TIEMPO DISTANCIA Y FORMA EN EL ARTE DE PROUST[174]

ESTA vez la Muerte, al segar una vida ajena, cercena de paso nuestros placeres. Hay muchas gentes de todos los países que se habían formado un presupuesto de futuras delicias a cargo de nuevos tomos de Proust. Este fenómeno de que el público «espere» la obra venidera de un autor es, desde hace tiempo, sobremanera insólito. No faltan, ciertamente, escritores muy estimables, que recibimos en nuestra casa de lectores siempre que se presentan. Mas la corrección y el respeto con que aceptamos siempre su visita no quiere decir que la deseamos. Para estos señores escribir consiste en hacer adoptar a su propia persona una determinada postura. Con la más virtuosa constancia ejercitan ante nosotros su breve repertorio de «cuadros plásticos» estereotipados. La consecuencia es que tras varias representaciones no sentimos urgencia alguna por presenciar de nuevo el espectáculo.

Pero hay otro tipo de escritores, los cuales tienen la suerte o la genialidad de haber tropezado con un filón de «cosas». Su situación es muy parecida a la de los descubridores científicos. Con una simplicidad y una evidencia estupefacientes han encontrado que su pie se deslizaba por una nueva área de posibilidades estéticas. Si usando de una vaga palabra mística suele llamarse «creadores» a los escritores antedichos, habrá que llamar a éstos «inventores», en el sentido más latino de la palabra. Han hallado nueva fauna oculta en paisajes intactos; por lo menos han encontrado una nueva manera de ver, una sencilla ley óptica donde se formula cierto índice de refracción inusitado. La posición de tales autores es mucho más sólida; aunque su obra sea siempre idéntica a sí misma, nos promete cosas nuevas, espectáculos virginales, y es difícil que falle en nosotros el afán de ver. Cuando Platón busca un gremio seguro donde inscribir a los filósofos, se decide por la clase de los filotheamones o amigos de mirar. Pensaba acaso que la virtud más constante en el hombre es cierto entusiasmo visual.

Proust es uno de estos «inventores», y en medio de la producción contemporánea, que es tan caprichosa, tan innecesaria, su obra se presenta con caracteres de forzosidad. Si no hubiese sido ejecutada en la evolución literaria del siglo XIX, habría quedado un agujero de perfil claramente definido. Y aun cabe decir más para encarecer su condición de inevitable: ha sido hecha un poco tarde, y quien la analice sorprenderá en su fisonomía leve anacronismo.

Las «invenciones» de Proust son de alto rango, por lo mismo que se refieren a los ingredientes más elementales del objeto literario. Se trata nada menos que de una nueva manera de tratar el tiempo y de instalarse en el espacio.

Si para dar una idea de lo que es Proust a quien no lo ha leído enumeramos sus asuntos —la vida veraniega en el pueblecito familiar, el amor de Swann, el juego sentimental de un niño y una niña, sirviendo de fondo los jardines de Luxemburgo; un estío en la costa normanda, en un hotel de lujo, rostro al mar inquieto, sobre el que resbalan, figuras de nereidas, las fisonomías de unas muchachas florecientes, etc.—, caemos pronto en la cuenta de que no hemos dicho nada, y que esos temas, innumerables veces elaborados por los novelistas, no permiten filiar lo que Proust nos ofrece. Hace años solía acudir a la biblioteca de San Isidro un pobre jorobado, de tan corta estatura, que no alcanzaba bien al pupitre. Invariablemente se acercaba al bibliotecario de turno y le pedía un diccionario. «¿Cuál quiere usted? —preguntaba solícito el empleado—, ¿latino, francés, inglés?» Y el pequeño jorobado respondía: «Mire usted; cualquiera, porque es para sentarme encima».

El mismo error que el bibliotecario cometeríamos si quisiéramos definir a Claude Monet diciendo que ha pintado Nuestra Señora y la estación de San Lázaro, o a Degas notando que reproducía planchadoras, bailarinas o jockeys. Porque en ambos pintores son estos objetos, que parecen temas de sus cuadros, sólo el pretexto; pintaron esas cosas como podían haber pintado otras muy diferentes. Lo que les importaba, el tema eficiente de sus lienzos, es la perspectiva aérea, el cendal de cromáticas vibraciones en que las cosas, sean cualesquiera, viven suntuosamente envueltas.

Algo parejo acontece a Proust. Los temas de novela que van y vienen sobre el haz de su obra ofrecen sólo un interés adyacente y secundario, y son como boyas que flotan a la deriva en el fluido abisal de los recuerdos. Hasta ahora el escritor solía usar del recuerdo a modo de material para reconstruir el pasado. Como los datos de la memoria son insuficientes y retienen de la realidad pretérita sólo un extracto arbitrario, el novelista tradicional completa aquéllos con observaciones del presente, con toda suerte de hipótesis e ideas convencionales, uniendo así al material auténtico del recuerdo estos otros fraudulentos.

Tal método tiene sentido cuando el propósito es, como solía, restaurar las cosas pasadas; esto es, fingirles una nueva presencia y actualidad. Mas el propósito de Proust es totalmente inverso: no quiere, valiéndose de sus recuerdos como de un material, reconstruir aquellas realidades antiguas, sino, al contrario, quiere, usando de todos los medios imaginables —observaciones de lo presente, análisis reflexivos, teorizaciones psicológicas—, llegar a reconstruir literariamente sus recuerdos. No, pues, las cosas que se recuerdan, sino el recuerdo de las cosas es el tema general de Proust. Por vez primera pasa aquí formalmente el recuerdo de ser material con que se describe otra cosa a ser la cosa misma que se describe. Por esta razón el autor no suele añadir a lo recordado las partes de la realidad que al recuerdo faltan, sino que deja a éste intacto, según él es, objetivamente incompleto, tal vez mutilado y agitando en su espectral lejanía los pobres muñones que le han quedado. Hay una página muy sugestiva, donde se habla de tres árboles sobre un lomo de tierra, tras de los cuales sólo se recuerda que había algo, algo muy importante, pero que se borró, que fue abolido de la memoria. El autor forcejea vanamente para encontrar lo que allí falta e integrar con ello aquel trozo de paisaje periclitado, aquellos tres árboles, únicos supervivientes de una catástrofe mental, de una tormentosa obliviscencia.

Los temas novelescos son, pues, en Proust mero pretexto y como spiracula, respiradores y portillos de colmena, por los cuales logra libertarse, alado y estremecido, el enjambre de las reminiscencias. No en balde ha dado a su obra el título general de A la recherche du temps perdu. Proust es un investigador del tiempo perdido como tal. Renuncia con todo escrúpulo a imponer al pasado la anatomía de lo presente y practica un rigoroso no-intervencionismo, guiado por la más decidida voluntad de eludir toda construcción. Del fondo nocturno del alma se desprende ascendente un recuerdo, como sobre la línea del horizonte se eleva, patética, en la noche una constelación. Proust inhibe todo afán de restaurar, y se limita a describir eso que ve remontar de su memoria. En vez de restaurar el tiempo perdido, se complace en edificar su ruina. Puede decirse que el género Mémoires alcanza en él la dignidad de un método literario puro.

Esto por lo que hace al orden del tiempo. Pero más sencilla y estupefaciente es su invención en el orden del espacio.

Se ha contado el número de páginas que Proust emplea para decirnos que la abuela se pone el termómetro. No es posible, en efecto, hablar de Proust sin hacer constar su prolijidad y su nimiedad. Mas en este caso prolijidad y nimiedad dejan de ser dos vicios, para convertirse en dos potencias de inspiración, en dos musas que es preciso agregar a la nonaria comunidad. Proust necesita ser prolijo y nimio por la sencilla razón de que se acerca a los objetos más de lo acostumbrado. Ha sido el inventor de una nueva distancia entre nosotros y las cosas. Esta sencilla reforma es de unos resultados, como he dicho, tan estupefacientes, que casi toda la anterior producción literaria toma un aspecto de literatura a vista de pájaro toscamente panorámica cuando se la compara con este genio deliciosamente miope.

En virtud de las conveniencias vitales, cada cosa nos impone una determinada distancia, vista desde la cual nos parece obtener su mejor apariencia. El que quiere ver bien una piedra se acerca a ella hasta poder divisar la porosidad de su superficie. Pero el que quiere ver bien una catedral tendrá que renunciar a ver los poros de sus piedras, y alejándose, ampliar sobremanera el campo visual. La norma de estas distancias se regula por el utilitarismo orgánico que gobierna los hechos de la vida. Mas tal vez fue un error de los poetas creer que ese sistema de distancia, excelente para los usos vitales, lo era también para el arte. Proust, hastiado acaso de ver siempre dibujada una mano como si fuese un monumento, la acerca a sus ojos, y cubriendo con ella el horizonte ve, sorprendido, aparecer en primer plano un sugestivo paisaje, donde ondulan los valles de los poros, coronados por la selva liliputiense del vello. Esto es, naturalmente, una manera de decir: a Proust no le interesan las manos ni, en general, las cosas corporales tanto como la fauna y flora íntimas. Rectifica nuestra distancia ante los sentimientos humanos y rompe con la tradición de describirlos monumentalmente.

Pienso que no carece por completo de interés internarse un poco más en esta cuestión e indagar cómo se ha originado en Proust esta radical transformación de la perspectiva literaria.

Cuando un artista primitivo pinta una jarra o un árbol, parte del supuesto de que toda cosa tiene realmente un perfil; esto es, un inequívoco dintorno o forma externa que, como una frontera bien definida, le separa o aísla de todas las demás. Fijar exacta, pulcramente ese perfil de los objetos constituye el mayor afán del primitivo. El impresionista, en cambio, cree advertir que ese perfil es ilusorio y no nos es dado en la visión real. Si nos atenemos a lo que de un árbol vemos, en el rigoroso sentido del vocablo, descubrimos que no queda recortado del contorno, que su silueta es difusa e imprecisa, y lo que le distingue de cuanto le rodea no es aquel perfil inexistente, sino la masa de tonos cromáticos interior a él. Por esta razón el impresionismo no dibuja el objeto, sino que lo obtiene amontonando pequeñas manchas de color, cada una informe, pero capaces en su combinación de engendrar ante los ojos entornados la vibrante presencia de aquél. El impresionista pinta una jarra o un árbol sin que en su cuadro haya nada que tenga la figura de árbol o jarra. Como estilo pictórico consiste, pues, el impresionismo en negar la forma externa de las realidades y en reproducir su forma interna: la masa cromática interior.

Esta manera de arte imperaba en la sensibilidad europea fin de siglo. Y es curioso notar la coincidencia con la filosofía y la psicología de entonces. Los filósofos de 1890 sostenían que la única realidad está hecha de nuestros estados sensoriales y emotivos. En tanto que el hombre ingenuo, lo mismo que el primitivo de la pintura, interpreta el llamado mundo como algo inconmovible que se halla fuera de nosotros y está dotado de magnífica e inmutable arquitectura, piensa el filósofo impresionista que es el universo mera proyección de nuestras sensaciones y afectos, un flujo de olores, sabores, luces, penas y afanes, una procesión incesante de inquietos reflejos íntimos. Parejamente, la psicología primitiva supone que nuestra personalidad está constituida por un núcleo invariable, especie de estatua espiritual que recibe los cambios del contorno con su gesto permanente. Tal es la psicología del hombre de Plutarco que vemos inmerso en el mar de la vida aguantando sus embates como la roca el oleaje o como la estatua la intemperie. Pero el psicólogo impresionista niega lo que suele llamarse el carácter, que suele ser el perfil escultórico de la persona y ve en éste una mutación perdurable, una sucesión de estados difusos, una articulación siempre distinta de emociones, de ideas, colores, esperanzas.

Esta consideración nos sirve para datar las tendencias íntimas de Proust. La monografía sobre un amor de Swann es un caso de puntillismo psicológico. Para el autor medieval de Tristán e Iseo es el amor un sentimiento que posee un claro perfil propio: para él, primitivo de la novela psicológica, el amor es amor y nada más que amor. En cambio, Proust nos describe un amor de Swann que no tiene forma alguna de amor. Hay en él de todo: puntos de sensualidad cálida, pigmentos morados de recelo, pardos de hábito, grises de cansancio vital. Lo único que no hay es amor. Este resulta como resulta la figura del tapiz, por intersección de irnos hilos, ninguno de los cuales tiene la forma de la figura. Sin Proust hubiera quedado nonnata una literatura que necesita ser leída como son mirados los cuadros de Manet, entornando los ojos.

Por este motivo, cuando se le aproxima a Stendhal conviene usar de cautela. En muchos sentidos representan dos polos y son antagonistas. Es ante todo Stendhal un imaginador: imagina las tramas, las situaciones y los personajes. No copia nunca: todo en él queda resuelto en fantasía, una fantasía enjuta y concentrada. Sus almas son tan «ideadas» como pueda serlo la línea de una madonna en los cuadros de Rafael. Cree Stendhal firmemente en la realidad de los caracteres y se afana en dibujar su inequívoco perfil. Las personas de Proust, por el contrario, carecen de silueta, son más bien mudables concreciones atmosféricas, nubes de espíritu que vientos y luces a toda hora transforman. Ciertamente que es del gremio de Stendhal, «investigador del corazón humano». Pero, en tanto que para Stendhal es el corazón humano un sólido de rígidas líneas plásticas, es para Proust nuestro corazón un difuso volumen gaseoso que varía de momento a momento en una versatilidad meteorológica. De lo que Stendhal dibuja a lo que Proust pinta, va la misma distancia que de Ingres a Renoir. Ingres ha definido mujeres bellas de que podríamos enamoramos; Renoir, no; su procedimiento lo excluye. El plasma vibrante de puntos luminosos que es una mujer en Renoir nos da acaso supremamente la sensación de la pulpa carnosa; pero una mujer, para ser bella, necesita poner a la expansión de su carne el límite correcto de un perfil. Del mismo modo, el método literario y psicológico de Proust le impide modelar figuras femeninas que sean atractivas. La duquesa de Guermantes, no obstante la predilección con que es tratada, nos parece fea e impertinente y nada más, al paso que si tomásemos a gozar los años tórridos de nuestra juventud, es seguro que volveríamos a enamorarnos de la Sanseverina, mujer de rostro tan quieto y de corazón tan estremecido.

En suma, Proust aporta a la literatura lo que pudiera denominarse una intención general atmosférica. Paisajes y personas, mundo interior y exterior, todo queda volatilizado en una aérea palpitación difusa. Yo diría que el universo de Proust está hecho pata set percibido en forma de respiración porque todo en él es ambiente. En estos volúmenes nadie hace nada ni pasa nada: todo es una pasiva sucesión de situaciones estáticas. Ni podía acontecer de otra manera, porque, para hacer algo, es menester antes ser algo determinado. La acción del animal se desarrolla siempre como una línea que parte de su voluntad y al quebrarse contra los obstáculos renace siempre, revelando que un sujeto se opone a las resistencias sobrevenidas. Esta línea quebrada que es la acción del animal, hombre o bestia, vapor lo mismo cargada de un latente dinamismo que presta al desarrollo dramático temblor. Mas la existencia de los personajes proustianos tiene un carácter vegetativo. Para la planta, vivir es estar y no hacer. Sumergida en la atmósfera es incapaz de oponerse a ella; su pasividad elimina todo dramatismo. Parejamente los personajes de Proust van, como vegetales, inertes dentro de sus destinos atmosféricos y, con botánica sumisión, parece su vida reducirse a la función clorofílica, diálogo químico siempre idéntico y como anónimo, en que la planta recibe dócil los imperativos del ambiente.

En estos libros, más que las personas, son los verdaderos agentes de las variaciones vitales los vientos, los climas físicos y morales que a aquéllos sucesivamente envuelven. Y la biografía de cada uno está dominada por ciertos alisios espirituales que soplan alternativamente sobre él y polarizan su sensibilidad. Todo depende del lado por donde la ráfaga aliente, y como hay cierzo y hay ábrego, viento del Norte y viento del Sur, el personaje de Proust varía, según qué el vendaval de la existencia sople del lado de Meseglise o del lado de Guermantes. Ni es extraña la frecuencia con que este escritor habla de côtés, pues siendo para él el universo una realidad meteorológica, lo esencial son los cuadrantes. Tenemos, pues, que un genial abandono de la forma externa y convencional de las cosas obliga a Proust a definirlas por su forma interna, por la estructura de su forma interior. Pero esta estructura es de condición microscópica. He aquí por qué Proust ha sido llevado a acercarse anómalamente a las cosas y a practicar histología poética. A lo que más se parece su obra es a esos tratados anatómicos que los alemanes titulan, por ejemplo, Über feineren Bau der Retina des Kanninchens. «Sobre la más fina estructura de la retina del conejo».

Microscopismo significa, de suyo, nimiedad. Nimiedad exige prolijidad. La interpretación atmosférica de la vida humana y la minuciosidad consecuente con que se la describe, impone a los libros de Proust irremediablemente un aparente defecto. Me refiero a la peculiar fatiga que aun en el más aficionado a estos volúmenes produce su lectura. Si se tratase de la fatiga usual que segregan los libros necios, no había más que hablar, pero la fatiga del lector de Proust goza de caracteres específicos y no tiene nada que ver con el aburrimiento. Con Proust no nos aburrimos nunca. Es muy raro que falte a alguna de estas páginas la intensidad bastante y aun la suficiente. Sin embargo, estamos dispuestos en cualquier momento a abandonar la lectura. Por otra parte, a lo largo de la obra nos sentimos constantemente detenidos, como si no se nos dejase avanzar a nuestro gusto, como si el ritmo del autor fuese menos ligero que el nuestro y un perpetuo ritardando a nuestra prisa.

Es el inconveniente y la ventaja del impresionismo; en los volúmenes de Proust, según he dicho, no acontece nada, no hay dramatismo, no hay proceso. Se componen de una serie de vistas sumamente ricas de contenido, pero estáticas. Ahora bien, somos los mortales, por naturaleza, seres dinámicos y sólo nos interesa el movimiento.

Cuando Proust nos dice que suena la campanilla de la puerta del jardín de Combray y en la oscuridad se oye la voz de Swann que llega, nuestra atención se sitúa sobre este hecho y encogiéndose se dispone a brincar sobre otro hecho que, sin duda, le va a seguir, y de que aquél es preparación. No nos acomodamos inertes en el primer hecho, sino que una vez conocido someramente, nos sentimos disparados hacia otro venidero, porque en la vida, creemos, es cada uno de ellos anuncio y punto de tránsito para otro, y así sucesivamente hasta formar una trayectoria, como al punto matemático sigue otro punto hasta formar una línea. Proust martiriza esta nuestra condición dinámica obligándola sin remisión a demorar en el primer hecho, a veces durante ciento y más páginas. A la llegada de Swann no sigue nada: al punto no se agrega otro punto, sino que, por el contrario, la llegada de Swann al jardín, ese simple hecho momentáneo, ese punto de realidad, se dilata sin progresar, se ensancha sin mudarse en otro, va hinchando su volumen y son pliegos y pliegos en que no nos movemos de él, solamente le vemos crecer elásticamente, cargarse de nuevos detalles y de nuevo sentido, engrosar como una pompa de jabón y como ella recamarse de irisaciones y reflejos.

Experimentamos, pues, algo de tortura al leer a Proust; su arte opera sobre nuestro apetito de acción, de movimiento, de progreso, al modo de un freno constante que nos retiene, y sufrimos como la codorniz que al saltar dentro de su jaula tropieza con la bovedilla de alambres en que termina su prisión. Ello es que la musa de Proust podría llamarse «morosidad», y su estilo consiste en el aprovechamiento literario de aquella delectatio morosa que tanto castigaban los Concilios.

Ahora vemos con sobrada claridad cómo se cierra el ciclo de las «invenciones» elementales de Proust. Ahora vemos cómo su modificación de la distancia y de la forma usuales es natural consecuencia de su primaria actitud ante el recuerdo. Cuando usamos de él como de un material entre otros para reconstruir intelectualmente la realidad, sólo tomamos el trozo de reminiscencia que nos es útil y, sin dejarlo crecer según su propia ley, pasamos adelante. En el razonamiento y en la simple asociación de ideas nuestra alma ejecuta una trayectoria, avanza de una cosa a otra y la atención progresa mediante un sucesivo desplazamiento. Mas si, de espaldas a la realidad, nos entregamos a la contemplación del recuerdo, vemos que éste procede por mera dilatación, sin que nosotros, por decirlo así, nos movamos del punto inicial. Recordar no es, como razonar, caminar por el espacio mental, sino que es el crecimiento espontáneo del espacio mismo.

Ignoro qué prácticas solía emplear Proust para escribir. Pero sus párrafos, de conducta tan sinuosa y completa, parecen haber sufrido después de escritos internas vicisitudes. Se advierte que fueron, tal vez, en su origen bien proporcionados, mas el recuerdo encerrado en ellos ha tenido luego espontáneos rebrotes y como excrecencias que han producido extraños y —para mi gusto— deliciosos anudamientos gramaticales parecidos a las corcovas óseas que se forman en los pies de las chinas en la reclusión de las chinelas.

Partiendo de estas advertencias sobre las dimensiones más elementales y abstractas de la obra de Proust, sería ahora llegado el momento para comenzar a hablar formalmente de ésta y del temperamento del autor. Entonces descubriríamos las más sorprendentes correspondencias entre esa tendencia adinámica que regula su interpretación de tiempo, distancia y forma con el resto de sus peculiaridades. Porque es curioso advertir que un mismo principio orgánico de fórmula muy sencilla basta para explicar todas las facetas de la obra de Proust, por ejemplo, la anómala perspicacia con que describe las aventuras de la circulación sanguínea en su personaje, su fina percepción de los cambios higrométricos y de las sensaciones musculares; en fin, su trascendente, omnímodo snobismo.

Enero 1923.