CapItulo 4

Quinta avenida. Nueva York

 

 

T

res veces había leído Maggie el renglón en el que decía que el doctor Rossi planeaba dejarla ir. ¿Ir adónde? No podía significar despedirla.

Sintió que esas palabras le habían arrancado el corazón.

Durante cinco años, el doctor Rossi había mostrado, o había simulado, auténtica preocupación por ella. Al principio le había limpiado el laboratorio a tiempo parcial; luego los Rossi la contrataron a jornada completa para que se ocupase de toda la casa. En los últimos tiempos, debido a las clases que él había dispuesto para que ella progresase en la vida, se ocupaba de nuevo sólo del laboratorio y alguna que otra ocupación en otras partes. ¿Cómo podía despedirla, sabiendo que ella todavía dependía de él?

—¿Estás ahí dentro, Maggie?

Era la hermana del doctor Rossi, Frances. Antes de que Maggie pudiese dejar el cuaderno, Frances estaba ya en el laboratorio, con los ojos un poco hinchados, como si hubiese llorado o no hubiese dormido.

Frances fijó la mirada en el diario que Maggie tenía entre las manos.

—¿Es tuyo —dijo, en un tono en exceso amable— o pertenece al doctor Rossi?

Con cara de vergüenza, Maggie lo puso sobre el escritorio.

—Es del doctor Rossi pero...

—¿Y lo estabas leyendo?

La cara de Frances mostraba nubes de tormenta cuando no le gustaba lo que veía, en especial cuando llevaba el pelo color caoba alisado hacia atrás en la cabeza. Llevaba puesto uno de sus elegantes y estilizados conjuntos Doncaster. No es que Maggie fisgonease en los armarios. Justo en aquel momento parecía estar escandalizada.

—No tenía intención de leerlo. Se abrió. Vi mi nombre...

Maggie se levantó del escritorio, inquieta.

—Señorita Rossi, ¿por qué me va a despedir? ¿Qué he hecho?

La afilada mirada de Frances se posó en el cuaderno.

—¿Echarte?

Se acercó al escritorio y tomó el diario.

—¡Eso es ridículo! Muéstrame dónde pone eso.

Maggie se puso de pie a su lado y hojeó las páginas, señalando el lugar al encontrarlo.

—Ahí. ¿Ve usted? Pone: «Que se vaya Maggie antes de proceder».

Frances se sentó, estudió la página y se rió secamente.

—¿Proyecto genoma humano? ¿Clonación por transferencia de núcleos celulares? ¡Oh, Flix! —dijo, usando el mote con el que ella apodaba a su hermano—. ¿Con qué sueñas esta vez?

Cerró el libro de golpe.

—No planea despedirte. Lleva haciendo eso toda la vida.

—¿Haciendo qué?

Frances levantó la vista.

—Él siempre ha andado metido en cosas raras: desafíos, proyectos imposibles.

Con las uñas dio unos golpecitos sobre el cuaderno.

—A veces los lleva a cabo, pero normalmente, no. Es una obsesión mientras dura, pero sólo es un juego mental. Hace listas. Esta es sobre clonación.

—¿Clonar? ¿Clonar a quién?

—A nadie, por supuesto.

—¿Se refiere a clonar a una persona?

—Sólo en teoría, Maggie.

Maggie le lanzó una ojeada al cuaderno que estaba bajo la mano de Frances.

—¿Por qué no lo miramos y nos aseguramos?

Frances frunció el ceño.

—¡Por supuesto que no! —Le dio una palmadita a Maggie en la mano.

—Los hombres brillantes suelen ser un poco raros. Esto es solo algo que le intriga. Podría enseñarte cientos de listas, como ésa, de cosas que nunca realizó, que nunca tuvo la más remota intención de realizar. Le gusta desentrañar lo imposible en su mente; sólo es eso.

—Pero, ¿por qué tiene que despedirme a mí?

Frances le lanzó a Maggie una mirada mordaz.

—Tal vez porque la clonación es un tema controvertido y él piensa que tú lees sus diarios.

Maggie deseaba hacer justo eso, leer más del diario para ver si Frances tenía razón. Si iba a necesitar un subsidio para alimentarse, quería saberlo.

Frances levantó la vista a la réplica del sudario y movió el cuello como si se hubiese quedado sin energía.

De nuevo, Maggie notó sus ojos hinchados.

—Señorita Rossi, ¿qué le pasa?

—Nada. Bueno... —Frances miró hacia la puerta—. Adeline y yo hemos estado en casa de la tía Enea. Murió anoche, Maggie.

Por primera vez desde que Maggie la conocía, Frances parecía estar a punto de echarse a llorar. De forma impulsiva, Maggie se inclinó y la abrazó, al tiempo que le daba palmaditas en el hombro. Frances y el doctor Rossi eran dos de los maduros solteros ricos de Nueva York, a los que el dinero mantenía jóvenes, aunque él era lo más alejado que había de un playboy y para ella la familia lo era todo. Había pasado tres o cuatro noches a la semana con la tía Enea. Los novietes habituales que la sacaban toda la noche a Frances, no tenían la menor posibilidad con ella, a no ser que el doctor Rossi contrajese matrimonio. Maggie sabía que Frances nunca obligaría a su hermano a vivir solo.

—¿Hay algo que pueda hacer? ¿Cualquier cosa?

Frances se irguió en el asiento.

—No, nada. Pensé que sólo estaríamos Flix y yo cuando ella muriese y sabes cómo lo temía, que no quedase más familia que nosotros dos.

Maggie adivinaba lo afectada que estaba, cuando ante ella se refería al doctor Rossi como Flix.

—Hoy nos hemos llevado una sorpresa maravillosa, pero creo que el doctor Rossi está...

—¿No me diga que han encontrado familiares?

Frances parecía un tanto excitada.

—Sí, creo que sí, pero... bueno. Él está afectado.

—¿Por qué? ¿Es que son criminales o algo así?

—No, no son criminales, de eso estoy segura. Pero...

—Entonces es maravilloso, señorita Rossi.

Frances se puso en pie.

—Ya veremos. No menciones que te lo dije. Él y yo tenemos que hablar. Sólo he venido a guardar algo en la caja fuerte.

Oyeron un ruido en el vestíbulo, y Frances dijo en alto:

—Adeline, estamos aquí dentro.

Maggie miraba fijamente el diario. Sintió como se sonrojaba al alzarlo Frances y agitarlo en el aire.

—Supongo que habría que meter esto en la caja fuerte, también. ¡Debería darte vergüenza, Maggie!

Entonces, Adeline apareció en el umbral, sonriendo y saludando a Maggie con la mano con alegría. Era la amiga de Frances del Sarah Lawrence College. Ella, Frances y el doctor Rossi formaban un trío desde la época escolar, pero el doctor Rossi sólo había empezado a salir con Adeline desde hacía un año, como si la venda se le hubiese caído de los ojos de repente. Si las cosas fuesen bien entre ellos, Frances podría pensar en la posibilidad de enamorarse y tener una vida propia.

Maggie todavía se preguntaba por qué el doctor Rossi había tardado tanto en reparar en Adeline. Era la mujer más guapa que había visto en persona. Parecía frágil, como si nunca hubiese tenido nada de grasa en el cuerpo y nunca la fuese a tener. Rubia natural, su cara era todo pómulos, cuencos del ojo y barbilla, y en esos cuencos tenía unos ojos de color gris ceniza. Maggie había estado dispuesta a sentir antipatía por Adeline cuando se conocieron, pero algo en la actitud de la joven hizo que la amase al instante. Todo el mundo quería estar a su alrededor.

Entró, acercándose para un abrazo.

—Maggie, hace semanas que no te veo. ¿Qué tal estás?

Maggie la abrazó.

—Muy bien. ¿Y usted?

Adeline la sujetó a distancia.

—Maravillosamente. Pero, dime —dijo, con aire pícaro en los ojos, mientras miraba el sombrero que reposaba como un ave sobre la mesa—. ¿Podría eso ser tuyo? ¿Dónde diablos lo encontraste?

Maggie se sintió mal. ¿Por qué había hablado de sombreros con la mitad de la población de la Quinta Avenida? Deseaba no haberlo hecho y en especial deseaba que no hubiesen visto ése.

—Sí, es mío.

Adeline señaló el sombrero con la cabeza.

—¡Qué preciosidad, Maggie! ¡Pruébatelo para que te veamos, por favor!

Maggie notó que Adeline también trataba de animar a Frances. No podía negarse y cuando se puso el sombrero y vio el regocijo en el rostro de Adeline, las dos se echaron a reír como colegialas.

—Es divino, sabes. Realmente divino —dijo Adeline.

—Ya puede serlo —espetó Maggie—. Es un Graham Smith.

Maggie vio cómo intercambiaban una rápida mirada de sorpresa. Había cometido un gran error.

Frances se acercó.

—¿Un Graham Smith? ¡Qué joya! ¡Un Graham Smith, Maggie, nada menos! ¿Te lo compraste tú? ¿Para qué?

Por un momento, Maggie deseó ser de los que mienten con facilidad.

—¿Se acuerda de Sharmina?

—¿Tu amiga de la iglesia?

—Sí, bueno —Maggie soltó la historia, apresurada—. Sharmina y yo mantenemos una guerra de sombreros desde hace quince años, y se ha jactado ante toda la congregación de uno nuevo que ha encargado. Hoy tenemos un orador especial invitado, que viene de California, y su esposa tiene una boutique de sombreros realmente agradable. ¿Lo ven? La iglesia celebra el mayor concurso de sombreros de su historia, y ella va a ser la juez y Sharmina dijo que ella ganaría, y... —se detuvo, sintiéndose boba.

Frances le quitó el sombrero de la cabeza a Maggie, se lo puso un momento y tonteó, mientras hacía el payaso.

—No te preocupes, Maggie. Sharmina no va a ganar nada hoy.

Se acercó a Adeline para ponerle el sombrero.

Maggie se quedó quieta.

—No, Frances —dijo Adeline, pero Frances ya se lo estaba colocando en la cabeza.

—¡Ahí está! Vaya sombrero. Date una vuelta con él, Adeline, que veamos.

Según se giraba, Maggie no podía respirar. Había comprado y pagado el sombrero, tenía la factura para probar que era la propietaria, pero le pertenecía a Adeline.

Adeline se lo quitó y se lo puso de nuevo a Maggie, mirándola a los ojos. Maggie sintió algo que habría denominado como afinidad si hubiesen sido más parecidas.

—Hoy conseguirás una victoria —dijo Adeline, y regresó al vestíbulo.

Frances tomó las manos de Maggie entre las suyas, sorprendida aún pero entusiasmada.

—Cuando Sharmina te vea con esto puesto se va a desmayar, te lo digo yo. ¡A desmayar!

Al no responder Maggie, Frances le escudriñó la expresión.

—Muy bien, dime la verdad...

—Yo siempre digo la verdad, señorita Rossi.

—Entonces... —Frances tensó los labios y enarcó las cejas, mirando el sombrero.

Maggie se sintió tan abochornada que no podía hablar. Frances era una dilapidadora respecto de su familia, sus orquídeas, su Jaguar tipo S, su caballo semental andaluz, que se llamaba King, pero para todo lo demás procuraba ser ahorrativa y declaraba que se negaba a gastar «sumas desproporcionadas en cada una de las cosas». ¿Qué pensaría de la extravagancia de Maggie?

Frances le tocó el brazo e hizo sonidos de desaprobación con la lengua.

—Dime si me equivoco pero... ¿te gustaría empezar a trabajar aquí todo el día de nuevo?

Maggie pensó en las latas de atún que había comido a diario durante seis meses.

—De acuerdo —dijo en voz baja—, pero el doctor Rossi ya me paga como si lo hiciese.

—Eso es por unas labores ligeras en el laboratorio. ¿Querrías también hacer el resto de nuevo?

—Bueno, sí.

—Estupendo. Haré que te pague más. Organízate las horas en función de la escuela de ayudantes de clínica y me informas de cuáles son. Puedes empezar de inmediato.

Frances se dirigió a la puerta.

—Pásatelo bien hoy, Maggie. Te lo mereces. Mañana me lo cuentas todo.

—¿Se marcha?

—Sí —Frances se detuvo junto a la puerta—, Adeline y yo vamos al funeral y luego he pensado en ir en coche a Landing, a pasar la noche en la casita. Quiero escaparme una noche de la ciudad.

Maggie asintió. Los Rossi llamaban casita a su propiedad en Cliffs Landing, al otro lado del río Hudson, pero era dos o tres veces más grande que el hogar de la mayor parte de la gente.

Cuando Frances se marchó, Maggie se quedó mirando la puerta durante mucho tiempo. Después se dirigió al vestidor del doctor Rossi y se quitó los guantes de látex y la bata de laboratorio. Se quitó las medias rotas y se subió unas nuevas por unas pantorrillas más delgadas y unas caderas más amplias de lo que ella quisiera; sacó la polvera y en un ritual que ya no era consciente, retocó el poco maquillaje que se ponía. Un toque de perfilador por el centro de la nariz para disimular las anchas fosas nasales, un truco similar para una boca excesivamente generosa, mediante pintalabios marrón brillante para la comisura de los labios y un color rojo en los mismos. Pinta, extiende, extiende y ya estaba lista. No se hizo nada en los ojos, de un tono marrón medio con toques de verde oliva, agradecida a Dios por haberle concedido un don.

Esperó a irse hasta estar segura de que Frances y Adeline habían salido, entonces apagó las luces según iba por el pasillo palaciego de los Rossi. Pasó el salón donde estaba la caja fuerte y el diario que no podía leer para averiguar si iba a ser despedida. Cerró con llave la puerta de entrada y apretó el botón del ascensor.

Tardó en llegar más de lo habitual.

Vio la razón cuando se abrieron las puertas. Sólo por un instante y por primera vez, Maggie estaba cara a cara con el señor Brown, cuyo ascensor había debido de estallar para que él emplease el común. Era el hombre del ático de arriba, que nunca bajaba a su garaje particular a dar la bienvenida a sus invitados VIP, porque si lo hiciese Maggie ya le habría echado una buena ojeada antes. Las pocas veces que había logrado alcanzar a verlo de forma fugaz, él llevaba puesto un sombrero grande y no le había podido ver la cara.

Su visión la dejó inmóvil. Su cabeza era desmesurada, parecía más un ídolo que un ser humano; el pelo espeso le enmarcaba el rostro, como un aura de platino, compensando una nariz larga y una mandíbula poderosa. Tenía unos pulgares destacadamente nudosos en unas manos cinceladas, lo que implicaba una fuerza de agarre excepcional. Resultaba difícil mirarle a los ojos, dado el agudo rechazo de su mirada. Vestía ropa que, sólo con verla, se apreciaba que no la había más cara.

Su mayordomo se había movido para taparle la vista, justo cuando se abrían las puertas. Pero Maggie había atisbado lo suficiente para llegar a tres conclusiones. Ella recordaba bien las caras y nunca había visto la de él ni en Vogue, ni en Town & Country, ni en W ni en ningún periódico. Probablemente, su nombre auténtico no sería nada tan común como Brown. Cualquiera que fuese su nombre real, despreciaba a todos los demás menos a sí mismo, en especial a ella en aquel momento.

—Espere, por favor —ordenó con frialdad el mayordomo, y apretó el botón.

La petición la molestó pero asintió, mirando detrás de él a ver qué podía vislumbrar del señor Brown. Cuando se cerraron las puertas se dio cuenta que estaba conteniendo la respiración. Unos instantes después, el ascensor regresó y subió, evitando mirar su reflejo en los espejos. Había visto la desenvoltura con la que Adeline llevaba el sombrero Graham Smith, Frances le había recordado que no se lo podía costear, se sentía humillada porque la hubieran descubierto en su intento de aparentar ser más, y la mirada del señor Brown le había confirmado su falta de importancia.

Maggie se retocó los ojos para que Sam, el portero, no se diese cuenta de que había llorado.