CapItulo 9
Jueves por la tarde. Quinta Avenida
S
am había intentado telefonear al doctor Rossi por lo del periodista, pero no había respondido. Cuando Frances Rossi vino con Adeline Hamilton, le mandó un mensaje con ellas, pero debían haber olvidado pasárselo. Probablemente, los Rossi estaban muy ocupados, por su regreso y el fallecimiento de su tía.
Telefoneó para que le relevasen de la puerta principal, entró en el edificio y bajó las escaleras al vestíbulo inferior, tomó un atajo, por el salón de baile iluminado con arañas, a la zona que todos denominaban la «Base de operaciones». Constaba de un piso para el jefe de mantenimiento del edificio, una habitación común para los conductores, los porteros y los guardas de seguridad, y un piso mucho mayor para Sam, quien supervisaba a todos. En otra época, su hogar había estado ocupado por el despacho médico del doctor Rossi sénior, el padre de Felix Rossi. Ahora las espaciosas habitaciones eran de Sam. Tanto éstas como toda la Base corrían a cargo de la asociación de inquilinos.
Miró en la habitación común. El guarda de seguridad observaba alternativamente los monitores de delante, detrás y el del vestíbulo, y escuchaba un programa matutino de debate, que estaban viendo los dos conductores de servicio.
Desde uno de los cubículos para dormir, un tercer conductor roncaba. Otros dos estaban libres. Sam dijo:
—Podéis borrar la recogida del doctor Rossi del tablón de actividades pendientes, tíos, lleva horas aquí.
—De acuerdo, Sam —respondió uno de ellos.
Sam recorrió el pasillo y, con la llave, abrió la puerta que daba al garaje privado del señor Brown, en el sótano. La programación del señor Brown nunca estaba en el tablón. Ni siquiera estaba escrita. Bajó las escaleras hasta una marquesina de madera con una alfombra roja debajo que se extendía hasta el ascensor privado del señor Brown. Junto a la pared más alejada estaba la colección de coches de Brown: un Porsche blanco que Brown sólo había conducido una vez, dos Lincoln urbanos para hacerse pasar por cualquier otra persona rica de Nueva York las pocas veces que salía, y un Rolls-Royce Silver Seraph que no había utilizado nunca. La noche que Rolls presentó el Seraph, en las Highlands, en Escocia, llevaban sus faldas, tocaron la gaita y bebieron whisky de malta Old Pulteney, o eso había oído Sam. No gran cosa en cuanto a coches para un hombre como Brown. Una vez le comentó a Sam que sentía poco interés por ellos.
Sam se puso el sombrero y esperó bajo la marquesina encerada. Tras unos segundos oyó el sonido de un claxon, pulsó un botón que accionaba la puerta del garaje, y otro del intercomunicador.
El mayordomo respondió. Sam le dijo:
—Está aquí.
La puerta del garaje se levantó, permitiendo la entrada de una limusina negra. Se paró ante la marquesina y Sam abrió la puerta negra.
—Buenos días, señor secretario.
Le sujetó la puerta al secretario de Estado de Estados Unidos, mientras el chófer abría el maletero y extraía un bolso de viaje.
Sam lo agarró y siguió al secretario por la alfombra roja hasta el ascensor. Cuando llegó, se metieron dentro.
—¿Qué tal fue el vuelo, señor secretario?
—No tiene importancia —suspiró el hombre.
Sam sabía que la esposa del secretario había muerto en un extraño accidente de coche el año pasado. Aunque rebosaba confianza en público, en privado todavía parecía un hombre derrotado.
El secretario bajó la mirada hacia el sobre marrón que llevaba en la mano.
—¿No te intimida nunca el señor Brown, Sam?
En lugar de contestar, Sam cambió el tema de conversación y se pasó al glorioso clima, hasta que el ascensor alcanzó el ático de la novena planta. Cuando se abrieron las puertas, ahí estaba el señor Brown.
La conducta del señor Brown afectaba a Sam, desde luego, como les afectaba a todos. Había leído que J. P. Morgan producía un efecto similar sobre la gente, por la furia tan intensa que tenía su mirada, era como si estuviese uno enfocado por los faros de un tren que se aproximaba. Aunque solía vestir pantalones grises y una camisa sencilla, sin corbata, y el lujo que le rodeaba era de buen gusto, todos los que veían a Brown se comportaban como si él fuese Dios.
El secretario inclinó la cabeza al estrecharle la mano.
El mayordomo entró y tomó el bolso de viaje del secretario, y Brown dijo:
—Espera, Sam, tengo un encargo para ti.
—Sí, señor.
Cuando Sam volvió al vestíbulo, oyó a Brown preguntar:
—¿Trajo el borrador del alto el fuego esta vez?
—Sí, sí, por supuesto —respondió el secretario, con voz tensa.
Sam procuró no preguntarse por qué algunos de los que visitaban a Brown lo consideraban tan temible.
Se sentó en una cómoda silla del vestíbulo del señor Brown, tarareando para sí una cancioncilla. Mientras canturreaba, vio al mayordomo regresar y tomar el ascensor hacia abajo. Luego vio cómo los números ascendían del siete al ocho y al nueve. Se abrieron las puertas. El mayordomo salió seguido de una mujer que había visto antes, una o dos veces. Su cabello castaño suave caía en cascada sobre pieles negras de animal, o de una imitación francamente buena. Un vistazo a su manera de caminar le indicó que era bailarina, de entre las miles de candidatas que aspiraban a la fama en Nueva York. Sin duda, el señor Brown financiaba la revista musical en la que trabajaba y el fabuloso abrigo que llevaba puesto. Sam la inspeccionó cuando pasaba. El secretario de Estado estaría entretenido aquella noche. Sam sintió envidia de ese hombre.
Instantes después, el mayordomo reapareció y condujo a Sam a la biblioteca. Allí era donde le gustaba al señor Brown reunirse con los huéspedes bienvenidos y con sus empleados. Sam sospechaba que, a excepción del dormitorio de Brown, todas las habitaciones tenían micrófonos o cámaras de vídeo. Sabía que el dormitorio principal de huéspedes, sí. Cuando la mujer se quitase las pieles y danzase sobre el cuerpo alegre del secretario, Brown tendría una grabación, para usarla en caso de necesidad.
Sam tomó asiento en un sofá de cuero marrón claro. Pensaba en el panorama habitual que vivía en sus días de detective en Los Ángeles, que le condujeron hasta donde se hallaba en aquel momento. Le contrató una mujer rica para que siguiera a su marido y obtener así las pruebas de adulterio que necesitaba aportar en el juicio. Resultó que el marido estaba cortejando a dos jóvenes actrices que compartían habitación y que les gustaban los hombres, aparte de gustarse la una a la otra. La noche que Sam los pilló, estaban todos en la cama de las chicas, pasándoselo bien. Lo que Sam no sabía era que la esposa le había seguido y planeaba eliminar al marido y su amante de la faz de la Tierra.
Mientras Sam hacía fotografías, la esposa se afanaba en apuntar una pistola. El primer tiro le alcanzó al marido en el hombro izquierdo. Sam la sujetó antes del segundo y le quitó el arma. Con discreción llevó al marido al médico, a la esposa al terapeuta, y le recomendó a las dos chicas que se mudasen y no dejasen allí su nueva dirección.
Después, durante un año, Sam tuvo una serie de casos raros, difíciles y lucrativos, en cada uno de los cuales satisfizo a su cliente. Un día le llegó un cuantioso talón por correo, un billete para Nueva York y la demanda de presentarse para una entrevista donde descubrió que sólo había tenido un cliente durante todo el año, un tal señor Brown, cuya rebelde hermana era una de las dos chicas. Por lo visto, ella se lo había contado a su hermano, y él le había sometido a esa prueba anónima que había superado. Pasó a formar parte de la nómina de seguridad de Brown, donde permaneció durante once años y realizaba diferentes tipos de trabajo interesante, casi siempre limpio, pero a veces, no tanto, con un sueldo digno de un príncipe.
Una voz retumbó desde el vestíbulo:
—¡Ahí estás, Sam!
Brown entró y se sentó en la silla de respaldo alto, junto a un ordenador que daba acceso a páginas web del gobierno, en principio, restringidas. Mapas antiguos y modernos colgaban de la pared, a su espalda. Sin preámbulos, Brown tiró un sobre grueso y sellado sobre la mesa, delante de Sam.
—Esto es para nuestro amigo del consulado. Te esperan allí dentro de exactamente una hora.
—Sí, señor —dijo él, sin sorprenderse del destino del sobre. Dos países de África habían comenzado hacía poco una guerra fuera de sus fronteras, y Estados Unidos mediaban para un alto el fuego. Brown, sin duda, le informaba por anticipado de los términos propuestos al que favorecía.
Sam se guardó el sobre en el interior de la chaqueta, mientras Brown miraba hacia su biblioteca con escepticismo: cinco hileras de librerías, cada una de ellas claramente etiquetada con el nombre de un continente y sus países o un período de la historia.
—Deberías leer más —dijo Brown, como si estuviese pensando en algo que no estaba en los libros.
Sam se levantó, fue a un estante y vio la Historia Natural, de Plinio el Viejo, la Historia de Alejandro Magno, de Quinto Curcio Rufo, y Vidas paralelas, de Plutarco. En otro estaban el Tao Tê—King, de Lao-tsé, El arte de la guerra, de Sun Tzu, un volumen de los poemas de Li Po y las Memorias históricas, de Ssu-ma Chien. De la India estaba el Ramayana, los Veda y los sutras Mahayana. Por supuesto, la Biblia, la Torá y el Corán también estaban allí. Combinada con lo demás que sabía de Brown, aquella biblioteca, en la que era posible hacer un recorrido por el pensamiento, el arte, la religión y la historia de toda sociedad conocida, le indicó a Sam cuando la vio por primera vez, que al timón estaba un capitán al que valía la pena servir. Una y otra vez había visto a Brown escudriñar el futuro, instruido por el pasado, y arreglar lo que no le gustaba antes de que sucediese.
—¿Qué piensas acerca del mundo, Sam?
—¿Yo?
Sam seleccionó El Príncipe, de Maquiavelo. Nunca había llegado a leerlo, porque sospechaba que ya sabía lo que recomendaba.
—Pues yo primero vi el mundo como los marineros, ya sabe. A decir verdad, no me parecía muy diferente de un barco mercante: hombres que viven y trabajan en un espacio reducido, no hay forma de bajarse, por mares peligrosos. Sin un capitán, una jerarquía y un buen conjunto de reglas, las presiones harían que los marineros se destruyesen los unos a los otros antes de que el barco llegase a puerto.
—¿Piensas que eso mismo es cierto en otros lugares en esta vida?
—Sí.
Brown se puso en pie, administrándole su versión de la sonrisa paterna de aprobación, que consistía en una intimidación menos penetrante. A Sam le gustaba Brown y le admiraba, si bien desde cierta distancia.
—¿Todo bien en el edificio? —preguntó Brown.
—Ha pasado por aquí hoy un periodista preguntando por el doctor Rossi.
La sonrisa de Brown desapareció.
—¿Un periodista? ¿Para qué?
—Algo relacionado con su trabajo, creo yo.
—Averígualo. Mantenme informado.
Miró hacia la puerta, indicando que no tenía tiempo para más charla y que Sam debía marcharse.
Sam bajó en ascensor y a través de la puerta principal abierta vio a Frances Rossi y a su amiga Adeline, como estatuas, esperando una limusina. De compras, supuso. Se paró a observarlas, sorprendido como de costumbre por esa inmovilidad que compartían con la mayoría de las damas del edificio. Era como si alguien le hubiese dicho a las mujeres de clase alta que no se moviesen si podían evitarlo. Frances parecía incapaz de admitir dicha restricción. De vez en cuando se comportaba como su caballo, King, y empleaba sus músculos en público. Por el contrario, había notado que Adeline dominaba estar inerte. Durante períodos largos ni se movía, luego algo la emocionaba, un sonido, una palabra. Se descongelaba como hielo derretido y fluía a otra posición que expresaba su nuevo estado anímico. Después, durante un largo período, otra vez hielo.
Más de una vez fantaseaba ociosamente sólo con ver a esas mujeres moverse.
Recordó haberse dejado el teléfono móvil en casa del señor Brown, volvió a subir y lo recuperó. Lamentó ver cómo el ascensor se detenía en la octava planta al descender. Había tomado el ascensor público sin darse cuenta.
Según comenzaban a abrirse las puertas alcanzó a ver a Maggie, la criada de los Rossi, atisbando con descaro para ver quién bajaba del ático. Se rió entre dientes y se aplastó contra el rincón delantero de la cabina, donde ella no lo vería inmediatamente.
—¿Eres curiosa, Maggie, mi niña? —dijo.
Ella dio un respingo al escuchar el sonido de su voz, y tropezó cuando entró en el ascensor. Sam la agarró antes de que se cayese. Siempre le alegraba ver a Maggie, sus grandes ojos de cierva normalmente fascinados por algo que no era precisamente asunto de su incumbencia. No chismorreaba, que él supiera, pero decididamente quería enterarse de todo.
Ella se sentía indefensa en sus brazos, mientras miraba hacia arriba y parecía molesta, con la mano sobre el corazón. Él sonrió al recordar el orgullo con el que había llevado aquel sombrero, como una reina africana. Se le pasó por la mente besarla, entonces se preguntó de dónde provenía ese pensamiento.
—¿Qué intentas, matarme de un susto? —dijo ella y se soltó al cerrarse las puertas.
—Como si pudiese —respondió Sam, aún sonriente. Se preguntó cuánto dinero había derrochado en el sombrero. Su madre había sido así, tras la muerte de su padre se pasaba sin comer para que él tuviese ropa a la moda que ponerse, cuando iba al colegio selecto en el que había conseguido que entrara. Desde entonces odiaba ver a una pobre y buena mujer arruinándose con la ropa por sentirse valiosa. Maggie era una de las buenas.
Ella bajó la voz.
—De todos modos, te estaba buscando.
—¿De veras?
Le quedaban cincuenta minutos para llegar al consulado y sólo estaba a veinte minutos de distancia. Pulsó el botón de parada del ascensor e intentó parecer serio. Examinó su rostro sencillo pero honrado y le gustó.
—Oí que querías hablar con el doctor Rossi —dijo ella—, y pensé que igual me lo podías contar a mí y así no le molestabas.
Sam soltó una risita. Había estudiado cómo tener una charla privada con ella sobre aquel asunto precisamente, y casi había decidido invitarla a que bajase a su casa, aunque nadie del edificio iba nunca allí, sólo sus visitantes femeninas, que empleaban la entrada privada desde la calle, no el vestíbulo. El problema quedaba resuelto.
—¿Es eso cierto? ¿Te ha mandado Rossi?
—No, exactamente.
—¿Quieres decir, nada en absoluto?
—Sam Duffy —parecía exasperada—, en esa casa ya pasa lo suficiente sin que tú añadas nada. ¿Qué quieres del doctor Rossi?
Sam movió la cabeza con aprobación ante su sentido de protección. Había más lealtad que servilismo en ello, aunque Maggie hacía una imitación de servilismo de cinco estrellas, cuando se lo proponía. Por lo menos, él esperaba que fuese una imitación. La mera idea de que ella se sintiese realmente por debajo de otros le preocupaba cuando pensaba en ello.
Se echó hacia atrás, apoyándose en el pasamanos de latón.
—Antes de contestar, ¿no quieres ni siquiera decirme hola, mocita?
—No soy ninguna mocita —hizo una pausa, como si lamentase ser descortés—. Hola, Sam —le echó una sonrisa de plástico.
Le produjo una punzada de dolor, porque Maggie le gustaba y llevaba años intentando ser su amigo. Veía que tenía buen corazón bajo la rudeza, y eso hacía que quisiese protegerla, aunque sabía que allí no corría peligro alguno. No la culpaba en absoluto por no corresponderle. Cómo iba ella a saber que la experiencia como marino había hecho que la raza, la religión, la tendencia sexual y cosas parecidas careciesen de importancia para él. El bien por excelencia era la armonía entre la tripulación, el peor mal era cualquier cosa que lo destruyese. Si uno no era tolerante antes de ser marino, aprendía a serlo. Pero Maggie no quería saber nada de su mitad irlandesa, así que optó por bromear.
—Hola, Maggie. Tengo que hacerte una confesión.
Ella lo miró con interés.
—Por casualidad oí a Frances Rossi y a su amiga, Adeline, hablar del concurso de sombreros en tu iglesia, con Sharmina. ¿Qué tal fue?
Con un gesto para indicar que más o menos, Maggie se hizo la aburrida y encogió un hombro, pero él sabía que el sombrero tenía que haber sido un éxito.
—Sólo se trataba de un sombrero, simplemente una tontería.
—¿Una tontería? —No podía creer que Maggie, cuya manía por los sombreros era notoria, describiese su preciada posesión como una tontería.
—¿Tu Graham Smith? Sí, también oí eso. Maggie, tú tienes fiebre. Ahora, dime: ¿Qué dijo Sharmina o se quedó sin habla?
Maggie elevó la vista y miró al cielo, como si hubiese decidido darle un capricho a un niño.
—Entré, si has de saberlo, me senté en mi lugar habitual, tercera fila, pasillo central. La gente se dio cuenta, supongo. Un par de personas me dijeron que era muy bonito y tal. Cinco minutos antes del servicio, ahí estaba Sharmina, mirando fijamente mi sombrero, y toda la iglesia mirándola a ella. No llegó a pronunciar palabra alguna. Lo siguiente que sé es que se fue a casa o eso me dijeron, y se perdió el concurso. Yo gané pero no puedo decir que la derrotase, puesto que ella no estaba allí. ¿Satisfecho?
—¡Qué cobardica! —se rió—. Se olvidó hasta del Señor, ¿no? Tú hiciste diana y ella abandonó allí mismo.
Maggie levantó la vista sorprendida:
—¿Hacer diana? ¿Juegas a los dardos, Sam Duffy?
Él se puso en jarras:
—Mejor que ningún irlandés en Nueva York. ¿Y tú?
—Pues sí, y bastante bien si te interesa saberlo.
Él se rió.
—Entonces, apoya con dinero lo que dices, mujer.
Miró su reloj.
—Esta tarde. A las seis en punto. Te llevaré al Molly Malone. El McSorley va por mi cuenta.
Ella lo miró como si hubiese perdido el juicio.
—He pedido algo pecaminoso, ¿no? Vale, no te preocupes. Primero, nos casamos y luego jugamos a los dardos, ¿qué te parece?
Maggie puso los ojos en blanco.
—¿Piensas que voy a ir a un pub contigo, Sam? Si quieres jugar a los dardos, puedes venir a la sala de juegos de mi iglesia, eso es lo que puedes hacer. ¿Volvemos a lo que estábamos hablando, antes de que alguien solicite este ascensor? —dijo ella, sin mostrar deleite alguno en la cara, lo que decepcionó a Sam. Le gustaría echar una partida de dardos con Maggie, y le habría hecho mucha ilusión disfrutar de su triunfo con el sombrero.
—¿Ni dardos ni boda? Eres una mujer muy dura, Maggie —miró aquellos ojos marrón aceitunado, y se preguntó a sí mismo si ella sabía lo bellos que eran. Entonces carraspeó.
—De acuerdo. Entonces, dime por qué habría de interesarse de repente un periodista por el trabajo del doctor Rossi.
—¿Eso es todo? —ella suspiró—. Muchos de ellos se interesan por su trabajo. ¿No lees la prensa? ¿Y querías subir a molestarle por eso?
Se inclinó un poco hacia delante.
—No, exactamente. ¿Por qué habría alguien de intentar sobornarme para averiguar qué ha traído Rossi de Turín?
—¿Sobornarte? —parecía escandalizada y un poco excitada.
—Sí. Un periodista quiso sobornarme. Quería saber qué tenía Rossi en su maletín. ¿Qué conclusión sacas de eso, Maggie?
Ella se echó hacia atrás, apoyándose en el pasamanos contrario y sacudió la cabeza de un lado a otro.
—Eso es un misterio. Sólo ha cambiado una cosa, que yo sepa. Es algo personal, no algo que te pueda decir. A pesar de lo cual, no creo que un periodista esté interesado en ello.
Sam la estudió. Otra cosa que le gustaba de Maggie era que si no podía decir la verdad, no decía nada en absoluto.
—¿Sólo personal? —dijo él—. Nunca se sabe. En la actualidad publican cualquier cosa.
Maggie asintió con la cabeza, mirando al vacío, entonces pareció recordar el objetivo de su misión.
—Sam, hazme un favor. No le informes de ello hoy a Rossi, ¿de acuerdo? Dale la oportunidad de instalarse de nuevo en su casa y de hablar con su hermana y su prometida.
—¿Su prometida? ¿En verdad son pareja?
Sam se percató de que esa información le podría hacer ganar unas cuantas apuestas con los conductores de limusina si le apeteciese, que no era el caso.
Maggie lo miró como si fuese un pillastre.
—Bueno, no están oficialmente prometidos todavía, pero todo el mundo sabe que se casarán. De paso, ¿a qué subiste a casa del señor Brown?
—Los asuntos de Rossi son privados, pero no los de los otros inquilinos, ¿eh?
—Vale, vale —dijo ella, y se puso frente a las puertas del ascensor, simulando despreocupación.
Reticentemente, Sam soltó el botón de parada. Hubiera preferido seguir la charla con la inocente Maggie, en lugar de regresar al astuto mundo.
—Sólo se trata de entregar un sobre, Maggie, curiosona —dijo.