CapItulo 23
Martes al atardecer.
Thames Walk Chambers, Londres
B
ajo los blancos techos abovedados del despacho de Londres, en Thames Walk Chambers, Jerome Newton llegó a su nada apetecible descanso para tomar el té al final de la tarde. Se lo había traído en un carrito una mujer de pelo blanco con delantal que le había instado a comerse unas galletitas recubiertas de chocolate con el pretexto de que las había hecho ella misma. Mirando a través de los cristales triangulares de unas ventanas medievales, le daba vueltas al té, que tenía dos terrones de azúcar en lugar del único terrón que había pedido.
Jerome se encontraba en el despacho del primer piso de un tal Walter Finsbury, ataviado aún con peluca, el joven letrado que lo había demandado ante los tribunales de justicia británicos. Finsbury había negociado aquel encuentro privado y había salido corriendo de los juzgados tras defender a uno de sus antiguos clientes, que estaba por causas penales y no era la primera vez.
Hodges, el abogado de Jerome, estaba sentado a su derecha, atragantándose con una galleta casera recubierta de chocolate.
—Veamos, entonces —comenzó Finsbury, desde detrás de su antiguo escritorio de madera, y dio un sonoro sorbo a su taza de té—. Seguro que podemos llegar a un acuerdo.
—En efecto —dijo Hodges—. Por cierto, mi cliente, Jerome Newton, niega rotundamente haberle robado nada a su cliente, el doctor Abrams, creo que es.
Finsbury dijo:
—Hmmmm... Pues no es eso lo que afirma Abrams.
—¡Y una mierda! —replicó con rudeza Newton, y cruzó una pierna sobre la rodilla—. Abrams es un estúpido borracho que lleva años sin trabajar. Ese no tendría información secreta de una clonación humana ni aunque la estuvieran haciendo en su terraza. Me apostaría la vida a que jamás ha tenido ningún documento que ni yo ni nadie quisiera robarle. Llegaremos a un acuerdo en cuanto usted retire la demanda.
—¿Retirar la demanda? —dijo Finsbury—. Antes me vería mi cliente, el muy distinguido doctor Abrams, retirarme de la profesión.
—Entonces, ¿para qué hemos concertado esta cita? —preguntó Hodges, y se tragó el último bocado de galleta seca.
Finsbury se inclinó hacia delante.
—Soy consciente de que está en juego su reputación como periodista, señor Newton.
Jerome, que también era consciente de ello, miró a Finsbury con el ceño fruncido. El hecho de que el Times hubiera estado a punto de despedirle el año anterior, por decorar en dos ocasiones sus historias con detalles probables pero inexactos, había sido la única razón que le había empujado a acudir a aquella reunión. Un episodio más habiendo transcurrido tan poco tiempo de los anteriores, y sólo la prensa amarilla le compraría sus noticias, y a precios de saldo.
Finsbury prosiguió:
—Por tanto, he persuadido al doctor Abrams de lo inconveniente de meterse en una farsa. Él está plenamente convencido de que usted entró en sus instalaciones y copió sus archivos privados, pero da la casualidad que en Norteamérica hay más de un loco intentando clonar al gran finado. Bueno, supongo que ya sabe por dónde voy.
Hodges se rió entre dientes. Como abogado de la familia Newton, les aconsejaría si les interesaba pleitear y hasta qué punto, pero todo aquello empezaba a sonarle a broma.
—¿Adónde quiere ir a parar exactamente? —le preguntó a Finsbury.
—Exactamente a eso, dígame a quién se refería el artículo de Newton. Enséñeme las notas como prueba. Si el científico estadounidense de mi cliente y el científico norteamericano de su cliente no son la misma persona, retiraremos la demanda y, por haber estado equivocados, correremos con los gastos.
Jerome Newton se rió y después dijo con sorna:
—¡Mentiroso zalamero de mierda! ¿Se cree que no sé darme cuenta de los trucos? No pienso darle ninguna información, ni más ni menos. Usted ha urdido todo esto a cuenta de otro periódico que me quiere robar la historia. ¡No pienso decirle ni una palabra!
Hodges se inclinó para susurrarle a Jerome algo al oído.
—Es preferible no recurrir a los insultos —le golpeó amistosamente en el hombro y, dirigiéndose a Finsbury, añadió—: ¿Y si primero nos dice usted el nombre de su donador? Convénzanos de que su Abrams considera legítimamente que ha sido tratado de manera injusta. Antes, nosotros firmaremos un acuerdo con cláusula de confidencialidad para que Abrams no corra el riesgo de que divulguemos los secretos que cree tener.
Finsbury dio un resoplido.
—Eso desmerecería la demanda que el doctor Abrams le ha interpuesto a su cliente, ¿verdad? Le aseguro que no hay ningún otro medio de comunicación implicado. Si quiere, yo le firmo uno de esos acuerdos suyos con cláusula de confidencialidad, pero me tiene usted que decir primero el nombre del científico estadounidense y enseñarme las notas; si no, iremos a juicio.
Hodges se puso de pie.
—Necesito un momento para consultarlo con el señor Newton.
—Por supuesto —admitió Finsbury.
Salieron del despacho de Finsbury, dejaron atrás el mostrador de su pasante, atravesaron un patio empedrado por donde podía haber caminado Dickens, y torcieron después a la izquierda por un paseo junto al Támesis. Una barcaza atravesaba el río en dirección al puente de Waterloo, donde se reunían los turistas a la puesta de sol por la espléndida vista: al este la cúpula dorada de la catedral de Saint Paul, al oeste las murallas de la Abadía de Westminster.
—No sería ésta la primera vez que se utilizan los tribunales como medida coercitiva —dijo Hodges—. ¿Hasta qué punto es fundamental que guardes tu secreto?
Jerome Newton se desperezó y bostezó para ocultar su irritación. Necesitaba que Hodges le creyera.
—Respeto al hombre de que se trata, aunque creo que está haciendo una locura de lunático. Y... —Jerome miró a la otra margen del río, donde estaba el centro comercial South Bank Centre, lleno de locales de copas, galerías, jardines, cafeterías y tiendas.
—Existe una posibilidad, verdaderamente remota, pero posible, de que al final tenga éxito en su empresa. Si pasara eso, yo estaría detrás de la noticia del siglo. Una increíble noticia que cambiaría el signo de la historia.
—¿Y no me vas a dar ni una pista de quién es el clonado ni de quién lo está haciendo?
Jerome le guiñó un ojo.
—Ni una sola pista, amigo.
—Pero sí me vas a contar cómo conseguiste esa información, si no fue robando los archivos de Abrams.
Jerome sonrió.
—Tengo un talento oculto, Hodges. Estás ante uno de los mejores seguidores de pesquisas del mundo.
—¿Ah, sí? ¿Y cuál es tu secreto?
—Passé, muchacho. Un mínimo de dos teléfonos móviles, dos chóferes, dos coches, a veces tres. Es como un amuleto. Añádele un pendiente casi invisible y un micrófono con forma de bolígrafo y, voilà! Información. La noticia me llegó por vías honradas, así que, en cierto modo, he hecho bien en divulgarla. Gracias a mí, la humanidad tiene la oportunidad de salvarse antes de que empiecen a repoblar el mundo de figuras históricas muertas. Tal vez el ADN de Gengis Kan y de Tutankamón no haya sobrevivido, pero ¿y si alguien intenta replicar a Napoleón, a Stalin, a Abraham Lincoln o a Edgar Allan Poe?
—Las personas no son sólo genes.
—¿Qué más son? ¿Le gustaría que trajeran de nuevo a la vida al marqués de Sade para averiguarlo? En todo caso, no voy a llegar tan lejos como para detener a ese hombre publicando su nombre o arriesgándome a una filtración.
Hodges le había escuchado con atención.
—Muy noble por tu parte.
—Sí, y práctico también —dijo Jerome—. La razón por la que mi familia ha seguido siendo lo suficientemente rica como para mantener tu puesto de trabajo de jornada completa, Hodges, es que nunca dejamos pasar la oportunidad de hacer una fortuna. Si mi científico sale con éxito, voy a ganar millones y millones. ¿Le gustaría representarme en las negociaciones?
—¿Negociaciones?
—Lo más seguro es que el científico tenga interés en que firmemos un contrato cuando yo le ofrezca no publicar la noticia de inmediato.
—¿A cambio de qué?
—A cambio de acceso exclusivo, ahora y en el futuro, a entrevistas, grabaciones de las fases a medida que se vaya desarrollando el proceso, y todas las publicaciones posteriores al hecho. A cambio de un acceso exclusivo al niño clonado durante su crecimiento —se rió y extendió los brazos, gesticulante hacia el Támesis, de donde le llegaba en aquel preciso instante una ráfaga de olor a curry—. Todo el mundo querrá ver las fotografías expuestas en el Royal Festival Hall. Los medios de comunicación estarán dispuestos a pagar dinero a espuertas al periodista que informe de la primera clonación de un ser humano muerto; todo el proceso completo, con vídeo del nacimiento, sobre todo si se tiene en cuenta que el nombre del hombre clonado llenaría, ya por sí solo, los titulares de la prensa mundial. Se incluye también un libro, sino varios, en perspectiva. Yo los escribiré.
—¿De verdad?
—Hodges, la realidad es que estoy a punto de hacerme con un enorme potencial de dinero, y me veo atrapado en un posible juicio, que al final ganaría porque soy inocente. Finsbury un día al ir de caza, te lo digo yo, o ese borracho de Abrams se han confundido. En cualquiera de los dos casos, lo que yo necesito es que los mantengas alejados el máximo de tiempo posible.
Hodges se sujetó las manos, echando los brazos a la espalda, y vio pasar la barcaza hacia el puente de Waterloo.
—Siendo como me cuentas, Jerome, recomendaré a la familia que peleemos. ¿Qué te parece si entramos ahí dentro y le sugerimos a ese Finsbury dónde puede meterse su peluca de letrado?