CapItulo 5
Jueves por la mañana
F
elix notó como el Concorde desaceleraba para aterrizar en el aeropuerto JFK. Había hecho la reserva tarde, por lo que sólo había conseguido un asiento en la parte trasera, en lugar de la de delante, que era más silenciosa. Pronto el centenar de pasajeros sentiría temblores cuando el Concorde aterrizase como un cisne torpe, el morro alto, las alas extendidas contra el viento para detener su vuelo solitario, patas con ruedas que se alargaban hacia el suelo que se acercaba. Él, sin embargo, prefería como mucho aterrizar a despegar, es decir, subir 600 metros por minuto a una velocidad de 500 kilómetros por hora, lo que los clavaba en los asientos como astronautas en un cohete. Luego el ruido sordo de los quemadores al encenderse para catapultarlos a Mach 1, luego Mach 2, por encima de las nubes hasta un espacio oscuro, morado, desde donde se divisaba la curvatura terrestre por las ventanillas.
Para su alivio, de momento no había reconocido a ninguno de los pasajeros. Los usuarios del Concorde constituían un club relativamente pequeño: los que no sólo disponían de nueve de los grandes para un billete, sino que también tenían prisa o deseaban surcar los cielos como dioses. Por lo general, Felix no figuraba en ninguna de las dos categorías.
Había intentado leer, pero sus ojos se volvían una y otra vez al maletín que llevaba en el equipaje de mano, en el avión, para que las hebras no sufriesen temperaturas extremas. Había intentado dormir pero, cuando cerraba los ojos, una visión lo perturbaba: un niño con un yarmulke corría llorando por Central Park, mientras un grupo de niños lo perseguía, gritando «¡judío, judío, enséñanos los cuernos!». Esa escena llevaba toda la vida en su mente, y no había tenido el valor de preguntar a nadie si era real. ¿Había sucedido? ¿Era él perseguidor o perseguido? Ahora Enea había muerto y era la última que podía saberlo.
Tomó el formulario de declaración para aduana, aún en blanco, en un estado de confusión. Esa parte no la había imaginado en sus ensoñaciones. La honradez le exigía que escribiese: dos hebras empapadas en sangre, procedentes del Sudario de Turín. Sin embargo, aquello traería como consecuencia su detención inmediata. La importación de objetos culturales robados era delito federal.
Se había sentido a salvo cuando extrajo las dos hebras del microscopio y las selló en una placa esterilizada para cultivos, en el hotel. Fue entonces cuando se acordó de las aduanas. Él sabía que para los pasajeros del Concorde el riesgo de ser registrados era remoto. Lo que hacía el formulario de aduanas era recordarle que estaba pecando. Apenas lograba creer que en verdad había robado hebras del sudario y, por diminutas que fuesen, había deformado el mayor, según su criterio, tesoro de la cristiandad.
El formulario tembló en su mano mientras el morro del avión se elevaba y los motores rugían al descender. La visión desde la ventanilla quedaba oscurecida por las alas delta, pero notó las ruedas al hacer contacto, tres horas y cuarenta y cinco minutos después de haber despegado. Casi al mismo tiempo, el morro se abatió y le dio un vuelco el estómago. En conjunto, la primera clase de cualquier Boeing 747 aventajaba con mucho al Concorde, según su opinión.
A medida que rodaban hacia la puerta rellenó su nombre, el número de pasaporte, y la dirección de la Quinta Avenida en el formulario. Después, aceptando que no tenía otra opción más que la de mentir, marcó la casilla que indicaba «Nada que declarar» con un sentimiento de profunda vergüenza.
Unos minutos después del aterrizaje, casi todos los pasajeros habían desembarcado. Felix se agachó porque el techo del estilizado avión era bajo para cualquiera que midiese más de metro setenta y ocho. Con su habitual solicitud, el personal de Air France devolvía abrigos y sombreros que habían recogido en el recinto del Concorde, de París. En la sala de inmigración, Felix, junto con otros que viajaban con frecuencia al extranjero, se saltaron las colas y fueron a las máquinas azules de INSPASS. Introdujo la tarjeta de identidad y puso la mano sobre el lector de identificación de huellas de la palma.
Cuando alcanzó la zona de aduanas, ya llegaban bolsos del avión. Recuperó su equipaje, como otros 99 pasajeros. Se acercó al agente de aduanas que parecía tener la cara más amistosa. Demasiado tarde se dio cuenta de que el agente insistía sonriente en que un hombre canoso, ataviado con un traje hecho a medida por Kiton, de Nápoles, abriese su juego de maletas de piel de cordero de Seeger para su inspección. No importaba que costasen tres mil dólares. Felix lo sabía porque poseía un juego similar y media docena de trajes de Kiton.
Estaba pensando en cambiar de fila, cuando el agente levantó la vista y captó su mirada. Felix sonrió y no se movió mientras el sudor le humedecía las axilas de la camisa de seda. Al parecer, mientras el hombre del equipaje Seeger y él estaban comprimidos en sus asientos en el Concorde, la oficina de aduanas del JFK se había vuelto loca por completo y había decidido registrar a los ricos.
Miro incómodo a su alrededor y vio un rostro vagamente familiar, lo que le tranquilizó, sin motivo alguno. Estaba tratando de ubicarlo, mandíbula alargada, boca fina y recta y pelo bronceado, rizado, cuando el hombre abandonó la fila y se le acercó.
—Es el doctor Rossi, ¿no? —dijo él, tendiendo la mano.
—Sí —dijo Felix, y tendió la suya, mientras intentaba recordar dónde lo había conocido. Aparentaba unos treinta y tantos años y tenía acento inglés.
—Jerome Newton, del Times.
—Claro —dijo Felix, al recordarlo. Newton era uno de los aristócratas británicos que trabajaban. Se había especializado en seleccionar un campo de actividad y hacer biografías de los más prominentes personajes del mismo. Había incluido a Felix en un artículo titulado Los nuevos genetistas. Newton también había hecho otro titulado Científicos del Sudario, a mediados de la década de 1990. El nerviosismo de Felix aumentó.
—Es agradable verlo de nuevo —logró decir Felix, mientras procuraba fijarse en lo que pasaba con el hombre canoso.
—Un placer, desde luego. De camino a casa, ¿entonces? —preguntó Newton.
Felix logró dibujar una sonrisa.
—Sí, sí voy. ¿Y usted?
—De camino a la Feria de Arte y Antigüedades de Palm Beach, sobre todo.
—¿La celebran de nuevo? —Felix había asistido a la primera y se había sorprendido de la variedad de objetos de arte a la venta en un mismo lugar. Allí era donde había adquirido el crucifijo de plata que estaba colgado encima del reclinatorio, en el vestíbulo de su casa.
—Sí. Es extraordinario cómo han atraído a los marchantes más importantes del mundo por tercer año consecutivo. Analizo la biografía de otro grupo: los comerciantes de arte de Palm Beach. Además, pensé en haraganear un par de semanas en Nueva York.
Newton miraba con descaro el formulario de declaración de aduana que Felix llevaba en la mano.
—¿Estuvo en Turín? —preguntó Newton.
Felix bajó la mano con el formulario delator y procuró sonar despreocupado.
—Sí. Una ciudad deliciosa.
—¿No habrá estado en el Duomo, por casualidad? —preguntó bruscamente Newton.
—¿En el Duomo?
—Creo que pasa algo relacionado con el Sudario pero no dejan que entre la prensa.
Felix tragó saliva y se recordó a sí mismo que no había razón alguna para que Newton sospechase de él. Felix nunca había sido relacionado de forma pública con los trabajos del Sudario en ningún sentido.
—¿Es cierto eso?
—Apuesto a que hay algo montado allí. Telefoneé a dos científicos del Sudario para ciertas actualizaciones rutinarias, y he aquí que ambos están en Turín toda la semana, e inaccesibles.
—Dudo que dé de sí para ser noticia. Nada cambia nunca con el Sudario. Los creyentes creen; los escépticos, no. Los científicos discuten «hechos».
Jerome se rió entre dientes y miró hacia el principio de la fila.
—Mire eso.
El agente de aduanas había vaciado la primera maleta del hombre canoso y estaba con la segunda. Felix sintió compasión por el hombre que mantenía su dignidad a duras penas, a medida que quedaban a la vista sus calzoncillos doblados.
—¿No pensará que tienen la intención de registrarnos a fondo a todos? Tiene que ser ese robo de arte en París, ayer —dijo Newton—. Espero que mis calzoncillos limpios estén al principio de la maleta.
Felix sabía que Newton tenía que estar equivocado, pero miró hacia el agente y luego bajó la vista al maletín que estaba en el suelo. La placa de cultivos estaba en un compartimento reforzado junto al microscopio.
Jerome le echó una sonrisita al maletín.
—Si hay contrabando ahí dentro, amigo mío, podría meterse usted en un lío.
Felix consiguió tranquilizarse, miró a Jerome y no dijo ni una palabra.
—Perdone, doctor Rossi, sólo era un chiste de mal gusto.
Se situó mirando hacia el frente de la cola.
Asintiendo con la cabeza, Felix hizo lo mismo.
El agente le ayudaba al hombre canoso a rehacer las maletas. Se dirigió a la siguiente persona de la cola, una mujer ataviada con ropa oscura sencilla. Su lacio pelo largo le hacía pensar en Gloria Steinem, de la década de 1970. Fue al puesto y sacó el pasaporte y el formulario de aduanas. Entonces Felix oyó cómo decía:
—¿Pretende usted registrar mis pertenencias?
El agente estudió con frialdad su declaración y luego, para consternación de Felix, dijo con un fuerte acento neoyorquino:
—Sí. ¿Me abre el bolso?
La mujer lo hizo, con los labios apretados por la indignación.
Jerome se inclinó hacia adelante.
—Definitivamente parece que estamos a punto de ser cacheados.
—Eso parece —dijo Felix, sin mostrar miedo en el tono de voz, y pensó que tenía dos problemas. Primero, superar la inspección. Segundo, asegurarse de que Jerome no viese el contenido de la placa de cultivos o sospechase del mismo. Jerome podía hacer preguntas sobre las hebras. Como periodista tenía medios para investigar y motivos para sacar a la luz todo lo que descubriese.
Se imaginó el titular que Jerome escribiría y por primera vez se dio cuenta de lo demencial que era lo que había hecho. Si la placa Petri era localizada, sería inspeccionada, por supuesto, para asegurarse de que no contenía nada peligroso. Si él decía la verdad sobre su trabajo, el agente podría sumar dos y dos. En cuestión de segundos podía estar detenido. Mañana su nombre podría estar en las noticias, su reputación y su carrera, destruidos.
Su mente retrocedió al día anterior. Por la mañana se había portado como él era, un hombre de fe y honor, cuyas acciones se derivan de pensamientos profundamente razonados, aunque sus imaginaciones no. Se había creído por encima de la duplicidad, había supuesto que nunca llevaría a cabo su plan. Él era razonable, su plan, no. Una llamada telefónica lo había alterado.
—Su turno, doctor Rossi —dijo Jerome.
Felix levantó la vista, sobresaltado, según le llamaba el agente.
—Gracias —le dijo a Jerome, que le estudiaba con manifiesta curiosidad. Felix se inclinó y tomó el maletín, la maleta y la bolsa de ropa. En silencio se puso en las manos de Jesús, dispuesto a aceptar su sino.
—Hola —dijo al agente, un hombre de cabellos oscuros y cara cuadrada, que parecía completamente impasible.
—Hola —dijo el agente, y tomó el pasaporte y la declaración que le ofrecía Felix. Miró el equipaje y leyó el formulario.
—¿Cuál es el motivo de su viaje? —preguntó.
—Negocios —dijo Felix.
—¿Qué tipo de negocios?
—Soy microbiólogo.
—¿Cuáles fueron sus negocios en Italia?
Felix se sentía paralizado mientras hablaba.
—Estuve en la catedral de Turín, como miembro de un equipo científico.
El hombre levantó la vista.
—¿No es allí donde está el Sudario?
Felix parpadeó.
—Sí.
—¿No lo habrá visto usted en persona?
La cara del hombre mostraba el sobrecogimiento que Felix había observado en todos los peregrinos que iban a ver el Sudario.
—Sí, lo he visto.
El agente bajó los documentos.
—¿Cree que es auténtico?
—En mi opinión es la mortaja de Jesucristo.
Durante un momento permanecieron en silencio, luego el agente levantó el formulario de Felix.
—Doctor Rossi, ¿hizo escala en París?
—Sólo para transbordar a este avión.
—¿Cuál de estos bultos llevaba con usted?
Lentamente, Felix señaló el maletín.
—Sólo éste.
—¿No contiene nada que no llevase al extranjero usted mismo?
Felix hizo una pausa, incapaz de conseguir que su boca emitiese una mentira total.
—Solamente un pequeño artículo relacionado con mi trabajo.
—Muéstremelo —dijo el agente.
Felix abrió el maletín y desabrochó el bolsillo de refuerzo que albergaba la placa de cultivo. Temeroso, lo señaló.
—Sólo esto.
El hombre metió la mano y sacó la placa.
—¿Qué es esto, una placa Petri? —La levantó a la luz y se la quedó mirando.
Mientras Felix rezaba en silencio, oyó gritar a una mujer:
—¿Cómo se atreve?
Y, después, el sonido de una bofetada. Levantó la vista y vio al agente de la cola siguiente dejar caer un sostén en una maleta y frotarse la mejilla. La propietaria de la maleta lo había abofeteado. Con la cara colorada, el agente levantó la mano abierta para indicar a la policía de aduanas que no precisaba ayuda.
El agente de Felix se rió entre dientes, luego volvió a meter la placa Petri en el maletín. Le preguntó a Felix:
—¿Algo más?
—No, nada.
El agente de aduanas selló la declaración de Felix y le devolvió el pasaporte; después le echó una ojeada inquisitiva final a la placa de cultivos, como si percibiese la santidad de las hebras.
—El siguiente —dijo en voz alta el agente, levantando la vista.
Agradecido, Felix cerró el maletín. Había abandonado todos los planes que tenía con las hebras. No sólo no haría uso alguno de ellas, sino que también llamaría al padre Bartolo, confesaría el hurto y las devolvería a la iglesia, a la que pertenecían. Se volvió para decirle adiós a Jerome Newton, y entonces se percató de que habría visto la placa.
El periodista no miró a Felix. Escribía afanosamente en un cuadernillo, que luego se metió en el bolsillo de la camisa.