PEPE TUDELA VUELVE A LA MESTA

NO será indiferente a los amigos de Pepe Tudela notificarles que éste se va a hacer ganadero. Es Pepe Tudela un muchacho soriano que vino a Madrid para estudiar carrera, hizo luego oposiciones al Cuerpo de Archiveros, y habiendo triunfado en ellas, se reintegró a la provincia maternal como jefe del archivo de Hacienda. Durante sus años madrileños, Tudela ganó la amistad de nuestros hombres de letras y ciencias, cultivó a críticos e historiadores del arte y fue asiduo miembro de la tertulia que en «El Gato Negro» gobierna con mano hábil don José María Soltura. Yo siempre había estimado su gesto sencillo y discreto, su culto delicado a las cosas excelentes y una como sanidad moral que emana de su persona. Por todo ello me ha complacido, después de algunos años, volverle a hallar este verano en una excursión que desde Soria hice a la altura de Numancia.

El cadáver milenario de Numancia yace sobre un cabezo de empinadas laderas que impera a un magnífico valle castellano. El perímetro de la urbe ciñe exactamente el del cabezo, de suerte que el perfil de las murallas, peraltado sobre el paisaje, debía irradiar sobre el ancho contorno una incesante gesticulación. Hoy de la ciudad ejemplar sólo queda una huella geométrica, la planta de sus calles y habitaciones. Sobre este esquema numantino vamos haciendo vía. Pepe Tudela, que es un buen arqueólogo, me hace notar la existencia de dos Numancias superpuestas: la villa celtíbera que Escipión arrasó y la urbe romana construida sobre aquélla. Medio metro de escombros separa una de otra, lo que me obliga a preguntar frecuentemente a cuál Municipio pertenece la tierra que voy pisando, cuidadoso de acomodar mis emociones a la arqueología.

Porque es lo cierto que en lugares como Numancia no sabe uno qué sentir. Hay hombres envidiables, provistos de un espléndido patriotismo de convención que al llegar aquí se sienten inmediatamente legítimos herederos de las virtudes que ejercitaron los arevacos, y son capaces de inclinar el torso sobre el bisel del cerro, tender hacia el valle el puño e insultar a Escipión Emiliano. Son los mismos que ante los dibujos rupestres de Altamira experimentan doméstico orgullo, por considerar a los cavernarios dibujantes como gente de la familia.

Por mi parte, no sé bien qué sentir sobre esta colina famosa. En rigor, lo único que me conmueve hondamente es la magnífica desnudez del panorama y la gracia con que el sol actual vierte su fluida exaltación sobre esta tierra limpia. En cambio, de los arevacos me separan, no sólo veintitrés siglos, sino cosas mucho más difíciles de salvar. Así, todos los discursos donde el nombre de Numancia, conjugado con los de Otumba y Lepanto, ha servido para idiotizar a mis compatriotas; así también, los innumerables cuadros académicos en que la ciudad celtíbera, rendida al hambre, está representada por unos mozos desnudos, de rolliza carnalidad, que en correctas posturas de cuadro plástico yugulan a sus mujeres o perforan las propias entrañas. Ciertamente que la historia dé Numancia es una página de las más pulcras y simpáticas que hay en la historia. Estos arevacos de cabellos rizados —torti crines, dice Tito Livio— y vestidos con negras pieles poseían una egregia porción de dignidad. A las infidencias de los capitanes romanos respondieron siempre con inspirada nobleza.

Roma atravesaba un período de corrupción. Intrigas de subsuelo decidían del nombramiento de los generales que, ineptos y venales, desmoralizaban las legiones y agostaban las provincias; Un puñado de celtíberos bastaba para poner en franca huida a todo un ejército de latinos. No hubo más remedio, a la postre, que enviar contra los numantinos a un hombre apto, honestó e inteligente, y entonces Roma tuvo que enviar a un «intelectual». Porque esto era Escipión Emiliano, única figura respetable que había a la sazón en la alta vida de la República. Es frecuente que los militares mediocres pretendan excusar su falta de adiestramiento mental, diciendo que ellos son soldados, como si el ejercicio bélico eximiese a los hombres de ser cultivados y sagaces. Por esta razón conviene recordar que los grandes capitanes han sido siempre gente letrada, de fina espiritualidad y exuberante afición a las ideas y las artes. Escipión Emiliano fue no sólo un «intelectual», sino, lo que es peor todavía, un «intelectual europeizante». Verdad es que Europa no existía aún, pero lo mismo da. Lo que para nosotros es Europa fue para los romanos Grecia. Escipión fue el primer helenizante de Roma; su casa, la primera donde se habló el griego, y su círculo, vivero donde germinaron todos los pensamientos de reforma que, al cabo, habrían de triunfar en la historia romana, no obstante la hostilidad de los patriotas castizos. Hombres como él, obcecados en el estudio, son los que mayor bien han solido labrar a su patria, y no los que casquivanamente se entretienen dictaminando sobre el patriotismo de los demás.

Pero, a seguir estas rutas ideales que desembocan en el pasado, prefiero escuchar lo que Pepe Tudela me cuenta de su vida presente.

—¡Vuelvo al campo! —me dice—. He arrendado una dehesa, y el mes que viene, para comenzar, echo cien cabezas de ganado. Acaso no sospeche usted todo lo que esto significa para mí. Es haber hallado la calma moral y un centro de segura gravitación a mi existencia. Mis años de Madrid fueron de inquietud sin riberas, de íntimo desasosiego, de caos espiritual. Al tornar a esta gleba mía, a la pequeña ciudad campesina, inspeccionada perpetuamente por los cerros inmediatos, el caos se ha ido ordenando, la inquieta y contradictoria diversidad de ideas y deseos se ha simplificado, y una ilusión directriz —volver al campo— presenta rumbo firme a mi vida. Y es el caso que, otros paisanos míos, después de haber estudiado carreras en Madrid, hacen lo mismo que yo y se sienten animados de idéntica ilusión. Pertrechados con una preparación científica de que hasta ahora ha carecido el campesino, reharemos la ganadería y mejoraremos el campo.

Así habló Pepe Tudela mientras descendíamos de la colina arqueológica, camino de Soria. Yo comprendo que sus palabras despierten escasísimo interés en quien no se halle, como yo, habitado de tiempo atrás por la idea de que asistimos al final de una larga bicentenaria contienda entre la ciudad y el campo. ¿Es un hecho esporádico y sin trascendencia el retomo a la gleba nativa de esos jóvenes sorianos, o es un síntoma de la época? ¿Se inicia aquí y allá la succión de la campiña sobre la capital, o seguirá imperturbada la tiranía de las ciudades tentaculares?

Hay quien piensa que la vida europea no puede continuar inspirada por las urbes, y que, so pena de sucumbir, habrá de renovarse ruralizándose. Por otra parte, no cabe negar que la propensión a la existencia urbana es característica de nuestro destino meridional. La historia de los pueblos clásicos comienza con una fundación de ciudad, con una fiesta municipal. Detrás de Rómulo y Remo nos parece vislumbrar los instrumentos de una charanga, y casi oímos un elocuente discurso de primera piedra. ¿Qué había pasado antes? No acertamos a imaginarlo: el griego y el romano exigen, para ser reconocidos, un fondo arquitectónico. Se opondrá a esto que aun los hombres prehistóricos fueron inquilinos de casas, o al menos de cavernas. Pero una ciudad, al menos en el sentido europeo, no es una casa ni una aglomeración de ellas. En Atenas y en Roma las habitaciones son mero pretexto: el órgano esencial de la ciudad es la plaza, el ágora o foro. Fundar una ciudad es crear una plazuela. Fuera, pues, erróneo atribuir su origen al mismo instinto y las mismas necesidades que llevaron a fabricar la morada, el hogar, la habitación. La ciudad clásica nace de un instinto opuesto al doméstico[117].

Se edifica la casa para estar en ella; se funda la ciudad para salir de la casa y reunirse con otros que también han salido de sus casas. Un sentimiento de insuficiencia dentro del círculo doméstico, un afán de romper éste, de hacer nuestra vida tangente a otras vidas, de convivencia, de trato, de sociabilidad ultradoméstica, engendra la urbe antigua. Por eso, mientras el semita, que ignora propiamente la ciudad, pondera la virtud de la hospitalidad, esto es, el arte de recibir a otro en nuestra casa, la virtud esencial de la urbe es la urbanitas, la urbanidad; esto es, el arte de comportamos fuera de casa en el trato que con otros tenemos sobre la vía pública. Para decirlo de una vez: el impulso creador de la ciudad grecolatina no fue el hogar, ni el mercado o zoco, ni la defensa, ni el templo, fue simplemente un apetito genial de conversación. Aquellos locuaces mediterráneos necesitaban de la charla y la disputa. No es un azar que la palabra más prestigiosa en Grecia fuese la palabra «palabra», el logos, el hablar. La ciencia suprema que descubrieron fue llamada «dialéctica», que quiere decir conversación, y cuando una divinidad semítica conquista sus corazones, lo más alto que de ella saben decir es que era el logos, el verbo hecho carne.

Sin embargo, la urbe antigua, con la única excepción de Roma en el medio y bajo imperio, no deja de ser campesina. No sólo se ve desde la plaza la campiña que asiste, como mentor, a la existencia urbana, sino que el ciudadano sigue siendo labrador. Sus ideas, sus sentimientos, conservan la raíz hincada en el terruño. Sobre todo en el romano persiste intacto hasta el siglo n, después de Cristo, el carácter agrícola, y su historia es predominantemente una historia agraria. Cuando el gesto labriego desaparece de las fisonomías senatoriales, se inicia la decadencia definitiva del gran Estado latino. Rotos los conductos de moral nutrimiento que unen a la ingente ciudad con la gleba circundante, Roma pierde su poder creador, se le anquilosa el alma, y la plebe desruralizada vive servilmente de pan y de circo. La destrucción del Imperio habría sido más rápida si los emperadores no hubieran abandonado la capital para vivir en perpetua emigración por las provincias, habitando aldeas o pequeñas ciudades, con frecuencia campamentos. El secreto de la perseverancia del mundo antiguo está en el título de Peregrinus que adoptaron sus emperadores. Su vida trashumante les dotó de cierta sensibilidad vivaz para las nuevas necesidades del mundo, que se habría embotado en el aire confinado de Roma.

Cuando los germanos penetran en el foro —en aquella tertulia de diez siglos—, y lo destruyen, comienza una nueva civilización. La irrupción del bárbaro en la ciudad que destruye simboliza la restauración de los derechos del campo sobre la historia humana. Viento nuevo sopla en Europa; va a retoñar la historia de nuevas raíces rurales. El germano no es labrador, pero es también campesino; más aún, es selvático. Guerrero y cazador, prefiere el aislamiento. En vez de una ciudad, erige un castillo, un burgo de ofensa y defensa, que es como la guarida a la fiera y la peña al aguilucho. En torno de la mansión aguileña se agrupan las cabañas de los agrícolas; es el tipo de la nueva población, hecha por el campo y para el campo. El puño del señor feudal va así organizando, estructurando las glebas medievales de que han surgido las naciones modernas. Mas de la antigua civilización quedan restos magistrales: algunos municipios romanos siguen en pie con sus ágoras verbipotentes. Y es curioso perseguir la contienda, a lo largo de la Edad Media, entre el puño feudal y la lengua urbana, entre el castillo campal y la plazuela parlanchina. Son dos principios opuestos: el derecho germánico, personalista y sentimental, contra el derecho romano, colectivista y conceptual.

Los monarcas, apoyándose en la gente de la plazuela —abogados, prestes, comerciantes—, dieron la batalla a los señores feudales, es decir, pusieron cerco a la inspiración rural de la vida humana. La suerte andaba muy dudosa cuando en el siglo XVII aparece el capitalismo, y con él el lujo, y con ambos la ciudad moderna. Werner Sombart ha demostrado[118] que los grandes hacinamientos de población, característicos de los últimos tres siglos, se han formado al compás de la riqueza suntuaria. Lo que ha juntado las enormes masas ciudadanas de nuestras urbes ha sido el lujo de unos cuantos de los capitalistas. París, Londres, Berlín, Madrid, están habitadas por consumidores en torno a los cuales se agrupan todos los intermediarios del consumo.

La ciudad moderna no produce, consume. Y esto, que es verdad en el orden económico, ¿no lo es también en los demás? La vida que ha palpitado en nuestras ciudades —creencia, arte, moral—, ¿no es propiamente el resto del impulsó campesino anterior a ellas? El hombre de la gran capital —¿quién lo duda?— es más pulido, más agudo e ingenioso que el campesino. Pero esas calidades son virtudes adscritas exclusivamente a la periferia de nuestra personalidad. Tal vez el vecino de la gran ciudad ha cultivado su yo social, que es sólo nuestra corteza psíquica, aquel haz de nuestra persona que roza con la ajena, a costa del yo íntimo, fuente de nuestra propia vitalidad. Ved el arte y la política que hoy hacemos: ¿no les faltan entrañas, latido de vísceras ocultas bajo la grácil apariencia? En su intimidad, las almas urbanas viven hoy desmoralizadas, sin grandes entusiasmos ni prestigiosas disciplinas. Una existencia mecanizada va suplantando en nosotros el sentido orgánico de la vida. ¿No llegará un momento en que la población de consumidores se consuma a su vez?…

Entretanto, este amigo mío, soriano, Pepe Tudela, vuelve a educar su persona en la eterna y fecunda ley del campo. Con vaga desazón de envidia le entreveo que trashuma en los prados serranos, bajo la comba faz de lo azul, detrás de sus merinas, que avanzan dando corcovos por las viejas cañadas de la Mesta, guiadas por los moruecos y los solemnes carneros adalides.

1921.