CapItulo 18
Iglesia de santo Thomas More
M
aggie estaba fuera de la iglesia, y se despedía de los familiares italianos de los Rossi. Deseó no haberse puesto el sombrero Graham Smith en el funeral. Lo hizo en honor a Enea Rossi Evans, porque era el mejor sombrero que tenía, pero nadie llevaba nada que no fuese negro. Trajes, vestidos, zapatos, calcetines, medias, bolsos, guantes, abrigos y sombreros negros. Incluso la mitad de los hombres llevaban camisas negras. En cierto sentido, tenía gracia. Todos los blancos iban vestidos por completo de negro, y la única persona negra iba de blanco. Maggie se quería quitar el sombrero pero temía que entre la multitud se aplastara sino se lo dejaba sobre la cabeza.
—Nuestra disfruto conocer de ti —dijo la prima Letizia en el peor inglés que Maggie había oído nunca. Maggie iba a responder cuando vio al doctor Rossi irse apresuradamente.
—Perdónenme todos.
Fue con rapidez tras él y le susurró:
—¡Doctor Rossi! ¡Vuelva allí con su hermana y hable con sus familiares como debe! ¿No va al cementerio?
Él se detuvo.
—Enea sabía que yo la quería por cómo la traté cuando estaba viva. Ella no está en ese ataúd, en cualquier caso, y yo ya me he despedido. ¡Me voy, y tú deberías hacer lo mismo! Tenemos trabajo que hacer, ¿recuerdas?
—¡Hum! —dijo ella—. Quiere decir que usted tiene trabajo que hacer. Parece no tener que ver conmigo, a excepción de tomar notas, hacer llamadas y limpiar. Me gusta ayudar, pero...
—Aquí no, Maggie, por el amor de Dios. Nos vamos.
Maggie lo vio seguir hacia la Quinta Avenida, mientras Sylvia Canady miraba fijamente al bien educado y atractivo científico, que le había preguntado su opinión sobre las madres de alquiler y si era algo que ella contemplase realizar alguna vez. Maggie había escuchado la conversación por casualidad. Lo alcanzó y caminó a su lado, mirando con anhelo hacia Central Park.
—Doctor Rossi, ¿caminamos por el parque un minuto antes de encerrarnos de nuevo en el laboratorio? Se está cargando de responsabilidades más de lo que el faraón cargaba a los hebreos. A mí, también.
Pareció irritado. Luego suspiró:
—Un minuto.
Cruzaron y caminaron hasta la calle 96.
—¿Sabes el nombre de esa puerta? —preguntó cuando llegaron a una entrada que había en los muros grises de piedra del parque.
—No. ¿Cómo se llama?
—Es la Puerta de los Leñadores. El parque tiene dieciocho puertas con nombre. La que está al norte de nosotros, en la 102, se llama Puerta de las Chicas. Enfrente, en Central Park Oeste, está la Puerta de los Chicos, en la calle 100.
—¿Es eso cierto? —Miró al doctor Rossi, que tenía la vista puesta en el pasado.
—¿Qué otras puertas hay, doctor Rossi?
—La Puerta de los Inventores, la Puerta de los Comerciantes, la Puerta de las Mujeres. La Puerta de los Extranjeros está, cruzando el parque, en la 106.
Un parque que acoge bien a los de fuera. Eso es agradable.
—Aquí era donde Frances y yo jugábamos. Patinábamos fuera en la pista Wollman en invierno. Con las torres de Nueva York a nuestro alrededor, y todavía patinamos, de vez en cuando. Cuando hacía calor hacíamos navegar nuestros barcos —se rió—. A veces, nos colábamos en el zoo sólo para demostrar que éramos capaces, o espiábamos a los que comían fuera, en la Tavern, en el césped. Solíamos caminar como los egipcios cuando jugábamos en Cleopatra’s Needle, detrás del Museo Metropolitano. Hacíamos como que los jeroglíficos eran nuestros nombres, deletreados. Nuestros nombres de pila, de bautizo —hizo una pausa—. Ahora conozco a un judío que se llama Felix y a una judía que se llama Frances.
Maggie intentó hacerse una idea de cómo sería criarse en la Quinta Avenida. Llevaba tanto tiempo trabajando allí que apenas le costaba trabajo. ¡Qué contraste con la suya propia en Macon, Georgia, y luego en Harlem! Si hubiese nacido allí, se habría quedado, como ellos.
Condujo a Maggie a través del East Drive hasta que llegaron a un camino circular que rodeaba los campos de fútbol de North Meadow. Justo al noreste del embalse, llegaron a un gran árbol.
—Es London Plane —dijo él—, un plátano falso híbrido considerado el árbol más viejo del parque.
Pasearon por el camino debajo del árbol. El doctor Rossi miraba a lo alto, a sus ramas grises. Maggie lo observaba y se preguntaba cómo debía sentirse él. Intentó imaginarse en su misma situación, abriéndole el corazón a Jesús en las oraciones desde que era niña y luego descubrir que provenía de gente que consideraba a Jesús un mero rabino. Se sentiría traicionada.
—Ya casi estamos allí —dijo él—. Casi estamos allí. Un día más, creo. Entonces tendré los cultivos que necesito.
Cuando llegue el momento, transferiré las células a un medio nuevo menos rico en nutrientes que las madurará al estado totipotente.
—¿No le parece extraño tener todos esos ejemplares de las células de Cristo en una bandeja?
—A veces, sí —se miró las manos—. Aunque no están vivas. Todavía no.
—¿Lo está sopesando, como prometió?
Su respuesta ante la súplica apasionada de ella fue tan sólo eso. Dijo que se pensaría el permitirle ser la madre de Cristo. Mientras tanto, le preguntó si ella le ayudaría con el trabajo y, sobre todo, le pidió que no le dijera nada a nadie, ni en aquel momento, ni nunca, a no ser que él le diera permiso. Maggie se brindó a jurar todo aquello sobre la Biblia.
—Sí, lo estoy sopesando, Maggie. De paso, nunca te pregunté si había algún marido o novio a quien consultar.
—No y no.
—Bien, pero no te hagas muchas ilusiones.
Ella ladeó la cabeza.
—No veo por qué...
Él se apoyó contra el grueso tronco del anciano árbol.
—ADN mitocondrial. Ese es el motivo de que, en un mundo perfecto, tú no deberías ser la madre.
—¿Qué es eso?
Con los pulgares y los índices formó un óvalo.
—Imagínate un huevo. Tiene una yema y clara a su alrededor, ¿no?
—Sí.
—Suponte que es el óvulo de una mujer. Lo que yo voy a hacer es quitar la yema, o núcleo. El 99% del ADN está en ese núcleo. Voy a reemplazar ese núcleo con una célula de la sangre del sudario, a la cual he tratado para que actúe como un nuevo núcleo.
—No me lo diga —dijo con tristeza Maggie, adivinando ya su argumento—. El otro 1% no está en la yema. Está en la clara del huevo.
Él sonrió y pareció impresionado.
—Sí. Un 1% está en la clara, el citoplasma. Sólo puede provenir de la mujer que aporta el óvulo. Por eso es técnicamente imposible clonar un hombre adulto a partir de sus propias células. Para clonar un hombre es preciso partir del óvulo de un familiar hembra, porque porta el ADN mitocondrial en la clara, el citoplasma. Va de madres a hijas. El macho no lo transmite porque el macho no tiene óvulos.
—Sí, eso he oído, pero...
—No quiero ofenderte, Maggie, pero la verdad es que Jesús no tenía ADN mitocondrial africano. La ciencia todavía no conoce con exactitud cómo afecta al ADN del núcleo, así que puede no importar en absoluto, pero...
Comenzó a caminar hacia la Puerta de los Leñadores, con Maggie detrás, a la carrera.
—¿Por qué se lo pide a mujeres de su iglesia, como a Sylvia Canady? ¿Por qué se lo pidió a Adeline? Jesús no era irlandés, tampoco, y desde luego no era inglés, como lo son los genes de Adeline.
—Con Adeline, ni lo pensé. En cuanto a Sylvia, yo me acordaba que una mujer de la iglesia descendía de una familia de conversos, pero no sabía cuál, por lo que tuve que hablar con varias. Es Sylvia Canady. Su padre es irlandés católico, pero la familia de su madre son conversos, judíos españoles que se convirtieron al catolicismo antes que enfrentarse a la muerte a manos de la Inquisición.
—¡Oh!
—Su mitocondria probablemente sea semita.
—Pues, si no hubiese sido tan mezquino con sus familiares, quizá se lo podía haber pedido a su prima.
—¿A una mujer que vive en el extranjero y no habla inglés? Por lo menos Sylvia vive aquí.
—Bueno, y ¿qué dijo de ser una madre de alquiler?
—¿Antes o después de reírse de mí y preguntarme si estaba enfermo?
Maggie le dio unas palmaditas en el brazo.
—No influirá tanto, si es sólo el 1%, además puede que Jesús tuviese algo de negro. Muchos árabes son morenos y son semitas. ¿No empezó la humanidad en África, y se extendió al Oriente Próximo? La Biblia dice que él tenía el pelo como la lana, ¿sabe usted?
—¡Jesús no tenía el pelo lanudo!
Ella se puso delante de él.
—¿Quiere que le muestre dónde lo pone en la Biblia?
Él frunció el ceño.
—Revelación 1:14. Dice «pelo tan blanco como la lana», no «pelo como la lana».
Maggie notó cómo los ojos se le llenaban de lágrimas. Susurró:
—¿Tiene miedo de que sea feo como yo?
Ella vio que no respondía, porque había dejado de escuchar.
—María era una mujer semita —dijo él—, muy bien. Lo haré, iré a la sinagoga de Park Avenue.
—¡Seguro! —dijo ella, y sollozó—. ¿Va a encontrar a una rica judía que quiera ser la madre de Jesús? Doctor Rossi, empiezo a pensar que en realidad nunca leyó la Biblia.
—¿Por qué no? —dijo él—. ¡Yo soy judío! Según ellos, por lo menos. Dicen que si tu madre es judía, tú eres judío. Mi madre era judía. Uno podría pensar que ya conocían lo del ADN mitocondrial. Se lo pediría a Frances si no fuese mi hermana, y si no pensase que haría que me recluyesen.
—Doctor Rossi, sé que está confuso con todo ese asunto, pero créame, usted no es judío como la gente de la Biblia. Los judíos se esparcieron por la faz de la Tierra. Yo no estoy educada, pero me informo y me paso el tiempo libre leyendo cualquier cosa que tenga que ver con Dios y la Biblia.
Felix la miró con escepticismo.
—¿Quieres decir cuando no lees el Vogue?
—Bueno, pues sí, cuando no leo el Vogue. ¿Sabe que han encontrado el gen Cohen ese en toda clase de personas, incluso en una tribu africana? Los judíos se mezclaron con otras razas, igual que los africanos se mezclaron aquí. Nuestros genes están por toda esta tierra, en personas que tienen mi aspecto y en gente que cree ser blanca. Lo mismo les pasa a los judíos. Yo podría ser en parte judía, doctor Rossi. Usted, más. ¿Y qué? El asunto es que cualquiera puede ser judío. Si alguien mantiene ser sólo de esta o de aquella raza, yo digo que los pongan en uno de sus microscopios, y es más que probable que estén mezclados. Lo sé. Leo sobre ese asunto. Su madre fue una mujer católica, doctor Rossi. Usted no es judío si no quiere serlo.
Él la miró como si hubiese dicho algo indescifrable.
Por petición de Maggie, pasearon por el parque un poco más antes de regresar al edificio. Una vez más, Sam no estaba visible. Maggie no le había visto desde que lo ahuyentó del solarium el viernes, y hoy era lunes. Su sustituto estaba en la puerta. A medida que entraban, ella comenzó:
—Y si sólo es un 1%...
—Ssshhh —dijo él, poniendo con rapidez un dedo sobre los labios.
En el vestíbulo, a la espera del ascensor, estaba Frances con tío Simone y prima Letizia.