LA PROFUNDIDAD DE FRANCIA
EL breve viaje anual por tierras de Francia proporciona siempre botín.
Francia es una nación profunda.
Llamo profundidad de un cuerpo nacional a la muchedumbre de actitudes humanas diferentes que normalmente contenga. En un pueblo superficial encontramos un único modo de ser. Nos basta ver lo que en cada momento o lugar tenemos delante para percibir la esencia nacional. Los pueblos salvajes son en este sentido los más superficiales, porque en ellos los individuos no están diferenciados y poseen una constitución uniforme. En un pueblo profundo todo lo que vemos a primera vista, cada aspecto singular que observamos, oculta otros distintos de él, como en la materia el estrato o capa que sirve de haz tapa otros subyacentes. Voy por los caminitos de Francia, entre setos siempre verdes, al través de paisajes para mi gusto demasiado exentos de dramatismo. En las encrucijadas está clavado un Cristo. Pienso: Francia es una nación católica. Pero luego descubro la plaza de la villa provincial (de Tarbes, por ejemplo) y hallo un monumento. Sobre el plinto un hombre desaforado perora agitando sus brazos de bronce: es Danton. Pienso: Francia es una nación revolucionaria, «racionalista», anticatólica. Como ambas proposiciones son verdaderas y a la vez incompatibles, no puedo reunirlas en una, sino que necesito superponerlas, Y como representan dos actitudes de humanidad extremas y antagónicas, noto que entre ellas se dan una multitud de formas intermediarias. De esta suerte veo a Francia como un sólido estratificado y profundo.
En Francia han sido normales y continuas las tendencias más divergentes. Ninguna nación más católica, ninguna nación más anticlerical. ¡Venturoso país, que puede encontrar para todo una larga tradición preformada dentro de sí! De esta suerte no es fácil idiotizarlo diciendo que su tradición es ésta o aquélla. La tradición de Francia es tenerlas todas. Y no se diga tontamente que esto es falta de personalidad y escepticismo. Ha tenido, en efecto, todas las tradiciones; es decir, ha trabajado, sufrido, gozado y creado en todas las direcciones del espíritu, y, como decía un gran francés, «ha dado a su alma todas las formas posibles».
Cuando en una escuela francesa se habla de clasicismo, la mente del muchacho se encuentra de golpe ante Bossuet y ante Voltaire. No hay posibilidad de declarar que el uno es más francés que el otro. El pasado nacional que se acumula bajo los pies de este muchacho le coloca desde luego en una actitud de libertad. Puede elegir entre ambas tradiciones: está predispuesto racialmente para ambas. Es libre de nacimiento. No necesita conquistar por su esfuerzo personal, tardíamente, una precaria manumisión.
El catolicismo de Francia ha sido y es una fuerza magnífica. Pero no es menos vigoroso su buido escepticismo. Y así en todo: País agrícola hasta la medula, fue y es a la par ingenioso e industrial. Creo que si se miraran las estadísticas —no las tengo a mano— se encontraría una sorprendente paridad entre las cifras de la población industrial y la población agrícola. A esto debe Francia en buena parte su ejemplar equilibrio histórico— el equilibrio en el movimiento. (Por sí sola, la población industrial es demasiado inquieta: la agrícola, demasiado inmóvil).
La raza francesa ha tomado bien ancha la curva de la vida, y, como un buen pastor, logra antecoger todas las especies de ésta. Me encanta la naturalidad con que caminan a la vera el abate y la cocotte, sin que destiñan el uno sobre el otro. Asimismo se halla en Francia parejamente acusada la vida familiar y la social —principios antagónicos, contra lo que se cree en España. La familia es un círculo cerrado de espaldas a la sociedad y contra ella. La sociedad, en cambio, es un instinto irradiante que desde el individuo se abre hacia un horizonte ilimitado. La familia es una fuerza de exclusión; la sociedad, un inmenso ensayo de inclusión.
Esta admirable polarización del mundo francés, que hace de él un efectivo microcosmos, permite el extraño fenómeno de que conviva un extremo conservatismo con un futurismo no menos extremo. Se advierte esto, por ejemplo, en el arte y las letras. En ninguna parte de Europa existe un público tan fiel a las viejas formas de literatura. Nadie jura por un clásico nacional con tanta fe como el buen francés medio por su Racine. Y, a la vez, Francia se concede a sí misma el envidiable lujo de suscitar la inspiración más opuesta, y ponerse a cantar por el polo Mallarmé.
Manera tan completa de abrazar la existencia puede tener, sin embargo, un inconveniente. No deja nada fuera, consume todas las dimensiones del vivir… Tal vez las agota. ¿Es posible seguir indefinidamente con el orbe entero entre los brazos, bebiendo en todas las fuentes, embarcándose en todas las naves, volando con todas las alas?
Una cosa empieza a faltar en Francia. Empieza a faltar el ganapán, el pueblo inferior, el humus humano, la porción vegetal de una raza. La perfección de su higiene histórica ha hecho subir el tipo social del pueblo entero, que se ha quedado sin piso bajo. ¡Gloria suma! ¡Sumo peligro!
EL SIGLO XVIII, EDUCADOR
Más que las grandes ideas de Spengler me interesan sus ideas menores, sus atisbos subitáneos, que iluminan trozos particulares del proceso histórico. Si no recuerdo mal, el segundo tomo de su obra (tercero de la edición española) sostiene, o al menos insinúa, que existen dos clases de arquitectura, nutridas por raíz diferente. Hay una arquitectura espontánea en cada pueblo, que le es como un instinto del mismo orden que la nidificación en el pájaro y la labranza del panal en la abeja. En este género de arquitectura no hay progreso: una vez que el pueblo, en tiempos muy primitivos, llega a él lo repite perpetuamente. Pero hay otra arquitectura extraña por completo al instinto. Se compone de formas de edificación inventadas deliberadamente por las minorías más cultivadas de ciertas razas. Nada en ellas es forzoso biológicamente: son como caprichos tenidos por la razón[144]. Están imaginadas no desde dentro, por la necesidad de vivirlas, sino desde fuera por el gusto de verlas. Si sólo donde la razón interviene eficazmente queremos hablar de cultura, llamaremos culta a esta tectónica y primaria a la otra. (Spengler, claro está, no aceptaría esta denominación. Para él cultura es el modo espontáneo de comportarse un pueblo; lo otro, el modo «cultivado», es, a su juicio, relativamente convencional y sin vigor histórico. Esta es su idea grande que me parece bastante ilusoria).
La distinción entre esos dos géneros de arquitectura nos permite calcular en cada pueblo, casi con exactitud de agrimensor, en qué medida ha sido penetrado por la cultura.
Si andando por Francia abandonamos las grandes vías de comunicación y nos deslizamos hasta las últimas aldeas y caseríos, nos sorprende hallar que las casas repiten, en formato y materia humildes, tectónicas de los palacetes versallescos. Las puertas de las moradas labriegas son con frecuencia idénticas a las del Petit Trianon: se encorvan y recortan como las puertas de la litera en que pasaba la Pompadour. No se trata de restos curiosos conservados aquí o allá: es la norma de la edificación en la aldea como en la villa. Los restos, los trozos con carácter arqueológico, son del siglo XVII y anteriores. En cambio, apenas se entrevén restos de la arquitectura espontánea, de la que el galofranco eterno usara hasta 1700.
Esto quiere decir, con expresión de plástica evidencia, que el siglo XVIII realizó plenamente en Francia lo que, por lo visto, fue su misión en toda Europa. Es el siglo de la Ilustración; es decir, de la cultura o cultivo de las masas populares; en suma: el siglo educador. Si de Francia pasamos a Alemania, notaremos que también sus formas de edificación más generales rezuman inequívocamente el estilo del siglo XVIII. Sin embargo, no ha penetrado la totalidad de la tierra. No llega a la menuda aldea ni al caserío.
Como tercer término en la comparación podemos tomar a España. ¿Qué hallamos? Una sorprendente escasez de formas dieciochescas —sobre todo si se tiene en cuenta la relativa proximidad cronológica de esa época. Se ve el siglo XVII instalado en las grandes poblaciones; pero más allá de éstas comienza la arquitectura primaria del intacto y perpetuo labriego celtíbero. El Estado y la Iglesia han puesto en el villorrio su Casa de Concejo o su palacio, y junto a éste la nave de piedra consagrada a Dios. Pero en tomo, el adobe primigenio ha perdurado.
Cuanto más se medita sobre nuestra historia, más clara se advierte esta desastrosa ausencia del siglo XVIII. Nos ha faltado el gran siglo educador.
Fue un momento maravilloso de la existencia europea. Un máximum de civilización acumulada y un mínimum de luchas y discordias nacionales. Nadie sentía suspicacia que le incitase a cerrar su alma al prójimo. Las almas están abiertas a todos los vientos, inspiradas por un gran optimismo y fe en el destino del hombre. Es el magnífico instante para la recepción de claras normas cultas. Con todo su saber y perfeccionamiento técnico y administrativo, el siglo XIX no podía ser tan educador como el precedente. La Revolución había escindido la unidad cordial de cada pueblo. Con ella comienzan las malas inteligencias radicales, la terca suspicacia que hace a un grupo social hermético para los demás. La recepción de la cultura no puede acontecer ya sin grandes pérdidas de esfuerzo. La mitad de él, por lo menos, se gasta en un vencer la hostilidad preconcebida. La idea misma de cultura, cuando ha sido predicada en el siglo XIX, iba teñida de un signo adverso contra el cual se defendía toda la porción arcaica del país. Este ha sido el triste sino de España, la nación europea que se ha saltado un siglo insustituible.
Para quien piensa así no puede caber duda alguna respecto a cuál es la gran empresa que la política nacional tiene que intentar en el siglo XX.
EL ALPE Y LA SIERRA
Cauterets fue el lugar del veraneo romántico. Era el tiempo feliz en que los poetas regían a Europa. (Sí, joven futbolista; esto ha acaecido una vez…) Todos venían aquí, con sus cabelleras tormentosas, con el cuello estrangulado por las grandes corbatas, ceñidas las cinturas por las levitas y con un junco en la mano. Todos: lo mismo Chateaubriand que Heine, que Musset, que Stendhal. Era el sitio elegante del romanticismo. (Todas las épocas, todos los estilos, han tenido su dimensión de elegancia, inclusive aquellas épocas, aquellos estilos que, como el romanticismo, son inelegantes). La elegancia es una faceta esencial de la especie humana —como la verdad, como la belleza, como la justicia. Tal vez hay otras especies de animales que tienen el sentido de lo elegante. Si se medita largamente sobre lo que es la elegancia, se descubre con sorpresa su secreto anudamiento a la raíz misma de la vida. (Lector que me eres fiel: te prometo para un día u otro cierta «Meditación de la elegancia» que anda perdida entre mis papeles desde hace no sé cuánto tiempo).
Nosotros llegamos a este agujero entre las montañas sin el equipaje sentimental de aquellos hombres. No somos ya románticos. No somos todavía otra cosa. Somos, si acaso, románticos del revés. Vivimos de burlarnos del romanticismo. Y esta negación, esta ironía, es la única forma clara de inspiración que nos queda. (Sí, joven futbolista: nuestra literatura se ocupa en desinflar los globos románticos; el fútbol es la burla de la guerra, campal o política; el «charleston», la ridiculización del vals, y el «jazzband», la sorna frente a la «música di camera»). Es precisa salir lo antes posible de esta situación negativa; pero no basta con decirlo, ni mucho menos con animarnos ficticiamente a un retomo. Mezclada con todos esos detritos irónicos, está ya bajo nuestra mano la materia del porvenir; pero no está pulida, ni conformada, ni definida. Falta la creación que es un esfuerzo, que es el esfuerzo por excelencia y que es lo contrario del recuerdo, de la restauración y del retorno.
Pronto advertimos que el paisaje de Cauterets no nos va. Es un paisaje vertical. Prisionero en un valle angostísimo, si queremos mirar necesitamos levantar por completo la cabeza, pegar a la espalda el occipucio y contemplar así una ladera que asciende casi perpendicular. El paisaje termina en punta; calvas rocas o neveros allá en lo alto. Mirar es aquí una virtual emigración al firmamento, una ascensión. Decididamente éste es un paisaje sublime, y lo sublime es una de las cosas más extemporáneas.
En cambio, los hombres de hace cien años venían a apacentarse de sublimidad. Necesitaban consumir anualmente cierta dosis de ella. El vocablo «sublime», que en su etimología significa «lo que se halla en lo alto», es tal vez el más frecuente en los libros románticos. Es, desde luego, la marca del romanticismo, que nos permite reconocer la especie en los individuos más opuestos. Así Stendhal detestaba a Chateaubriand y, en general, a todos los titulares románticos; pero si esperáis a sorprenderle en un momento de sincero arrebato, veréis que se le escapa una y otra vez el signo de la tribu. Stendhal llama también sublime al paisaje, al monumento, al cuadro de Guido Reni, a la mujer que canta un aire de Paisiello y a los helados del café Tortoni. La palabra «sublime» decía mejor que otra ninguna el secreto de aquellas dos generaciones. Cada edad tiene su vocablo mágico, que en la hora sincera asciende de los senos oscuros de la criatura, como la burbuja del limo en la alberca, trayendo a la superficie el aliento más arcano del ser —el sabor radical que para él tiene la vida.
La verdad es que estas montañas enormes, si no se toman sublimemente, se convierten en simples estorbos. Por esta razón hoy nos fatigan más que nos conmueven. Y es vana toda su buena voluntad de seducirnos con abetos, con cascadas, con tajos, con su perpetua emisión de nubecillas humeantes, que las envuelven como a un buen fumador de pipa. Nuestra reacción es injusta, pero irremediable: nos parecen gracias marchitas, una mise en scène recargada y, como la poesía romántica misma, faltas de calidad y sobradas de tamaño. No podemos evitar el pensamiento de que con mucha menos materia se podía hacer algo más expresivo, más rítmico, más delicioso.
El romántico era un hombre que buscaba en la vida la embriaguez. Sólo se sentía a gusto cuando perdía la serenidad. Destilaba un lirismo parecido al aguardiente, que le permitía ponerse fuera de sí. De aquí su afición a lo sublime. Lo de menos es que este vocablo signifique «lo que está en lo alto». Su verdadero valor está en designar un superlativo extremo, lo que los gramáticos llaman un excessivus. Ahora comprendemos más de cerca su favor entre los románticos. Lo sublime es lo excesivo, lo que pasa toda medida, lo que nos arrolla, nos aniquila, nos aplasta. Es la copa más allá de las que un hombre puede beber sin perder la cordura.
El alpe y la sierra son dos estilos de montaña que responden a dos estilos de sensibilidad. El alpe lo fía todo a su masa gigante. No hay manera de verlo en una sola mirada, porque su mole excede siempre nuestro campo visual, inunda nuestro horizonte y es menester zurcir vista tras vista para hacerse vagamente cargo de su forma. Por el contrario, las moderadas dimensiones de la sierra le permiten instalarse holgadamente en nuestro horizonte, dibujar claro sobre el cielo su perfil, gracioso y expresivo como un gesto, como un rostro viviente. La sierra es una escultura luminosa ante nosotros. No anula la llanura; antes bien, la subraya naciendo de ella, conviviendo con ella en perenne diálogo plástico, hasta el punto de que la sierra supone siempre una llanura que se ve desde su falda y su cima, como, viceversa, íntegra la sierra se ve desde la planicie. Mas el alpe se niega toscamente a formar paisaje con el llano, lo excluye con agrias maneras, quiere ser solo él. Por esta razón no lo podemos ver desde fuera de su propia mole, sino que nos obliga a entrar en su cuerpo y desde dentro ver parcialmente sus músculos de Hércules. El alpe nos traga como a Jonás la ballena. En suma: que de puro querer ser grande, el alpe resulta propiamente invisible, al paso que la sierra, merced a su mesura, es una clarísima experiencia visual.
Resulta paradójico preferir un paisaje que comienza por ofrecer dificultades a la visión. Sin embargo, nada más congruente que là predilección del romántico por este paisaje casi invisible. Ver, lo que se llama ver bien una cosa, complacerse en la forma del objeto según ella es, no le interesaba nada. El romántico fue un hombre con escasísimo sentido de la gracia plástica. No necesitaba ver de las cosas sino lo estrictamente necesario para que se disparase su emoción, para entrar en frenesí y embriaguez. Entonces se volvía de espaldas al exterior y se ponía a beber su propio estupor. Es curioso que el primer germen de romanticismo aparezca coincidente con el primer hombre que tiene curiosidad estética por la Naturaleza. Sabido es que fue Petrarca acaso la primera criatura que cultivó el alpinismo con intención contemplativa. Subió, en efecto, al monte Ventoso, y cuando llegó a lo alto su impresión fue tal, que —ingenuamente nos lo refiere— no se le ocurrió sino ponerse a leer las «Confesiones» de San Agustín, que llevaba en la faltriquera, y caer en profunda meditación sobre su destino. La anécdota es simbólica. El panorama, apenas entrevisto, obtura la visión misma, rechaza al hombre hacia dentro de sí y le incita a sumirse más que nunca en su íntimo elemento. Esto es, en rigor, lo que el romántico busca al rozarse con los paisajes: más que verlos a ellos, contemplar los remolinos que en su alma apasionada y líquida forma la piedra que cae de fuera.
Dudo mucho que en ningún porvenir próximo vuelva el paisaje alpino a conquistar nuestra preferencia, y espero, en cambio, firmemente un novísimo entusiasmo por las sierras claras y bien formadas. Es lo más probable que hacia 1940 el europeo buscará sus paisajes favoritos en el Sahara, fecundo en serranías. (A los baños de mar sucederán los baños de arena, mucho más tónicos y desinfectantes).
La razón que tengo para pensar así es que en medio de todas las censuras merecidas por la vida actual —sus limitaciones, sus miserias, sus petulancias, sus absurdos—, es forzoso reconocerle una virtud y un don: el sentido para la belleza plástica, para la gracia del volumen y la dignidad del color. Y no es en el arte actual —tan problemático— donde más clara aparece esta fina percepción, sino en la vida, en el traje, en los cuerpos, en los gestos, en los usos, en los utensilios. Es sorprendente notar cómo se ha extendido hasta las clases más humildes el discernimiento de lo que es visualmente bello. A pesar de que hemos heredado un tipo de vestimenta que parece irreductible a normas de belleza, el apetito y criterio para ésta se hallan tan extendidos, que tal vez nunca han ido las gentes todas, las ricas y las pobres, tan bien vestidas, tan pulcras, ni han cuidado tanto el ritmo en el ademán y el canon del cuerpo. No creo que la vida del hombre medio haya sido nunca, en toda la historia, tan bella como ahora.
… Y paralelamente se desarrolla una clarísima conciencia para la perfección plástica del paisaje. ¿Ha existido predisposición parecida alguna vez? Yo creo que no. El descubrimiento de la Naturaleza como delicia contemplativa es una hazaña de la Edad Moderna, lentamente, vacilantemente cumplida. Todavía en el Malade imaginaire se determina una decoración con estas palabras: Un lieu champêtre et néanmoins fort agréable. Pero, en definitiva, lo que se había logrado hasta aquí fue sólo un entusiasmo específicamente romántico por el campo: se estimaba y sentía el paisaje excitante. Queda para nuestro tiempo la invención del paisaje plásticamente bello. Y no es ilusorio esperar que, por vez primera, se crearán paisajes como se crean cuadros. El proyecto de Miguel Ángel, que pensó esculpir un monte, tendrá acaso más cuerda realización. Porque no se tratará de violar la roca nativa, imponiéndole la máscara de una forma humana, sino que se tallarán figuras telúricas y se pintará el paisaje en el sentido literal de la palabra. Caminando de Cauterets al valle de Luz, paso junto a una hidroeléctrica. El salto de agua es conducido desde la cima del cerro al fondo por una ladera empinada. Varios enormes tubos disciplinan el descenso de la líquida turbulencia. Su altura y sección son de tal calibre, que hubieran aniquilado con su fealdad industrial todo el decoro del verde panorama. Pero he aquí que una nueva musa ha pintado sus curvos cuerpos de colores limpios, verdes y ocres, veteando su enorme figura, y hoy constituyen un elemento imprevisto de aquel paisaje. Apoyados en la pina vertiente, son como enormes lagartos verdes bien alojados en el magnífico verdor natural.
Octubre, 1927.