EN EL DESIERTO, UN LEÓN MÁS
EN abril último apareció en algunos periódicos la noticia. La Esfinge, por fin, se había desperezado, sacudiendo el enterramiento en la arena donde había permanecido quieta durante milenios. La obra enorme se debe a la Dirección de Arqueología del Estado egipcio, y ha sido dirigida por Baraize. Durante cinco meses —de octubre 1925 a 1 de marzo 1926— han trabajado 1100 obreros en el desplazamiento de 50 000 metros cúbicos de arena desértica. Al remover el desierto se ha dado con un ejemplar de su fauna normal: ha aparecido entero el león, de quien sólo conocíamos la testa antropomorfa emergiendo curiosa y sonriente, excesiva y rosada, junto a las pirámides. Era aquel paisaje el más viejo que conservaba la retina humana; ya recuerdan ustedes aquel paisaje de Gizeh donde iban en asnos las inglesas victorianas con un salakof en la cabeza, y en el salakof un largo velo verde. Aquel paisaje tan antiguo —cabeza hierática de esfinge, pirámides en fila— era un paisaje cubista.
Ahora ha cambiado, y es preciso rectificar la habitual imagen que tenemos todos incrustada en la retina. Bajo la testa enigmática ha aparecido el león. Se ha usado, al fin, la receta para cazar leones que proponía hace muchos años un periódico humorista de Alemania, las Fliegende Blätter: «Tómese un desierto, hágasele pasar por un colador; la arena caerá por los agujeros y el león quedará dentro».
El león es el rey del desierto, y como los antiguos eran más blandos que nosotros a la solicitación de las metáforas, quisieron que sus reyes fuesen, a su vez, leones, y así esta esfinge, perpetuamente acurrucada, en actitud de empollar no se sabe qué ardientes destinos, es el retrato de Kefren, Faraón que construyó la segunda pirámide.
Para muchos, esta exhumación ha sido un desencanto, el desencanto precisamente que el cubismo aspira a evitar. La tradicional figura de la Esfinge, con su aire de degollada sobre el área tórrida, era demasiado injustificada e incomprensible para que nadie le pidiese verosimilitud. Ahora ha vuelto a ser razonable, instalando sus hombros sobre un cuerpo de león, que inevitablemente trae a la mente la forma natural del felino. Parece ser que los brazos, con garras, de la bestia pétrea son demasiado cortos y hacen mal. He ahí un ejemplo de la imprudente alusión a lo real que comete siempre el naturalismo. Despierta en nosotros recuerdos de la vida, en vez de hipnotizarnos y arrancarnos de ella en éxtasis y vaga emigración a ultranza. Ante la obra naturalista quedamos escindidos, disociados en dos personalidades con intereses opuestos: la que pretende absorberse en la obra de arte y la que vive en lo real y sabe cómo son las cosas de este mundo. Dicho de otro modo: miramos el cuadro o la escultura in modo recto; pero a la vez miramos con el rabillo del ojo, in modo obliquo, la realidad que pretende copiar. Esta duplicidad de nuestra atención nos impide ser absorbidos plenamente por la belleza, ser asuntos en ella y caer en trance estético. Yo creo que, por el contrario, la obra de arte se logra en la medida que consiga anestesiarnos para la realidad.
Más interesante que la estimación estética de la Esfinge reintegrada me parece subrayar el hecho de que es ésta la tercera vez que ha sido extraída de la arena. Nave surta en la inquietud voraz del desierto, ha naufragado ya tres veces entre tolvaneras, y nada nos permite asegurar que no desaparezca de nuevo. Es más: con cierta probabilidad, podemos aventurarnos a sospechar hacia cuándo será de nuevo desenterrada. Vea el lector los motivos que tengo para este audaz vaticinio.
La Esfinge fue construida «poco» tiempo después del año 3000 antes de Jesucristo. En 1420, antes de Jesucristo, reinando Thutmosis IV, tuvo que ser reconquistada al desierto. Por segunda vez se la libertó en tiempos del Imperio romano, es decir, hará unos mil seiscientos años. Esto quiere decir que entre las sucesivas reapariciones de la Esfinge han mediado siempre unos dieciséis o diecisiete siglos. ¿Es puro azar este ritmo, este tempo del pulso arqueológico? Spengler vería en el dato una comprobación de sus ideas. Porque, en efecto, la época de Thutmosis, la época helenístico-romana y la nuestra muestran no pocas homologías. El acto de excavar en busca de lo arcaico no es una operación casual. Obedece a determinada inspiración, a un afán arqueológico que supone cierta disposición del alma humana, la cual, a su vez, no se da sino en ciertos climas históricos. Diríase que cada dieciséis o diecisiete siglos, el hombre, indefectiblemente, vuelve a ser arqueólogo.
¡Pulso misterioso de la historia! ¡Bajamar y pleamar de la memoria! ¡Tiempos de obliviscencia a que siguen épocas de reminiscencia! Siempre me ha conmovido esa actitud del hombre de espaldas al paisaje viviente, inclinado sobre la tierra, cavando en ella a la pesquisa de otro paisaje subterráneo, con ánimo de traerlo al haz del presente. Es una actitud idéntica en símbolo a la que adoptamos para apresar bajo el área de nuestra conciencia actual algún recuerdo arisco, perdido en la entraña oscura del alma. También entonces nos volvemos de espaldas a la actualidad, como si no nos bastase la superficie de la existencia, que es presente, y requiriésemos una vida gruesa, con espesor, con profundidad.
Ello es que las tres épocas afanadas en libertar la Esfinge tendrían parecido, por lo menos en una cosa. (El error de Spengler consiste en menospreciar las diferencias de las épocas «semejantes»). Esta cosa es el cosmopolitismo. En ellas, el hombre posee un alma ecuménica. Su vida se dilata hasta los confines de lo habitado —es decir, de lo conocido. Cuando no hay cosmopolitismo, se sabe que existen otros hombres, otros pueblos, pero no se convive con ellos. Aparecen con el carácter de humanidades diferentes —como se sabe que existe el animal a nuestra vera y, sin embargo, no se convive con él.
El cosmopolitismo de esos tres momentos históricos ha ido en cada uno aumentando de radio. Todavía en la época romana existía en torno a la efectiva ecumene —la tierra habitada por hombres como nosotros— una vaga orla romántica de terrae incognitae, por ejemplo, la famosa tierra de los hiperbóreos. Cuando un hombre helenístico oía este vocablo, se le iba el alma al ensueño. El hiperbóreo era algo extrahumano, tal vez sobrehumano. Todavía en Nietzsche, que era un helenista, posee la palabra gran prestigio, y cuando habla de siglos mejores no hallará mejor encarecimiento que decir: «Nosotros, los hiperbóreos…»
Pero ahora el radio cosmopolita ha tocado los confines del planeta. La dimensión de la ecumene coincide con la dimensión del astro. Se ha llegado al término y hay quien siente desilusión, como Morand. Rien que la terre 1 Morand hubiera querido seguir soñando con los hiperbóreos. Han sido suprimidas las tierras desconocidas, donde puede el ensueño fundar sus colonias.
Adjunto a este cosmopolitismo espacial ha alentado siempre un cosmopolitismo en el tiempo. No basta convivir con los hombres vivientes: se sentía el deseo de tratar a los antepasados. Lo mismo hoy. Frecuentamos a los faraones, conocemos su vida doméstica, su vestuario, sus deslices. La Esfinge y la momia recobran actualidad, y la actualidad no es sino el modo de la convivencia.
Este aumento de nuestras relaciones y «conocidos» nos hace mirar la existencia de Europa, anterior a 1900, como una vida provinciana, de angosto horizonte. Y como el mundo es, en cada caso, el correlato de nuestra alma, no hay duda que el alma individual ha aumentado enormemente de proporciones. Es un crecimiento parecido al que advertimos comparando el alma de Pericles con el alma de Marco Aurelio. Si leemos las páginas de este hombre admirable, nos parece que cada frase resuena en la comba enorme de un gran volumen espiritual. Lo que piensa y lo que siente será más o menos verdadero y precioso, pero nunca es pequeño, estrecho, sórdido, ridículo. Por el contrario, todo es magnífico. Visto desde una estrella el gesto de Marco Aurelio, probablemente «hace bien» —como el arco imperial romano, mirado hoy desde Londres o Berlín, a esta distancia de dieciocho siglos, sigue pareciendo imponente. Es la virtud adscrita a cuanto emana de un alma que, superando toda limitación provincial, vive con radio cósmico, es decir, el alma cosmopolita.
Otra cuestión es si, al ganar dimensión la vida humana, no pierde estas otras dos cualidades: fuerza y sabor.
Noviembre 1926.