de East Drive, que en realidad estaba allí, en el lado oeste del parque. Maggie aflojó el paso, reticente a pasar por debajo del arco.
Entonces oyó los cánticos.
Comenzaron de un modo apenas audible y crecieron de forma paulatina, como si alguien construyese un órgano con seres humanos. Cantaban Sublime Gracia, su himno favorito.
La gente del sendero se adelantó aprisa, y ellos los siguieron.
—Tomemos un atajo —dijo Felix.
Se desviaron del paseo iluminado de una extensión de césped y se zambulleron en la oscuridad. El terror de Maggie habría sido insufrible de no ser por la música. De pronto habían llegado allí. Ella se soltó de los brazos y fue hasta la alambrada, de más de un metro de altura, que rodeaba la gran pradera. En el centro, sobre el espeso pasto de Kentucky que separaba los campos de béisbol, brillaba la luz de miles de velas mientras la gente cantaba el himno.
—Entremos por alguna de las puertas —dijo Sam.
Maggie no se movió. Ella observaba y escuchaba, contenta de estar aferrada a la valla. Tras la misma se sentía segura, y sin embargo veía a la gente y escuchaba la música sagrada. Allí estaban reunidas personas de todas las clases. Ella reconoció los uniformes verdes y las placas azules y plateadas de los agentes de la patrulla de seguridad del parque. Al parecer, la mitad de los efectivos de la comisaría de policía del parque, de la calle 85, había acudido allí.
—¿Crees que la policía va a detener esto? —le preguntó a Felix.
—No transgreden la ley. Esta no es una actividad lucrativa, y el sonido no llega a un volumen como el de los amplificadores, sólo se trata de un reproductor de discos compactos.
Maggie vio a un policía inclinarse y dar unas palmaditas al caballo en el cuello. Movía los labios como si también cantase.
—Bueno, supongo que éste es el sitio correcto —dijo Frances, y extendió las mantas que había traído—. Ven, Maggie. Túmbate aquí y escucha.
—Un momentito —dijo Maggie.
Felix suspiró, se reunió con su hermana, se tumbó boca arriba y miró el cielo nocturno. Cal y el padre Bartolo se sentaron en un banco que había al lado. Sam se quedó junto a Maggie en la valla.
Como ruido de fondo de la canción, oyó reír a los niños y llorar a los bebés. El sonido era maravilloso. Era como respirar amor en el ambiente. Maggie dejó que todo aquello la arropase. Portentosa era la gracia salvadora. Acarició a su bebé, aclamado por este amor.
—Ve a la manta y túmbate, Maggie —dijo Sam.
—Deja que me quede aquí, Sam.
—No puede ser bueno para ti, estar así, colgada de la valla.
—Estoy de maravilla.
Ella oyó susurros detrás. Aquellos días todos susurraban mucho. Maggie procuró no molestarse. Todos querían ayudar, y también estaban asustados. Sam le trajo una manta.
La canción acabó, y la muchedumbre estalló en aplausos Luego una mujer con aspecto de abuela se elevó por encima del resto, como si se hubiese subido a un estrado. Pidió silencio con las manos en alto. Maggie entendió algo de lo que decía, algo relacionado con el seguimiento que harían las delegaciones de OLIVA, en Nueva York y Washington D.C., de algo que iba a hacer el congreso.
Entonces apareció otra cabeza por encima de la muchedumbre. Era un joven vestido de negro, con la camisa abierta, que gritaba:
—¡Escuchadme a mí, escuchad!
—¿Por qué? —gritó una voz.
Otro gritó:
—¿Quién eres tú?
La multitud era un hervidero, ahogaba las voces del joven, y Maggie cerró los ojos, perturbada por esos nuevos sonidos. Felix, Sam y los demás también los habían oído porque se levantaron y fueron hasta la valla.
—¿Qué pasa? —preguntó Felix.
Cuando la gente se calmó, la voz del joven llegó hasta ellos:
—... en las inmediaciones de la sinagoga más rica del mundo, Temple Emmanuel, en el corazón mismo de nuestra gran ciudad! ¿Cómo podéis cantar? ¿Cómo le explicaréis esto a Jesús cuando Él regrese? ¡Hemos de echar a esos demonios judíos que nos infectan con su dinero y sus mentiras, esos asesinos de Cristo! ¡Buenos cristianos, ése es el motivo de su regreso, darnos el coraje suficiente para terminar lo que Alemania comenzó!
La noche se quedó silenciosa durante unos cuantos latidos de corazón. Maggie se volvió hacia Felix, y vio cómo los ojos de éste se convertían en heridas, con el rostro tan hecho añicos que parecía desvalido allí, de pie. Durante esos latidos, Frances se situó al lado de Felix y le tomó de la mano, y el padre Bartolo y Cal se pusieron a rezar. Sam miraba a Felix con esa suave compasión que Maggie había visto en los funerales, ante la muerte de alguien.
Durante esos latidos, el miedo se elevó y barrió el amor que había en el gran parque de la ciudad.
La multitud rugió como un animal enfurecido. La policía comenzó a galopar sobre sus caballos. El joven alzó el puño en señal de victoria suicida, con la camisa negra al viento, mientras la multitud se tornaba populacho. Él había profanado la vigilia de oración con palabras de odio. Les había robado el amor. Maggie pensó que si alguien o algo no lo auxiliaba, le matarían delante de los bebés y los niños. Lo pisotearían hasta matarle para conseguir que regresase el amor.
Entonces gritó, a través de la verja:
—¡No!
Sintió los brazos de Sam que la rodeaban, las manos de él despegaban sus dedos de la valla.
—¡Salgamos de aquí, Maggie!
Ella se aferró, con los ojos puestos en el salvaje joven que caía del estrado. Ella suplicó:
—Ayúdanos, ayúdanos, ayúdanos.
Entonces hubo silencio durante un latido. Desde el lugar que ocupaba tras la valla, con Sam que la intentaba separar, Maggie comenzó a cantar del modo que lo hacía en la iglesia baptista de la calle 131. Cantaba desde lo más profundo del corazón y cantaba en voz alta.
—Quiero que Jesuuuús... camine a mi lado.
Daba la impresión de que la gente se movía a cámara lenta, pero la policía parecía correr.
—Sí, quiero que Jesuuuuús camine a mi lado.
Las notas se formaban y salían de su garganta como si la canción tuviese voluntad propia. Durante un segundo latido permaneció el silencio.
—En todo este... solitaaaario viaje.
Ella notó que Sam le soltaba las manos.
—Bien, yo quiero que Jesuuuús camine a mi lado.
Durante el tercer latido, la mujer con aspecto de abuela volvió a subirse al estrado y se puso a cantar con Maggie.
—Quiero a Jesuuuús.
Otro se unió a ellas.
—Quiero a Jesuuuús.
Y luego otro y otro, y la mitad de la multitud comenzó a cantar el viejo tema espiritual negro que Maggie adoraba, y la policía alcanzó al muchacho y todo acabó.
Radiante, Maggie se giró y aún vio el dolor en el rostro de Felix.
Felix se acercó al padre Bartolo.
—No le he contado qué fue lo que motivó todo este asunto. No le he contado lo más importante.
Bartolo tomó en la mano el crucifijo que le colgaba en el pecho.
—La iglesia me ha honrado de todas las formas imaginables —continuó Felix—, logró que mis sueños se hiciesen realidad al permitirme examinar el sudario y yo lo he profanado. Lo profané por un motivo, aunque puede ser uno que usted no comprenda. Había pensado en clonar a Jesús durante años, incluso lo había planeado, pero aquella mañana hallé la razón para llevar a cabo el plan. Frances y yo descubrimos que nuestros padres eran judíos.
Bartolo se estrechó las manos con fuerza, como para orar.
—Consuélate, hijo mío. Eso no es nuevo. Ha sucedido antes.
—Por eso robé las hebras. Si un judío le hace volver, los que creen que los judíos le mataron pueden dejar de perseguir a nuestro pueblo. Bueno, ¿qué piensa, ahora que sabe que soy judío?
Frances observaba atenta, con el brazo de Cal a su alrededor.
Bartolo estrechó las manos de Felix con fuerza. Parecía aún más viejo en ese momento.
—Tienes razón. No comprendo tu acción. No es ésta la manera de luchar contra los prejuicios. Nosotros no podemos hacer que Jesús regrese. Él ha de venir cuando lo desee. ¿Te ha elegido a ti? ¿Eligió a nuestra Maggie? Quizá. Quizá, no. Lo que yo percibo es tu sufrimiento. Eso es lo que yo percibo. Para mí es como el sufrimiento en la cruz, una señal del amor que Dios nos profesa. No comprendemos ese sufrimiento, así que hemos de soportarlo con fe. Dios tiene un plan, aunque nosotros no lo veamos.
Maggie quería llorar por Felix, por el joven lleno de odio, por la multitud que lo habría matado. Bartolo estaba en lo cierto. En alguna parte, en medio de todo estaban los designios de Dios, pero en esos momentos estaba agobiada, todo le hacía acordarse de su pesado vientre, su espalda dolorida y de que sólo había vivido media vida, por temor o por añoranza de Dios.
Se volvió hacia Sam y le susurró:
—¿No dijiste que querías echar una partida de dardos en el pub Molly Malone, Sam Duffy?
Él la miró con el ceño fruncido.
—Hace mucho tiempo, en el ascensor. ¿Te acuerdas que dijiste que querías jugar a los dardos en el Molly Malone y yo te dije que no? Pues he cambiado de opinión.
Él respondió:
—No tenías a Jesús en tu vientre entonces.
A punto de echarse a llorar, Maggie pensó en el joven salvaje y se preguntó qué le habría pasado si ella no hubiese estado allí. Bajó la cabeza y se cubrió el rostro con cansancio.
—Ah, chiquilla, ¿de verdad, te sientes con ganas?
Ella levantó la vista.
—Sí, Sam.
—Felix nunca lo permitiría.
—Lo sé.
Sam la tomó del brazo. A medida que se deslizaban hacia la oscuridad y se alejaban de los demás, él susurró:
—Yo pedí una partida de dardos, Maggie, mi niña. Eso es cierto.