CapItulo 38

Sábado al mediodía.
Vestíbulo de la Quinta Avenida

 

 

S

am tecleó el código de la novena planta en el panel del ascensor mientras pensaba qué sería tan urgente para motivar la llamada del mayordomo de Brown durante su día libre. Podía tratarse de cualquier cosa, la entrega de un sobre especial, comentar qué tipo de persuasión había empleado con Jerome Newton, una investigación privada. Brown se tomaba la molestia de comprobar cómo era cada persona que aparecía en su vida antes de conocerla en persona y, por supuesto, antes de hacer negocios con ella. A veces empleaba a Sam para eso.

Él había planeado pasar el fin de semana con Maggie en Landing. Ella era la razón por la que sólo había tenido sexo dos veces en siete meses y ambas fueron ligues de bares locales. No tuvo tiempo para los muelles de Jersey. Mete y saca rápidamente, usa un condón o arriésgate a que se te caiga el pito. Dos veces. Sin embargo, Sam estaba casi tan contento como si hubiera follado con la mitad de las coristas de la banda de las Rockettes.

Podía imaginarse a sí mismo en muchas situaciones de la vida. ¿Colgado de una chacha negra embarazada que no le dejaba tocarla? ¿De una que le había dejado acercarse una vez y no más? Sólo unos meses antes, se habría reído de semejante idea. Tal vez Frances tuviese razón, y él quisiese a Maggie. Lo cierto era que Sam estaba pegado a Maggie Clarissa Johnson, hasta hacía poco, residente en Harlem, Nueva York, madre soltera y ex criada.

Cuando se preguntó por qué en voz alta, Maggie le respondió que Dios era el causante. El crío necesitaba su protección, así que Dios había hecho que Sam fuese su amigo. Tal vez fuese así. La mitad del tiempo ni siquiera estaba caliente. Para Sam, según su experiencia, eso era un milagro.

Las puertas del ascensor se abrieron, y allí estaba el señor Brown, en el recibidor. Esperaba, y no precisamente contento. Tenía un periódico doblado en la mano. Sam reconoció el London Times.

Brown se lo pasó.

—Lee esto mientras caminamos.

Sam lo siguió a la biblioteca, y vio una noticia señalada con un círculo. Su pulso se disparó. Se sintió enfermo a medida que leía.

 

CLONACIÓN EN ESTADOS UNIDOS.

¡Eh! ¡Mire, mire!

Ciertas fuentes anónimas vuelven a la carga. Esta vez han añadido una posdata jugosa, quizás increíble, a nuestro informe anterior sobre la clonación por parte de un científico norteamericano de alguien que no estaba del todo vivo. ¡Mundo, escucha esto! Nuestro científico loco, mediante infames tretas indirectas, clandestinas y retorcidas, se ha hecho con pedazos de una de esas reliquias que, se dice, estuvieron en contacto con Jesucristo. Ya saben, fragmentos de la cruz verdadera, el sagrado pesebre, el sudario, el velo de Verónica, los clavos, la lanza, la corona de espinas. Esa clase de cosas. De cualquier modo, las fuentes aseguran que ese estadounidense loco planea extraer ADN de los trocitos y clonarlo.

¿Me siguen hasta aquí? ¡Planea clonar a Jesucristo y traerle de vuelta!

¡Permanezcan atentos a mis artículos para más información sobre la Segunda Venida!

Si ha sido travieso últimamente, puede que ahora sea buen momento para arrepentirse.

 

¿Qué había sido del trato con Jerome Newton, vigente desde hacía siete meses? Ahora Sam se veía obligado a explicar por qué el mismo periodista estaba actualizando la misma historia, cuando Sam había afirmado que todo era una patraña. Peor aún, Newton le había puesto nombre al clon.

Sam leyó el artículo dos veces, para verificar que no se daba la menor pista sobre la identidad de Rossi, ni había mención alguna de su paradero. De todas maneras, eso era violar el acuerdo. ¿Por qué no temía Newton perder sus entrevistas dominicales?

Brown se acomodó en el asiento, mientras movía la mandíbula. Parecía furioso.

—Habla, te escucho —dijo.

Sam admiró su autocontrol. Tenso también, sonrió, con la vista puesta en el periódico.

—Todavía anda con su jueguecito. Fíjese que no menciona a nadie porque, como le dije, no hay nadie a quien mencionar.

Brown no habló hasta que Sam levantó la vista.

—Le puso nombre al clon.

Sam se rió entre dientes.

—Ya, de acuerdo. Clonar a Jesús.

Brown seguía con la mirada fija en Sam; sin decir nada. Después de un rato, Sam preguntó:

—¿Qué?

—¿Sacó el nombre Jesús de un sombrero?

—Quizás estaba olisqueando algo. ¿No pensará de verdad que alguien podría...?

Brown lo interrumpió:

—Aquí los «podría» carecen de importancia. ¿Hay algún científico norteamericano que crea que va a clonar a Jesús? Eso es lo que quiero saber. Tu trabajo consistía en informarme de ello, Sam.

Sam golpeó el periódico con el revés de la mano.

—Esto prueba que es un bulo, como ya le he dicho. ¿Clonar a Jesús? Increíble. De hecho es imposible.

Brown se levantó y se dirigió a las estanterías. Desvió la mirada, como si estuviera atribulado. Luego extrajo un libro.

—Estoy interesado en las creencias, no en las posibilidades.

Le mostró el libro a Sam. Se trataba de La guerra de los mundos, de H.G. Wells.

—¿Lo has leído?

—Una vez. ¿Marcianos que aterrizan en Nueva Jersey y se hacen con el poder?

—Sí. ¿Te acuerdas lo que se hizo con esa historia?

—Sí. Orson Welles se basó en ella para hacer un drama radiofónico. Empleó comunicados realistas de noticias y asustó a toda la gente.

—Un aterrizaje de marcianos era imposible —Brown guardó el libro—. Sin embargo, hubo disturbios en las calles, embotellamientos de tráfico, y pánico generalizado por toda la costa este porque la gente se lo creyó.

—Pero eso sucedió hace mucho, en la década de 1930, creo. En la actualidad, ¿quién se creería que Jesucristo puede ser clonado?

—¿Crees entonces que la naturaleza humana ha cambiado en los últimos sesenta y tantos años?

—Creo que estamos lo bastante evolucionados como para...

—Basta, Sam —Brown volvió a su escritorio, se sentó y se inclinó hacia adelante—. Deja de pensar.

Sam se quedó callado.

—Haz lo que te he pedido.

—Lo haré. Delo por hecho, pero explíquemelo de nuevo, me gustaría comprender.

Aunque parecía disgustado, adoptó esa expresión suya de erudito benevolente. Sam lo había empujado a actuar plenamente como si fuese un oráculo. Brown apuntó hacia el periódico.

—Eso no es una patraña. Hay algo detrás de esas historias. La resistencia misma de ese periodista frente a ti, es extraña. No habías fallado nunca antes, Sam. Mira esto que tengo aquí.

Brown tomó un mando a distancia, encendió un televisor y puso en marcha una cinta. Dijo:

—Esto lo emitió la CNN después de las noticias, esta mañana.

Sam vio una mujer con dientes de conejo, una contertulia habitual en programas de la CNN. La apodaban la pelirroja rabiosa porque irritaba tanto a sus enemigos como a sus amigos. Estaba sentada entre un hombre con gafas y pajarita y otro ataviado con un traje conservador. Mantenían una airada discusión.

Brown bajó el volumen y juntó las manos con fuerza.

«Clonar ya no es una fantasía. Si alguien quiere clonarse a sí mismo, a su perro, a su madre, a su padre, estupendo. Los grandes personajes históricos son otro asunto. Existen en la mente como símbolos poderosos que pueden provocar comportamientos de masas. Imagínate lo que un clon de George Washington podría llevar a hacer a la gente. A lo largo de la historia, las religiones y los personajes religiosos no sólo han ocasionado martirios y desobediencia en el pueblo, sino también la subida y la caída de reyes, el asesinato, el pillaje, la guerra, cualquier clase de comportamiento irracional. Simplemente con dos artículos breves y crípticos en el Times, hay programas de debate en la CNN y vigilias de oración espontáneas en los parques.»

A Sam le temblaban las rodillas.

—Las creencias son poderosas —Brown desplazó la mirada hacia el cajón de su escritorio—, incluidas las supersticiones. Incluso hay algunos que creen ver el destino en las estrellas.

—¿Es usted uno de ellos? —se aventuró a preguntar Sam.

La mirada de Brown se dispersó.

—Yo soy leo, el rey.

Sam pensó en añadir, «bueno, pues yo sé que soy tauro, ¿o es aries? Uno de ellos, de todos modos», pero sólo dijo:

—Eso encaja.

Brown volvió a mirarle.

—Sam, la auténtica identidad del clon carece de importancia. Lo que importa es quién cree la gente que es.

—Poncio Pilatos debió de decir algo parecido —apuntó Sam, entre risitas.

Brown hizo caso omiso de él.

—No se le puede permitir a un científico norteamericano fabricar un hipotético clon de Jesucristo a partir de una fuente de ADN creíble, incluso de una fuente remotamente creíble.

Los dos hombres estuvieron sentados, quietos, en silencio. Sam era consciente de que tenía delante a alguien que se sentía propietario del nuevo orden mundial y que no tenía la intención de permitir que viniese a alterarlo ningún personaje del pasado, como Jesucristo. Sam tenía sólo segundos para decidir qué hacer, pero fueron suficientes. Durante siete meses había explorado situaciones de horas, días, meses, en su mente. Si decidía algo determinado, surgían una serie de opciones. Si decidía otra cosa, desaparecían.

Tranquilo, Sam dijo:

—Me alegro de haber preguntado. No comprendía a qué se refería. Esto no es para mí.

Brown miró a Sam con ojos como focos.

—¿Oh?

—Creo que todo eso es una tontería, pero si no, donde usted dice clon, yo oigo madre, bebé. Un bebé cuyo nacimiento usted no desea, si eso es verídico. ¿Estoy en lo cierto?

La mirada de Brown seguía posada sobre Sam.

Sam hizo una pausa, consciente de que el futuro dependía de sus posteriores palabras. Brown era el jefe más generoso que había tenido jamás, pero esperaba una lealtad inquebrantable a cambio.

—No me enrolé para nada semejante. No cuente conmigo para eso, ¿de acuerdo?

—Entonces no contaré contigo para nada en absoluto.

—Sí, lo sé —Sam se puso en pie.

Cuando Sam se dirigió hacia los ascensores, Brown se levantó y lo siguió.

—Desalojaré el piso antes de medianoche —dijo Sam cuando llegó el ascensor—. Subiré mis llaves, las tarjetas de crédito, las tarjetas de acceso, los salvoconductos... todo, antes de marcharme.

Sam estaba frente al señor Brown y pulsó el botón del vestíbulo.

Cuando se cerraban las puertas del ascensor, Brown le dijo:

—Considéralo de nuevo, Sam. Tienes dos semanas.