TIERRAS DE CASTILLA

NOTAS DE ANDAR Y VER

I

POR tierras de Sigüenza y Berlanga de Duero, en días de agosto alanceados por el sol, he hecho yo —Rubín de Cendoya, místico español— un viaje sentimental sobre una mula torda de altas orejas inquietas. Son las tierras que el Cid cabalgó. Son, además, las tierras donde se suscitó el primer poeta castellano, el autor del poema llamado Myo Cid.

No se crea por esto que soy de temperamento conservador y tradicionalista. Soy un hombre que ama verdaderamente el pasado. Los tradicionalistas, en cambio, no le aman; quieren que no sea pasado, sino presente. Amar el pasado es congratularse de que efectivamente haya pasado, y de que las cosas, perdiendo esa rudeza con que al hallarse presente arañan nuestros ojos, nuestros oídos y nuestras manos, asciendan a la vida más pura y esencial que llevan en la reminiscencia.

El valor que damos a muchas de las realidades presentes no lo merecen éstas por sí mismas; si nos ocupamos de ellas es porque existen, porque están ahí, delante de nosotros, ofendiéndonos o sirviéndonos. Su existencia, no ellas, tiene valor. Por el contrario, de lo que ha sido nos interesa su calidad íntima y propia. De modo que las cosas, al penetrar en el ámbito de lo pretérito, quedan despojadas de toda adherencia utilitaria, de toda jerarquía fundada en los servicios que como existentes nos prestaron, y así, en puras carnes, es cuando comienzan a vivir de su vigor esencial.

Por esto es conveniente volver de cuando en cuando una larga mirada hacia la profunda alameda del pasado: en ella aprendemos los verdaderos valores —no en el mercado del día. ¡Esta pobre tierra de Guadalajara y Soria, esta meseta superior de Castilla!… ¿Habrá algo más pobre en el mundo? Yo la he visto en tiempo de la recolección, cuando el anillo dorado de las eras apretaba los mínimos pueblos en un ademán alucinado de riqueza y esplendor. Y, sin embargo, la miseria, la sordidez triunfaba sobre las campiñas y sobre los rostros como un dios adusto y famélico atado por otro dios más fuerte a las entrañas de esta comarca.

Pero esta tierra que hoy podría comprarse por treinta dineros, como el evangélico azeldama, ha producido un poema —el Myo Cid— que allá en el fin de los tiempos, cuando venga la liquidación del planeta, no podrá pagarse con todo el oro del mundo.

El Myo Cid es un balbuceo heroico, en toscas medidas de paso de andar, donde llega a expresarse plenamente el alma castellana del siglo XII, un alma elemental, de gigante mozalbete, entre gótica y celtíbera, exenta de reflexión, compuesta de ímpetus sobrios, picaros o nobles. El cantor anónimo que —como un alcotán gritando desde un risco— dio en la altura desolada y agresiva de Medinaceli al aire este cantar, supo llevarnos por el camino más corto al íntimo fondo de una realidad eterna… Pero todos los que habláis español desde la cuna habéis leído este cantar, ¿no es cierto? Cuando llevamos dentro sus recios versos heroicos nuestro peso moral aumenta.

Caminemos unos días al través de Castilla la gentil, según la llama el poeta.

II

… Es una alborada limpia sobre los tonos rosa y cárdeno del poblado de Sigüenza. Quedan en el cielo irnos restos de luna que pronto el sol reabsorberá. Es este morir de la luna en pleno día una escena de superior romanticismo. Nunca más tierna la apariencia del dulce astro meditabundo. Es una manchita de leche sobre el haz terso del cielo, una de esas fresas blancas que traen de nacimiento algunas muchachas en su pecho.

La mula torda sobre que hago camino alarga sus brazos sobre el polvo calcáreo de la carretera. Delante va cargada de vianda otra mula castaña, de orejas lacias y el andar mohíno, una pobre mula maltraída, más vieja que un Padre de la Iglesia. Sobre ella, vestido de pardo y tocado con la gorra de piel de conejo, acomodado en las enormes aguaderas, entre sombrillas y bastones y trespiés fotográficos que dan a la bestia un aspecto de roto bergantín, navega Rodrigálvarez. Rodrigálvarez es un nombre que parece arrancado al poema de quien voy siguiendo las trazas…

Mynaya Albar Fáñez que Çorita mandó,

Martín Antolinez, el Burgalés de pro,

Muño Qustioz, que so criado fo.

Martín Muñoz, el que mandó a Mont Mayor,

Albar Albarez e Albar Salvadórez…

(Versos 735-739).

Sin embargo, Rodrigálvarez es un vaquero de Sigüenza que se ha prestado a conducirme por los senderos de esta tierra. Dicen que nadie como él conoce los caminos. Ya veremos.

Entre chopos y olmos sigue la carretera el curso del Henares —un hilo imperceptible de agua que corre por un caz. A ambos lados unas pobres huertas lo ocultan con sus mimbreras.

Estas salidas, muy de mañana, por los campos fuertes tienen un dejo de voluptuosidad erótica. Nos parece que somos los primeros en hendir a nuestro paso el aire puesto sobre el paisaje, y este mismo parece que se abre a nosotros con el poco de resistencia necesario para que nos percatemos de que somos los que rompemos esta vía hacia su corazón.

Al volver atrás la mirada por ver el trecho que llevamos andado. Sigüenza, la viejísima ciudad episcopal, aparece rampando por una ancha ladera, a poca distancia del talud que cierra por el lado frontero el valle. En lo más alto el castillo lleno de heridas, con sus paredones blancos y unas torrecillas cuadradas, cubiertas con un airoso casquete. En el centro del caserío se incorpora la catedral, del siglo XII.

Las catedrales románicas fueron construidas en España al compás que hacían las espadas cayendo sobre los cuerpos de los moros.

Sigüenza fue bastante tiempo lugar fronterizo, avanzada en tierra de musulmanes. Por eso, como en Ávila, tuvo la catedral que ser a la vez castillo; sus dos torres cuadradas, anchas, recias, brunas, avanzan hacia el firmamento, pero sin huir de la tierra, como acontece con las góticas. No se sabe qué preocupaba más a sus constructores: si ganar el cielo o no perder la tierra.

Esta indecisión a que me invita el par de torres bárbaras que ahora veo coronar el municipio seguntino es muy de mi sabor. Vivimos entre antítesis: la religión se opone a la ciencia, la virtud al placer, la sensibilidad fina y estudiada al buen vivir espontáneo, la idea a la mujer, el arte al pensamiento… Alguien, al ponernos sobre el planeta, ha tenido el propósito de que sea nuestro corazón una máquina de preferir. Nos pasamos la vida eligiendo entre lo uno y de lo otro. ¡Un penoso destino! ¡Prolongada, insistente tragedia! Sí, tragedia: porque preferir supone reconocer ambos términos sometidos a elección como bienes, como valores positivos. Y aunque elijamos lo que nos parece mejor, siempre dejamos en nuestra apetencia un hueco que debió llenarse con aquel otro bien pospuesto.

Ahora bien: las gentes suelen mostrarse demasiado presurosas en decidirse por lo mejor: olvidan que cada acto de preferencia abre, a la vez, una oquedad en nuestra alma. No, no prefiramos; mejor dicho, prefiramos no preferir. No renunciemos de buen ánimo a gozar de lo uno y de lo otro: Religión y ciencia, virtud y placer, cielo y tierra… Cierto que hasta ahora no se han resuelto las antítesis; pero cada hombre debe pensar que es él el llamado a resolverlas.

La catedral de Sigüenza, toda oliveña y rosa a la hora de amanecer, parece sobre la tierra quebrada, tormentosa, un bajel secular que llega bogando hacia mí, trayéndome esta sugestión castiza en el viril de su tabernáculo…

La vida cobra sentido cuando se hace de ella una aspiración a no renunciar a nada.

III

Mas al pensar todo esto y descolgar con la vista de las anchas torres este jirón ideológico, recuerdo que dentro de la iglesia, en un rincón de la nave occidental, hay una capilla y en ella una estatua de las más bellas de España. Me refiero al enterramiento de don Martín Vázquez de Arce.

Es un guerrero joven, lampiño, tendido a la larga sobre uno de sus costados. El busto se incorpora un poco apoyando un codo en un haz de leña; en las manos tiene un libro abierto; a los pies un can y un paje; en los labios una sonrisa volátil. Cierto cartelón fijado encima de la figura hace breve historia del personaje.

Era un caballero santiaguista, que mataron los moros cuando socorría a unos hombres de Jaén, con el ilustre duque del Infantado, su señor, a orillas de la acequia gorda, en la vega de Granada.

Nadie sabe quién es el autor de la escultura. Por un destino muy significativo, en España casi todo lo grande es anónimo. De todas suertes, el escultor ha esculpido aquí una de esas antítesis. Este mozo es guerrero de oficio: lleva cota de malla y piezas de arnés cubren su pecho y sus piernas. No obstante, el cuerpo revela un temperamento débil, nervioso. Las mejillas descamadas y las pupilas Intensamente recogidas declaran sus hábitos intelectuales. Este hombre parece más de pluma que de espada. Y, sin embargo, combatió en Loja, en Mora, en Montefrío bravamente. La historia nos garantiza su coraje varonil. La escultura ha conservado su sonrisa dialéctica. ¿Será posible? ¿Ha habido alguien que haya unido el coraje a la dialéctica?

IV

Como a media hora de camino, pasamos junto a una inmensa huerta, propiedad del obispo, cercada con una magnífica tapia. Por sobre ésta se levantan en un ademán esbeltísimo, y como de un solo envite, chopos próceres con su mástil único, brevemente y por igual ornado de verdes hojas triangulares que parpadean. La tapia tiene a Oriente y Sur dos soberbias puertas con sus verjas de hierro bien labradas. En un lugar de la tapia se abre una fuente donde el agua palpita: encima de ella están los escudos del obispado. El sol cae sobre las figuras heráldicas y las ilumina con tanta delicadeza que casi quedan interpretados sus recónditos símbolos.

¡Oh, qué delicia caminar por una tierra pobre, con ruinas de antiguo esplendor, una mañana limpia!

El valle se estrecha anunciando un recodo, donde va a desembocar en otro valle. En el vértice de este recodo, del otro lado de las aguas y vigilando ambos valles, aparece agarrado a una cuesta el caserío de Alcuneza —un pueblo alerta. Los pueblos de esta tierra —salvo curiosos casos— son súbitas apariciones que aguardan al viandante puestos en sus barrancas o celados tras una ladera. No se los ve hasta que se está muy próximo. De lejos se los confunde con la tierra ocre labrada por las aguas en las batientes de los cerros. En esta época, sin embargo, las eras cubiertas del oro cereal anuncian con alguna anticipación la existencia de habitaciones.

Rodrigálvarez, en tanto, va hablando al ritmo lento del andar de las mulas. Se mueve entre refranes como un ballestero entre las almenas. Porque este Rodrigálvarez vive, como todos los hombres nacidos en estas campiñas ásperas, en perpetua defensiva. Oída refrán les sirve como una trinchera, y en el breve claro que dos de ellos dejan, disparan su asta maligna. La imprecisión del hablar y de pensar, característica de los campesinos, les facilita sobremanera las emboscadas donde ocultan sus intenciones y poderosos instintos. Son, como al guerrear, al conversar, guerrilleros.

Pues bien, Rodrigálvarez se lamenta de lo mal que andan las cosas en nuestro país. Todavía no han llegado a estas humildes clases el aliento de optimismo y la impresión de rápido mejoramiento que comienzan a ganar las superiores.

Vemos, con efecto, abrirse ante nosotros el nuevo valle, con su delgada cenefa de verdor en el bisel del fondo, y las ralas hileras de chopos reverberando bajo el sol; vemos en ambas laderas rastrojos sobre tierra roja y pedregosa y los altos yermos de los oteros con sus muñones de rocas cárdenas. No hay apenas olores ni apenas avecillas. A la izquierda del camino alza un cuervo su vuelo desplegando unas alas largas y como perezosas: cuando destaca sobre el cielo, un golpe de aire le arranca una pluma negra que se balancea sobre el intenso azul. Las gentes del Cid, para quienes nada había en los campos que no tuviera un sentido, habrían tomado este vuelo por un augurio adverso:

A la exida de Bivar ovieron la corneja diestra

e entrando a Burgos ovieron la siniestra.

(Versos 11 y 12).

Todo yace en mudez: ninguna señal llega de la campiña. De eterno confiesan estas tierras haber sido pobres y se disponen a prolongar otra eternidad su miseria. No obstante, Rodrigálvarez atribuye la mengua a los hombres: «¡Cuidado que lo hacemos mal! Porque España, don Rubín, es un rosal».

Este aire mañanero, presuroso, friolento, que me llega entre las largas orejas tordas de la mula, da a más nervios tirantez cristalina. Y en medio de esta tierra roja, estéril y muda, las palabras estas producen en las cuerdas de mis nervios el mismo efecto que un golpe de arco sobre el alma de un rubio violín. ¡España es un rosal!

V

Continuamos por el valle que se dirige hacia Oriente y se ensancha poco a poco. El paisaje es el mismo: cinta de huertas verdes en el centro, altas laderas amarillas a ambos lados y ocres o grises oteros tajados en su cabezón por certeros cortes horizontales.

Llegamos a Horna. Es éste un pueblecillo cuyo caserío es empleado para arrebujarse por un cerrete cónico: las construcciones forman como los pliegues ascendentes de un capote de paño duro que ciñera un cuerpo. El hueco superior es el lugar que aprovecha la iglesia para levantarse y hacer al valle un gesto. Las proximidades abundan en huertos donde se cultivan patatas, judías y cáñamo.

Ascendemos por las callejas miserables. En una ventana pronuncian un apólogo esencial desde sus tiestos unos claveles rojos y una graciosa mata de palma rizada. Descendemos del otro lado por análogas callejas.

Es tan breve, tan concentrada, tan lógica la posición del caserío, que nos parece haber pasado sobre un gran cuerpo orgánico. Tras el pueblo las eras. El valle pierde su forma simple, y ensanchándose con vario nivel a la derecha va a morir a la izquierda al pie de unos contrafuertes que inician la Sierra Ministra.

Estamos en la comarca más alta de España, caminamos sobre los hombros de un gigante.

Sierra Ministra se compone de irnos barrancos sembrados de piedras cárdenas y de piornos verdinegros. Es un lugar solitario hasta la exaltación, remoto del universo. Mas súbitamente la montaña se derrumba sobre un anchísimo valle amarillo y sangriento. Allá, muy lejos, en el centro de su base, una capillita románica nos presenta sus tres ábsides redondos, de línea graciosa, suave, como senos de mujer.

Y sobre la alta sierra frontera, ¿qué es aquello en lo más alto? Una ciudad imaginaria, plantada sobre la cima horizontal, allá en una altura terrible. Es Medinaceli, la patria del cantor de Myo Cid. La vemos desde tres o cuatro leguas, con su magnífica iglesia en medio, en luminosa, radiante silueta recortando el firmamento. Es una formidable alusión de heroísmo lanzada sobre seis leguas a la redonda.

1911.