CapItulo 52

Miércoles. Washington D.C.

 

 

E

n la cámara de representantes de Estados Unidos, cuando el capellán ofreció la oración del día, el congresista Dunlop, con la cabeza erguida, pensaba en lo que había ocurrido la noche anterior cuando había ido a visitar a Brown. Dunlop se había pasado por allí para entregarle el cuaderno del periodista con sus garabatos sobre las hebras, pero Brown ya estaba informado porque lo había oído en televisión. Brown acusaba a Dunlop, o a alguien de su equipo, de haber filtrado la noticia. Dunlop tenía que averiguar quién había sido.

Además, Brown había decidido que la subcomisión tenía que actuar. La siguiente semana como muy tarde debía celebrarse una votación en la cámara de representantes. No debían seguir discutiendo sobre la legislación relativa a la clonación. Había que emplear todas las influencias posibles. La mayoría de ellos estaban en deuda con Brown, tanto si lo sabían como si no. Dunlop desde luego lo estaba. Sin Brown no podría financiar su próxima campaña. Llevaba demasiado tiempo enganchado al bolsillo de Brown, como para atraer grandes donaciones de otras partes.

Dunlop se fijó en el majestuoso fondo de la tribuna del portavoz de la cámara. En mármol negro, con las cuatro columnas jónicas que sustentaban un entablamiento blanco sobre muros blancos de mármol. En el centro pendía la bandera, la «Vieja Gloria», con sus barras verticales y las estrellas en la parte de arriba, y a cada lado las fasces de bronce: hachas envueltas en haces atados con hiedra. Desde que las utilizaran los cónsules romanos, siempre habían sido símbolos de autoridad cívica.

Recorrió la bandera con los ojos. Grabadas en mármol se leían las palabras: «En Dios confiamos». Dunlop deseaba que fuera así de verdad. Pero Dios no estaba allí. Estaba Brown. Le había insinuado con mucha claridad que podía arruinarle tanto la carrera profesional como el matrimonio; sin duda, mediante fotografías que habría sacado de su inesperado encuentro íntimo con la bailarina.

En un lugar recóndito de su mente seguía siempre presente otro asunto: la muerte de la esposa del secretario de Estado. Por una aciaga coincidencia, aquella mujer formaba parte del club de bridge al que pertenecía la mujer de Dunlop. Cuando el matrimonio se hizo añicos, empezó a beber y a hablar de asuntos que no debía. Dunlop jamás olvidaría el día en que murió. Él llegó pronto al domicilio de Brown, y un hombre alto, vestido de negro, se montó en un Audi S4 y se marchó, seguido de una discreta furgoneta azul. La policía no encontró nunca ni el Audi ni la furgoneta azul que vieron algunos testigos en la carretera en la que la esposa del secretario de Estado se cayó en coche por un acantilado. Pese a que el distrito de Columbia fue durante un tiempo un hervidero de rumores, el incidente se diluyó en la nada, al igual que ocurrió con la muerte de Martha Mitchell en la década de 1970. Era la esposa de John Mitchell, que fue ministro de Justicia con Nixon y renunció a dirigir la comisión para reelegirlo como presidente. Era la época del Watergate. Martha bebía demasiado, hablaba demasiado, y murió. Fueron muchos los rumores en el distrito de Columbia. No pasó nada.

Dunlop escudriñó la galería de invitados que estaba encima de la tribuna, en busca de su hijo. Allí estaba, en la fila de asientos reservados para las familias de los miembros. Dunlop se había puesto contento cuando el chico le pidió ver la presentación de aquel proyecto de ley, mientras desayunaban aquella mañana. Normalmente, Dunlop pensaba que su hijo le odiaba. No sabía por qué le había entrado ese interés por la clonación, pero a él como padre le agradaba; al menos los clones, a diferencia de los ovnis, eran posibilidades reales.

Acabó la oración, y entró el funcionario responsable de mantener el orden en el parlamento con la maza, un haz de varas de ébano entrelazadas con cintas plateadas, coronado por un globo terráqueo plateado y encima del globo un águila. El funcionario colocó la maza sobre un pedestal verde, a la derecha del portavoz, quien llamó al orden a los presentes. Minutos después, Dunlop se levantó y se quedó de pie en el estrado de su partido. Bajo la leyenda «En Dios confiamos», Dunlop alzó la vista hacia la cámara casi vacía. Pidió el consenso unánime para presentar el proyecto de ley que le había entregado Brown, presa de la irritación. Sería presentado después a la subcomisión especial de investigación sobre la clonación humana, de la comisión científica de la cámara, que Dunlop presidía.

La cadena de comunicación C-SPAN grababa las sesiones, con lo que Brown obtenía cobertura mediática, un paso imprescindible si se tenía en cuenta, tal como había anticipado Brown, que la noche anterior se habían reanudado los programas y las noticias de televisión acerca de los rumores sobre el clon de Jesucristo. El congresista Dunlop, sabiendo que su hijo le escuchaba y que el mundo le observaba a través de una cámara, hizo acopio de sus capacidades de oratoria y leyó con solemnidad el proyecto de ley ante una sala prácticamente vacía.

 

PROYECTO DE LEY PARA PROHIBIR LA CLONACIÓN

DE SERES HUMANOS FALLECIDOS.

 

El presente proyecto de ley será sometido a la votación del senado y de la cámara de representantes de Estados Unidos de América reunidos en este congreso.

 

ARTÍCULO 1. TÍTULO BREVE.

Podrá hacerse mención de la presente ley con la siguiente denominación, Ley sobre la prohibición de clonar a seres humanos fallecidos.

 

ARTÍCULO 2. PROHIBICIÓN.

Norma general. Ninguna persona podrá dedicar sus esfuerzos a clonar a seres humanos fallecidos, ni ayudar o instar a otros a que realicen dicha clonación.

 

ARTÍCULO 3. DEFINICIÓN.

A los efectos de la presente ley, se entenderá por «clonación de seres humanos fallecidos» la utilización de la transferencia nuclear de células somáticas, o cualquier otro método que pudiera emplearse, con la finalidad de crear un nuevo individuo humano que tenga un genoma idéntico, o sustancialmente idéntico, al de otro individuo humano ya fallecido.

 

Dunlop bajó del estrado e introdujo el proyecto de ley en la «artesa», la caja de madera situada junto a la tribuna del portavoz, prevista para tal fin. El actuario se encargaría de asignarle un número oficial de registro en la cámara y de adjuntarle las correspondientes actas del congreso y la remisión del portavoz a la subcomisión que Dunlop presidía. A través de las personas y las organizaciones que Brown controlaba, se recaudarían muchos pagarés para conseguir votos. Asimismo, estaba casi asegurado que el senado la aprobase. El presidente acabaría convirtiéndola en ley con su firma. Entonces la policía y el FBI podrían seguir la pista del científico y la madre del clon.

Dunlop tenía ahora que enterarse quién había filtrado la historia del sudario. Por la ira que tenía la noche anterior Brown, Dunlop se sentía capaz no sólo de despedir, sino incluso de estrangular al culpable con sus propias manos.

Saludó a su hijo Zack, que permaneció en la galería de invitados, y se dirigió al hotel, donde se llevaba a cabo el interrogatorio al periodista Jerome Newton. Todo empezaba a cobrar sentido. Newton había escrito un artículo sobre los científicos del sudario; por desgracia, no escribió sólo uno, escribió un montón de artículos. Hasta aquel mismo día por la mañana, Newton no se había decidido a cooperar, pero pronto tal vez ya no fuera necesario.

 

* * *

 

Desde la galería de invitados, Zack le devolvió el saludo a su padre, redactó un mensaje en el cuaderno electrónico de su portátil y lo tradujo a diez idiomas. Rezaba así:

 

¡URGENTE!

MARCHA DE OLIVA CONTRA EL CONGRESO

ANTICRISTO DE ESTADOS UNIDOS

 

Hoy, el congresista Dunlop presentó a la cámara un nuevo instrumento legislativo para prohibir la Segunda Venida de Jesucristo.

Se ruega a los miembros y simpatizantes de OLIVA que se congreguen a las 12 horas del mediodía, hora local, en los puntos que se detallan a continuación. Los directores de comunidad habrán de introducir el código secreto para informarse del destino de cada manifestación.

 

Zack se conectó a Internet a través de una línea telefónica para la prensa. Sonrió al ver en pantalla que el contador de la página indicaba que él era el visitante número 5.427.212. Y sólo fueron falsos los mil visitantes del primer día. Puso el mensaje en la página, después, digitalizó las muchas versiones de Jesucristo que se describían en la web, no sólo el conocido Jesús de Nazaret, sino también Yeshu el judío, un rabino; Metteyya, el siguiente aspirante a Buda; el profeta musulmán Isa ibn Miryam, a quien se llama en el Corán «Luz y fragancia de Dios»; Jesús el gurú y avatar, que aprendió los secretos de la divinidad de los hindúes; así como el mismo Jesús hindú, el dios Prajapati.

Zack encontró cientos de imágenes; un Jesús con cabellos rubios y un llameante corazón morado; un Jesús con ojos persas sobre un árbol; un Jesucristo etíope con sedosos cabellos negros; el colorido Jesús de Morriseau, de los indios ojibwa; el Jesucristo surrealista de Dalí, en una cruz amarilla; un niño Jesús africano tallado en madera de olivo; un Jesús chino con un bigote mandarín; un Jesucristo con turbante, tumbado en un sofá; el Jesús de Caravaggio; el Jesús de Miguel Ángel; un Jesús del Pueblo negro, pintado recientemente en Nueva York; un Jesucristo como el Che Guevara.

La imagen más antigua era del siglo III: «Jesús entronizado con los apóstoles», en la que unos cuantos de ellos tenían un aspecto inexplicablemente negroide. Era la favorita de Zack.

En el sitio web de OLIVA se admitía a cualquier Jesús en el que creyera la gente, siempre que les hiciera rezar, cantar, manifestarse y causar disturbios públicos hasta que el Hijo de Dios pudiera regresar.