CapItulo 11

Piso de Rossi

 

 

C

uando Maggie vio el libro de cocina que había comprado la señorita Rossi, cuando ella y Adeline anunciaron que habían ido de compras las dos solas, se pusieron los delantales, hablaron de cartas secretas e hicieron trocitos las verduras, Maggie supo que las cosas habían cambiado en la familia Rossi. Por lo general era Maggie la que iba al Fairway Market, de Harlem, a comprar salmón, caviar, bollitos tiernos y exquisiteces así. Pero cuando el doctor Rossi le dijo que ya no la necesitaba en el laboratorio y Adeline manifestó que estaba enamorada de un judío, Maggie se preguntó si debía pasar allí la noche. Era probable que no tuviera empleo por la mañana, dado el ritmo vertiginoso con que cambiaban las cosas.

Visualizó cómo era su vuelta a casa. Bajaba por la Quinta Avenida, esperaba en la parada del autobús que cruzaba la 96 en dirección oeste, porque no había metro al este del Central Park ni al oeste de Lexington ni al norte de la 63, donde vivían la mayoría de los ricos. Se bajaba en Broadway y esperaba en la línea tres del metro, en dirección norte, hacia Harlem, que la llevaba hasta la última estación, otro mundo a tan sólo una distancia de veinte minutos.

Caminaba a lo largo de una manzana, pasaba bajo un túnel abovedado, con las paredes plagadas de pintadas hasta un patio interior en el que había algunos árboles frágiles y endebles arbustos. A veces tenía que pasar junto a algún traficante de droga. Subía las oscuras escaleras y entraba a su enorme piso con techos tan altos como los del edificio de los Rossi. Su edificio había servido de modelo para otros, como el Dakota, excepto que el Dakota no había caído en estado de abandono.

O podía bajarse dos paradas antes, en la calle 135, donde se encontraba el colorido mosaico del Manhattan negro. Sonaban por allí ecos de Martin Luther King, Marcus Garvey y Satchmo. Iba después hacia el sur, desde el Hospital de Harlem y la Biblioteca Schomburg hasta la 131 y giraba a la derecha para adentrarse en una calle llena de iglesias, la mayoría antiguas viviendas de piedra rojiza reconvertidas en templos. La suya no era así. Estaba hecha directamente de piedra. Tenía una gran cruz de neón, que se veía de noche, cuando el pecado era más probable.

Fue en su iglesia donde supo del doctor Rossi por primera vez, cuando se enteró de que estaba buscando una criada con experiencia en laboratorios. Maggie intentó por todos los medios conseguir una entrevista, incluso utilizó las galletas favoritas de él como arma persuasiva y un tarro de la mermelada casera de arándanos que le entusiasmaba.

La primera vez que entró en el piso de Rossi, apenas podía dar crédito a sus ojos, ¡qué lugar! Y el adorable cuartito que había detrás de la cocina y que le dijeron casi desde el principio que era su habitación cuando dijo que le gustaba. Maggie no se había quedado muchas veces a dormir porque quería que supieran que ella tenía su propia casa. Pero aquella noche tenía una buena razón para quedarse, y esperaba que Dios ayudara a los que se ayudaban a sí mismos.

Cuando salían para ir a cenar, el doctor Rossi iba muy contento. Nunca podía ocultar su alegría. Significaba que había ocurrido algo emocionante en su trabajo. Era el momento de enterarse de por qué la había expulsado de su laboratorio.

Se desplazó por la casa, haciendo como que limpiaba el polvo, a la espera de lo que la señorita Rossi había encargado en Balducci. Cuando llegó, lo puso en una de las preciosas bandejas pintadas a mano que tenían y lo llevó al salón, donde la señorita Rossi estaba sentada junto a la chimenea, leyendo un fajo de cartas antiguas, con los pies dentro de las zapatillas, apoyados sobre la mesa de café. Maggie dio por sentado que aquellas cartas eran de los parientes judíos de los que habían estado hablando la señorita Rossi y Adeline, a espaldas del doctor Rossi.

—¿No está precioso así? —dijo Maggie, al tiempo que depositaba sobre la mesa la bandeja con el paquete.

Frances se retiró la carta de la cara y dijo:

—No puedo resistirme nunca a esta delicia —y tomó con los dedos un bollito relleno de cangrejo y crema de queso. Le dio un mordisco, y exclamó entre suspiros:

—¡Oh! Debería haber una ley que los prohibiera.

—¿Necesita usted algo más, señorita Rossi?

—No, Maggie. Y no quiero que pases la noche aquí nada más que para esperar a ver qué quiero, por estar yo tan perezosa. Por supuesto que me encanta que te quedes, pero no es mi intención convertirte en una esclava —Frances se calló, y en su rostro se reflejó expresión de horror.

—No se preocupe —dijo Maggie, sonriendo—. Yo sé que no soy una esclava. Antes sí lo éramos. —Le mostró las manos por la palma y el dorso, y añadió—: Ahora sólo somos minorías.

—No sé cómo yo he podido decir una cosa así.

—No se preocupe, pero ya que lo menciona, ¿cómo se siente uno siéndolo?

—¿Siendo qué?

—Siendo una minoría. ¿Se siente uno distinto?

Frances miró hacia el cuadro de la pared como si estuviera pensando la respuesta.

—No se siente uno distinto para nada. De hecho, a mí me da igual. Yo siento que soy yo misma.

—Pues igual que yo —intervino Maggie, al tiempo que le guiñaba un ojo—. Ahora ya sabe usted nuestro secreto.

Frances se rió y tomó un platito de la bandeja.

—Tómate un rollo de cangrejo, Maggie. Siéntate aquí conmigo y charlemos un rato. Seguro que puedes darme algunas lecciones.

Maggie se quedó pensando.

—Dentro de un minuto, que tengo que hacer algo antes de relajarme.

—Vamos, siéntate, mujer —dijo Frances—, y pon las piernas hacia arriba, no es ningún delito.

—Ahora vuelvo, dentro de un minuto —Maggie salió apresuradamente del salón y se quedó escuchando sin ser vista. Esperó hasta que oyó únicamente el crepitar de la hoguera en la chimenea y el ruido de hojas de papel al ser volteadas. Después cruzó de puntillas la cocina y, a través de la alfombra persa, llegó al laboratorio.

En la puerta se llevó la mano al bolsillo y sacó la llave que el doctor Rossi todavía no le había pedido que le devolviera. Conteniendo la respiración de miedo, apretó el botón del interfono y, tras buscarse algo en el bolsillo del delantal con lo que dejarlo presionado, encontró un clip y lo puso allí. Así podría oír si alguien llegaba hasta el vestíbulo distribuidor. Sólo entonces abrió la puerta con la llave, la atravesó por una pequeña rendija y la cerró detrás de sí. Maggie encendió una luz baja y corrió hacia el escritorio en busca de los diarios. No los encontraba por ninguna parte.

Abrió el cajón central donde ella le había visto guardarlos muchas veces. Allí sólo había diarios antiguos. Miró en los cajones laterales y no encontró ningún diario actual. ¿Se habría enterado él de que ella husmeaba y los habría escondido?

Cuando Maggie se levantó para buscar por el resto del laboratorio, se detuvo de pronto paralizada por la sorpresa, al oír que el doctor Rossi y Adeline estaban ya de vuelta tan poco después de haber salido. Él le pedía a ella gritando que se quedara, y ella le contestaba a gritos también que no se iba a quedar. Maggie no podía creer lo que oía. Entonces Adeline lo acusó de mentirle cuando le había dicho que la limusina no podía llevarla de vuelta a casa. Adeline decía que no quería esperar más tiempo, que se bajaba y le iba a pedir a Sam que le llamara un taxi, pero por lo visto el doctor Rossi bloqueaba la puerta de la calle. Entonces Maggie oyó a Frances, en el vestíbulo, que preguntaba que qué pasaba. Adeline gritó que no pasaba nada.

Maggie sintió el mismo pánico que parecía tener Adeline. Allí estaba, atrapada en el laboratorio del doctor Rossi, después de que él había dicho que no la quería allí. Se retorció las manos mientras escuchaba por el interfono. Debían de haber bajado la voz porque durante un momento Maggie no oyó más que murmullos, y luego el doctor Rossi gritó a su hermana:

—¡Déjanos en paz!

Acto seguido, la señorita Rossi se marchó y cerró la puerta de golpe. Maggie lo oyó muy bien.

Después Adeline debió de sentarse en el suelo del vestíbulo, porque Maggie oyó llorar pero desde un ángulo más bajo, mientras el doctor Rossi suplicaba y pedía disculpas, probablemente de rodillas, pensó Maggie.

¿Qué habría hecho? Jamás en los cinco años que llevaba trabajando para ellos había visto una escena así. Maggie sabía que había hombres incapaces de pasar veinticuatro horas enteras sin dar algún disgusto, pero el doctor Rossi no era de ese tipo.

Maggie siguió escuchando y deseó que nunca se le hubiera ocurrido meterse en el laboratorio.

—No era mi intención hacerte daño. No tenía ni idea de cuáles eran tus sentimientos —decía él.

Adeline estalló en lágrimas, y él le pidió que no llorara.

Ella se lamentaba:

—Soy una mujer. Una mujer de carne y hueso.

—Ya lo sé.

—No, tú no lo sabes. Tú no sabes nada de mí.

Maggie se preguntó qué era lo que habría pasado.

—¡Cómo no voy a saber nada de ti! —el doctor Rossi hablaba como si estuviera razonando con Adeline, quien respondió de tal modo que dio la impresión de que se había tranquilizado, aunque Maggie pensó que no era una calma real. Y estaba en lo cierto porque de repente Adeline anunció:

—¡No estoy de acuerdo! ¡Y me niego a llevar en mi interior a un... a un clon! Lo que yo quiero es llevar dentro a nuestro hijo, quiero que nos casemos y quedarme embarazada de un hijo tuyo. ¡Tuyo, Felix! No te quiero sólo desde el día que hicimos el amor, te quiero desde cuando estábamos en el colegio. Todo ese tiempo he abrigado esperanzas de que dejases de vivir como un monje. Tú no eres sacerdote, Felix. Ya sé que querías serlo, pero no lo eres.

Se hizo entonces silencio en el vestíbulo, probablemente porque el doctor Rossi se había quedado aturdido. Maggie desde luego sí estaba aturdida. Nunca había supuesto que Adeline llevara tanto tiempo enamorada de él, aunque le había llamado más la atención la mención de un clon, la causa que daba en el diario para despedirla.

Maggie se alejó de la puerta y recorrió apresurada el laboratorio, mirando en cada superficie, cada campana, cada cajón, sin llegar a encontrar nada.

—Dios mío, si tú quieres que yo me entere de todo esto por si puedo ayudar de alguna manera y además conservar mi empleo, haz que encuentre el diario, te lo ruego.

Estaba a punto de darse por vencida cuando vio algo encima del monitor que estaba sujeto a la pared en una esquina de la habitación. Lo levantó, era el diario actual del doctor Rossi. Tras añadir a sus ruegos una disculpa por dirigirse al Señor en voz alta, Maggie aferró el diario y volvió con rapidez a la puerta, atenta por si oía acercarse a alguien. En el vestíbulo seguía reinando el silencio, lo que llenó a Maggie de inquietud.

Sin poderse resistir, abrió un poco la puerta metálica hasta que consiguió una rendija suficiente para ver a Adeline y al doctor Rossi, besándose en la puerta de la habitación de él. Realmente era Adeline la que lo besaba mientras él intentaba apartarla de sí.

—No podemos —decía él—. Tenemos que esperar. Tú tendrás un hijo nuestro, Adeline, te lo prometo, pero ahora no puedo. Tengo que hacer esto, espero que lo comprendas.

Respirando con dificultad, Adeline se apartó de él. Maggie dejó que la puerta se cerrara y empezó a hojear el diario mientras escuchaba.

—¿Lo dices en serio? —preguntó Adeline—. ¿En vez de amarme, prefieres salvar a los judíos?

Ella empezó a llorar pero el doctor Rossi, en lugar de consolarla, le dijo, forzando la voz:

—Ahora que sé lo que les ocurrió a mis padres, veo por qué cada judío que he conocido a lo largo de mi vida, ha sido como un barómetro humano para mí; con cuidado he captado la atmósfera del mundo no judío, sabiendo que se volvería venenoso para mí. Uno no puede estar seguro de estar a salvo siempre, aquí ni en ninguna parte. Puede ser discriminación. ¿Qué estoy diciendo? Puede significar acoso, tortura, sangre, incluso la muerte. Puede llegar a significar...

Maggie oyó una bofetada, y después silencio. ¿Él la había golpeado? No, era imposible. Debía de haber sido Adeline. Maggie también le habría dado una bofetada. Por lo que le estaba diciendo, empezaba a ponerse histérico.

Maggie encontró páginas nuevas en el diario y las fue pasando, al tiempo que oía otra vez la voz del doctor Rossi en el vestíbulo distribuidor. La voz de ella sonaba deprimida, como si se le hubiera escapado un sueño.

—¿Puedo hacer una sugerencia?

Maggie oyó profundos suspiros.

—Flix, Adeline, no quiero entrometerme, pero sea cual sea el problema, estoy segura de que mañana por la mañana lo veréis mejor. Tal vez deberíamos todos irnos a la cama.

Debieron de marcharse hacia la puerta de la calle, porque Maggie no les oía bien. Hablaban todos en un tono civilizado. Oyó cómo se cerraba la puerta de la calle y al doctor Rossi darle las buenas noches a su hermana.

Maggie estaba pensando dónde esconderse por si él iba al laboratorio.

Se quedó largo rato escuchando y, al no oír nada, se llevó el diario hasta la mesa escritorio y se sentó. El doctor había iniciado otra lista con el procedimiento más aclarado paso a paso, y había añadido unas cuantas páginas con los detalles, pero Maggie no comprendía todos los términos científicos. Había escrito acerca de ovarios donantes y úteros donantes, pero por lo visto no eran de animales como la oveja Dolly, a juzgar por lo que había dicho Adeline. Lo que Maggie no entendía era lo de las hebras que había mencionado. ¿Qué hebras? ¿Por qué estaban llenas de sangre?

Maggie abrió el diccionario médico grande que estaba sobre el escritorio y, al tiempo que iba buscando casi que una palabra de cada dos, pasaba páginas del diario en las que hablaba de fecundación in vitro y ADN. ¿Se proponía clonar a una persona con genes distintos de los que Dios le había dado?

Maggie leyó notas referentes a la gestación, en las que enumeraba lo que tenía que hacer en las diferentes fases. Buscó la palabra en el diccionario, tal como ella se había imaginado, era embarazo. El doctor había puesto indicaciones hasta los nueve meses. Maggie fue para atrás y volvió a leer el primer párrafo sobre las hebras; mientras buscaba en el diccionario, atrajo su atención la réplica que tenía el doctor Rossi del Sudario de Turín.

El doctor había estado en Turín.

—¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! —susurró Maggie, horrorizada. Hojeó el diario y fue releyendo todas las menciones de las hebras. ¿De dónde habían salido?

Poco a poco se le vinieron a la mente distintos recuerdos, junto con cosas que sólo sabía a medias. El periodista que mencionó Sam, curioso por saber lo que el doctor Rossi se había traído de Turín. Las lágrimas de Adeline. Lo que había dicho el doctor Rossi de los judíos. Lo próximo que estaba a la iglesia, cómo tenía amigos sacerdotes y uno de ellos estaba en Turín. Lo mucho que creía en el sudario.

No podía ser.

Guardó el diario en el cajón central, apagó las luces y, después de escuchar un rato detrás de la puerta, volvió con sigilo al vestíbulo y quitó el clip del interfono. Cerró la puerta del laboratorio tras ella y fue hasta el salón vacío, donde apagó la chimenea, ahuecó los cojines del sofá y retiró la bandeja pintada a mano. En la cocina que no utilizaban nunca, puso el platito de la señorita Rossi en el lavavajillas Fisher & Paykel que había venido como encargo especial de Australia, lavó a mano la copa de vino y recogió la botella de vino y los rollitos de cangrejo.

Entonces fue a la habitación que le habían dejado a ella. Tenía su propio cuarto de baño. Las paredes de la habitación estaban empapeladas en tonos granates y la cama era adorable, de mimbre trenzado y decorada con amorosos almohadones de volantes. Maggie se arrodilló sobre la alfombra, apretó las manos y extendió sus oscuros brazos sobre el edredón granate y rosa.

—Dios mío —comenzó a rezar—, cuida del doctor Rossi. Está un poco loco pero es un buen hombre. Acógelo en tus brazos como me acogiste a mí. Dale sabiduría. Ayúdale a cumplir tu voluntad. Aleja de su lado a Satán. Guíale por el buen camino si es que va por una senda equivocada. Y si no... —Maggie inclinó la cabeza, sin saber qué decir. Distintos pasajes de la Biblia le pasaban por la mente. Se sintió aturdida y asustada.

—Si no va por una senda equivocada —continuó, susurrando—, si está cumpliendo tu voluntad —se interrumpió, le temblaban las manos—, otórgale la gracia, concédele tus favores; que encuentre bajo tus ojos la gracia.